Hace 20 años moría -mientras dormía en su cama- Heberto Padilla: había sufrido un ataque al corazón. Poeta y periodista, al triunfar la revolución en su Cuba natal se había puesto al servicio de un proyecto de cambios y transformación social. Había sido corresponsal de Prensa Latina, comandada por Gabriel García Márquez y Rodolfo Walsh, en Nueva York. Y luego corresponsal en la Unión Soviética de la mítica agencia de noticias.
Había pasado varios años en la nación que una vez había inaugurado la era de un gobierno de trabajadores, allá por octubre de 1917. Pero Stalin había pasado luego. Heberto Padilla conoció desde adentro una revolución burocratizada por obra del “padrecito de los pueblos”. Y dudó. Al regresar a Cuba escribió Fuera de juego, un libro de poemas galardonado en la propia isla, pero que lo condenaría.
Padilla fue arrestado. Fue atosigado por la policía estatal con métodos cruentos durante 38 días de reclusión. Fue llevado entonces a una asamblea de la Unión de Escritores donde haría profesión de fe revolucionaria, donde señalaría a otros escritores que dudaban, donde haría mea culpa por su accionar contrarrevolucionario al escribir y publicar unos versos malditos, donde haría pública su “autocrítica”. La autoincriminación de un intelectual por la razón de dudar se hacía presente en Cuba como había sucedido durante los peores épocas de la Unión Soviética.
Esta es una historia del estalinismo en el Caribe. Y de cómo partió en dos la relación de intelectuales latinoamericanos con la revolución en la isla.
Todo comenzó cuando el libro Fuera de juego fue premiado por un jurado designado por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac) e integrado por José Lezama Lima, José Z. Tallet, Manuel Díaz Martínez, César Calvo y J.M. Cohen. El libro estaba compuesto por poemas como “Instrucciones para ingresar en una nueva sociedad”:
Y encendió la llama. La Uneac tomó una decisión respecto al polémico libro. “El comité director insertará una nota en ambos libros expresando su desacuerdo con los mismos por entender que son ideológicamente contrarios a nuestra Revolución -dice la resolución, y continúa-. El comité director de la UNEAC hace constar por este medio su total desacuerdo con los premios concedidos a las obras de poesía y teatro que, con sus autores, han sido mencionados al comienzo de este escrito. La dirección de la UNEAC no renuncia al derecho ni al deber de velar por el mantenimiento de los principios que informan nuestra Revolución, uno de los cuales es sin duda la defensa de esta, así de los enemigos declarados y abiertos como –y son los más peligrosos– de aquellos otros que utilizan medios más arteros y sutiles para actuar”.
Heberto Padilla se constituyó en una referencia que la intelectualidad solidaria con la revolución pudiera pensar en sus límites y expresarlos. Y Padilla no se negó a ese rol y se mostró públicamente como un intelectual crítico. Hasta que tres años después, en marzo de 1971, fue arrestado por la Policía política del gobierno de Fidel Castro, y también su esposa, Belkis Cuza. El primer acto del Caso Padilla comenzó. Escritores e intelectuales latinoamericanos y europeos enviaron una carta abierta a Fidel Castro pidiendo la liberación de Padilla. Algunas de los firmantes eran Italo Calvino, Simone de Beauvoir, Julio Cortázar, Marguerite Duras, Carlos Fuentes, Jean Paul Sartre y Mario Vargas Llosa, entre otros.
Padilla fue liberado. Al salir de su detención fue protagonista de una asamblea convocada por la Uneac. “La UNEAC fue tomada por la Seguridad del Estado -recordaba Manuel Díaz Martínez, que había sido jurado del premio que ganara Padilla-. En la puerta principal, la única que estaba abierta, un oficial y varios agentes franqueaban el paso, previa identificación, sólo a las personas que habían sido citadas, cuyos nombres figuraban en una lista. Adentro, la atmósfera era densísima. La gente apenas hablaba y los saludos se reducían a un leve apretón de manos o un movimiento de cabeza y una sonrisa de circunstancia, como en los velorios. Alrededor de las 9 nos llamaron al salón de actos”.
El peligroso show de la “autocrítica” de Padilla comenzó:
“Yo, bajo el disfraz del escritor rebelde, lo único que hacía era ocultar mi desafecto a la Revolución -se arrepentía el poeta-. Este es el hombre que realmente yo era; este es el hombre que cometía estos errores, este es el hombre que objetivamente trabajaba contra la Revolución y no en beneficio de ella; este era el hombre que cuando hacía una crítica no la hacía al organismo al que debía criticársele, sino que hacía la crítica al pasillo, que hacía la crítica al compañero con mala intención. Yo, compañeros, como he dicho antes, he cometido errores imperdonables. Yo he difamado, he injuriado constantemente la Revolución, con cubanos y con extranjeros. Yo he llegado sumamente lejos en mis errores y en mis actividades contrarrevolucionarias, no se le puede andar con rodeos a las palabras. Yo, cuando fui a Seguridad, sobre todo tenía la tendencia a tenerle miedo a esa palabra, como si esa palabra no tuviese una carga muy clara y un valor muy específico, ¿no? Es decir, contrarrevolucionario es el hombre que actúa contra la Revolución, que la daña. Y yo actuaba y yo dañaba a la Revolución. A mí me preocupaba más mi importancia intelectual y literaria que la importancia de la Revolución. Y debo decirlo así”.
Y seguía:
“Yo arremetí contra la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, contra la revista Verde Olivo, yo dije que la revista Verde Olivo me había tratado injustamente, siempre con argumentos policiales; yo dije que el escritor en Cuba no significaba absolutamente nada, que no era respetado, que no valía nada, yo ataqué consuetudinariamente a la Revolución. Y no digamos las veces que he sido injusto e ingrato con Fidel, de lo cual realmente nunca me cansaré de arrepentirme. Y sólo el deseo, realmente la vehemencia con que quisiera rectificar esa ingratitud y esa injusticia podría, si no compensar, por lo menos aclarar en algo lo que no era más que una cobardía y una actitud contrarrevolucionaria”.
En cierto momento la diatriba se hacía más artera ya que señalaba a otros intelectuales críticos. Padilla incurría en el delito moral de la delación:
“Pero es que César López ha hecho conmigo análisis derrotistas, análisis negativos de nuestra Revolución. Además, César López ha llevado a la poesía también esa épica de la derrota. Ha hecho en su último libro una épica de la derrota, de una serie de etapas que la Revolución en su madurez revolucionaria ha sido la primera en superar. César ha retenido los momentos desagradables y los ha puesto en su libro; libro que ha enviado a España antes de que se publicase en Cuba, como es lo correcto, como debe ser la moral de nuestros escritores revolucionarios: publicar antes en nuestra patria y después mandar afuera. Porque es que hay muchos intereses, y en esos intereses intervienen muchos matices no siempre positivos. Y César mandó su libro fuera. Yo mismo hice una nota a José Agustín Goytisolo sobre ese libro. Y yo sé que César, estoy convencido, convencidísimo, de que César López es un compañero honrado, honesto, que sabe que hay que rectificar esa conducta. Estoy convencido que César… ¡qué va a pararse César López a contradecirme! César López se pararía en este momento, se pondría de pie para decirme que tengo la razón”.
Y entonces César López tomaba la palabra:
“Para aprovechar una oportunidad que la revolución nos brinda a todos nosotros y que ha comenzado por el compañero Heberto Padilla, de quien no tengo que glosar la emotiva, honrada, profunda, autocrítica hasta la médula, que nos ha conmovido a todos en el plano político, moral, humano, revolucionario”.
Varios escritores más hicieron su autocrítica esa noche pérfida. Sólo una intervención de Norberto Fuentes rompió la armonía de los arrepentidos.
“Yo no quiero debatir contigo, pero quiero dejar aclaradas algunas cosas. Yo no quiero debatir con Heberto. Además, Heberto está en una situación muy difícil. Yo no quiero debatir contigo, pero sí aclarar algunas cosas que son importantes, porque me han nombrado a mí públicamente. Yo he recorrido la gama de todos los organismos de este país para tratar de resolver mi situación, mi situación de un revolucionario que quiere trabajar dentro de la revolución y que ha sido separado de la revolución”, dijo Fuentes. Y Martínez Hinojosa, funcionario estatal de Cultura, le respondió: “Yo no lo conozco. Lo voy a tomar por lo que he sacado esta noche. Con el mayor respeto le digo que dudo de su condición de revolucionario. Norberto echa a perder esta velada magnífica y trata de utilizar ésta que es una reunión para la revolución en una para su caso personal”. Y así, entre delimitaciones de Fuentes y loas a la autocrítica de Padilla concluyó la jornada. Pero no terminaron las repercusiones del caso.
Fidel Castro había intervenido en el debate de manera virulenta: “Algunos de ellos son latinoamericanos descarados que, en vez de estar allí en la trinchera de combate, viven en los salones burgueses a diez mil millas de los problemas, usufructuando un poquito de la fama que ganaron cuando, en una primera fase, fueron capaces de expresar algo de los problemas latinoamericanos. Ya saben señores intelectuales burgueses y libelistas burgueses y agentes de la CIA: en Cuba no tendrán entrada, ¡cerrada la entrada indefinidamente, por tiempo indefinido y por tiempo infinito!”.
Mario Vargas Llosa renunció con una carta al comité de la revista Casa de las Américas. Se refirió a los autocríticos de la Uneac: “Conozco a todos ellos lo suficiente como para saber que ese lastimoso espectáculo no ha sido espontáneo, sino prefabricado como los juicios estalinistas de los años treinta”.
Mientras tanto, una segunda carta abierta a Fidel Castro era enviada por los intelectuales impulsada por la revista Libre -que agrupaba a los autores del boom latinoamericano-. Se sumaban a la primera carta Pier Paolo Pasolini y Alain Resnais y se bajaba Julio Cortázar. La carta decía:
“Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de la confesión que ha firmado Heberto padilla sólo puede haberse obtenido mediante métodos que son la negación de la legalidad y la justicia revolucionarias. Se sometieron a una penosa mascarada de autocrítica, recuerdan los momentos más sórdidos de la época del estalinismo, sus juicios prefabricados y sus cacerías de brujas. Con la misma vehemencia con que hemos defendido desde el primer día la Revolución Cubana, que nos parecía ejemplar en su respeto al ser humano y en su lucha por la liberación, lo exhortamos a evitar en Cuba el oscurantismo dogmático, la xenofobia cultural y el sistema represivo que impuso el estalinismo en los países socialistas”.
La carta no la respondió Fidel, sino Heberto Padilla, que la denostaba y a sus firmantes así:
“Yo leo esta nueva carta de ustedes y siento vergüenza por constatar toda la perfidia que puede emerger desde el seno de determinados sectores culturales, veo a los enemigos de siempre enmascarados con disfraces de poetas, cineastas, pintores, o ensayistas unidos a otros que al fin se quitan las caretas de filósofos o pensadores marxistas, para enseñarnos la verdadera cara de viejos creadores de filosofía derrotista y reaccionaria y para actuar como lo que son: enemigos feroces del socialismo, por más que lo niegan. Narcisistas del arte y la filosofía, a miles de millas de nuestras costas y de nuestros problemas”. Y terminaba: “Está bien, continúen beneficiando a la CIA, al imperialismo, a la reacción internacional. Cuba no necesita de ustedes”.
Cortázar tomaba distancia de los firmantes de la primera carta y Vargas Llosa renegaba de aquellos que lo consideran alejado de la revolución, tomando como fuente su renuncia a Casa de las Américas. Cortázar en una autodiatriba contra su firma de la primera carta a Fidel escribe: “Todo escritor, Narciso, se masturba defendiendo su nombre, el occidente lo ha llenado de orgullo solitario. ¿quién soy yo frente a pueblos que luchan por la sal y la vida, con qué derecho he de llenar más páginas con negaciones y opiniones personales?”. A la vez, Octavio Paz y Carlos Fuentes reforzaban en diversos textos las similitudes de la autocrítica de Padilla con los procesos de Moscú.
Rodolfo Walsh atacaba la carta: “Todo el procedimiento de los 62 intelectuales me parece una formidable ligereza. Ellos no pueden ignorar lo que significó el estalinismo como construcción de un solo país, no pueden ignorar lo que significó en su aspecto represivo: la liquidación física de toda una dirección revolucionaria, el fusilamiento de escritores, el asesinato de Trotsky y el exterminio de centenares de miles de hombres del pueblo”.
David Viñas le escribía una carta al funcionario y escritor cubano Roberto Fernández Retamar: “Discrepo mi estimado Roberto, con las apreciaciones de “estalinismo” que hacen los hombres que desde Europa le mandaron una carta a Fidel. Pero también discrepo con quienes, desde la vertiente opuesta, califican de “europeizantes” a aquéllos para descalificarlos en sus juicios. Y estas expansiones sólo distorsionan el problema sacándolo del eje real donde debería situarse: es que bien visto, agravios de este tipo apenas sí resultan anécdotas del discurso”.
Gabriel García Márquez se pronunciaba sobre la carta: “Yo no firmé la carta de protesta porque no era partidario de que la mandaran. Sin embargo, en ningún momento pondré en duda la honradez intelectual y la vocación revolucionaria de quienes firmaron la carta. Lo que pasa es que cuando los escritores queremos hacer política, en realidad no hacemos política sino moral, y esos dos términos no son siempre compatibles”. Acerca de la autocrítica de Padilla, García Márquez decía: “El tono de su autocrítica es tan exagerado, tan abyecto, que parece obtenido por métodos ignominiosos”.
El núcleo del boom latinoamericano, que había señalado a La Habana revolucionaria como una de sus capitales, quedaba dividido luego del affaire Padilla. Desde Cuba Fidel Castro había solicitado incondicionalidad con la revolución, que unos aceptaron, y una parte de los escritores que la apoyaban privilegiaban su rol como intelectuales críticos. El debate sobre el rol del intelectual surgiría una y otra vez en los sectores que orbitaban a las organizaciones revolucionarias. El caso Padilla clausuraba el debate con la autocrítica impuesta al poeta.
Padilla pudo salir de Cuba y radicarse en Nueva York en 1980, luego en Madrid para después recabar otra vez en los Estados Unidos. Sus amigos dijeron que su espíritu se había roto luego de las jornadas de detención y autocrítica. El 25 de septiembre de 2000 murió de un paro cardíaco en su departamento de Auburn, en el estado de Alabama. Tenía 68 años.
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