Hola, ahí.
La semana pasada leí una novela argentina que me dejó sin palabras. Al menos sin palabras escritas, porque aunque pude hablar un poco sobre el libro en la radio, cuando me dispuse a escribir no encontraba la forma, el modo de explicarles hasta qué punto me había interesado, afectado, gustado leer ese libro. A ver cómo lo digo: hasta qué punto me había dejado en shock. La novela se llama Quemar el cielo, su autora es Mariana Dimópulos y es una de las cinco novelas que integran la lista corta del premio Medifé Filba a la mejor novela del 2019.
Voy a ser indulgente conmigo, me lo merezco. Terminé de leer la novela de Dimópulos casi en sintonía con el documento de conmemoración por los 50 años de Montoneros, con el episodio del tuit de homenaje borrado por el Ejército y con la encendida protesta de la Bonaerense que generó un clima enrarecido que no me permitía pensar mucho más allá de eso que estaba ocurriendo y menos que menos pensar en los 70, el tema que atraviesa la novela, o al menos no me permitía pensar en eso con la libertad que da el paso del tiempo, la distancia con los hechos, ya que en esas horas de reclamo salarial armado muchos de nosotros fuimos asediados por una memoria de viejas fotos en blanco y negro que creíamos definitivamente en el pasado.
Unos días después, y sin personas armadas reclamando un razonable aumento de sueldo frente a la Quinta de Olivos -y con un ministro del área que insiste en exhibir un singular apego por la provocación-, quiero señalar algunas cosas de esta novela que me parece excepcional por varias razones, una de las cuales es el prodigio narrativo que encara su autora, quien trabaja a la vez con dos personajes centrales y dos puntos de vista que se entrecruzan hasta mimetizarse, algo que sucede no solamente en la forma de la narración sino también en la trama. Hay una primera persona, una mujer en el presente, Moni, quien tiene 54 años y busca o quiere saber qué fue de la vida o de la muerte de Lila, una prima algo mayor, miembro de la guerrilla del PRT-ERP a quien vieron por última vez cuando tenía 26 años. Moni habla de sí misma y habla de Lila -a quien veía como heroína desde sus 11 años aunque en el presente es “la loca de mierda”, en la versión de un tío anciano en común-, pero también hay una narración en tercera persona que cuenta la historia de la guerrillera. “Deseo que algo no pase en el pasado: desandar errores, deshacer revoluciones, para que Lila viva. A quién se le ocurre”, dice la prima menor en las primeras páginas.
La ficción se desarrolla en escenarios históricos reales y ofrece además un interesante trabajo con las fuentes primarias y documentales. Hay crónica y ficción, hay, también, ideas, conceptos, entrevistas, lenguas diferentes, que se revelan en los diálogos con los pares de Lila pero también con aquellos que la perseguían. A ella y a quienes pensaban y actuaban como ella: “Yo no desperdicio una tarde en ninguna injusticia pasada. Estar vivo, eso es tener razón”, es la frase terminante de uno de los personajes oscuros a los que Moni recurre para conocer cuál fue el destino de su prima.
Hay además una lengua propia y poética (“Los hijos de los hombres nuevos son viejos”, como dice en un momento Moni cuando asiste ¿por casualidad? a una jornada en Comodoro Py, durante uno de los juicios de lesa humanidad). Dimópulos -narradora, docente y traductora del alemán- reconstruye a su manera el diccionario y el manual de retórica de la guerrilla (“Tenían prohibido olvidar el futuro. El triunfo sobre el presente no equivalía a sobrevivir”) pero también el diccionario y la retórica de los medios de entonces, a través de la lectura de documentos y de las crónicas de los diarios de la época.También yo fui a mirar diarios y crónicas para reconfirmar datos, chequear realidad y ficción en la novela, en fin, para hacer periodismo. Y fui también a buscar el origen del título.
La era está pariendo un corazón/ No puede más, se muere de dolor/ Y hay que acudir corriendo/ Pues se cae el porvenir/ Debo dejar la casa y el sillón/ La madre vive hasta que muere el sol/ Y hay que quemar el cielo/ Si es preciso, por vivir/ Por cualquier hombre del mundo/ Por cualquier casa
dice la letra de Silvio Rodríguez. Dice:"quemar el cielo si es preciso, por vivir", y vuelve los ojos hacia arriba como en la famosa frase de Marx sobre los comuneros de París, aquella que habla de tomar el cielo por asalto. Pienso en el cielo presente en la retórica revolucionaria de quienes buscan dar vuelta un estado de cosas sobre la tierra. Un romanticismo de los cielos incendiados o secuestrados y pienso en esa palabra, romanticismo, asociada a la violencia, a una violencia que terminó derrotada por una violencia mayor, que nos llevó puestos a todos.
Pertenezco a esa generación que un escritor llamó de los hermanos menores. Vimos todo; vimos la oscuridad que se cernía sobre el país pero no fuimos protagonistas. Fuimos chicos que veían los secuestros y los operativos de la guerrilla por TV y también la violencia paramilitar y los ajustes de cuentas intrapartidarios. Ya éramos adolescentes cuando la violencia de Estado se instaló en 1976 y durante siete largos años. Es decir que vivimos -como puede vivir alguien de esa edad- las condiciones sociales y políticas que generaron la represión inmoral de los militares junto con las responsabilidades individuales y colectivas que condujeron a ese infierno de desaparecidos, campos de concentración, torturas, ríos convertidos en tumbas, tumbas clandestinas y niños robados.
La novela de Dimópulos -compleja desde lo narrativo, fascinante desde los procedimientos- deambula también por ese espacio de la colaboración de civiles con quienes fueron los ejecutores del plan macabro de exterminio y desde la ficción recupera la discusión acerca de la experiencia violenta de la política, la de las organizaciones armadas que aunque fueron acuñadas en dictaduras continuaron esas prácticas después de 1973, ya en democracia. Un debate que sigue siendo necesario aunque muchos prefieran mantenerlo entre paréntesis, o solo observado bajo un prisma épico y alejado de toda crítica.
La lectura de Quemar el cielo me recordó El Dock (1993), esa gran novela de Matilde Sánchez que arranca con la agonía de una guerrillera durante el ataque a un destacamento militar visto por TV; una ficción que permite la lectura en clave del copamiento del cuartel de la Tablada por la guerrilla del MTP (Movimiento Todos por la Patria), en enero de 1989. Habían pasado entonces veinte años desde los 70, pero apenas cuatro desde aquel estertor demencial y Sánchez se permitió ir hacia el tema por fuera de la épica e incluso con una mirada desapasionada en la disección del comportamiento guerrillero.
También en su novela hay dos mujeres y una relación de afecto entre ellas: la narradora y la guerrillera, alguna vez muy amigas, se habían distanciado. El reencuentro se da así, a través de la pantalla, con una de ellas como audiencia y la otra, como protagonista de una escena trágica, lacerante. En uno de los capítulos de su libro Oración, María Moreno despliega un interesante análisis de esta novela, que debería ser recuperada por la potente ola de reediciones a la que asistimos estos últimos años en la literatura argentina.
Mientras en Quemar el cielo hay una suerte de ciego frenesí en la búsqueda de información por parte de la narradora, en El Dock -en donde el tema de la maternidad es central- hay una reconstrucción de las razones que pudieron llevar a la vieja amiga de la infancia a inmolarse.
“Poli sufría esa enfermedad melancólica que es la necesidad de un sentido (...) Todos los fragmentos de saber que había coleccionado a lo largo de su vida se convertían en prejuicios o barreras cuando meditaba sobre sus propios asuntos. Entiendo que ése fue el motivo de la elección final de Poli. Puedo imaginarla riéndose interiormente de los planes de su grupo, porque además Poli practicaba la oposición permanente, es decir que en cierta medida buscaba la pertenencia para poder mostrarse como disidente, la más iluminada. Poli era lo opuesto de un fundamentalista; era una persona escéptica en cuanto al mundo, pero sólo hasta que ella intervenía en él. No descarto que Poli haya optado por la violencia sólo para conocerse más a sí misma.”
Casi 30 años después de El Dock, Mariana Dimópulos, quien por edad posiblemente no tenga registro personal de nada anterior a la dictadura, cumple con aquella cita secreta entre generaciones de la que hablaba su admirado Walter Benjamin y escribió una novela que, a la vez que deslumbra por su construcción, al igual que la novela de Sánchez, permite pensar la historia sin histeria ni lugares comunes.
Tal vez sea el comienzo de un nuevo modo de tratar con el pasado. Va siendo hora.
Hasta la próxima.
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