Una anciana crea piezas de cerámica cuando algo en la televisión corta su trance artístico. El equipo de exploración que investiga los restos del RMS Titanic acaba de encontrar un dibujo en carbonilla fechado en 1912, la noche anterior al hundimiento, con una mujer desnuda posando con un valioso diamante perdido que se lo conoce como “Corazón del Mar”. La anciana se acerca al diminuto televisor ayudándose con su bastón, le pide a su hija que suba el volúmen. Observa con atención y se da cuenta que la mujer dibujada es ella. “Increíble”, dice.
Por esas imágenes, conocemos a Gloria Stuart, la actriz que interpreta a Rose DeWitt Bukater en Titanic, la multipremiada película de James Cameron de 1997 que aún hoy tiene el récord de haber estado durante 15 semanas consecutivas en el puesto número uno de las taquillas. Su mirada apacible y su voz suave conquistaron al público, a los críticos y a todo el mundo del cine. Y aunque no lo ganó, fue nominada al Oscar como Mejor actriz de reparto, algo que nunca había logrado alguien a su edad.
Tenía 87 años cuando le llegó la gran masividad. Aunque no se trata de cualquier masividad: Titanic la colocó en la punta más alta de la fama con un nivel de exposición que jamás había imaginado. Aunque tal vez sí, algo de todo esto venía buscando desde muy joven, con altibajos, con idas y venidas. ¿Qué fue lo que ocurrió antes de Titanic? Una vida llena de recovecos, de angustias, de alegrías y sobre todo de una búsqueda artística que trasciende al cine. Pero empecemos por el principio. Vayamos al origen. Sata Mónica, Estados Unidos, 1910.
El arte antes del arte
Alice Deidrick dio a luz a su primera hija el 4 de julio, Día de la Independeincia. Su padre, Frank Stewart, murió cuando ella tenía 9 años por las heridas que le dejó un accidente vial. Tuvo dos hermanos menores: Frank Jr. y Thomas, que falleció a los tres años de meningitis espinal. Esas dos pérdidas tempranas fueron decisivas en la configuración de su carácter. Ni la educación católica pudo calmar algunos impulsos: fue expulsada de la escuela por patear a su maestra. "Para ser honesta, se lo merecía”, dijo mucho tiempo después.
Su madre se volvió a casar con el empresario local Fred J. Finch y ella retomó los estudios con el apellido de su padrastro, con quien se llevaba muy mal. Fue entonces cuando descubrió el teatro. En la escuela participaba activamente del grupo actoral donde nterpretó el papel protagónico en El cisne, una famosa obra de 1920 del dramaturgo húngaro Ferenc Molnár. Lo que empezó como un escape lúdico se convirtió en un pasatiempo, un entusiasmo, una pasión.
Así descubrió su vocación. La actuación, sí, pero también la escritura. Los últimos dos veranos de la escuela secundaria los pasó tomando clases de escritura de cuentos y de poesía. También participó del Santa Monica Outlook como periodista. Las cosas en la casa no estaban bien —la relación con su padrastro parecía insalvable— así que decidió irse. Consiguió que la apoyaran en el camino artístico y se fue a estudiar filosofía y teatro a la Universidad de California en Berkeley.
Para tener a su padre siempre presente se puso como segundo nombre Frances, el femenino de Frank, y volvió a usar su apellido original pero con una variación estética: Stuart en vez de Stewart. En Berkeley comenzó a interesarse por la política. Su amistad con el periodista Lincoln Steffens le dio “una visión mucho más profunda de los abusos de los trabajadores. Me preparó para trabajar por causas liberales cuando llegué a Hollywood unos años después”. Se acercó también a la Liga de Jóvenes Comunistas y toda la vida fue demócrata y ambientalista.
En junio de 1930 se casó con Blair Gordon Newell, un joven escultor discípulo de Ralph Stackpole y se mudaron a una comunidad de artistas en Carmel-by-the-Sea. Definitivamente lo suyo era el arte. Mientras interpretaba papeles en distintas obras de teatro, trabajaba como periodista, bordando flores en manteles o como mesera en un restaurante. Su marido oficiaba de albañil, de carpintero, administrador de un pequño campo de golf y daba clases de escultura. “Una época maravillosamente bohemia” aunque “vivíamos al día”, recordó Stuart.
Primera fama
Un día consiguió un buen papel. La obra era La gaviota de Anton Chéjov. Preparó el texto, ensayó y se subió al escenario como siempre lo hizo. Del otro lado, en el público, estaban los directores de casting de Paramount y Universal. Quedaron encantados. Los dos estudios se la querían llevar. Cuentan que tuvieron que tirar una moneda para que el azar decida. Ganó Universal y ella y su marido obtuvieron la estabilidad económica que necesitaban. ¿La primera película? Mujeres de la calle, año 1932.
Cuando el director inglés James Whale la vio, la eligió para su película La vieja casa oscura. Se convirtió en su actriz fetiche: hizo también El beso ante el espejo y El hombre invisible. En diciembre de 1932 la Asociación Occidental de Anunciantes Cinematográficos la colocó como una de las quince nuevas actrices de películas “con más probabilidades de triunfar”. Época dorada del cine y la narrativa exitistita norteamericano. Quería triunfar, claro, pero había algo que le hacía ruido: la explotación laboral era inmensa.
“Me levantaba a las cinco todas las mañanas; en maquillaje a las siete, en cabello a las ocho, vestuario a las nueve menos cuarto, y luego, a veces, si la producción quería, trabajabas hasta las cuatro o cinco de la mañana siguiente. No hubo horas extras. Nos daban de comer cuando ellos querían, cuando era conveniente para la producción. Realmente fue un trabajo muy, muy duro”, contó. Entonces, junto a un grupo de actores, se organizaron colectivamente y fundaron un sindicato.
No pensaba a la política solamente como una forma de mejorar las condiciones de vida, también como herramienta para sentar posición frente a los intolerantes y xenófobos. Del otro lado del Océano Atlántico el nazismo crecía a pasos agigantados. La respuesta fue formar la Liga Antinazi de Hollywood. Más tarde, junto a la escritora Dorothy Parker, crearon la Liga de Apoyo a los Huérfanos de la Guerra Civil Española. Siguió trabajando: en 1932 hizo cuatro películas; en 1933, nueve; en 1934, seis; en 1935, cuatro. En el medio, la vida.
La vida en Hollywood es dura. Quizás haya sido eso lo que hizo que se separara de su marido. Fue en buenos términos, sí. Divorcio y hasta luego. Al poco tiempo conoció al guionista Arthur Sheekman. Trabajan juntos en una comedia musical llamada Escándalos romanos. Se enamoraron, se casaron, tuvieron un hijo. Hollywood siempre va a fondo. A la niña le pusieron Sylvia, por uno de los personajes del film donde se conocieron. Con el embarazo se tomó una pausa y cuando volvió a trabajar dejó Universal y se pasó a Fox.
Pero entonces, de a poco, lentamente, la fama que la abrazaba a niveles inéditos —un fan llegó a tatuarse su rostro en el pecho, posaron juntos para la portada de la revista Time en 1937— comenzó a mermar. Las críticas ya no se mostraban entusiastas con sus actuaciones. Como la marea, que a veces sube, otras baja, y no tiene idea de las fuerza de gravedad que ejercen el sol y la luna sobre ella, la carrera de Stuart bajó o, mejor dicho, dejó de tener el impacto de la novedad. Entonces decidió no forzar las cosas. Simplemente, dejó de pensar en eso.
Segunda fama
¿Y qué hace una joven artista, con una pequeña fortuna acumulada y una reluciente familia, que decide dejar de trabajar? Sí, viajar. Recorre algunos países de Asia, luego Egipto, también Italia y horas después de aterrizar en París, el destino: Francia y Reino Unido le declaran la guerra a Alemania luego la invasión a Polonia y se desata la Segunda Guerra Mundial. No pudieron quedarse a ayudar como querían —él como corresponsal de guerra, ella como voluntaria en el hospital—. Se subieron al SS Adams y regresaron a casa, esta vez Nueva York.
En Nueva York está Broadway. ¿Una nueva oportunidad de volver al estrellato pero al genuino, al sofisticado, al teatral? Era un mundo diferente a Hollywood, con otras reglas, otras costumbres, otros egos, otros públicos, otro todo. “Mi sueño siempre fue ser actriz de teatro”, confesó Stuart en varias ocasiones. Las obras empezaron a llegarle y una a una las fue aceptando. Su fama volvió a crecer al calor del público neoyorquino y el camino del teatro al cine que solían hacer todas las actrices, ella lo invirtió. Y le resultó.
Continuó profesionalizándose, estudió canto, estudió baile, era joven, podía construir una carrera de muchísimos años. Comenzó a hacer funciones para la USO —la United Service Organizations, una organización que hace shows en apoyo a los miembros de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos— con las que recorrió todo el país, de punta a punta. En una de esas giras reapareció la vieja idea: volver a la pantalla. Hizo una, dos, tres, cuatro películas, pero ya no era lo mismo. Tenía 35 años. Era hora de dar un paso al costado.
La pulsión creadora
Gloria Stuart no era una estrella. Había algo de incomodidad en esa etiqueta. Era, por sobre todas las cosas, una artista. Decidió volver al arte plástico: lámparas, espejos, mesas, cofres y distintos tipos de objetos únicos; nada de serialización. La pulsión bohemia estaba de vuelta. Abrió un local en Los Ángeles y le puso Décor. Sus obras captaron el interés de algunos coleccionistas y se pusieron a la venta en Nueva York, Dallas, Pasadena y San Francisco. Duró lo que tenía que durar. Fue una etapa. La siguiente, mucho más intensa, fue la pintura.
Una tarde de 1954, mientras paseaba con su esposo y su hija por los Jardines de las Tullerías de París entró al Museo Jeu de Paume. Allí vio las mejores obras del impresionismo, muchas de las cuales hoy se encuentran en el Museo de Orsay. Frente a sus ojos claros: Pierre-Auguste Renoir, Edgar Degas, Paul Gauguin, Claude Monet, Vincent van Gogh. Fue una inspiración bestial. Trabajó sobre el lienzo como si allí se le fuese la vida y en septiembre de 1961 tuvo si primera exposición individual en la la Galería Hammer de Nueva York.
Sus obras comenzaron a venderse. Siguió pintando, siguió exponiendo en diversas galerías de Nueva York pero también de Los Ángeles, Palm Springs, Beverly Hills. Hoy sus pinturas se encuentran en diferentes colecciones privadas, pero también en el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles, el Museo J. Paul Getty, el Museo Metropolitano de Arte, el Museo Victoria y Albert, el Museo de Nuevo México, el Museo del Desierto de Palm Springs y el Museo Belhaven de Jackson, Mississippi.
Siguió ampliando su arco experimental: hizo serigrafías y desarrolló el arte del bonsai. ¿Qué más? ¿Volver a la actuación? Parece que la vida de Glorisa Stuart es un péndulo. Después de la pulsión creadora viene el aburrimiento, y después del aburrimiento, la actuación. Tuvo pequeños papeles en el cine y en la televisión durante los años siguientes. Pero nuevamente la vida se anteponía al trabajo: la muerte de Arthur Sheekman, su segundo esposo. ¿Puede encontrar el amor una mujer a los setenta? ¿Volver a enamorarse?
Ahora la historia adquiere la forma de una novela. El siguiente capítulo empieza así: una mañana de 1983, Gloria Stuart recibe un correo. Es un libro. Se trata de Ward Ritchie, un amigo de su primer marido. Además de autor, era editor e historiador de la industria editorial. Tenía su propia imprenta. Al saber el tipo de arte que hacía Gloria, le propuso crear libros artísticos, lo que hoy llamamos libros de arte. Se reunieron a a cenar y hablar del asunto, abrieron un vino, conversaron, rieron, se besaron. Él con 78 y ella con 72: se casaron.
Hicieron juntos centenares de libros. Ella aprendió el oficio de la edición, estudió composición tipográfica, se compró su propia máquina, una Vandercook SP15, y fundó su editorial. Le puso Glorias. No sólo creaba libros de arte, también escribía poemas y los incluía dentro de aquellas sofisticadas ediciones; muchos de esos libros están en distintos museos de Estados Unidos y Francia. Junto a su marido se hizo amiga de bibliotecarios, bibliófilos, escritores, poetas y editores. El matrimonio duró trece años: Ward Ritchie murió de cáncer de páncreas en 1996.
La gran fama
No podría decirse que a esa altura Gloria Stuart no esperaba nada de la vida. Quizás hasta lo esperaba todo. Fue en mayo de 1996, cuatro meses después de la muerte de Ritchie, cuando suena el teléfono en el living. "Una voz femenina dijo que estaba llamando desde Lightstorm Entertainment. Sobre una película que se rodaría en distintas locaciones, tal vez Polonia... sobre el Titanic. Y que el director sería James Cameron“. La tarde siguiente un equipo de casting con una cámara le tocó timbre.
“No estaba en lo más mínimo nervioso. Sabía que leería el texto de la anciana Rose con la simpatía y la ternura que Cameron había querido”, contó. Pasaron dos meses y volvió a sonar el teléfono. Era Cameron: “Hola Gloria, decime, ¿te gustaría ser la anciana Rose?" Ese mismo verano un avión la llevó a Halifax, Nueva Escocia, en Canadá, a comenzar con el rodaje. Fue una experiencia intensa, pero ¿acaso algo que Gloria Stuart desconociera? Era una experta en el asunto. Era una estrella de la era dorada del cine. Era una artista.
En 1999 publicó su biografía. La tituló Sólo seguí esperando. Son sus memorias, aunque aún no estaba reitarada. Filmó varias películas más, participó de series de televisión. En 2004 le diagnosticaron cáncer de pulmón. De joven fumaba, pero hacía décadas que no provaba un cigarrillo. Con tratamientos de radiación superó momentáneamente la enfermedad y llegó a festejar su centenario. ¿Qué era lo que Gloria Stuart seguía esperando, como rezaba la portada del libro?
Aquel 4 de julio, Día de la Independencia, año 2010, se hizo una gran fiesta. Cien años, a festejar. Asistieron amigos, familiares —tenía cuatro nietos y doce bisnietos—, actores, cineastas, artistas, poetas, editores, pintores, galeristas, artesanos, decoradores. Montaron una especie de exposición con las obras de Gloria Stuart. Cantaron, bailaron, rieron, bebieron, conversaron. Un mes y medio después, en la tarde del 26 de septiembre, murió mientras dormía la siesta.
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