Hay un contexto en el cual “sinfonía” y “recital” no son términos musicales, sino más bien palabras en clave, guiños que —puenteando la literalidad— toman su sentido de un código que no es el de la lengua española, pero que es casi tan popular como ella: ese código es el de la galletita argentina. Ya sea por proximidad, ya sea por oposición, el significado último de “sinfonía” y “recital” surge de la relación que establecen con un elemento invisible y a la vez evidente, dada su centralidad: Opera.
Nota para el distraído: Sinfonía y Recital son dos terceras marcas de obleas rellenas aparecidas durante los últimos tiempos. El sentido común de las imitaciones abomina, especialmente cuando son tan alevosas. Pero a decir verdad, para una marca no existe mayor homenaje; las imitaciones son una instancia de consagración, la prueba del ingreso definitivo al imaginario de los consumidores. Por otra parte, las imitaciones no hacen más que poner de manifiesto el procedimiento básico de cualquier cultura. Todo lo nuevo nace de una imitación mal ejecutada. En esos errores radica lo nuevo. Lo nuevo es una copia fallida. Inclusive en el caso de las galletitas Opera.
Desde la Revolución de 1810 y la apertura del puerto al libre comercio, Buenos Aires se había poblado de manufacturas provenientes de Gran Bretaña, que era al mismo tiempo el principal destino de nuestras materias primas. Esa apasionada relación comercial, piedra basal de la economía argentina (y piedra basal, también, de su eterno déficit de la balanza de pagos), terminaría por moldear también los hábitos de consumo de las capas altas de la sociedad. Si bien los productos importados fueron una constante a lo largo del todo el siglo, recién para la segunda mitad empezaron a jugar un papel importante en el lifestyle de la high society porteña, cada vez menos criolla y más “cosmopolita”.
Comparando la Buenos Aires moderna con la “gran aldea” post-rosista, en 1881 escribía José Antonio Wilde: “La mayor parte de los artículos que hoy constituyen el surtido de un almacén de comestibles eran completamente desconocidos algunos, y otros sumamente escasos, como la cerveza inglesa, y tanto otro artículo que hoy abunda. El té, por ejemplo; quien quisiese tomarlo bueno, tenía que valerse de algún comerciante inglés, para que le hiciese venir una caja o dos. (...) Allá, de tiempo en tiempo, alguien pedía un medio de té, agregando siempre para remedio, pues nadie tomaba té”.
El té, claro está, mucho más que una sencilla infusión, era un símbolo de anglicidad, inseparable de la ceremonia del afternoon tea, la cual incluía a su vez entre sus elementos litúrgicos —como explica el historiador David Fouser— una fina tetera de porcelana, un juego de tazas, y sin duda unas fancy biscuits (ya estoy temiendo que se me agoten las cursivas). Las fancy biscuits estaban elaboradas a base de manteca, huevo, leche, harina y azúcar refinadas y de alta calidad, podían adoptar variadas y artísticas formas y estuches, y solían llevar algún ingrediente distintivo: jengibre, canela, nuez, esencia o crema de naranja. En Francia y Gran Bretaña constituían una alternativa sofisticada a la tosca y medieval ship biscuit —digna de remeros y galeotes—, y a la insulsa digestive biscuit, propia de bebés y enfermos. Esta suerte de reparto funcional tripartito se mantenía en el resto del mundo, bajo denominaciones autóctonas.
En Argentina la ship biscuit era conocida como galleta de campo, galleta marinera o galleta a secas, y formaba parte elemental de la dieta —no especialmente variada— del gaucho, como observaba Sarmiento en el discurso de Chivilcoy (1868). La digestive biscuits o galleta María se había corporizado en Lola, una de las “tres cosas buenas” del catálogo de Bagley, junto a la Hesperidina y la mermelada de naranja (su notoria popularidad entre enfermeros y moribundos quedó inmortalizada en la frase: “No quiere más Lola”). Otro día estudiaremos el embrollo etimológico que llevó a que la palabra inglesa de origen francés biscuit se tradujera al español como “galleta” y no como “bizcocho”. Por ahora me contento con señalar que en el castellano, y más específicamente el castellano rioplatense, dos letritas cambiaron todo: gallet-it-a.
No sabemos si la empresa Bagley fue la inventora de la palabra galletita, pero podemos estar seguros de que fue su principal divulgador. Desde la aparición de Lola, y poco más adelante de un nutrido repertorio de fancy biscuits locales, “galletita” significó modernidad. (Acaso el diminutivo le diera un toque afrancesado de distinción: si la a se perdía, quedaba galletite… Pronúnciese a lo Cortázar). No parece casual su aparición en el texto de la Ley de Aduanas de 1876 (tal vez la primera en documentos oficiales), que gravaba con un 45% a las “galletitas” extranjeras, y al trigo, y a la manteca. La sequía de oro, que —cuándo no— obligaba a subir aranceles para reducir las importaciones, traía como efecto colateral una inesperada protección a la industria, que Melville Sewell Bagley sabría aprovechar.
“A M. S. Bagley le corresponde el honor de ser el iniciador del progreso industrial en la República Argentina, y a los productos elaborados por él, el mérito de haber sido los primeros en reemplazar con ventaja a sus similares extranjeros”, explicaría diez años más tarde el periodista Manuel Cosme Chueco, en un libro titulado Los pioneers de la industria nacional. “Antes de que Bagley estableciera su fábrica de galletitas finas —continuaba Chueco—, pagábamos por ellas al extranjero muchos miles de pesos fuertes al año, y consumíamos un artículo, por la destructora acción del tiempo, menos delicado y menos sano que el elaborado en el país”. Se trataba, pues, de un espléndido caso de sustitución de importaciones, en el que no se ocultaban sino, por el contrario, se ostentaban las semejanzas con el producto sustituido.
Basta comparar el catálogo de galletitas enviado por Bagley a la Exposición de Filadelfia de 1875 con el de Huntley & Palmers, la principal exportadora de biscuits británicas por aquella época, para descubrir un enorme número de coincidencias: “Cracknell”, “Soda”, “Nic-Nac”, “Maicena”, “Petit-Beurre”, “Jamaica” y otras traducciones más torpes como “Bollos de nieve” o “Capitán”. Algunos de esos nombres designaban tipos genéricos de galletitas, presentes en el catálogo de cualquier firma inglesa o francesa; otros eran inventos de la propia Huntley & Palmers. (Paradójicamente o no tanto, el receloso Melville Bagley había sido años antes el impulsor de la primera ley de marcas y patentes del país).
Es difícil rastrear la evolución del portfolio de Bagley porque la pluralidad de nombres era inmensa, a la manera europea. Además un gran número de variedades no se comercializaba de manera independiente sino como parte de una categoría más general, el “Surtido”. Para 1886 Chueco anotaba la existencia de “ochenta clases”, caracterizadas por una morfología, un sabor y un relleno distintos. Para llevar a cabo semejante proeza Bagley empleaba noventa personas, entre ellas algunas niñas (decía Chueco), a quienes estaba reservado “el taller para la decoración”.
Todo parece indicar que las Opera estuvieron ahí desde los comienzos, perdidas entre la inabarcable multiplicidad. Ineludiblemente debía haber obleas en el surtido, pues las wafers habían sido ya desde antes de la industrialización uno de los principales biscuit types. En todo caso, la primera aparición registrada bajo la denominación Opera corresponde a un artículo publicado en el número 108 de Caras y caretas, de octubre de 1900, que retrataba el funcionamiento de la fábrica de Barracas, inaugurada un par de años atrás. También sabemos, gracias a un aviso publicitario conservado por el Reading Museum, que ya en 1890 Huntley & Palmers había lanzado sus “Opera Wafers”. Claro que las británicas (al igual que las argentinas durante varias décadas) apenas si llevaban impreso en su superficie el nombre del fabricante —de un lado— y el típico motivo cuadriculado —del otro—. Pero el aire señorial estaba ahí; había estado allí desde siempre.
Las primorosas latas de Huntley & Palmers lucían orgullosas el sello de “Manufacturers of Her Majesty the Queen of England”. Pues la cultura de las fancy biscuits era, a no dudarlo, victoriana hasta la médula. Y las Opera Wafers encarnaban ese espíritu a la perfección. Su formato oblongo —que semejaba los finos dedos blancos de una dama patricia— había sido diseñado para facilitar la introducción en sinuosas copas de cristal, como acompañamiento y ornamento (ambas funciones se superponen) de helados, frutas o dulces. Así lo sugería Huntley & Palmers en un aviso protagonizado justamente por una muchacha bien vestida, a la que escoltaba nada menos que un ángel.
En efecto, la ligereza (“lightness”) de la oblea, el chisporroteo seco, con su emanación de partículas doradas, que surgía ante el primer contacto con los dientes delanteros (al igual que el pescado, magro y femenino, y a diferencia de la carne, pesada y varonil, retomando la clasificación de Pierre Bourdieu), y la sutileza del contraste provocado por la crema de naranja, acercaban a las wafers a un plano cuanto menos etéreo, si no celestial (debe tenerse en cuenta que en su variante circular y más austera habían sido, otrora, el cuerpo de Cristo).
Es claro, entonces, que el universo imaginario de la ópera era también el universo evocado por las Ópera. Esa afinidad semántica, hoy perdida, debió haber sido entonces ostensible, si tenemos en cuenta que tanto el discurso (en el sentido amplio) de las wafers británicas como de las galletitas argentinas iba dirigido a un público para el cual el lujo y la elegancia no eran valores “naturales” sino, al contrario, ideales fuertemente codiciados, en la medida en que servían como reproductores, en lo simbólico, del ascenso económico y social.
La emergencia de Bagley no se explica tan sólo por la política arancelaria; para que existieran fábricas de producción masiva era indispensable un número de consumidores igualmente masivo, con un poder de compra estable y creciente. Ese público empezó a conformarse a partir de 1860, con las primeras oleadas de inmigrantes, y vivió una meteórica expansión entre 1870 y 1930. En ese período ingresaron más de seis millones de personas a un país que, en 1856, contaba apenas con un millón. La transformación fue radical y tuvo innumerables consecuencias, entre ellas la formación de una clase media eminentemente urbana.
El historiador Fernando Rocchi subrayó en un memorable artículo (“Consumir es un placer: la industria y la expansión de la demanda en Buenos Aires a la vuelta del siglo pasado”) la importancia del papel desempeñado por “la emulación de las clases altas” en la constitución de los hábitos (de consumo) de esa incipiente clase media. En las sociedades industriales los fabricantes respondían a (y estimulaban) esa demanda, haciendo lugar a una especie de “democratización del buen gusto”. Es por eso que las connotaciones del signo “Opera” podían ser igualmente válidas e inteligibles tanto para el consumidor inglés como para el porteño. Había, no obstante, varias diferencias, empezando por el hecho de que, en nuestro país, las Ópera eran el resultado de un doble proceso imitativo: de la clase alta local a la clase alta europeas, y de las clases medias locales a las clases altas.
Es posible que esa suerte de parasitismo simbólico tuviera algo que ver con el “déficit” identitario que caracterizaba a la masa poblacional de Buenos Aires, Babel de lenguas y culturas. Y sin duda que la empresa pedagógica, modelizadora y homogeneizante que suponía la búsqueda de una “identidad nacional” concernía tanto al Estado como a los animadores del incipiente mercado interno. El caso de las galletitas Mitre es, en este sentido, paradigmático. Creadas por Bagley a comienzos de la década de 1900, rendían homenaje a quien ya entonces —Bartolomé Mitre moriría en 1906— era un indiscutible miembro del panteón liberal. Así, desde el punto de vista mercadotécnico, Bagley conseguía asociar su producto a una figura que gozaba de una alta aceptación entre el público, merced a la propaganda oficial.
El Estado, por su parte, encontraba en la publicidad comercial un canal alternativo y “secular” para la difusión a gran escala de su ideología. Un aviso de 1903 dirigido “A la República entera” decía: “Sabemos que apenas un 12% de la población ha probado la rica Galletita Mitre. No estamos contentos. Fabricamos para todos y deseamos que todos conozcan el grado de excelencia a que ha llegado la fabricación nacional. Mitre es un producto esencialmente nacional. Esperamos pues que todos los buenos Ciudadanos Argentinos (sic) comprarán una lata de estas galletitas deliciosas protegiendo así a la Industria Nacional”.
El mensaje no podía ser más explícito: la europeizante Bagley se lanzaba ahora a la conquista de un mercado nacional unificado por el transporte, apelando a los argumentos que la maquinaria estatal venía desarrollando desde los años 80; y por cierto que lo hacía en un momento en que la clase dirigente coqueteaba con la adopción de una estrategia integracionista (y ya no sólo represora) frente a la cuestión del inmigrante. La formación del ciudadano y el consumidor eran dos caras de un mismo proceso —cuyo ritual iniciático era la alfabetización—, y Bagley, en su calidad de pionero y líder de la industria —perfecta realización del ideal de una clase gobernante obsesionada con las novedades del capitalismo— se ofrecía a la sociedad, igual que Mitre (el viejo venerable de las virtudes cívicas), como un modelo a seguir.
Es verdad que el nombre Mitre figuraba en un sinfín de productos de todo tipo; el “vino popular Mitre” era, entre ellos, el que mejor ilustraba lo que el antiguo enemigo de las Provincias, luego de ser canonizado en vida, había pasado a connotar. También es cierto que el acto de bautizar una galletita en honor a una personalidad célebre no era un invento de Bagley (la Marie biscuit, por ejemplo, debía su denominación a la duquesa María Aleksándrovna de Rusia, casada en 1874 con uno de los hijos de la Reina Victoria), pero la apropiación del gesto (y ya no la mera réplica) señalaba el pasaje de una etapa “imitativa” a otra más bien “afirmativa”, que respondía a la voluntad de expandir la cobertura geográfica de la firma.
En 1902 —señala Fernando Rocchi en Chimneys in the desert— Bagley formó junto a otras tres importantes empresas de galletitas (La Unión de Buenos Aires, La Julia de La Plata y La Aurora de Rosario) un consorcio llamado “Fabricantes Unidos”, a través del cual pretendió desplazar o fagocitar, con bastante éxito, a la competencia del interior del país —ubicada principalmente en Córdoba y Tucumán—. Ese ansia de masividad tendría su correlato “marketinero” en una mayor atomización del portfolio: había que multiplicar los targets, desprenderse del excesivo porteñismo, limitar el uso de palabras en inglés. En 1909 aparecerían las galletitas Bu-Bu, que a contrapelo de la estrategia catch-all de las Mitre, apuntaban a un segmento específico: “¡Madres! Si Uds. quieren tener sus hijos sanos, deben alimentarlos con galletitas Bu-Bu y así les conservará la salud”, decía uno de los avisos, apelando a la “ecuación mujer-niñez-debilidad-enfermedad” —observa la historiadora Ludmila Scheinkman en su tesis doctoral—, de matriz higienista.
Poco a poco el “buen gusto” se iría diluyendo en referencias más vagas y más genéricas a la “calidad”, la “exquisitez” y la “excelencia”, o se vería solapado por discursos más nuevos y eficientes. Scheinkman identifica dos momentos de esta transformación: el primero, dominado por la concepción higienista que atribuía propiedades nutritivas y saludables a los dulces, y que por tanto interpelaba a las madres en su papel de “protectoras”; y el segundo, centrado en “el goce y el placer”, que tenía en los niños —devenidos sujetos de consumo— su destinatario directo. En esto, la creación de periódicos específicamente infantiles como Billiken (1919) jugó un rol determinante.
En las Opera recaería el deber museográfico de conservar los restos de aquel pasado decimonónico. Todavía en 1930, un aviso podía insistir: “Liviana como la espuma, pura como el amor de la madre, dulce como el beso de un niño, refrescante como la lluvia en secos campos, la Galletita Opera es la tradicional compañera de las tradicionales fiestas de la estación. En millares de hogares aristocráticos, se sirve, inevitablemente con champagne, vino, generosos o helados”. Es probable que haya sido en esa década que se dibujó en su envés la indeleble cicatriz: filigranas que le surcan el lomo, en composé con las casonas de San Telmo.
¿Y qué hay de sus predecesoras, las Opera Wafers? Tal vez alguna lata todavía sobreviva en el polvoriento archivo de Reading. Huntley & Palmers per se no corrió mejor suerte: alma en pena, su nombre pasa de mano en mano en forma de “licencia” (ahora le pertenece a una firma de Nueva Zelanda).
En 2015, la Dirección de Agroalimentos del Ministerio de Agricultura publicó una estadística sobre los principales países consumidores de galletitas en el mundo. El segundo lugar estaba ocupado por Reino Unido, donde cada habitante consume en promedio 10,02 kilos de biscuits al año. Un número asombroso, sin dudas, pero incapaz de superar los 10,67 per cápita de la Argentina. Esto tiene la dialéctica de la imitación: inversiones, trueques, sorpresas.
* Facundo Calabró es autor del blog Catador de alfajores.
SEGUÍ LEYENDO