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Crímenes de familia (2020) abreva en una tradición ruinosa, la del cine argentino de los años ochenta. Una tradición (entre otras ruindades, pedagógica o pedagogizante) que asigna a la película una función instrumental: explicarle al espectador aquello que el espectador ignora. Supone esta tradición, antes de suponer nada, que el espectador no sabe. En consecuencia, hay que enseñarle, hay que hacer docencia (en el peor sentido). ¿Y cómo se le enseña al espectador?, mostrando, explicando, revelando. Con ese objetivo rector, estas producciones deben valerse de personajes reconocibles, de planos normalizados y de un naturalismo tan artificial como ineficaz, entre otros procedimientos que aseguren al público (el público no sabe y encima le cuesta entender) la captación inequívoca del mensaje (fenómenos análogos ocurren, por supuesto, en la literatura y las artes visuales).
Defino entonces un parecer: Crímenes de familia es una película que no vale la pena. Quiero decir, no contiene un plano, un encuadre, una escena, una secuencia, un diálogo que trasciendan el mero estereotipo. Pura fórmula vacua. Puro fósil, puro esqueleto, pura osamenta. Podríamos juzgarla, desde el punto de vista cinematográfico, como una película conservadora, en tanto que se cuida celosamente de experimentar con su propio lenguaje, con su propia materia. Y aclaro, no es que no lo logra, que falla, que fracasa en el intento. No. No le interesa, ni siquiera lo intenta. Por eso, en Crímenes de familia nada está fuera de lugar. O de manera positiva, todo está donde corresponde. Todo se percibe con nitidez (aunque el tema alrededor del cual gira sea oscuro, denso, turbio). Es, para utilizar una expresión corriente, una película del montón, una película que transita su camino sin pena ni gloria (lo que en sí mismo no constituye ningún pecado, nueve de cada diez películas, ¿exagero?, están condenadas, desde su concepción, a pasar de largo).
En el aspecto ideológico, el pronóstico dista de ser más auspicioso, incluso me animaría a anticipar lo contrario (cabría preguntarse si lo ideológico puede escindirse de lo cinematográfico con semejante liviandad). Veamos. Crímenes de familia es hija pródiga de La historia oficial (Puenzo, 1985), y en un grado menor, de Darse cuenta (Doria, 1984). En la película de Puenzo se introduce un personaje (Alicia Marnet de Ibáñez) que, gracias a un suceso determinado (una causa concreta; esta es una clase de cine donde toda causa tiene su correspondiente efecto, y viceversa), empezará a dudar poco a poco de sus convicciones hasta que finalmente la asalte un interrogante mayor, ¿y si la realidad fuese de otra manera? Con el desarrollo de la trama la protagonista irá tomando conciencia de que efectivamente la realidad era distinta de cómo la había imaginado. Buen gesto. Loable. Valiente.
Sin embargo, la coartada ideológica de este gesto-pasaje reside en que Alicia encarna en alguna medida a una sociedad que en simultáneo con el film se va dando cuenta (por identificación o proyección) de eso que, supuestamente, desconocía. Por ende, si ahora sabe y antes no sabía, tanto Alicia como la sociedad representada son inocentes. Al ignorar los hechos, la responsabilidad por esos hechos se disuelve, y con la disolución la anhelada redención. Y todos felices (remito al lector a la obra Nosotros no sabíamos de León Ferrari, llevada a cabo mientras transcurría el primer año de la última dictadura militar argentina).
Ahora bien, ¿qué significaba no saber cuando la gente era secuestrada a plena luz del día?, ¿qué significaba no ver cuando la masacre se perpetraba a la vista de todos?, ¿no sabía Alicia Marnet (interpretada magistralmente por Norma Aleandro) que la nena que le trajo su marido era robada?; o sea, supongamos que Alicia no sabía, que de verdad no lo sabía, la pregunta no queda impugnada, ¿qué quiere decir no saber en ese caso? Del mismo modo, ¿cómo hacía Alicia Campos (sintomáticamente el personaje de Cecilia Roth, menos magistral, se llama igual que el de Norma Aleandro) para ignorar que su hijo violaba a la mucama y golpeaba a su esposa?; ¿qué significa no saber cuando efectivamente se sabe?, ¿qué significa no haber visto cuando efectivamente se vio? ¿No saber significa ignorar? ¿O no saber puede significar también no querer saber, negarse a saber?
Recapitulando, si en términos cinematográficos Crímenes de familia no suma ni resta en la ecuación, la solución ideológica planteada atrasa un mínimo de 35 años (por lo que sería conservadora en el primer aspecto y ultraconservadora en el segundo, o quizás a la inversa).
Establecido lo anterior, agrego, sin ninguna ironía, Sebastián Schindel, el director de Crímenes de familia tomó sus decisiones (un director básicamente toma decisiones) desde el progresismo, en nombre del bien, con las mejores intenciones. Esto que afirmo resulta evidente en más de una oportunidad, y se patentiza cuando el director decide mostrar durante treinta segundos (cronometrados) una serie de carteles entre los que se destacan dos lemas: “Si te pasa a vos nos pasa a todas” y “no más violencia contra la mujer”, mientras Alicia recoge reconcentrada un volante explicativo (donde se le explica a Alicia lo que Alicia ya sabe), operación que simboliza su entrada triunfal al maravilloso país del darse cuenta.
En la escena siguiente, instaladas en una oficina, aparece Alicia sentada frente a la psicóloga que trata la traumática historia de su mucama (de la mucama de Alicia) y detrás de ellas, justo en el centro de la escena, para que nadie dude (nadie debe dudar) del mensaje, un pañuelo verde desplegado en uno de los estantes de la biblioteca. Este tipo de intervenciones demuestran cabalmente el compromiso de Schindel con una causa justa, pero a la vez demuestran su inflamada corrección política, su adaptación al medio, su pertenecía a la progresía (nuestro paraíso terrenal) y su necesidad (humana, demasiado humana) de encajar (como sea; en efecto, lo que desdeña Schindel es el cómo) en un tiempo histórico (un tiempo histórico en el que numerosos agentes de la cultura son progresistas en sus discursos y conservadores en su productos).
Para cerrar el apartado me valgo de un fragmento del libro Volver a donde nunca estuve, de Alberto Giordano, que, aunque en referencia a otra cuestión, sintetiza el nudo del problema de la película de Schindel (¿y el de cuántas más?): “La crítica como ejercicio bien pensante, la que obedece a los valores de la moral progresista, no sería más que pedagogismo impotente (solo persuade a quienes están persuadidos)”.
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Nos encontramos inmersos en un fenómeno que crece como un desierto y promete ser letal, el neopuritanismo (estético). Esta corriente o doctrina o visión de mundo es una renovación de viejos puritanismos jamás extintos que recomendaban para aquellos creadores cuyas vidas no fuesen ejemplares (limpias, puras, inmaculadas) el escarnio público, y para sus obras, la hoguera. Un caso célebre es el del filósofo alemán Martin Heidegger, quien adhirió de manera explícita, consciente y entusiasta al nacionalsocialismo. Luego las acusaciones fueron decantando hacia quienes habían sido colaboracionistas y antisemitas, como lo fue Louis-Ferdinand Céline, o hacia quienes habían participado en publicaciones colaboracionistas, como el crítico literario belga Paul de Man, para proyectar su sombra sobre aquellos que no los habían amonestado por sus actos con suficiente elocuencia, aquí hablamos de Jacques Derrida. Intuimos por este breve recorrido histórico que los criterios puritanos son lábiles y se van desplazando según conveniencia (¿cuántas páginas llenaríamos con nombres malditos?, ¿cuántas obras tendrían su destino asegurado en la hoguera?; ¿no se respira, me pregunto, en estas denuncias cierto tufillo antiintelectual?).
El neopuritanismo actualiza entonces antiguos prejuicios e incorpora (aunque tampoco es una verdadera novedad) cuestiones de índole sexual, o lindantes con la sexualidad; ¿con quién se acostó tal autor?, ¿cuántos años tenía su pareja?, ¿qué concepciones sostiene sobre determinados temas; por ejemplo, el aborto?; esas preguntas son las preguntas básicas, de manual. Y más grave aún (grave no en el sentido de estar indignado y decretar “¡esto es grave, gravísimo!”, sino en el sentido de algo que da que pensar), el neopuritanismo en su versión estética pretende legislar ya no sólo sobre diferentes aspectos de la vida de los individuos a fin de determinar si su obra merece la salvación o el castigo, sino que ahora pretende evaluar también el comportamiento de los personajes de sus obras. Que el autor sea buena persona, que el narrador sea buena persona (o que en su defecto juzgue moralmente al personaje), que el personaje sea buena persona (se confunde autor con obra, y dentro de la obra, sus distintos instancias).
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La cadena estadounidense HBO eliminó de su grilla Lo que el viento se llevó con el siguiente argumento: “La película es un producto de su tiempo y refleja algunos de los prejuicios étnicos y raciales que han sido comunes, desgraciadamente, en la sociedad estadounidense. Estos retratos racistas eran equivocados en aquel momento y lo siguen siendo hoy, y sentimos que mantener esta obra sin explicarlos y denunciarlos sería irresponsable”.
La mejor solución, según un alto ejecutivo de la compañía, es cancelar, borrar, suprimir, mientras se elabora una explicación que ordene, que haga digerible esos prejuicios, prejuicios étnicos y raciales que, lo sabemos, siguen vigentes, y quizás más vigentes que nunca (quedará para otra incursión el análisis de las estrategias blandas de señalización del otro, me refiero a vocablos como afroamericano o afrodescendiente).
La National Gallery presentó en 2019 Gauguin portraits, una retrospectiva del “polémico” artista francés que de inmediato dio a luz un artículo en el New York Times titulado “¿Es tiempo de cancelar a Gauguin?” (“Is It Time Gauguin Got Canceled?”, de Farah Nayeri); el museo, consciente de las depravaciones del autor al que le abría las puertas decidió, al lado de ciertas pinturas, poner de relieve cuestiones relativas a su itinerario sexual: “[El artista] tuvo relaciones sexuales con chicas jóvenes, ‘casándose’ con dos de ellas con las que tuvo hijos. Gauguin, sin dudas, abusó de su posición de occidental privilegiado para aprovechar al máximo las libertades sexuales de las que disponía”.
La operación es simple: se relegan las innovaciones formales y la mezcla de tradiciones que el artista produjo, es decir, lo atinente a su práctica específica, para darle publicidad a sus faenas sexuales, ¿con qué objetivo? (retengamos que la institución era un museo y no la Corte de Justicia británica).
Rodolfo Fogwill escribió en 1983, en medio de la efervescencia democrática, El aborto es cosa de hombres, además de textos contra el divorcio o en favor de la idea de que la democracia representaba la continuidad de la dictadura por otros medios; ¿qué hacemos con Fogwill? ¿Qué hacemos con la mejor novela escrita “sobre” Malvinas?, ¿qué hacemos con una de las mejores novelas escritas “sobre” la violencia política de los ’70?, ¿qué hacemos con una novela que se metió en el corazón del menemismo como pocas lo hicieron? Me refiero a Los pichiciegos. En otro orden de cosas y Vivir afuera ¿Al fuego? ¿Al fuego también el aguafiestas? (debo confesar que a veces dudo, dudo en serio, ¿y si la insistencia por separar obra de autor es tan sólo una astucia de los inmorales?).
Remarquemos que el neopuritanismo contemporáneo no sólo mira hacia el pasado con valores del presente a los cuales les confiere una permanencia eterna, sino que además procura no distinguir géneros, en este sentido, sea hombre o mujer, quienes osen comulgar con reparos a ciertas causas o quienes osen apartarse un milímetro de las opiniones autodenominadas progresistas pueden ser tildados de enemigos-enemigas y padecer las consecuencias. Podríamos hacer nombres propios, Alexandra Kohan, Ariana Harwicz, Pola Oloixarac, Rita Segato. ¿Linchamiento mediático por disentir?, ¿correctivos por adherir el credo liberal?, ¿a la hoguera Degenerado por no moralizar? (me conmueve percibir la violencia latente o contenida en parte de estos movimientos, movimientos cuyos postulados se remontan a un universo prefreudiano, y que sin embargo, su sola manifestación le serviría de muestra al doctor austríaco para verificar, si algo así fuese factible, algunas de sus hipótesis).
La ambición máxima del neopuritanismo (y de cualquier propuesta identitaria) radica en dividir las aguas. De un lado los buenos, los completamente buenos, los buenísimos; del otro los malos, los completamente malos, los malísimos. Trazada la línea demarcatoria, sólo resta administrar justicia (obviamente, los integrantes de la hermandad tienen sus lugares reservados en el cielo que ellos mismos crearon). Esta ambición infantil (en términos kantianos) no obtura únicamente la posibilidad de construir matices (los buenos que no son tan buenos, los malos que no son tan malos), paradojas (el monstruo de Heidegger perdidamente enamorado de una joven judía, Hanna Arendt, ella a su vez enamorada de él, un nazi), contradicciones (los poetas Paul Eluard y Pablo Neruda enamorados de Stalin), desgarramientos (aquello que se piensa es diferente de aquello que se vive) en el interior de los seres humanos, sino que fundamentalmente impide pensar a fondo los fenómenos (“terror al pensamiento, a la crítica y a la autocrítica”, alega Rita Segato), ya que las discusiones deben postergarse siempre para un mejor momento (una buena estrategia, dicho sea de paso, para licuar conflictos, desacuerdos, disputas de poder; recordemos, a fin de no olvidar, las extremas dificultades a la hora de plantear disidencias dentro del movimiento nacional y popular sin ser tildado de funcional a la derecha).
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En este contexto aplastante de corrección política (promesa de correctivos, depuración erótica, autocensura, formas de decir estandarizadas; justamente el proceder contrario a la experimentación con la lengua, o con cualquier lenguaje) nos encontramos frente a un peligro que la historiadora y psicoanalista Élisabeth Roudinesco vislumbraba ya en el año 2001, en una conversación (Y mañana, qué…) con Jacques Derrida, fragmento que utilizo a modo de conclusión y que será retomado en futuros textos: “Siempre tengo el temor de que estemos internándonos en la senda de la construcción de una sociedad higienista, sin pasiones, sin conflictos, sin injusticia, sin violencias verbales, sin riesgo de muerte, sin crueldad. Lo que se pretende erradicar de un lado siempre se corre el riesgo de verlo resurgir allí donde no se lo esperaba”.
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