Martín Kohan: “Videla, el criminal, el terrorista de Estado, era alguien profundamente moralista, una combinación siniestra”

El escritor acaba de lanzar “Confesión”, una novela con tres historias autónomas que se conectan entre sí con un trasfondo perturbador y liberador. En esta nota, algunas reflexiones sobre la memoria, la moral, el poder, la política y la literatura

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Martín Kohan (Foto: Martín Rosenzveig)
Martín Kohan (Foto: Martín Rosenzveig)

En Confesión, Martín Kohan construye una novela de tres historias autónomas que se conectan entre sí con un trasfondo algo perturbador —y liberador como el lenguaje cuando se revela— capaz de cruzar el deseo sexual que siente una preadolescente por un joven apellidado Videla al que sólo ve pasar de lejos, un atentado al avión donde viaja un dictador de facto y una conversación durante una partida de cartas entre una abuela con cierto deterioro cognitivo y su nieto.

Una niña de doce años se confiesa ante un cura en un pueblo bonaerense: no entiende bien qué le pasa a su cuerpo, si sus pensamientos son pecaminosos, o su conducta es reprochable. Pero se deja llevar y habla hasta que las palabras brotan, dicen algo. Y mira y su vientre se deja llevar por una nuca, al rape, impoluta, prolija, disciplinada, de un chico un poco mayor con el que nunca habló: Jorge Rafael, nombre que toma de sus primogénitos mellizos muertos.

Ubicada en distintos tiempos políticos y geográficos y sin enunciación literal que amalgame las historias, la novela publicada por Anagrama también recupera una increíble operación en la década del 77, no tan reiterada en el imaginario, cuando un grupo de jóvenes del ERP intentó volar en pedazos el avión donde viajaba el presidente de facto, Rafael Videla. Y como su título anticipa, concluye con una confesión y aquí también la puesta en palabras logra decir algo de lo que la memoria no quiere o no puede recordar.

"Confesión" (Anagrama) de Martín Kohan
"Confesión" (Anagrama) de Martín Kohan

Este mismo año salió Me acuerdo, un libro no emotivo que Kohan hizo de su infancia para demostrar que la enumeración de recuerdos no constituye un ejercicio autobiográfico. ¿Hay puntos de contacto entre un libro, desde la autorreferencia, el otro vinculado a la memoria y el olvido colectivo? “No hay ninguna relación. Lo único que parecen tener en común es que los escribí yo. Pero eso no significa demasiado, porque está claro que el que fui cuando escribía Me acuerdo no es el mismo que el que fui cuando escribí Confesión”, sostiene.

—La novela se estructura en tres historias que se unen pero de la que no hay certezas. Porque, por ejemplo, no sabemos si el joven apellidado Videla será más tarde el dictador. ¿Cómo pensaste esta estructura?

—La pensé como un montaje. Cada bloque narrativo tiene su autonomía narrativa interna; en la yuxtaposición está el efecto de los hilos que traspasan de un bloque a otro, pero sin explicitarse, sin caer en la explicitación.

—El terreno del lenguaje supone siempre la función de la interpretación, donde algo se revela. ¿Es la literatura esa posibilidad de revelación, como la confesión de un cura?

—Esa es la condición del lenguaje, efectivamente; y se juega en la ambivalencia entre lo que se dice y lo que se calla, entre lo que se revela y lo que se oculta. En cualquier caso, no se trata de mi intención acerca de lo que el lector va a hacer al leer; se trata de encarar así el lenguaje, y después cada lector verá (yo no lo sé) qué hace y qué le pasa con eso. La literatura no tiene una única forma ni funciona de una sola manera. Hay textos que procuran mitigar o hasta neutralizar ese carácter equívoco del lenguaje; a mí me interesan los textos que, por el contrario, se piensan justamente desde ahí.

"Me acuerdo" (Ediciones Godot) de Martín Kohan
"Me acuerdo" (Ediciones Godot) de Martín Kohan

—En el libro aparece también la idea del olvido o la omisión, desde la mujer mayor que pierde un poco la memoria o el olvido del atentado al avión, un episodio poco conocido. ¿Es esta novela también un ejercicio político en el sentido de construir memoria, no olvidar?

—Porque me interesa la memoria, me interesa el olvido. Y lo que se olvida no es menos significativo que lo que se recuerda, y hasta puede serlo más. La memoria total no existe (ni Funes la soportaba), de manera que a cada memoria cabe preguntarle cuáles son sus inevitables olvidos. O al revés: ocuparse de los olvidos, a ver qué dicen sobre la memoria. Me parece que la novela funciona así. El relato final de la vieja es posible precisamente por eso: porque ella no se acuerda del todo bien. Esa confesión final no está en lo que recuerda, sino entre lo que recuerda y lo que se olvida. Así como las confesiones de la primera parte, las de su despertar sexual, no están en lo que dice, sino entre lo que dice y lo que calla. Creo que la segunda parte, la del atentado contra Videla, podría pensarse así. No exactamente construir memoria. Sino poner a funcionar esa narración entre la memoria y el olvido, porque, efectivamente, como bien decís, ese hecho parece estar más bien olvidado (aunque hay una novela de Eduardo Sguiglia que también lo toma).

—Imaginar una niña erotizándose con el joven Videla podría anticipar una sospecha para quien lee. Pero en tu literatura no existe la moral entendida como lo que está bien o está mal, en todo caso, la “moral” pasa por escribir bien, no por lo que se cuenta.

—Hay una moral en Dos veces junio, es la del doctor Mesiano, que se la pasa dando lecciones morales; la hay en Ciencias Morales, que por eso se llama así; la hay en Fuera de lugar, cuyos personajes se consideran impecables, y mientras tanto, desnudan nenitos y les sacan fotos. Me interesa esa fisura (si es que es una fisura): la enunciación moral, la que proclama el bien, sosteniendo las prácticas más aberrantes, como la tortura o la pedofilia. ¿Por hipocresía? Considero que no. Yo diría que no hay falsía, que no están mintiendo; que es la posición de quien se asigna plenamente el lugar del Bien (dicho así, con mayúscula) la que lleva a la aberración. Ahora bien, el lugar desde donde uno interroga ese mecanismo no es el de un cinismo escéptico, no asumo la postura de quien pretende que todo da igual. Podemos pensarlo en términos de un posicionamiento ético. Teniendo en cuenta que estos asuntos venían dando vueltas en lo que escribo, es casi previsible que terminara escribiendo sobre Videla. Porque Videla, el criminal, el terrorista de Estado, era alguien profundamente moralista, con un sentido muy rígido de la rectitud. Esa combinación siniestra me interesa.

Martín Kohan (Foto: Martín Rosenzveig)
Martín Kohan (Foto: Martín Rosenzveig)

—Se pone en juego la idea del poder, metido en el cuerpo, así como en el Estado. ¿Cómo lo pensás en esta novela?

—Me interesa muchísimo esa relación: la de la “microfísica del poder” y la macrofísica. Y no concuerdo con las lecturas que pretenden que Michel Foucault, poniendo el foco en la microfísica, desatiende la macrofísica o incluso la desestima. No es para nada así. Foucault señala expresamente que si se concentra en la microfísica del poder es porque ha sido menos pensada y menos estudiada; pero su relación con las grandes estructuras del poder es una cuestión fundamental. En parte, porque los micropoderes no son sino la proliferación reticular y capilar de los grandes dispositivos; y en parte, porque el macropoder no tendría la efectividad que tiene si no funcionara a nivel de esos micropoderes. Me interesa esa articulación y me interesa la indagación sobre las formas en que el poder se concretiza; y nunca se concretiza tanto como cuando atraviesa los cuerpos (porque no puede sino atravesar los cuerpos). Y me interesa, claro, la manera en que la literatura puede interrogar la política, a partir de esas claves. Hay otras, como el realismo social, o la literatura de denuncia o de mensaje, que no me interesan tanto.

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