“En la estación nos enfrentamos por primera vez a los estragos evidentes del ataque aéreo de la noche anterior", describe el escritor japonés Yukio Mishima en su novela Confesiones de una Máscara. La escena ocurre en algún momento de agosto de 1945, poco antes de la rendición de Tokio.
"Los andenes rebosaban de víctimas del bombardeo. Cubiertos con mantas, todos mostraban en sus ojos miradas vacías, pensamientos vacíos. Eran, en suma, simples globos oculares. Había una madre que parecía mecer incesantemente a su hijo sobre las rodillas con una modulación eterna. Había también una niña que dormía apoyada en un cesto de viaje con una flor medio quemada prendida de sus cabellos”, reconstruye el narrador.
A esta altura de la historia, sostener que la Segunda Guerra Mundial, de cuyo fin se cumplieron 75 años a principios de septiembre, contribuyó más que ningún otro conflicto a borrar definitivamente los límites entre combatientes y civiles parece casi una obviedad. Al habilitar los ataques indiscriminados y forzar al mundo a su naturalización (e incorporación como método de guerra), se dio inicio a una larga tradición que al día de hoy parece tener a sus partidarios más evidentes en Siria y Yemen.
Entre julio de 1937, cuando los japoneses invadieron China desde la Manchuria ocupada, y septiembre de 1945, cuando Tokio finalmente se rindió cuatro meses después de Berlín, las ciudades se convirtieron ya no en sitios a capturar, saquear y ocupar, como en guerras anteriores, sino en objetivos para destruir; mientras que los civiles, antes espectadores de la destrucción de los combates entre ejércitos, pasaron a ser, en el contexto de la guerra total, recursos del enemigo a eliminar, tan importantes para los estrategas como las industrias y las refinerías.
“Sigue yendo a bailar cuando todos los demás están muriendo muertes heroicas, va al cine mientras caen las bombas, se deja seducir y se casa con un muchacho no muy impresionante, toca el piano, se rehúsa a ser ascendida en el trabajo y mientras más y más gente muere sigue yendo al cine a ver películas”. Así describe Heinrich Böll, premio Nobel 1971, a la protagonista de su novela Retrato de Grupo con Señora, adaptada ya a esta nueva realidad.
Por supuesto, no sólo en el siglo XX se masacró deliberadamente a poblaciones indefensas. Pero el renacer de esta conducta tuvo lugar en un contexto en que las protecciones a los civiles y la consolidación de un derecho humanitario parecían tendencias claras (los famosos acuerdos de Ginebra se firmaron y ampliaron entre 1864 y 1949), y donde la escala de la matanza en las guerras totales de aniquilación parecía no tener comparación, más aún al incorporar la brutalidad inimaginable del Holocausto y del Genocidio Armenio en la lógica estos conflictos.
Apenas considerando la extensión del siglo XX y comienzos del XXI, la proporción de muertes civiles en relación a muertes militares en combate muestra una tendencia preocupante, aunque ya no tan sorprendente. En la Primera Guerra Mundial (1914-1918) se ubica en una relación de 3 a 2, con más de 9 millones de soldados y unos 6 millones de civiles muertos, según datos del Centro Europeo Robert Schuman (CERS).
En la Segunda Guerra Mundial ya se había revertido a una relación de 2 a 3, también según datos del CERS, con un número mayor de muertes civiles (unos 37 millones) frente a combatientes (unos 22 millones), aunque estimaciones diferentes sitúan ambos números por encima de estas cifras. Mientras que en Irak (2003-2011), dependiendo de diferentes fuentes para el conteo, ya se puede hablar de una proporción 1 a 3 e incluso 1 a 5.
Aunque las excepciones abundan en número y calidad, el cine y la literatura surgidos de la Segunda Guerra Mundial ha hecho hincapié especialmente en las diferentes experiencias de los soldados. Por supuesto, nunca se ocultó el sufrimiento de los civiles, pero muchas veces esta era presentada desde la perspectiva del combatiente e, irremediablemente, como un suceso secundario. Estos tres libros, sin embargo, se meten de lleno en la experiencia transformadora que la guerra total significó para las poblaciones civiles, y lo hace desde la perspectiva de un hombre, una mujer y un niño.
Confesiones de una Máscara, de Yukio Mishima
Cuando “Little Boy”, la primera bomba atómica de la historia, cayó sobre Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, Yukio Mishima tenía apenas 20 años y transitaba uno de los conflictos que lo acompañaría durante toda la vida: por la tuberculosis y una contextura débil había quedado exceptuado de servir en el ejército en la militarizada sociedad japonesa de la era Showa.
Su frágil estado le permitirá entrar en la universidad mientras muchos de sus compañeros parten al frente. Luego, cuando la situación del Japón se hace más desesperada, es reclutado a una unidad de trabajo y enviado a la industria de guerra para asistir en la fabricación del caza Mitsubishi A6M Zero (“Todo estaba consagrado a un sólo objetivo: la muerte”), pero allí tampoco tiene fuerzas para dar ayuda. En los últimos días, cuando ni esto importa, es finalmente enviado a una unidad militar, aunque nunca llegaría a entrar en combate.
Esta serie de humillaciones, como nunca las dejó de percibir, potenciaron su culpa por haber sobrevivido y su fascinación con la propia muerte, que le habría sido negada durante la guerra y a la que volvería como obsesión al final de su vida. “Aunque este alistamiento no me entusiasmaba para nada, alimentaba mi esperanza de encontrar una muerte llamativa”, piensa Kochan, alter ego de Mishima, tras conocer la noticia de su reclutamiento.
Fueron, además, vividas al mismo tiempo en el que comenzaba a aceptar su homosexualidad y la aparente necesidad de esconderla del Japón imperial. “Yo suponía que podía amar a una mujer sin sentir el más leve deseo. ¿No era la suposición más absurda de la historia de la humanidad? Sin darme cuenta de ese disparate, pretendía convertirme en un Copérnico de la teoría del amor y con tal fin llegué a creer en el amor platónico”, escribe.
Los dos conflictos formarían la base temática de su segunda novela, Confesiones de una Máscara (仮面の告白), publicada en 1949. Fue la primera de sus obras en generar interés entre el público y la crítica, y la piedra basal de una larga carrera literaria.
Profundamente autobiográfico, el libro también acaba retratando la Segunda Guerra Mundial desde la perspectiva de un joven japonés que se ha quedado atrás, lejos de la gloria, la conquista y la rapiña; lejos de la aventura y la destrucción desatada sobre el sureste asiático por las fuerzas japonesas sedientas de imperio.
La guerra, por supuesto, terminará llegando al Japón y la muerte rodeará a Kochan, sin tocarlo, desde las bodegas de los bombarderos Boeing B-29. Incluso antes de desencadenar la primera explosión nuclear, cuando ya estaban lanzando bombas incendiarias sobre las ciudades japonesas aprovechando las construcciones en predominantemente en madera.
“La galería de desgracias que se desplegaba ante mis ojos me infundió fuerza y valor”, narra Kochan tras presenciar los efectos de un bombardeo en Tokio. “Comprendí la excitación que produce una revolución. Estos desgraciados habían visto cómo el fuego había arrasado todos los indicios que determinan su existencia como seres humanos. Habían visto con sus propios ojos cómo las llamas producidas por los bombardeos habían destruido sus relaciones humanas, sus amores, sus odios, sus razones y bienes. Los que habían luchado allí en esos momentos se habían enfrentado a las condiciones más universales y básicas que pueden hallarse en la humanidad”, concluye.
Kochan describe los últimos días de la guerra desde la conducta de los aviones enemigos, que “ahora se centraban en las ciudades pequeñas y medianas”. Una noche el estado enfermizo que le acompañó durante toda la infancia vuelve, sufre una fiebre muy fuerte que lo deja postrado mirando el techo y pensando en su única novia, Sonoko, a la que nunca pudo realmente amar. “Cuando por fin pude levantarme, me enteré de la noticia de la aniquilación de Hiroshima”, relata. “El momento final había llegado”.
Retrato de grupo con señora, de Heinrich Böll
Heinrich Böll nació en 1917 en la ciudad de Colonia, cuando la Primera Guerra Mundial comenzaba a entrar en sus últimos capítulos, y murió en 1985 en la pequeña Langenbroich. Los 67 años de su vida coincidieron con uno de los períodos más intensos en la historia de Alemania y de toda Europa, y, ya sea por azar, compulsión o decisión, Böll no fue apenas un espectador pasivo.
Miembro de una familia de ideas pacifistas, se negó a formar parte de la Juventud Nazi en la década de 1930 y coqueteó con una carrera académica en la Universidad de Colonia. Pero fue convocado al servicio militar en la Wehrmacht y acabó peleando en los principales frentes de lo que llegaría a conocerse como la Segunda Guerra Mundial.
Su carrera como escritor se disparó en la posguerra, nutrido por las revoluciones culturales que tuvieron lugar en la década de 1960 y por el empuje del “milagro alemán”, logrando una gran popularidad en el mundo de habla inglesa y obteniendo el Premio Nobel en 1972.
Con un fino oído para el habla de su pueblo y una capacidad impresionante para la descripción, Böll dedicó gran parte de su obra a la reconstrucción de la vida urbana y pequeña en la Renania donde se crió, un acomplejado territorio en la frontera con Francia que vio más guerras que probablemente cualquier otro en el mundo. “Leni todavía vive en la casa donde nació. Por una serie de coincidencias inexplicables, esa parte de la ciudad escapó de los bombardeos, al menos relativamente; sólo el 35% fue destruido”, expresa el escritor en su novela de 1971 Retrato de Grupo con Señora (Gruppenbild mit Dame).
Este libro no se ha consolidado, quizás, como su obra más conocida o popular en la actualidad (Ese puesto se lo llevan las Confesiones de un payaso o El honor perdido de Katharina Blum), pero es consistentemente reconocido como el mejor de su catálogo y fue una de las razones por las que la Academia Sueca le otorgó el Nobel un año después. Es también una muestra de lo mejor de su propuesta humanista y su estilo (una “suma épica de la obra de Böll", como la llamó su editor): una novela sobre la sociedad alemana entera, pero a través del estudio minucioso de una mujer de pocas aspiraciones que transita una vida marcada por pequeñas tragedias que aparecen como pozos en un camino; una molestia rítmica constante y, en última instancia, tolerable e incapaz de frenar el movimiento.
Helene Maria Pfeiffer, mejor conocida como Leni, es la protagonista del libro y el objeto de estudio del “autor”, como se autodefine el narrador de esta obra, una especie de periodista con prácticas de detective y aspiraciones de comentarista irónico, que llega muy lejos en su búsqueda de pequeños, aparentemente inconsecuentes, testimonios de las personas que la conocieron, así como también de los documentos que recrean la vida de Leni.
“Documentar” es quizás el verbo perfecto para Retrato de Grupo con Señora, una operación concretada por el autor mediante textos ficticios (como el torpe diario de guerra de Alois Pfeiffer, con quien Leni estuvo casada brevemente) y reales, como es el caso de los informes sobre los Juicios de Nuremberg o los reportes sobre las toneladas diarias de bombas lanzadas sobre Alemania en los últimos años de la guerra.
Nacida en 1922, Leni es un producto del período de entreguerras en Alemania, marcado por el colapso económico, el fallido proyecto republicano de Weimar, el recuerdo de la sangría de la Primera Guerra Mundial y la consolidación del extremismo político.
“Por lo que resulta, de forma inequívoca, de las declaraciones de los informantes, Leni ya no comprende al mundo y duda de haberlo comprendido jamás; no consigue explicarse la hostilidad circundante, por qué las personas a su alrededor la tienen en tan mal concepto y la tratan tan mal, pues no ha hecho nada malo, y menos a dichas personas”, escribe Böll sobre su protagonista, en lo que podría tomarse como toda una declaración -honesta, precisa y problemática-, de su época.
Leni se aferra al piano en su juventud y nunca lo suelta; se casa con Alois y no llora su muerte en el Frente Oriental peleando contra los soviéticos; sobrevive al bombardeo de las ciudades y a los movimientos de tropas rapaces; pelea por preservar su hogar ante una ola de gentrificación cuando aún nadie ha inventado el término, en medio del auge económico; se enamora de un prisionero de guerra ruso, con quien tiene un hijo; mantiene una relación con un trabajador turco, miembro del contingente que viajó a Alemania en la posguerra para paliar la falta de hombres.
Una trama ordinaria, en medio de tiempos extraordinarios, una pequeña historia de personas comunes y personajes recurrentes que debieron haberse repetido tantas veces, como Alois, soldado fanático y también casi adolescente de pretensiones artísticas, con el que Leni se casa por presión familiar para luego ser su víctima.
“Según confesó Leni a Margret más adelante -en 1944, en el curso de un bombardeo de los más severos, y encontrándose ambas en un refugio antiaéreo-, una hora antes de partir [al frente], y en el entonces cuarto de plancha de los Gruyten, Alois forzó a Leni al coito ‘honrada y legítimamente’, haciendo expresa alusión sus deberes como esposa, y que eso hizo que Alois ‘muriera para mí antes de haber muerto’”, escribe Böll.
El Imperio del Sol, de J. G. Ballard
Entre 1943 y 1945 James Graham Ballard, o J. G. Ballard, como llegaría a ser conocido décadas después, vivió junto a su familia en un campo de prisioneros japonés en las afueras de Shanghai.
Como tantos otros británicos, los Ballard se habían asentado en el lejano oriente en la década del 1930 en busca de una nueva vida, exotismo y riqueza, y, junto a los expatriados de otros países europeos, había contribuido en hacer de la Concesión Internacional, un enclave europeo y estadounidense en el centro de Shanghai, una pequeña colonia occidental arrancada de China.
Cuando el Imperio Japonés inició su campaña de conquista y matanza en China en 1937, Shanghai fue rápidamente capturada pero ni un soldado entró en la Concesión Internacional. Tokio aún no había roto la neutralidad y la Segunda Guerra Mundial, al menos como se la entendía en Europa y América, aún no había empezado.
En 1941, finalmente, Japón se unió a Alemania e Italia y lanzó una serie de ataques contra Estados Unidos, en Pearl Harbor, y el Reino Unido en Shanghai, Hong Kong y Singapur, entre otros territorios de ultramar.
Los habitantes de la Concesión Internacional, incluidos los Ballard, fueron internados en el campo de Lunghua y allí malvivieron hasta su liberación en agosto de 1945.
Ballard tenía 11 años cuando debió abandonar su hogar ante el avance japonés y llegó a Lunghua a los 13. La experiencia allí sería transfigurada en su novela más famosa y al mismo tiempo la rara avis de una vida dedicada a la ciencia ficción: El Imperio del Sol (Empire of the Sun), que fue llevada al cine en 1987 por Steven Spielberg. La película, que marcó el debut de un muy joven Christian Bale, tuvo un gran efecto en Ballard: “Me conmovió profundamente pero, como todo novelista, no pude dejar de sentir que mis recuerdos habían sido secuestrados por alguien más”, expresó el escritor en un artículo de 2006 en The Guardian. “Actores de otro tipo actúan en nuestra memoria, ejecutando sus roles en un escenario en nuestras cabezas cada vez que pensamos en nuestra infancia, nuestro primer día de escuela, el primer enamoramiento y el matrimonio”, expandió.
Ballard había tardado casi 40 años en escribir la novela y cuando se publicó, en 1984, sorprendió a una legión de seguidores que lo habían encasillado, y celebrado, como un cultor de la literatura de anticipación (aunque en 1977 ya había publicado el cuento El Tiempo de los Muertos, una aproximación a su experiencia durante la Segunda Guerra Mundial), quizás el más talentoso de su generación entre los británicos.
El Imperio del Sol no describe mundos apocalípticos ni sociedades colapsadas por la tecnología. Es una novela realista, autobiográfica, sobre el horror de la guerra desde la perspectiva de un niño. Y, claro, también describe mundos apocalípticos y sociedades colapsadas por la tecnología.
James, el protagonista, es un chico inglés que aún no ha descubierto lo que significa el privilegio de vivir en la Concesión Internacional en Shanghai, de formar parte de un imperio en decadencia que llegará a punto del derrumbe desafiado por el poder de la industria, el oscurantismo y el odio en Europa, y el de la superioridad inmaterial del Sol Naciente en Asia.
Está fascinado por el ejército japonés, por el temple de sus soldados, especialmente los pilotos kamikaze, y sus victorias frente a las débiles tropas chinas del Kuomintang. Memoriza los detalles técnicos de los aviones militares y ve en el caza Zero y luego en el Mustang estadounidense lo más cercano a su ideal de perfección, al punto de no poder dejar de llenarse los ojos con sus líneas ni siquiera cuando, sobre el final de la guerra, ha vivido sin pausa la brutalidad de los japoneses y sobre sus cabezas los aviones se persiguen y destruyen entre sí.
“Le gustaría remontarse como una cometa de combate sobre las trincheras zigzagueantes y aterrizar sobre uno de los gigantescos fuertes construidos con bolsas de arenas entre las tumbas”, escribe Ballard cuando Jim y otros prisioneros, la mayoría enfermos y sucios, están siendo trasladados a Lunghua a bordo de un camión que cruza un antiguo campo de batalla en el que japoneses y chinos han estado matándose. “Le resulta decepcionante que nadie entre los prisioneros esté tan interesado en la guerra como él”, agrega.
En la confusión tras la caída de Shanghai, Jim se ha separado de sus padres y tras un largo período de internación en la ciudad los japoneses lo envían a Lunghua junto a un contingente de europeos. Su mirada es la de un preadolescente que se encuentra solo, desamparado y enfrentado a horrores que nunca hubiera imaginado, pero al mismo tiempo liberado, repleto de tiempo y fascinado ante el mundo abierto y brutal que se ha manifestado de repente.
Sobre las aguas del río Yangtsé, cada noche observa los ataúdes abiertos y ligeramente adornados de los muertos que provienen de familias chinas más pobres, incapaces de pagar un sepelio. “A Jim no le gusta esta regata de cadáveres. En la luz del amanecer, los pétalos de papel se asemejan a las vísceras alrededor de las víctimas de un ataque terrorista en ruta a Nanking”, describe Ballard.
Las imágenes son nutridas y la sensación extraña es de que Jim, y su cordura, sólo sobreviven aferrados a la expectativa infantil de poder ver más aviones volando o ya aterrizados en el aeródromo junto a Lunghua, esperando a ser abordados los pilotos kamikazes, y a la certeza, igual de infantil, de que algún día se volverá a reunir con sus padres y la vida podrá ser restaurada a un idílico estadio anterior.
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