Quién fue Helene Schjerfbeck, la pintora que navegó todos los estilos y hoy es considerada la mayor artista de Finlandia

Nació en 1862 y murió en 1946, y durante los 83 años que duró su vida construyó una obra prolífica e intensa. Las décadas que siguieron a su muerte la convirtieron en el secreto mejor guardado hasta que, al fin, los últimos años la ubicaron en el lugar que siempre mereció

Guardar
Helene Schjerfbeck y su autorretrato
Helene Schjerfbeck y su autorretrato icónico de 1915

Si la vida de Helene Schjerfbeck fuera una obra de teatro en varios actos, el primero podría ser en su casa natal, en Ekenäs, una ciudad en el sur del Finlandia donde la tierra se desarma en archipiélago sobre el Mar Báltico. Tenía cuatro años cuando se cayó de la escalera y se fracturó la cadera. Desde entonces, usaría bastón para siempre. Para ocupar su cabeza en algo que no fuera la angustia durante la larga recuperación de aquel accidente, comenzó a dibujar. Le dio la idea su padre, figura presente y cariñosa que murió cuando ella tenía 13.

Entonces, en la escena inicial de la imaginaria obra de teatro, debería estar Helene, con cuatro años, recostada en una cama de sábanas blancas, las ventanas abiertas de par en par —un día espléndido de cielo limpio y sol radiante, algunos árboles y más allá el agua fría del mar—, ensimismada en su hojas, dibujando animales, personas, cosas, para pasar el rato, para no angustiarse, para convertirse, como aseguran hoy en una especie de reivindicación, en la pintora más importante de la historia de Finlandia.

Nació en 1862 y murió en 1946. Durante los 83 años que duró su vida pintó mucho. Su producción es realmente grande en comparación con la de otros pintores de la época, pero lo destacable es la variedad estilística que hay en su obra. “Su trabajo —escribió la crítica de arte Roberta Smith, una de las editoras de arte de The New York Times— comienza con una versión deslumbrantemente hábil y algo melancólica del realismo académico de fines del siglo XIX y termina con imágenes destiladas, casi abstractas, en las que la pintura pura y la descripción críptica se mantienen en perfecto equilibrio”.

Desde su primera gran pintura, realizada a los 18 años, Soldado herido en la nieve (1880), una postal bélica y sensible y un tema que es muy extraño verlo en artistas mujeres, hasta los últimos autorretratos en su vejez, donde prima una abstracción oscura e introspectiva, la obra de Schjerfbeck forma una curva abismal que la hace parecer varias artistas en una sola. “Su trabajo no es una mera estetización sino una exploración intensiva de las profundidades de la existencia”, escribió la filósofa finlandesa Riitta Konttinen.

Soldado herido en la nieve
Soldado herido en la nieve (1880)

Su técnica comienza a profesionalizarse a los 11 años, cuando ingresa en la Sociedad Artística Finlandesa. Adolf von Becker, el gran pintor finlandés de su tiempo, el primero que había estudiado en París, vio en ella la llama de una carrera y le pagó los estudios. Al recibirse, quería hacer lo que todos, irse a Francia, pero era muy chica. Entonces se quedó aprendiendo con él. Von Becker es el maestro de los pintores que forman parte de lo que se conoce como la Edad de Oro del Arte Finlandés, que va desde 1880 hasta 1910.

Tras la muerte de su padre, su casa se convirtió en un matriarcado. Olga, su madre, quedó al mando de la familia con Helene y Magnus, su hermano, dos años mayor. Comenzaron a alquilar habitaciones de su ampulosa casa para obtener algo de dinero. Durante ese tiempo, conoció a las pintoras Helena Westermarck, Maria Wiik y Ada Thilen. Construyeron un vínculo de amistad pero también artístico entre las cuatro a tal punto que se puede ver cómo sus obras dialogan entre sí.

Dos fotos de Helene Schjerfbeck,
Dos fotos de Helene Schjerfbeck, la primera en 1880, la segunda en 1890

La segunda escena o segundo acto de la obra teatral imaginaria sobre la vida de Helene Schjerfbeck la ubica en París. Cumplidos los 18 años, viaja a Francia, la cumbre artística e intelectual de la época, junto con Helena Westermarck. Son dos mujeres jóvenes con ganas de conocer el mundo para luego pintarlo. Uno puede imaginarlas a ambas caminar tomadas del brazo por las calles parisinas rebosantes de bohemia, vestidos amplios, cigarrillos entre los dedos, con los ojos bien abiertos y las sonrisas entusiastas.

En Francia estudió en la Académie Colarossi, obtuvo una beca para pintar, viajó por Italia e Inglaterra, hizo ilustraciones para libros y se las ingenió para no volverse, hasta que en un momento decidió que sí, que ya era hora de regresar. Fueron diez años de una producción puntillosa, exquisita, casi académica. De esa época son las obras Zapatos de baile (1882), Un niño alimentando a su hermanita (1883), La puerta (1884), Retrato de una niña (1884), Madre e hijo (1886), La muerte de Wilhelm von Schwerin (1886) y El convalenciente (1888).

Ya en Finlandia, en 1890, comienza a trabajar en la Escuela de Dibujo de la Sociedad Artística como profesora, pero al año siguiente renuncia y se muda, junto a su madre, a Hyvinkää, a sesenta kilómetros de Helsinski, la capital del país. Al cambiar de escenario, también cambia su pintura. Se empieza a interesar por el paisaje, por ejemplo, con obras como La chica de Barösund (1890) y Niña bajo los abedules (1891), pero más tarde se dejar llevar por un impulso que ya estaba en sus pinturas más tempranas: retratar su mundo y su propia subjetividad.

Zapatos de baile (1882)
Zapatos de baile (1882)

El autorretrato es un género en sí mismo. Lo han practicado casi todos los pintores. Pero lo que hizo Helene Schjerfbeck fue otra cosa. En la 'parte superior de su atril tenía un pequeño espejo levemente inclinado donde podía observarse. Levantaba su cabeza, observaba su rostro en el reflejo, volvía al lienzo y pintaba. Ese podría ser el tercer acto de la obra teatral imaginaria de esta pintora: su rostro concentrado cuando pinta, su rostro relajado cuando se mira en el espejo. Lo interesante es que lo hizo siempre, desde que comenzó hasta el final de sus días.

¿Y cuál es la importancia de un autorretrato más allá del narcisismo del artista y de la necesidad de tener un modelo permanente para practicar cuando quiera? En esta serie de Schjerfbeck se ve cómo su rostro cambia por el devenir de los años pero también cómo su estilo va mutando con el tiempo, la experiencia y la propia subjetividad. El de 1884 muestra a una adolescente segura en trazos impresionistas, el de 1915 a una mujer madura con colores cercanos al pop y el de 1945 muestra a una señora ya mayor con formas abstractas.

Con el nacer del nuevo siglo, Schjerfbeck acentúa la producción sobre su propia subjetividad. Retrata a su entorno, a su madre y también comienza una interesante experimentación con el color, usando tonos más vivaces, así como también con las formas, donde empieza a apostar por una abstracción minimalista. No pinta desde una mirada social, es decir, no busca dar cuenta de la sociedad finlandesa, de sus conflictos políticos, económicos y culturales. Lo suyo es una batalla personal con el lienzo y con la técnica.

“A diferencia de la de muchos de sus contemporáneos, la pintura de Schjerfbeck no pertenece al estilo romántico nacional imperante", escribe Tabatha Leggett en el sitio This is FInland, "por el contrario, la artista se inspiró en la cultura visual de su época, como la moda, las revistas y los catálogos, convirtiéndose en una figura importante en el movimiento modernista temprano”. Como si estuviera en desacuerdo con el mundo, o con la representación hegemónica del mundo, construye su propia narrativa y su propia estética.

Autorretratos realizados a lo largo
Autorretratos realizados a lo largo de su vida donde se ve, no sólo el paso del tiempo, también la parábola de su estilo

Cuarto acto. Año 1913. Un comerciante de arte llamado Gösta Stenman golpea la puerta de su casa. Tiene el dato de que allí dentro está una de las grandes artistas de, no sólo Finlandia, de toda Europa también. Se lo dice un joven escritor llamado Einar Reuter. “¿Y usted quién es?”, le habrá dicho Helene al abrir la puerta. Charlan, se ponen de acuerdo. Ella desconfía pero termina aceptando el trato. Él se lleva algunas obras y a las semanas vuelve. Allá afuera había un público interesado en sus obras. Entonces comienza a exponer en distintas ciudades de Europa.

Con Einar Reuter mantenía una relación por carta. Eran correspondencias amistosas —hay más de mil cartas— donde hablaban de arte y política. En 1915 él viaja a encontrarse con ella, que lo recibe en su casa de Hyvinkää y esa amistad, se cree, empezó a tener ribetes románticos. Las obras de Schjerfbeck recorren el continente hasta que en 1917, gracias a la ayuda de Reuter y Stenman, se realiza su primera muestra individual. ¿Por qué una artista tan prolífica y delicada lo logra recién a los 55 años?

Ese año Reuter escribe un trabajo sobre la obra de Schjerfbeck y desde entonces esa relación se traduce en una convivencia de semanas donde ambos pintan y discuten y se besan en la Finlandia de principios de siglo XX sin saber que pronto el mundo cambiaría para siempre. Todo esto está narrado en Helene, una película finlandesa que acaba de estrenarse. La protagonizan Laura Birn como Helene Schjerfbeck y Johannes Holopainen como Einar Reuter. No duró mucho este romance. No importa. Fue intenso y eso es lo que vale.

El marinero (1918, el que
El marinero (1918, el que posa es Einar Reuter)

Los países nórdicos comenzaron a valorar su arte. Expuso en 1919 en Copenhague, en 1923 en Gotemburgo y en 1934 en Estocolmo, la ciudad que tal vez más se interesó por la obra de Schjerfbeck y que en 1937 realizó una gran exposición individual donde podría decirse que su pintura alcanza el reconocimiento que tanto se le había negado. “Tuvo una acogida mucho más entusiasta en Suecia que en Finlandia, cuenta Riitta Konttinen., donde “algunos consideraban que la artista de 75 años tenía más juventud que los artistas jóvenes”.

Para entonces Helene Schjerfbeck está muy ensimismada con su arte. Casi que no le interesaba otra cosa que pintar. Había logrado exponer en varios países y con eso le alcanzaba. Sabía que la repercusión de su trabajo no modificaba la batalla cotidiana que ella daba con el lienzo. Cuando estalla la Guerra de Invierno —conflicto bélico entre la Unión Soviética y Finlandia, tres meses después del inicio de la Segunda Guerra Mundial— cae en la realidad. Decide escapar, resguardarse. Se muda a una granja en Tenala. Un año de soledad, un año de introspección.

Lo que sigue es un salto de lugar en lugar. Vuelve a su casa de Ekenäs, se muda a un asilo de ancianos, luego a una clínica, más tarde a un hotel balneario en Suecia. Tenía cáncer. Sus últimos años los pasa pintando autorretratos donde los colores son cada vez más apagados, las formas cada vez menos definidas, los trazos cada vez menos puntillosos y la figuración se pierde en una abstracción introspectiva, oscura, existencial. La fecha de su muerte es el 23 de enero de 1946. Está enterrada en el cementerio Hietaniemi, en Helsinki.

Madre e hijo (1886)
Madre e hijo (1886)

En las décadas siguientes su figura y su obra se apagan. Las pinturas de Schjerfbeck no suscitan mayor atención que la que ya tenían y el paso del tiempo empieza a transformarla en un fantasma lejano. Recién en la década del noventa hay un cierto interés por fuera de los países nórdicos en observar con buenos ojos su obra y en los 2000, precisamente en 2003, el efecto de las subastas. Su obra Zapatos de baile se vende por cuatro millones de euros y los portales de noticias y diarios pronuncian su nombre.

Y todo cambia cuando la efeméride se impone. En 2012, al cumplirse 150 años de su nacimiento, los museos finlandeses rinden un especial homenaje y Schjerfbeck vuelve con la fuerza del secreto mejor guardado. En 2019 y a principios de 2020, la Royal Academy of Arts de Londres y el Ateneum de Helsinki se unen y organizaron dos exposiciones de forma conjunta. La retrospectiva montada en Inglaterra llevó el título Helene Schjerfbeck y su catálogo es el tercero mejor vendido en la historia del museo.

Por su parte, la del Ateneum en Finlandia se llamó Me hallé a través de mis viajes y tuvo una media de 3102 visitas diarias, el mayor número en la historia del museo. “Hace diez años, no se la consideraba realmente la pintora número uno de Finlandia, pero ahora sí que lo es”, cuenta su curadora en una entrevista con This is Finlandia. Y además, claro, está la película Helene, donde el poder masificador del cine termina por coronar una vida y una obra que hasta entonces sólo aparecía en algún blog o revista de nicho.

El convalenciente (1888)
El convalenciente (1888)

Su resurrección habilita algunas preguntas. ¿Qué es lo que trae a este presente un trabajo intenso que durante décadas estuvo sepultado en el olvido? ¿Por qué el mercado del arte rescata a Helene Schjerfbeck? ¿Qué observa en ella el gran público? ¿Realmente ocurre lo que dice Anna-Maria von Bonsdorff, curadora de la muestra en el Ateneum, que “es como si, de alguna manera, fuese contemporánea”? ¿Qué hay en esta época que permite mirar con mejores ojos la obra de esta pintora finlandesa y ubicarla, ahora sí, en el lugar que se merece?

¿Es su condición de mujer, lo que los siglos pasados invisibilizaba y esta nueva era enaltece? ¿Es la necesidad de equilibrar el cupo de género dada la histórica preponderancia masculina que hizo del arte un lugar donde las mujeres debían ocupar el lugar de musas? ¿Y si Schjerfbeck hubiera sido varón? ¿Hoy tendría su rescate del cajón de los olvidados? Tal vez la pregunta sea otra: ¿hubiera sido menospreciada durante su vida y olvidada tras su muerte en el caso de haber nacido varón? Si hay tanta justicia en su rescate, ¿fue injusto su olvido?

¿O de lo que se trata es de un gesto voluntario, tanto estético como ideológico, de llevar a cabo una búsqueda por fuera del sentido imperante de su época? Si hizo pintura histórica cuando nadie esperaba que una mujer se sensibilizara con la guerra, si hizo paisajismo cuando los grandes paisajistas habían muerto, si se dedicó a la introspección cuando los artistas del mundo estaban filtrando sus ideas políticas en el lienzo, ¿puede decirse que buscó la fama a toda costa? Una lectura posible es la contraria: una defensa de la autonomía de su arte.

Si la vida de Helene Schjerfbeck fuera una obra de teatro imaginaria en varios actos, el último podría ser éste: un lector, un espectador, un usuario ingresa a una nota —¿por qué no esta nota?— y recorre con mirada sensible y atenta sus magníficos trabajos. Y en su rostro se dibuja una especie de fascinación. Y luego se baja el telón y se oyen los aplausos.

SIGA LEYENDO

Guardar