Gustav y Vicent, dos jóvenes artistas talentosos, participan en una competencia de pintura. Tienen dos semanas para pintar un cuadro sobre un tema elegido por ellos y luego entregarlo a un jurado. Gustav se toma la tarea muy en serio; sabe lo que se necesita para pintar y cómo mejorar la calidad de una pintura. Primero consigue un caballete fijo y un lugar con la iluminación correcta. Luego emprende la búsqueda de un lienzo costoso. Una vez que lo encuentra, se ocupa de extender su arsenal de pinceles (necesita algunos más para las líneas muy finas y para los brochazos gruesos). Aún le faltan los colores correctos: los luminosos, los sobrios, los apagados, los brillantes y aquellos con los que pueda adaptar los medios tonos a voluntad. Y, por fin, tiene todo lo que necesita. Repasa una vez más rápidamente las técnicas pictóricas más importantes que piensa aplicar y emprende la búsqueda del tema correcto. ¿Qué lo convence? ¿Qué lo entusiasma? ¿Qué es lo que toca la fibra sensible de la época? Cuando finalmente comienza a pintar, se pone el sol del último día antes del plazo de la entrega. La historia de Vincent es más corta: arranca una hoja de su bloc de dibujo, toma su caja de lápices de colores, les saca punta, pone su música favorita y comienza a pintar: aunque al principio no tiene una representación clara de lo que pinta, poco a poco surge un mundo lleno de colores y formas, y le parece armonioso. ¿Quién habrá ganado la competencia?
La moraleja de esta historia es evidente: Gustav está orientado por los recursos, por no decir que está fijado a ellos. Sabe cuáles son los ingredientes necesarios para crear arte perdurable: temas, técnicas, colores, lienzo, etc. Pero poseer –o poder disponer de– recursos no es suficiente para crear un buen cuadro ni ninguna forma de arte; lo que es más, la fijación unilateral en la dotación de recursos impide que Gustav pueda crear una obra. Tal como es bosquejado aquí, el comportamiento de Gustav parece casi bufonesco. En cambio, Vincent no se ocupa o se ocupa muy poco de sus recursos; lo impulsa su deseo de expresarse, y adquiere los instrumentos y recursos adecuados solo cuando el proceso creativo mismo los exige. Por supuesto, esto no garantiza que vaya a producir una gran obra de arte. Para ello precisa de talento y de aquello que en la tradición romántica se llama inspiración. Pero definitivamente las chances de Vincent parecen mejores que las de Gustav.
¿Podemos aprender algo de esta historia para responder la pregunta acerca de la vida buena? La analogía parece evidente: así como una buena dotación de recursos no garantiza la creación artística lograda, tampoco garantiza una vida lograda. Y así como una fijación unilateral en los recursos impide el logro de una obra de arte, también bloquea el logro de nuestra vida. Si se estudian los libros de autoayuda del presente, las concepciones políticas del bienestar o las definiciones sociológicas dominantes del bienestar y la calidad de vida, se observa una fijación en los recursos que no tiene nada que envidiarle a la de Gustav: salud, dinero y comunidad (o relaciones sociales estables), y a menudo también educación y reconocimiento, son considerados los recursos más importantes para una vida buena (retornaré sobre esto en el capítulo introductorio); aún más, han sido hipostasiados como la quintaesencia de la vida buena. Cómo volverse más rico, más saludable, más atractivo; cómo tener más amigos, cómo ampliar el capital social y cultural, y así sucesivamente: estos son no solo temas de libros de autoayuda, sino también los indicadores dominantes de la calidad de vida.
De esto se desprende uno de los problemas fundamentales de la investigación empírica sobre la felicidad: si se les pregunta a las personas si están felices o satisfechas con su vida, por lo general estas responden refiriéndose a su dotación de recursos: estoy sano, tengo buenos ingresos, tres hijos a los que les va bien, una casa, un barco, muchos amigos y conocidos, gozo de gran prestigio… sí, soy feliz. Por su parte, la investigación sobre la desigualdad encuentra justamente aquí su motivación, en el supuesto de que los estratos con una mejor dotación de recursos también tienen una vida mejor que los otros. Todo esto conduce a una cultura en la que el fin último de la conducción de la vida [Lebensführung] consiste en optimizar los recursos: mejorar la posición laboral, aumentar los ingresos, ser más atractivo, estar más sano, en mejor forma, ampliar los conocimientos y capacidades, consolidar la red de contactos, obtener reconocimiento, etc. Pero ¿cuándo pintamos?, ¿cuándo vivimos?
De ninguna manera quiero poner aquí en tela de juicio la importancia de los recursos a la hora de llevar una vida buena: sin lienzo ni colores no se puede pintar un cuadro. Sin embargo, resulta problemático que el proceso de optimización no encuentre por sí mismo ningún punto final, y que la propia provisión de recursos sea juzgada generalmente de manera relacional, es decir, en comparación con la de otros miembros de la sociedad que también participan en el juego del incremento.
Resulta curioso que tanto en la investigación sociológica como en la discusión política y en la literatura de autoayuda la idea del equilibrio correcto entre vida y trabajo se haya establecido como parámetro. Con ello se reconoce implícitamente que vivir es algo diferente de trabajar, y en este punto podemos entender “trabajo” en un sentido más amplio que el de una cacería de recursos. De hecho, se muestra aquí que la mayoría de los trabajadores experimentan este balance como problemático: no lo consiguen durante los momentos álgidos de la vida, ya que los años de la vida adulta son dominados por las exigencias del juego del incremento, por las interminables listas de tareas y exigencias sobre las que traté exhaustivamente en otros sitios, entre ellos, Alienación y aceleración. Entonces, el tramo que corresponde a “vivir” se desplaza al momento de la jubilación, y se queda corto, o se ve incluso menospreciado: por ahora me devoran las demandas y tareas que se me imponen, pero en algún momento dejaré todo esto atrás y comenzaré una vida buena. Así reza la autointerpretación dominante en los estratos medios, y a menudo también en los altos. Me parece que esto explica por qué, contra toda razón demográfica y económica, la suba de la edad jubilatoria se topa con una resistencia tan enconada: de hecho, en la percepción cultural esto significa un robo de tiempo de vida. El equilibrio entre vida y trabajo ya no se busca sincrónica, sino diacrónicamente; la vejez debe darnos aquello que perdimos en el pasado. Sin embargo, sigue abierta la pregunta sobre si una vida buena puede lograrse dado que el habitus de la fijación en los recursos ha venido inscribiéndose durante décadas en nuestra orientación vital y nuestra actitud hacia el mundo. Aquí, de hecho, nos parecemos a Gustav, y no a Vincent.
Pero ¡alto!, exclamará el lector atento, ¿puede compararse de esta forma el arte con la vida? ¿Cuál es el análogo laboral de la vida? ¿Qué sustancia tiene el trabajo más allá de lo que aquí denuncié como meros recursos? ¿No es forzosamente esotérico o, aún peor, paternalista intentar decir algo sobre la forma o el contenido de la vida lograda? O, incluso en el caso de que lográramos sortear estas trampas y aceptar el pluralismo ético de la modernidad: ¿no estaríamos reduciendo la vida buena a un mero sentimiento de bienestar subjetivo, dado que no queda nada sustancial?
La tesis inicial de este libro es que la privatización de la pregunta por la vida buena llevó a que esta se convierta casi en un tabú dentro del discurso social: cada uno debe decidir por sí mismo qué es una vida buena, reza la verdad de Perogrullo que se tornó la máxima rectora incluso de las instituciones educativas. Esto tiene dos consecuencias problemáticas: en primer lugar, en la modernidad la conducción de la vida cotidiana y a largo plazo de los sujetos se orienta cada vez más a asegurar y mejorar la provisión de recursos; y sobre todo a incrementar los horizontes de posibilidades. El fundamento de este desplazamiento es el supuesto (justificado) de que una mejor dotación de recursos es siempre mejor que una peor, sin importar qué cuadro queremos pintar ni qué vida queremos vivir. Tal como Gustav, pasamos por alto la “vida como obra de arte”: estamos ocupados cumpliendo nuestras listas de tareas pendientes. Si no lo hacemos, es decir, si nos negamos a las exigencias multidimensionales de optimización, nuestra situación inicial empeora de facto; no solo en comparación con los otros sino incluso de manera absoluta, porque la distribución de recursos y posibilidades se rige según el principio de competencia. Así, llegamos a la segunda consecuencia: dado que ya no tenemos a la vista ninguna forma de vida buena, ni individual ni colectiva, tampoco disponemos de un instrumental que nos ayude a definir cuáles son las condiciones del contexto social que podrían socavar la realización de una vida de estas características; y este es el punto en que la aceleración vuelve a entrar en juego. Porque, como señalé en otro lugar, hay buenas razones para suponer que la lógica del incremento definida por la competencia y la aceleración, y la concomitante actitud hacia el mundo de las sociedades modernas, pueden mejorar la provisión individual y colectiva de recursos (es decir, sobre todo, ampliar el horizonte de posibilidades), pero que al hacer esto socavan estructuralmente las condiciones de realización de una vida buena (de la creación del cuadro). Sin embargo, esta tesis solo puede confirmarse de manera seria con los instrumentos de la sociología contemporánea si logramos decir algo más sobre la vida buena que constatar el hecho de que se siente bien. Estoy totalmente convencido de que es posible decir algo sustancial y sistemático sobre la vida buena sin abandonar el suelo de las ciencias sociales empíricamente fundadas ni caer a la deriva en el terreno de lo especulativo, la filosofía pura, lo esotérico o la religión, y, por supuesto, sin socavar el hecho histórico del pluralismo ético, el cual emerge de una variedad ineludible de temas y contenidos de vida con iguales derechos.
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