El “Lugones” de Aira: la hora de la máscara

Escrita en 1990 y rescatada este año, la nueva novela de César Aira toma el último día de vida Leopoldo Lugones para discutir la función del escritor y replantear el conflicto entre civilización y barbarie.

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César Aira
César Aira

De los más de cien libros que César Aira lleva escritos, pocos, poquísimos, están dedicados a una figura real: el gaucho Juan Moreira en, paradójicamente, su primera novela, el pianista de jazz Cecyl Taylor, el pintor Johan Moritz Rugendas que protagoniza Un episodio en la vida de un pintor viajero, quizás algún otro. Son “antibiografías” en donde Aira los retrata con sus particularidades, pero también, y sobre todo, con ciertos rasgos universales. Los toma como modelos que le permiten plantear sus propias ideas acerca de la cultura, la vanguardia, el arte. En esa línea se suma ahora Leopoldo Lugones, el protagonista de la novela —que tiene su apellido por título—, y que acaba de publicar la editorial Blatt & Ríos.

Fogwill decía que en cada historia de Aira se esconde un pequeño ensayo y que, si alguien se tomara el trabajo de reunirlos, el resultado sería un volumen de postulados geniales. Algo así hizo el propio Aira en Continuación de ideas diversas; algo así hizo Ariel Magnus en Ideario Aira. En el Lugones hay varios de esos pasajes en los que la trama se pone en pausa y, al tiempo que se pregunta por la función del escritor, penetra en el territorio sarmientino —y por lo tanto lugoniano— del conflicto entre la civilización y la barbarie.

“Era llamativo que la gente de pueblo fuera tan bárbara”, escribe en la página 54. “Esa sinceridad chocante, la obscenidad siempre a flor de labios, los pensamientos siempre en voz alta… Quizás eran más felices que él. Más libres. Más orgullosos de la libertad. Quizás en lugar de la Hora de la Espada debería haber pregonado la Hora de la Puteada. La cultura hace dóciles a los hombres; los verdaderos salvajes son indómitos de verdad, irreductibles. La gente muy culta provee los modelos del perfecto esclavo. La cortesía establece las distancias de la obediencia; no solo las establece sino que las mantiene, las justifica, las hace naturales y eternas. Y sobre todo las hace resistentes al razonamiento, que por otro lado es lo único que queda para combatirlas (¿pero es lo único? Queda el disparo de la realidad: la ficción), porque crean sus defensas para absorber el razonamiento y darlo vuelta en su favor o hacerlo inocuo. La barbarie tiene su propia inteligencia, que no tiene nada que ver con la otra: es la inteligencia de la libertad y el presente”.

La cita es extensa, pero contiene en todo el universo de la novela.

"Lugones", de César Aira (Blatt & Ríos)
"Lugones", de César Aira (Blatt & Ríos)

El último escritor

Leopoldo Lugones, es sabido, se mató con una mezcla de cianuro y whisky en una isla del Tigre —de San Fernando, en realidad— el 18 de febrero de 1938. Tenía 64 años y era uno de los intelectuales más relevantes del país. Entre tantos otros libros, escribió Lunario sentimental, La guerra gaucha, Las fuerzas extrañas, El payador, una serie de estudios helénicos y las biografías de Sarmiento y Roca —que dejó inconclusa—. Tenía una fuerza excepcional para intervenir en la cultura y en la política.

Fue Lugones quien, con su acción para encumbrar al Martín Fierro como poema nacional, definió al gaucho como el sujeto social de la patria y la conducta adecuada que se esperaba de los inmigrantes europeos, que llegaban con ideas temerarias como el anarquismo y el socialismo. Fue Lugones quien, con el llamado a “La hora de la espada” —ese al que hacía referencia Aira en la cita más arriba—, convalidó al ejército como “la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de organización jerárquica” y legitimó así el primer golpe de Estado.

César Aira toma en la novela el último día en la vida de Lugones. El escritor baja de la lancha, trastabilla y en el tropezón se le cae un revólver que se gatilla. El estallido hace callar a los pájaros a diez islas a la redonda; es “el disparo de la realidad: la ficción” que lleva a la trama hacia un territorio inexplorado —salvaje— en el que se cuenta una historia distinta, desobediente, se diría, incluso, insolente, que alterna entre el realismo y la fábula.

Alguna vez un editor le pidió a Borges un libro cuentos, pero aquel no sabía qué darle: busque en los cajones, le dijo el primero, un escritor siempre tiene libros escondidos por ahí. Eso mismo fue lo que pasó con Lugones: la novela “apareció” en una vieja carpeta de César Aira. Se publica ahora, pero fue escrita hace tres décadas, en 1990. Unos años después, Aira escribiría el famoso ensayo “El último escritor” en la revista El banquete. Allí decía que cuando muere un escritor, muere con él toda una época: muere todo ese colectivo histórico en el que participó con su obra y su mito personal: “¿Cómo iba a sobrevivir ‘la época de Proust’ a la muerte de Proust?”. Tal vez por eso Aira escribió el último día de Lugones: porque era también el último día de una época.

Leopoldo Lugones
Leopoldo Lugones

El escritor monstruo

En el universo de la ficción de Lugones, los datos reales cruzan fugaces, desorbitados. Entonces un pasajero de la hostería tiene la barba renegrida de Horacio Quiroga —amigo de Lugones—, apenas se menciona el trabajo de Lugones en la Biblioteca Nacional de Maestros, y el romance con Emilia Cadelago se resuelve elípticamente en una línea. Todo queda eclipsado por la gran tragedia de Lugones, la de haberse convertido en el escritor oficial de la Argentina y, por lo tanto, haber dejado de ser escritor. “Cuando era joven quería ser escritor. Cuando uno es joven siempre quiere ser algo… Pero ¡escritor! Qué aberración. ¡Lo era, imbécil de mí, y no me daba cuenta! Y ‘quería ser’. Más me hubiera valido querer ser un mosquito, una bosta… Porque escritor ya era, y lo único que conseguí fue dejar de serlo”.

Escrita como un único párrafo, la novela toma el ritmo de sístole y diástole de las corrientes del río y los personajes se balancean allí. Así, con juegos de máscaras, disfraces y sombras chinescas, los isleños son, al principio, brutos y obscenos, pero, a medida que transcurre la historia, se vuelven más complejos y perspicaces, y es el propio Lugones quien se queda sin palabras y acepta, manso, el destino que la dueña de la hostería le propone. La clave de la novela, entonces, está en descubrir el instante en que se cruzan las mareas: en la monstruosidad de querer decir algo y al mismo tiempo renunciar a decir nada.

Al comienzo de la novelita —como le gusta llamar a Aira a sus libros—, Lugones se hace pasar por otra persona. Dice que es el Doctor Ferraguto. Aira no lo dice, claro, pero ese era el apellido del dueño del circo donde trabajaban Talita y Traveller en Rayuela, y que luego de venderlo compra una clínica psiquiátrica. El apellido, que en Cortázar suena circunspecto y grave, en Aira toma un tono por completo paródico. Aira, que en el paroxismo de la ficción desquiciada pone a narrar a un yacaré, escribe sobre Lugones pero discute —como lo hizo también en Cecyl Taylor— con Cortázar. “Un escritor no es todo representación”, dice Lugones casi al final. Pero entonces otro responde: “Un escritor argentino sí”.

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