María Negroni: “Borges es la catástrofe más luminosa que le ha pasado a la literatura argentina”

La gran poeta y narradora argentina, directora de una prestigiosa Maestría en Escritura Creativa, conversó con Infobae Cultura sobre sus libros, los diferentes caminos de la escritura y el asombro como una categoría de lectura

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Poeta, ensayista, narradora, docente, María Negroni nació en Rosario y vivió muchos años en Nueva York. Es autora de libros como Elegía Joseph Cornell, Objeto Satie, Archivo Dickinson y Pequeño mundo ilustrado. Su obra fue premiada en varias ocasiones, tanto en la Argentina como en otros países; muchos de sus libros fueron traducidos a otras lenguas y ella misma es una gran traductora de poetas como Elizabeth Bishop, Sylvia Plath o Marianne Moore entre otras. Fue reconocida con distinciones como la Guggenheim o el Konex de Platino. Tiene un doctorado en literatura latinoamericana por la Universidad de Columbia y es la creadora y directora de la Maestría de Escritura Creativa en la UNTREF en la que dictan clases -ya como parte del cuerpo docente o como invitados- grandes nombres de la literatura argentina como Martín Kohan, Sylvia Iparraguirre, Luis Chitarroni, Alan Pauls y María Sonia Cristoff, entre otros.

Hace algunas semanas, entrevisté a María para el programa Vidas Prestadas de Radio Nacional. Hablamos de sus libros, sí, pero fundamentalmente hablamos de artefactos literarios, escritura y modos de lectura. Lo que sigue es la reproducción de esa charla en la que hubo frases maravillosas de la gran escritora argentina y algo más, tan importante en tiempos secos de alegrías: muchas risas.

— Los narradores muchas veces dicen que escribir les permite vivir muchas vidas posibles. ¿Lo tuyo es ficción?

— No, no, no. En mi caso es otra cosa. Tengo como una fascinación por… En realidad por cosas mías. Que por ahí si las miro en la vida de otros o especialmente otras escritoras, por ahí me ayudan a entender situaciones, ¿no? El otro día se lo contaba a una amiga, estábamos hablando de Sylvia Plath. Cuando yo la empecé a leer, estaba en Nueva York recién llegada, mis dos hijitos tenían, no sé, 3 y 5 años, tenían la edad de los hijos de Plath…

— Cuando ella murió.

— Cuando ella metió la cabeza en el horno. Antes les llevó la leche al primer piso cuando estaban durmiendo, bajó, se encerró en la cocina, puso la cabeza en el horno y se suicidó. Y yo cuando leía eso me decía: yo tengo que entender. O sea, me sentía como identificada. ¿Cómo pudo esta mujer tomar esa decisión? Me producía una perturbación y una intriga. O sea, qué la había llevado a hacer eso.

— En el tríptico compuesto por tus libros Elegía Joseph Cornell, Archivo Dickinson y Objeto Satie, tratas con tres autores que en algún momento llamás autores de la pieza mínima, ¿no?

— Sí, exacto.

— Que te provocan fascinación, y que trabajas de manera fragmentaria. Al mismo tiempo, decís que para vos no importa la anécdota sino el lenguaje.

— Sí, es verdad.

— Pero en alguno de estos casos de los que hablamos usaste incluso la primera persona.

— Sí. A ver, vamos a hacer un rodeo, vos me preguntaste si yo era narradora. Yo no creo que yo sea una narradora, creo que soy medio una intrusa que me meto en distintos campos, pero siempre lo fundamental es la poesía. Y cuando digo la poesía, siempre lo tengo que explicar porque la poesía, contra lo que suele pensar la mayoría de la gente que es el verso, la rima, la música, las emociones, no, la poesía es el género en donde el lenguaje tiene más conciencia de sí mismo, de sus limitaciones, de sus trampas. Y la poesía, como sabemos, es un concentrado, podríamos decir que es una miniatura del mundo. Un poema bueno, que funciona, es como cuando vos tiras una piedrita al agua y se empiezan a hacer como círculos concéntricos y se te va ampliando más y más lo que entendés o lo que accedes a intuir. Eso, como lector o como lectora. Y para quien escribe es lo mismo, es como si fuera sin pasar por la pérdida de tiempo de la anécdota. Como que va derecho al hueso. Entonces la poesía es la miniatura por definición.

— Esos libros no son biografías, no son autobiografías, son esas piedritas que encontrás como escritora en el camino de esas vidas. Y las tomás y hacés tus propias miniaturas con esas piedritas de esas vidas. ¿Es así?

— Exacto, tal cual. Primero escribí el de Joseph Cornell, que es el artista visual, el cineasta que no filmaba, porque era el tipo que salía a caminar y se encontraba en las tiendas de viejo y demás, en las tiendas de cachivaches encontraba films caseros que los reciclaba, ¿no? Cornell hacía esas cajitas maravillosas con objetos encontrados; es una especie de surrealista que no fue reconocido como tal. Un solitario, un tipo que nunca se casó. En fin, era un personaje, Cornell. Entonces primero empecé con él y lo que hice ahí es una mezcla, me parece, porque por un lado sí cuento cosas de su vida, pero lo que intentaba hacer era mostrarlo desde un lugar particular que es la emoción que a mí me produce ese personaje.

— ¿La emoción que te produce él y su obra o que te produce él?

— Él y su obra. Ambas cosas, ¿entendés?

— Sí, sí, claro.

— Además ahí me enamoré, porque yo había ido a ver una película en una especie de cinemateca en donde pasaban estas películas recicladas, porque no están filmadas por él, en la que había una especie de cuadro por donde la pantalla se veía apareciendo desde la derecha y, desvaneciéndose en la izquierda, una nena de unos 10 años desnuda sobre un caballo blanco, imaginate la escena ¿no? Todo el pelo rubio cubriéndole el desnudo. Y yo me quedé con ese fotograma, bueno, con ese cuadro, fascinada. Entonces digo: “qué me pasó con esta imagen. Qué es”. Y ahí empecé a escribir el libro. Entonces es una mezcla, qué sé yo, es un delirio ese libro. Pero tiene cosas de la biografía de Cornell, tiene poemas en prosa sobre esta nena, que yo la llamo la pequeña Godiva, y después tiene el mundo de Cornell, qué sé yo, él fue secretario de Marcel Duchamp, por ejemplo. O mezclo personajes, cosas que a él le gustaba leer. Él mismo tenía una fascinación un poquito extraña por las nenas. Hay muchas nenas en sus films.

— Modelo Lewis Carroll digamos.

— Sí, tal cual. O Mark Twain, que yo no sabía, me enteré hace poco. Entonces, bueno, ese fue Cornell. Después seguí con Emily Dickinson, que obviamente para mí es la poeta norteamericana de siempre.

— Algo que te escuché decir y que me parecía muy interesante es esta cuestión de que Emily Dickinson se mantuvo encerrada en su casa mientras Walt Whitman, al mismo tiempo, ocupaba todo el espacio de la poesía norteamericana. Porque ambos poetas coincidieron en el tiempo.

— Sí, son absolutamente contemporáneos. Y fijate que ella vivía muy cerquita de dos personajes, de lo mejor de los intelectuales, lo mejor de la filosofía política de los Estados Unidos que son (Ralph Waldo) Emerson y (Henry David) Thoreau. Y estos dos hombres que vivían cerca de donde vivía ella, como si te dijera a media hora, habían leído los libros de Whitman y hablaban de él, y lo conocían, pero a ella no, ¿entendés? Y ella es una poeta infernal, es extraordinaria.

— ¿Qué pasó cuando te enteraste que se podía acceder a sus archivos?

— Bueno, ahí vos sabés que es rara la escritura porque, cuando uno escribe un libro, siempre queda como una hilacha o un hilito y como que vos podés empezar a tirar de eso y podés seguir sacando cosas de algo que ya está en los anteriores libros.

— Bueno, de hecho Cornell está en Museo negro, si no me equivoco, ¿no?

— Exactamente, sí. Además traduje a (Stefan) Simic, que escribió un libro de poemas sobre él. Entonces yo había escrito el Pequeño mundo ilustrado que es como, viste, como una mini enciclopedia de rarezas.

— Sí, vos usás la imagen de “gabinete de curiosidades”. Me encanta.

— Gabinete de curiosidades, sí. Cuando yo tengo un escritor que a mí me gusta -esto no lo digo mucho- siempre pienso “ay, cómo me gustaría saber cuál es su biblioteca secreta”, ¿no? O sea qué es lo que lee, qué es lo que le gusta, qué es lo que le fascina. Entonces el Pequeño mundo intentó ser como una biblioteca de obsesiones…

— De esos autores.

— No, no, de los míos. De lo que yo leo.

— Pero en esto que te pasa, ¿hay algo del orden del “Kafka y sus precursores” de Borges? Hablo de esa idea de que cuando uno lee a un autor, está leyendo también a los autores que este autor leyó.

— Mirá, vos mencionás a Borges. Y yo creo que Borges es probablemente la catástrofe más luminosa que le ha pasado a la literatura argentina, ¿no? Estamos lejos todavía de estar a la altura de lo que él abrió a la literatura. Y obviamente sí, él también tenía una especie como de propensión a lo extraño, tanto del canon argentino como del canon de afuera.

— Sí, el amor por los nórdicos lo compartís con él, por lo pronto.

— Obvio. Bueno, eso es un tributo absolutamente a él. Entonces yo tenía esa idea de la lista, del catálogo. Y un día, así, mirando, porque yo la he traducido también, me entero por internet que la Universidad de Harvard ha abierto los archivos de Dickinson al público. Entonces digo guau, qué hay ahí y entré obviamente y vi el herbario, vi los poemas, las cartas, todo eso. Pero en un momento encuentro lo que ellos llaman un archivo, como si te dijera, lexicográfico. Que yo creo que está hecho por una computadora, porque están todas las palabras que aparecen en sus poemas, todas. Desde las preposiciones, como si te dijera "a", “al”, por orden alfabético. Yo pensé “qué maravilla”. O sea, no falta una sola de las palabras del universo Dickinson. Entonces yo dije “esta es una invitación”. No sé cuántas eran pero eran muchísimas, ponele que fueran 2.500 palabras, yo dije “me voy a elegir como si te dijera las cien palabras que resuenan conmigo”. Y así nació el libro. O sea, tomé las palabras, no seguí ningún orden alfabético, pero todas las palabras que aparecen en Archivo Dickinson son palabras de ella.

— Para que el lector entienda mejor, doy el ejemplo de cómo aparece definida en este libro la palabra curiosidad: “Cierta vez la realidad quiso saber qué es lo que se tacha al escribir y recibió en su jardín a unos cuantos animales, todos despoblados, hambrientos de entrar a lo ya abierto”. ¿Cómo se escribe un texto como éste? ¿Cuánto tiempo estás con un texto así?

— Uy, qué pregunta difícil (risas). Mirá, la verdad es que no te puedo contestar porque no lo sé. No sé cómo sale. Lo único que sé es que hay como una especie de ritmo interno que va marcando; te viene como una imagen y va saliendo. Pero no te puedo decir, no hay una receta.

— Porque además cada libro es diferente.

— Además cada libro por lo menos debiera ser diferente. Porque uno solamente puede escribir si no sabe lo que escribe. Si sabés, no se produce nada. Es como un salto al vacío la escritura en general, me parece que para los narradores también.

— Sí, sí, entiendo.

— Y mientras lo vas haciendo… A veces yo solía decir que la escritura es un poquito como uno hace como un diagnóstico retrospectivo. O sea podés hablar hacia atrás. Podés decir “ah, me pasó esto”. Pero no podés decir mientras lo estás haciendo qué es lo que querés hacer.

— Sos la creadora de la idea y la directora de la Maestría de Escritura Creativa de la UNTREF. ¿Cómo surgió?

— Sí. Bueno, eso para mí fue una alegría, porque imaginate que cuando empecé a pensar en regresar a Buenos Aires yo dije: yo quiero ir a insertarme, a tener un lugar en el que pueda contribuir en algo. Y empecé a pensar a ver qué podía hacer y bueno, como daba clases en un programa que acababa de abrir hacía dos años Sylvia Molloy en Nueva York, ella me había invitado a dar clases, pensé: esto es fantástico. Yo tenía alumnos argentinos en Nueva York y me preguntaba: ¿por qué tienen que venir acá? Primero, porque muy pocos pueden hacerlo. Pero además, a nosotros acá la verdad que literatura no nos falta. Talento hay muchísimo. Entonces digo: esto tendría que haber algo así en Buenos Aires.

— Además de los libros de los que estamos hablando, hay otros como Interludio en Berlín, La noche tiene mil ojos, Galería fantástica, Film noir, El sueño de Úrsula, Cuaderno alemán. Son muchos, ¿cuántos son María?

— No lo sé pero como veinte, no sé.

— Y hay algunos que reúnen varios libros, porque por ejemplo La noche tiene mil ojos reúne Museo negro, Galería fantástica y Film noir, ¿no es cierto?

— Exacto, sí, sí, los junté y les agregué el Film noir.

— ¿Y cuándo hay un libro? ¿Cuándo sentís que ya hay un libro?

— Sí. Mirá, yo te contestaría con una imagen que no es mía, es de un poeta italiano que es Cesare Pavese. El tipo decía, que a mí me parece genial, él decía que los libros son obsesiones, a mí me encanta eso. Entonces, cuando uno tiene una obsesión, que a veces ni sabe cuál es, pero hay algo que está adentro, que está pugnando por expresarse, entonces, él decía, esa obsesión empieza a buscar su forma. Todo lo que se escribe, decía él, todo lo que se escribe hasta el momento en que la obsesión topa con la forma que le corresponde es muy fuerte emocionalmente y muy imperfecto formalmente. Y de pronto uno encontró la forma, es perfecto formalmente, pero empieza a perder fuerza porque la obsesión al encontrar su forma empieza a morirse.

— Porque a veces lo que pasa, por lo menos nos pasa a los que escribimos, es que es como si la forma se te impusiera, ¿no?

— Exacto. En el momento que la encontraste, porque uno va tanteando hasta que la encuentra. Cuando la encontrás, el libro empieza a fluir. Y después llega un momento, que es lo que yo creo que ahí es donde decís acá hay un libro, que es cuando te das cuenta que ya agotaste esa obsesión, es decir que está, podés seguir escribiendo pero ya es como si fuera la resaca de un río.

— ¿Y eso puede tener que ver también con que hay un punto en donde es la lectura la que termina completando lo que uno escribió y hay un momento en que dejarlo ir, digamos?

— Sí, eso es muy lindo lo que decís. Recordar eso es algo que es tan difícil de explicar, que no solamente hay distintos niveles de escritores, hay también distintos niveles de lectores. Entonces, un buen lector o una buena lectora te completa, incluso puede leer en lo que escribiste mucho más de lo que escribiste. Es maravilloso.

— Porque está su propia enciclopedia puesta en juego, también.

— Totalmente. Su propia sensibilidad, absolutamente. Y la otra cosa que es muy importante, para volver a lo de la maestría, es que yo muchas veces les digo a los estudiantes cuando empiezan: miren, cada escritor o cada escritora que ustedes van a conocer y con los que van a trabajar acá es un mundo. Es un mundo propio. Entonces, ustedes tendrán que ver con cuál de ellos tienen afinidad. Y a ese escritor o a esa escritora la podrán ir siguiendo más adelante pero no es que todos le van a dar la misma cosa, cada uno es como si fuera una propuesta completa en sí misma.

— Claro.

— Es una experiencia extraordinaria. Porque además ahí quien se para delante de esas clases está parado o parada desde la escritura, ¿no? Por supuesto está toda la teoría, lo que uno ha leído. Pero ese no es el punto.

— Bueno, hay escritores que en ese sentido pueden reflexionar sobre su propia tarea mejor que otros. Pienso en Saer o en Piglia, que eran espectaculares en ese sentido.

— Pero vos sabés que a mí me parece que en realidad no he conocido todavía a un gran escritor o a una gran escritora que no tenga claro cuál es la poética que está detrás de lo que hace. A veces creo que hay algunos que hacen la pose de que no saben. Pero no sé si es real.

— Hay otros que hacen la pose de que saben, también. Eso también lo conocemos (risas).

(Risas). Es verdad, es verdad.

— Me gustó algo que dijiste en alguna entrevista sobre los géneros, decías “soy una intrusa, no soy una narradora, soy una poeta”, y decías algo así como que los géneros literarios son invenciones del mercado editorial. También decías que a veces tus libros son difíciles para los libreros, que no saben dónde colocarlos.

— Exactamente, sí. Sí, los he visto; he visto por ejemplo en España cuando saqué Cartas extraordinarias, que es un libro de cartas apócrifas, también, atribuidas a personajes, a nuestros autores de la adolescencia, sería ¿no? Y ese libro, por ejemplo, una vez lo encontré en una librería en Madrid en la sección Crítica literaria…

— Que interesante, porque además vos decís que en realidad un escritor lee de manera muy diferente a como lee un crítico.

— Exacto. Gracias a Dios (risas).

— ¿Y a ver, cómo sería esa diferencia?

— A ver, no se puede generalizar porque también hay críticos que son grandes autores. Porque si lees a Roberto Calasso, qué sé yo, a Giorgio Agamben, o a Julia Kristeva, son críticos que…

— Que hacen literatura.

— Se la traen claro. Y además me encanta leerlos, ¿no? El mismo Bajtin. Y acá también hemos tenido, Pezzoni por ejemplo. Pero el asunto es que en general el mercado académico me parece que muchas veces se contenta con una especie de puesta al día del tema y entonces los famosos papers académicos son, como si te dijera, citas de citas de citas de citas. Entonces cuesta mucho encontrar un pensamiento. Un pensamiento emocionado. Un pensamiento comprometido.

— Sí, y una escritura en esa dirección, ¿no?

— La escritura viene ahí. Si no hay eso, es como una especie de cosa lavada, neutra, aburrida.

— Como el catálogo de las palabras de Emily Dickinson, que te sirvieron pero que en sí no eran más que eso.

— Claro, exactamente. Entonces, yo diría que esa sería la diferencia. Por supuesto también uno podría decir que dentro de la escritura también hay muchas cosas aburridas y mediocres. No es que quiera echarle toda la culpa al discurso crítico. Pero digamos que a mí me parece que el escritor o la escritora está siempre leyendo desde las costuras del texto.

— Claro.

— El otro día estaba releyendo a Sebald. Y me encontré con un texto de Beatriz Sarlo en una revista, entonces ella decía bueno, con este autor uno se pregunta dos cosas, lo primero es qué está uno leyendo, y lo segundo que se pregunta es cómo se hace lo que uno está leyendo.

— Sí, claro. Vos mencionas a Sebald o podemos mencionar a John Berger. Podemos decir que G de John Berger es una novela, ¿pero vos podés decir que Los emigrados es una novela o Los anillos de Saturno es una novela?

— No, claro. No importa qué es.

— Es un artefacto literario.

— Exacto, eso es lo que yo digo. Es un artefacto literario que vale la pena leer porque uno está todo el tiempo en estado de asombro frente a lo que uno lee. Entonces uno va salteando y te vas dejando llevar y en un momento dado decís: esto es extraordinario. Y es una mezcla, porque no importa, otra vez, las cosas que se han escrito en los diarios bueno, qué es, autobiografía, diario de viaje. Autoficción. No importa. Lo que hay es una escritura, hay lo que llamaríamos o llamábamos antes un estilo.

— Y en esa dirección también uno podría pensar por ejemplo lo que pasaba con Sigmund Freud como escritor o con Oliver Sacks como escritor. Independientemente de lo que escribían, ahí lo que tenías eran una escritura y un estilo.

— Absolutamente, claro. Bueno, a veces, claro, no solamente lo que nosotros llamamos escritores, ¿no? Como íntegramente dedicados a la escritura. Hay tipos como por ejemplo Darwin. Vos lees la autobiografía de Darwin y te quedás... tiene unas frases. O sea, una prosa que tiene una música. Bueno, es complejo el tema, pero es sin duda lo que nos hace amar los libros.

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