A Eduardo Porretti le gustan los protocolos. Lo tranquilizan. Como el marco del lienzo donde un artista pinta su libertad, este diplomático y escritor se apoya en la rigidez del esquema para moverse con soltura. ¿Cómo coexisten en su cabeza ambas disciplinas: la política internacional y el arte narrativo? ¿Como una instancia de permanente tensión o, más bien, como una retroalimentación necesaria? ¿Quién es Eduardo Porretti? Madre telefonista y padre viajante de comercio. Nació en Paraná, Entre Ríos, año 1963. Se crió en Santa Fe y estudió en Rosario. Comenzó en Ciencia Política, después llegaron los posgrados, las maestrías y la vida académica se volvió una parte de su cotidianidad. En 1990 ingresó a la diplomacia argentina y el mundo se hizo todavía más ancho: vivió en Bogotá, en La Habana, en Nueva York, pero también en Buenos Aires, donde trabajó en el gabinete y en la Secretaría Privada del Ministro de Relaciones Exteriores, entre otros organismos del Estado.
Su extenso curriculum —que aquí resumimos brutalmente— llega, al menos por ahora, hasta Caracas, donde es el actual encargado de negocios de la embajada argentina en Venezuela. En simultáneo, pulió una minuciosa relación con la literatura. No sólo como lector —además de libros, se dedicó a observar detenidamente cada rincón de la ciudad que habitaba—, también como escritor. Escribió Naturaleza Humana y Geografía Anímica, dos libros de relatos: La Nación Elegida, un ensayo sobre el rol de la religión en la política exterior de Estados Unidos; y La Astucia de la Pasión, un análisis sobre la obra de José Pablo Feinmann. El último, el que convoca esta conversación, es Señales lejanas, publicado este año por Oscar Todtmann editores y que cuenta con el prólogo de Martín Caparrós. Son postales del mundo entre la ficción y la crónica con un preciso nivel de detalle y una honda respiración narrativa. “Hay muchas maneras de deslumbrarse con una imagen. La mejor, claro, es no esperarla”, escribe en “Lo moderno y lo masculino”, acerca de la importancia de observar.
Ahora, desde su oficina en Caracas con una biblioteca de fondo, Eduardo Porretti desliza ideas sobre los dos mundos que se amalgaman en su praxis. Diplomacia y literatura. Literatura y diplomacia. Parecen elementos indisolubles pero hay una larga tradición de narradores que ejercieron labores diplomáticas. Apenas dos ejemplos: Sarmiento fue Embajador en Estados Unidos y Jorge Asís en Portugal. Por su parte, Porretti no piensa abandonar ninguna de las tareas; al contrario, las unificará aún más.
—¿Cómo fue la génesis de Señales lejanas
—La génesis de este libro es la idea de conectar distintos textos que fueron publicados en varios lugares, en varios sitios, de la Argentina, de Venezuela. Porque quería mostrarme a mí mismo y mostrarle a la gente que pueda estar interesada en que había una lógica que conectaba los textos, que es un mecanismo más o menos similar, una suerte de máquina de mirar que pone primero a la arquitectura, eventualmente la música pero sobre todo a la arquitectura, y después las cosas que yo más conozco, porque la arquitectura me gusta mucho pero conozco poco, que tiene que ver con la política, con la economía. Y que de manera no tan evidente están relacionadas con algún evento arquitectónico, con una casa, un monumento. Básicamente la idea era poner no todos los textos pero casi todos para que a mí mismo me ordenara y para la gente que lee las cosas que escribo y nota que hay un hilo conductor entre un texto y otro.
—En el prólogo Martín Caparrós señala la idea recurrente en sus textos, pero también en la labor de la diplomacia, de estar en otra parte para narrar la propia, del “no lugar”. ¿Cómo ha trabajado la idea de pertenencia, de lo ajeno, de estar siempre afuera?
—Una pregunta muy interesante porque el sociólogo francés Marc Augé desarrolló el concepto de no lugar precisamente en Venezuela. Todos asociamos el no lugar a un aeropuerto, un ascensor, un hotel, sin personalidad, que puede ser usado por otra persona; esta suerte de vida posmoderna o híper moderna donde estamos sin ninguna marca personal, no hay un cuadrito como el que yo tengo aquí de mis hijas, no hay nada. Y todo es de todos y eso está vinculado con ciertas formas de producción del capitalismo tardío. Pero Marc Augé desarrolló eso precisamente en los llanos de Venezuela viendo unas ceremonias religiosas indígenas. Pero describe bastante bien algunas de las sensaciones que tienen los diplomáticos como yo, que pueden pasar mucho tiempo en otro país: por un lado, por más que pase mucho tiempo en otro país nunca son lugareños, o nunca son neoyorquinos, o parisinos, o de cierto lugar de África, pero el proceso más interesante y más duro es que cuando uno vuelve a su propio país, digo, en mi caso es la Argentina, pero a un diplomático senegalés o alemán le pasa lo mismo, hay una sensación difícil de recapturar el ritmo y los códigos, sobre todo los códigos no escritos, que cambian de una manera más inasible y que en el caso de Argentina cambian muy rápido.
—¿Cómo se conjuga la mirada diplomática, que suele estar más ligada a lo institucional y lo protocolar, con lo literario, un terreno donde se resquebrajan esas estructuras?
—Bueno, tiene que ver con la idea que yo tengo de qué es ser un diplomático. Mucha gente piensa que un diplomático es una persona bien vestida, o que habla idiomas, o que sabe de protocolo, dónde van los cubiertos, o cómo organizar un evento. Y eso es importante pero no es lo único y, de hecho, a mí es lo que menos me interesa de la diplomacia. Y yo he hecho muchos años, voy a cumplir casi 30 años de labor diplomática, y soy embajador de carrera, así que he podido ver muchos procesos en la diplomacia bilateral, en la multilateral, en Buenos Aires, en las capitales en las que he trabajado en el exterior. Y en mi humilde opinión yo creo que un diplomático tiene que ser una persona muy formada académicamente y con mucha conexión con la realidad, mucho barrio diríamos en Argentina, mucha calle. Porque si no tiene la formación académica solo puede entender la superficialidad de los eventos, y cuando le explica eso a su país se lo explica como se le puede explicar una noticia en un diario, un párrafo muy sencillo sobre lo que aparentemente pasa. Y el valor agregado de un diplomático cuando pasa cierto tiempo en un país es que puede empezar a explicar algunas cuestiones que no son tan evidentes. Y por eso a mí me interesa lo que no es tan evidente. En el otro punto está lo que yo creo que debe ser un diplomático, que es un hombre conectado, sobre todo en el caso de Argentina, con las necesidades concretas de los ciudadanos que él representa. Entonces me parece que lo que tiene que ser un diplomático, y es lo que yo he intentado ser, es una persona con formación académica y con mucha conexión con la realidad de lo que sucede en Argentina y de las necesidades de los ciudadanos argentinos.
—En Señales lejanas hay mucho detalle y mucha descripción, un mecanismo que parece ir en contra de estos tiempos veloces. ¿Por qué tomó este camino en la escritura?
— Bueno, yo nací en Entre Ríos, me crié un tiempito, unos años, en medio de la ruta entre Paraná y Diamante, en las aldeas alemanas, y después viví mucho tiempo en Santa Fe y después estudié en Rosario. Así que soy un hombre de alguna manera del Litoral argentino. Después, bueno, llevo más tiempo afuera de la Argentina que adentro porque hace muchos años que soy diplomático. Pero los registros son unos registros emocionales que están muy vinculados a los mecanismos de articulación intelectual. Y casi todas las personas que vivimos en esa zona y que tienen cierto nivel de lectura y de información somos deudores de Juan José Saer. No tanto en el detalle sino en el ritmo, en el uso de las comas, en la respiración que tienen los textos. A uno le gusta ir caminado como caminaba Saer por la calle San Martín en Santa Fe, que era deudor de unas lecturas que hacía del movimiento del río Juan L. Ortiz, que estaba del otro lado, del lado del Paraná. De manera que hay inconscientemente, yo no me he dado cuenta de esto, ahora me lo dice usted, un registro con cierta cadencia, digamos. Por supuesto yo no estoy a la altura de ninguno de los dos referentes que he nombrado pero a mí me interesa ir describiendo, no para mostrar erudición que sé esta voluta de donde viene o esta piastra o Fulano, Mengano, sino para registrar lo que me parece que hay y no es tan evidente. A mí me parece que cuando hay un hotel en Washington a media cuadra de la Casa Blanca la gente se da cuenta de que el hotel es impresionante, que está hecho con un estilo determinado, que lo ha visto en alguna película, que se puede ir a tomar una copa ahí. Lo que no sabe es que en el subsuelo había un restaurante donde se definió la futura sociedad estadounidense en la década del 80. Entonces ahí es donde busco cruzar lo visible, que además en el caso de las arquitecturas monumentalistas son muy visibles, y uso más de una vez ese recurso, con un mecanismo, con un artefacto para mirar la realidad buscando lo menos visible y que para mí resulta relevante. Digo, una guerra contra México. El velatorio de Monzón. La privatización del agua en Santa Fe. La modificación de la curva de Laffer, cómo se modificó el sistema impositivo en los Estados Unidos. Dónde vivió Perón en Caracas. Cómo solucionó su enfisema doble el Che Guevara en una casita en Alta Gracia. Y qué pasaba en todos esos lugares. Uno piensa que las diplomacias, por usar un ejemplo, solo están basadas en la capacidad militar o en el volumen comercial. Pero no lo digo yo, lo dijo Joseph Nye hace mucho tiempo. El soft power es tan importante como todo lo otro. Entonces esas dimensiones intangibles a mí me interesan.
—Y hay algo que no es solo contenido, no es solo historia, sino también está en la forma en este libro, que hay una búsqueda en el lenguaje mismo, en la respiración y en la atmósfera, como decía recién. ¿Es una búsqueda consciente?
—Es una lectura muy interesante la que está haciendo y muy inteligente, y esto nos lleva a una discusión que va por afuera de mi libro que es una discusión histórica de la literatura y es cuánto de autobiografía hay. Lo que uno escribe, cómo lo escribe, adónde pone las emociones, adónde pone el diptongo, adónde pone el adverbio. Y yo creo que, por supuesto, en el caso de Ernesto Pellegrini, que es un diplomático que tiene, milagrosamente, un almuerzo muy dilatado en Nueva York y se logra escapar del edificio de Naciones Unidas, ahí hay un fuerte contenido autobiográfico. Y yo creo que el único talento que tienen estos textos, el único que me parece a mí que hay, son las preguntas. Porque la gente que trabaja las ciencias sociales como yo, la ciencia política, sociología, etcétera, casi nunca logramos tener una idea muy acabada de los fenómenos que intentamos describir pero los que más o menos son buenos, que no es mi caso, logran hacer unas preguntas muy buenas. Entonces yo lo que planteo casi siempre al final de los textos es, mostrando mi propia perplejidad, que todos estos vagabundeos en lugares, o miradas sobre los edificios, o rascadas de cabeza mirando una plaza que nadie mira, están vinculados a una serie de preguntas que trato de hacer de la mejor manera posible. Pulir las preguntas. Qué cosas no nos hemos preguntado sobre la Guerra de México. De la Guerra de México hay una plaza pequeña que tiene las reliquias del héroe del lado estadounidense de la Guerra de México y nadie le presta ninguna atención y todo el mundo saca fotos, que por supuesto es una maravilla. Pero qué hay ahí, qué negamos, o qué miramos o qué naturalizamos. No sé, tampoco pienso en una cosa conspirativa. Pero me interesa pensar cómo la gente se da cuenta de algunas cosas y no se da cuenta de otras. Y yo no me doy cuenta mucho, lo que digo es que no sé qué pasa. Por eso muchas veces en las preguntas que están incluidas en los textos escribo: no sé, Fulana no sabe, tal otro dijo tal cosa pero tampoco lo sabe. Creo que la idea en el caso de las ciencias sociales es refinar las preguntas.
—Las redes sociales han transformado todos los campos, pero ¿qué ocurrió en el terreno de la diplomacia?
—Bueno, eso no lo decimos nosotros dos, esto lo dijo un señor que se llamaba Carlos Marx, que hablaba del impacto de las tecnologías en las relaciones de producción y el impacto de las modificaciones de las relaciones de producción en las relaciones sociales y en la conformación de la sociedad. Yo soy hijo de una telefonista y de un viajante de comercio. Mi papá andaba con una camioneta por el Litoral argentino vendiendo libros. Un día me llama a su pequeño escritorio muy preocupado y me dijo: me parece que me voy a quedar sin trabajo porque se acaba de inventar el fax. Y siempre me quedé con esa imagen de mi viejo, que era un tipo extremadamente inteligente y lúcido, y bueno, no sigo el caso de los viajantes de comercio pero muy probablemente esa profesión o ese oficio se haya modificado radicalmente, ¿no? Los viajantes de comercio eran una suerte de diplomáticos de cabotaje, digamos, porque estaban ahí recorriendo, tenían sus lugares, tenían sus clientes, tenían sus rutinas, sus tradiciones, sus códigos de comunicación. Y todo eso desapareció. Es el caso del fax en los 80, en los 90 el correo electrónico y después, no sé, no se venden libros en el Litoral santafesino. Pero sí en el caso de la diplomacia, la misma nota sobre un diario de Venezuela, de Nueva York o de otros lugares las está leyendo en este mismo momento mi jefe en Buenos Aires. Con lo cual yo no es que tenga que decir algo distinto, tengo que decir algo más que eso, porque si no me quedo sin trabajo. Entonces a mí me parece, y por eso vuelvo a la primera pregunta, qué es importante en un diplomático, ¿ser protocolar?, ¿ser puntual en el horario? Evidentemente sí porque eso ordena, ¿no? Hay una mirada muy despectiva del protocolo y yo creo que el protocolo funciona muy bien porque organiza una reunión, el debate, quién habla primero, quién habla segundo, dónde se sienta Fulano. Es bastante menos artificial de lo que uno cree. Sin embargo, si uno se queda solo en quien habla primero y quien habla segundo y no en qué dice Fulano o Mengano uno pierde el núcleo duro del asunto. El impacto de las tecnologías sobre la diplomacia es total, absolutamente total. Y ha cambiado la forma de hacer diplomacia. Pero creo que lo que nos queda a los diplomáticos es ese valor agregado de poder decir qué es lo que está pasando con la sociedad que no necesariamente aparezca en las redes. Y ahí es lo que creo que todavía justifica nuestro sueldo.
—¿Y a la escritura? ¿Las nuevas tecnologías modificaron la forma de escribir?
—Bueno, una de las cosas que yo perdí y que creo que hemos perdido unos cuantos, y que creo que en el caso de mis hijos y sobre todo de mis hijas que son más chicas va a ser muy difícil que lo mantengan, es la condición de escribir de forma manuscrita. Y los expertos dicen que cuando uno escribe, cuando uno tiene papel y lápiz como yo tengo acá, y anota la persona… uno no solamente registra de una manera sino que hay todo un funcionamiento cerebral, mecánico e intelectual de resumir todo eso y pasarlo a signos que es muy interesante, que ha llevado a que la sociedad evolucione hacia un lado determinado. Y es probable que alguna de esas funciones cerebrales se pierdan porque es todo un acto realmente mágico, escuchar una palabra, escuchar árbol, registrarla, ponerla en un idioma y escribirla de una manera determinada requiere una destreza. Entiendo que todo eso se ha estado perdiendo por las nuevas tecnologías, por el uso de escribir ahora en la computadora. Y también hay una tentación para los escritores jóvenes y los escritores noveles, o los escritores que están haciendo sus primeras armas, que es que los programas de texto, Word u otros, dan la sensación de página perfecta acomodada. Y la sensación estética de página perfecta acomodada es muy tricky, es muy, muy delicada. Porque puede generar la sensación de que la página está bien escrita y lo que está es bien diagramada. Entonces antes había un registro, como escribía Piglia en sus cuadernos y después lo pasaba a máquina con dos dedos o con todos, y después lo corregía. Recuerdo esto que contaba Piglia, como las correcciones eran tres o cuatro, además de que uno corregía la mecanografía, hacía todo tipo de correcciones sobre el texto. Yo, que soy un hombre grande, estudié mecanografía, caligrafía y estenografía en una escuela de comercio en Santa Fe, así que estas cosas conozco. Entonces, esta sensación que generan las tecnologías... por eso también hay tanto blog, porque es muy fácil escribir ahora, y lo ordena todo, y la fuente es muy linda. Pero claro, es delicado porque hay como una inmediatez entre lo que uno escribe y lo que uno distribuye, y tal vez el texto puede no estar completamente listo desde el punto de vista de la gramática, la sintaxis y también desde el sentido de lo que se escribe.
—Señales lejanas es una postal del mundo, varias postales que funcionan como un estado de situación. Recién hablaba de la inmediatez como efecto de las redes sociales. ¿Cómo modificó esa inmediatez las relaciones internacionales y la diplomacia?
—Bueno, recién hablábamos de la inmediatez entre lo que uno escribe y lo que uno larga en un blog o en una página web. Yo creo que ha sido bastante negativo, por lo menos hasta ahora. Hemos aprendido a publicar algo en Twitter pero quizás no estamos pensando antes de publicar lo que estamos publicando. La “Twitter diplomacia” es muy delicada porque cualquier cosa que uno escriba, cualquier diplomático, cualquier presidente que escribe, escribe y es un official statement de esa persona, no es un rapto en Twitter. Entonces es muy delicado. Antes alguien preparaba un borrador, lo veía el jefe de Gabinete, después lo volvía a ver el secretario privado, después lo veía… Yo por ejemplo estoy haciendo una tesis doctoral sobre el gobierno de Frondizi y los momentos más ricos son el circuito de producción de discursos, la cantidad de gente que interviene, cómo son esos mecanismos, cómo hay check and balance. Todo eso desapareció. Entonces hay una impulsividad que parece que refresca la diplomacia, que la hace más humana y más horizontal, cosa que no está nada mal y que es muy interesante, pero por otro lado hay una impulsividad que no sé si registra necesariamente los intereses aunque registre los deseos. Esa es una cosa que los diplomáticos argentinos sabemos muy bien por el tema de Malvinas: no necesariamente los deseos son los intereses. Y eso nos pasa también a nosotros en la tarea cotidiana: yo deseo fervientemente comerme dos kilos de chocolate pero probablemente no esté en nuestro mejor interés. Entonces a veces Twitter nos satisface ese deseo impulsivo de decir: el presidente Fulano es un cretino, dice el presidente Mengano. Y el tipo satisface eso, su ego, está muy enojado. Ahora, no sé si verdaderamente el interés del país que esta persona representa, o incluso el propio interés político de esta persona, sirve para eso. Y creo que ahí a la tecnología habría que repensarla. Incluso deberíamos enseñarnos a usar la tecnología. Mi caso es difícil pero quizás las generaciones más jóvenes tienen noción del riesgo de todo eso, pero yo nací en la década del 60 y los pocos que tenían tenían televisor en blanco y negro y una radio, todos estos fenómenos son over-warning para nosotros y mucha gente no sabe cómo usarlas. No entiende los registros, no entiende las sutilezas. Porque en los matices está básicamente el manejo de las redes. Creo que la impulsividad en este sentido es una cosa, no digo negativa, pero sí riesgosa.
—¿Se ha vuelto más difícil para la sociedad civil comprender lo que pasa en el mundo? ¿La tecnología va en detrimento de esa comprensión?
—Bueno, mi libro, como todos mis libros, es un gran remedio para el insomnio. Digamos, son medios soporíferos algunos textos. No son muy entretenidos. Quizás los de la música, algunos de la música son un poco más cortos, porque fueron escritos en la última etapa durante la pandemia, la cuarentena y todo este fenómeno reciente. Pero los otros diría que tienen un formato de crónica pero tienen una sustancia de ensayo. Son todos sobre economía, sobre la Revolución Cubana que es una temática que conozco bien, viví muchos años en la isla. Sobre los Estados Unidos, que fue mi puesto diplomático anterior. Sobre los fenómenos de privatización de los 90. La difusión de información da la sensación de que empodera al ciudadano y horizontaliza la política y la política internacional, y eso no puede ser otra cosa que buena, ¿no? Ahora, también genera una serie de ruidos cognoscitivos. Esto lo saben mejor gente que como usted que trabajan en el tema comunicacional. Hay ahí una enorme cantidad de información que marea y aturde, primero para digerir la cantidad de información, porque uno recibe Twitter, WhatsApp, esto, lo otro. Quizás la sobreinformación empobrece la calidad de información. No lo sé, no soy un experto en estos temas pero creo que la semiología nos enseña a ver estas cacofonías, ¿no? Y además a cómo interpretarlas. Porque el hecho de que recibas mucha información no quiere decir necesariamente que sepamos cómo ordenar. A mí me parece que en el caso de la diplomacia y los estudios internacionales, específicamente en lo referido a la parte académica, hoy uno tiene una capacidad enorme de ver la discusión de las relaciones internacionales. Hay diarios en Argentina que están registrando los debates de los grandes académicos de las relaciones internacionales. Eso no sucedió nunca en Argentina. Primero no había esos textos. Después en los 80, en los 90, con algunos fenómenos editoriales, empezaron a traducirse al español, la gente de FLACSO y demás, lo que ya fue un salto. Y después empezaron a aparecer algunos papers y uno podía entrar a una biblioteca. Pero el hecho de que uno pueda seguir por Twitter o Facebook o WhatsApp debates entre académicos es una cosa extraordinaria. Ahora, el tema es qué hacemos con todo eso. Porque me parece que hay un enorme menú de posibilidades de nutrirse pero todos estamos un poco aturdidos. Por eso yo insisto que en este libro, que no es un ejemplo de nada, tiene una suerte de mecanismo donde dice: voy a hablar de este edificio, voy a explicar por qué es importante, por qué a mí me resultó importante, por qué creo que para la Argentina es importante, el racionalismo de los años 40 qué quería decir, el Estado, la centralidad, la modernidad, el color blanco, las escaleras. Uno estaba entrando al Estado, el ciudadano tenía que entender el monumentalismo de eso. Y qué se cruza ahí. Por qué yo considero que eso es un fenómeno moderno y por qué a Monzón -me parece a mí- lo velan ahí como héroe moderno. Son muy debatidos en mi propio artículo los fenómenos de violencia de género en los que él está imbricado. Entonces lo que me interesa es tratar de conectar una cosa con otra porque, si no, el dato puro no explica mucho, en mi humilde opinión.
—En un mundo tan inmediato, tan veloz, tan cambiante, ¿cuál es el lugar que ocupa la literatura? ¿Para qué leer, para qué escribir?
—Bueno, tanto la literatura de ficción como la literatura académica, los ensayos, pero sobre todo la ficción, me parece a mí, nos permite no solamente reflexionar sino armar una cosmovisión. Esto que los alemanes llaman weltanschauung, esta idea de cómo funciona el mundo. Uno puede entender mucho la disputa tecnológica, científica y espacial entre Estados Unidos y China si uno lee un viejo libro de Lem que se llama Solaris. Es decir, realmente la ficción a veces primero anuncia fenómenos, como 1984, como tantas otras, pero también explica de una manera que a veces le cuesta mucho explicar al paper o al libro académico, porque lo pone a uno en un registro de ensoñación: de la suspensión momentánea de la incredulidad, ¿no? Cuando uno está leyendo ficción, hace un acuerdo con el escritor que dice: por un momento voy a dejar de no creer y voy a empezar a creer que ese tipo dice que va caminando. O en Por el camino de Swann, en donde alguien está probando la magdalena y yo estoy sintiendo esa misma sensación. Esa es la idea, es el convenio general que uno hace cuando toma un libro. Yo sé que es mentira pero voy a hacer de cuenta que es realidad. El tiempo que uno está viviendo ahí adentro es una combinación de análisis literario o de pensamiento articulado con emociones. Uno está en una ensoñación ahí que le permite reflexionar de una manera muy inteligente y mucho más atractiva que quizás leyendo un texto académico. De todas maneras creo que los textos académicos son fundamentales, sobre todo para ir estableciendo consensos. Porque no es que alguien descubre de un día para el otro que la Tierra no es plana sino que se van estructurando nociones generales y vamos revisando además una y otra vez. Hay discusiones históricas, qué sé yo, el debate Goldhagen sobre el nazismo (N. de la R: se refiere al libro Los verdugos voluntarios de Hitler, de Daniel Goldhagen), quiénes eran los culpables, qué pasó. Es muy interesante cómo uno que trabaja con historia, relaciones internacionales o ciencias políticas, por decir los temas que yo conozco; lo mismo sucede en la medicina, en la física o en donde sea, vamos pensando, repensando y viene gente nueva, generaciones que miran de una manera distinta y explican de una manera distinta las mismas situaciones. Hay gente que está repensando sobre hombros de gigantes, gente que ha hecho cosas muy grandes, y que uno dice bueno, pero aquí hace ruido, la teoría la voy a refinar o la voy a desafiar. Y creo que de esa manera la literatura de ficción o la literatura ensayística nos permiten entender el mundo.
*La presentación de “Señales lejanas” será el miércoles 16 de septiembre por zoom. Junto a Eduardo Porretti estará Martín Caparros, autor del prólogo del libro. Más información, aquí.
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