Mario Levrero nació en Montevideo en 1940 y falleció en el mismo lugar a fines de agosto de 2004. Su reconocimiento como autor llegó después de su muerte, con la publicación en 2005 de su novela más elogiada, La novela luminosa. Levrero fue una persona singular, al igual que su obra. Pero Mario Levrero no es una sola persona: es también Jorge Varlotta y Alvar Tot. Porque todas las curiosidades y preocupaciones que le quitaban el sueño no cabían en una sola identidad. Sus tres nombres no se cruzan. Mario Levrero firma la literatura (La novela luminosa, El discurso vacío), Jorge Varlotta los guiones de historieta y las piezas de humor (Los profesionales, Santo Varón), y Alvar Tot los juegos de ingenio y los acertijos, el costado menos conocido y, al mismo tiempo, el que mejor define a este extraño autor uruguayo. Porque Mario Levrero es un acertijo en sí mismo: los crucigramas y pasatiempos lo trajeron a Buenos Aires, la ciudad donde nació el anagrama Alvar Tot.
En Argentina concluía la primera fase del juicio a los militares responsables de la última dictadura y el austral se convertía en la nueva moneda del país. Era un secreto a voces pero ese 1985 también sería importante porque Mario Levrero abandonó Montevideo para vivir cerca del Congreso. A los 45 años se enfrentó a uno de los desafíos más grandes de su vida: asistir todos los días a una oficina. Convivir con personas en un espacio laboral. Todo lo que el escritor siempre detestó, como dejó por escrito en sus diarios. ¿Cómo fue que ocurrió este milagro? ¿Cuáles fueron los resultados de este experimento?
En ese poco tiempo Levrero escribió columnas desopilantes y construyó pasatiempos enrevesados con la creatividad que solo él supo tener
El director de la editorial Juegos & Co, Jaime Poniachik, le ofreció trabajo para evitar que desalojaran a Levrero de su casa de Uruguay. Y el escritor solitario y cascarrabias aceptó para hacer de sus interrogantes una cuestión de Estado, buscando a los cómplices perfectos: los lectores de la revista Juegos para gente de mente. Levrero no resistió muchos años con esa rutina, pero en ese poco tiempo escribió columnas desopilantes y construyó pasatiempos enrevesados con la creatividad que solo él supo tener. Y, aún de manera involuntaria, hizo una obra con sus crucigramas verticales, acertijos e inquietudes de una persona llena de obsesiones.
El escritor de ciencia ficción Eduardo Abel Giménez (La ciudad de las nubes, Un paseo por Camarjali) fue compañero de oficina de Mario Levrero, por lo que fue testigo de las excentricidades del autor uruguayo. Sin saber que se convertiría en su amigo del alma, hasta el día que murió en 2004. Pero una amistad tan profunda como la que tuvieron no culmina, ni siquiera cuando asoma la muerte. Eduardo fue también un socio literario, cuidó los detalles de los libros de Levrero cuando vivía, y también en su ausencia. 35 años después de que Mario Levrero entró por primera vez a aquella oficina de Juegos & Co, del día que los dos escritores se conocieron, los retos lúdicos creados entre 1985 y 1988 se editan por fin en forma de libro. Eduardo Abel Giménez recopiló ese material invaluable y, a través del sello editorial que comparte con Natalia Méndez, Dábale Arroz, imprimió en cada página los caprichos más divertidos de Levrero.
El boliche de Alvar Tot es mucho más que un libro. Es un tesoro encontrado, pero no en la profundidad del mar, sino en el fondo de un cajón. En las 121 páginas que lo componen hay toda clase de propuestas creativas: cambiar diálogos en globos de historieta (Desvirtuar para mejorar), compartir la aventura onírica más descabellada, componer pensamientos para postales, e inventar preguntas que encajen con las respuestas a los lectores de una revista Para Ti de 1923. Alvar Tot (o Mario Levrero) plantea ejercicios para convertir lo ordinario en extraordinario. Como en sus otros libros, él puede ver los detalles valiosos en la cotidianeidad que otras personas ignoran. Encuentra en las etiquetas de la ropa un lenguaje secreto que debe descifrar. “¿Alguien sabe lo que significa el último dibujito del calzoncillo?”, le pregunta a sus fieles lectores. Un simple interrogante, en apariencia banal, se transforma en una excusa para la escritura. Pero, sobre todo, en una forma de comunicarse con quienes lo leen. Alvar Tot recibe respuestas que superan sus expectativas.
El boliche de Alvar Tot es una prueba de la relación profunda que tuvo el escritor con aquellos lectores que le siguieron el juego hasta el último número de la revista, el 104. Pero también hay desafíos matemáticos y notas que incluyen un cuento de Hebe Uhart sobre la sota y la experiencia de ver boxeo en vivo a fines de los 60. “Muchísima gente piensa que el boxeo es un deporte sanguinario; muchos incluso discuten que sea un deporte. Sin embargo, hay quienes sostienen que es el juego más parecido al ajedrez”, reflexiona. Pero para entender de qué se trata este libro y cómo solo Levrero pudo escribir estas columnas inclasificables qué mejor que tener de guía a su editor y amigo, Eduardo Abel Giménez.
—Mario Levrero utilizó varias identidades para escribir, sin embargo, hay un cruce constante en su obra. ¿Por qué creó distintas firmas para escribir?
—Jorge trataba de diferenciar un Jorge Varlotta de un Mario Levrero. Yo lo llamo Jorge porque fue mi amigo. Mi amigo del alma, siempre fue Jorge para mí. Él tenía un concepto de lo literario bastante restrictivo. No cualquier cosa era literatura. La literatura tenía que venir del inconsciente, tenía que crear una raíz profunda en el yo. Tenía un concepto como místico. Cuando había algo así, el autor era Mario Levrero. Lo que no era así se firmaba como Jorge Varlotta o con algún otro nombre. Manual de parapsicología salió firmado por Jorge Varlotta. Las historietas con Lizan eran Varlotta/Lizan. Nick Carter inicialmente salió como Jorge Varlotta, porque no era literatura en el mismo sentido que sus libros anteriores. Cuando hizo su columna en la revista de juegos inventó otro seudónimo: Alvar Tot, que es un anagrama de Varlotta. Jugando con la palabra. Jorge trataba de mantener esas identidades por carriles separados. Ahora, a la distancia, podemos ver a una persona que hizo todo eso. Entonces, por convención, lo unificamos bajo el nombre Levrero, porque es el nombre más difundido. Yo creo que sería más justo unificar todo bajo su nombre Varlotta, que era su nombre cotidiano.
—¿Qué tienen de singular las columnas de Alvar Tot que te llevó a editarlas en un libro?
—Yo estaba ahí cuando todo esto se producía. En la editorial hacíamos revistas de crucigramas y esta rareza que era Juegos para gente de mente. Era una revista volcada a lo creativo, en donde le dábamos espacio a las cosas que nos gustaban. Jorge tenía su columna, yo la mía, Leo Maslíah también colaboraba. Alguna vez hizo algo Carlos Nuñez Cortés de Les Luthiers. Había gente muy valiosa. El director de la revista era Jaime Poniachick, quien editaba todo esto. Yo fui jefe de redacción de la revista una buena parte de ese tiempo. Hubo un momento de mucha efervescencia creativa en esos años. En esos mismos años en los que Jorge escribía El boliche de Alver Tot. Sus columnas fueron como una especie de modelo de lo que se puede hacer dentro de una revista que, aparentemente, lo que ofrecía eran cosas para resolver. Jorge abrió puntas, marcó rumbos, inventó cosas de una manera muy personal y a lo largo de estas pocas columnas que él hizo mensualmente mostró el tipo de creatividad del que era capaz. Cuando estuvo en Buenos Aires prácticamente no escribió. No podía, no lograba ponerse a escribir en buena medida porque estaba trabajando en una oficina, cosa que hacía por primera vez en su vida. Tenía 45 años y por primera vez en su vida trabajaba en un lugar con relación de dependencia. Jorge estaba muy shockeado por eso. Estaba también shockeado por haberse venido a Buenos Aires. Era un cambio enorme para él, y todos estos cambios hicieron que no pudiera escribir. Lo destacable que llegó a escribir fue Diario de un canalla, que fue su primera obra con forma de diario, se puso a escribir de lo que le estaba ocurriendo cotidianamente. Ahí encontró un formato, una manera de decir que luego profundizó en El discurso vacío y, al final, en La novela luminosa. Otra cosa que hizo en Buenos Aires fue corregir su novela Desplazamientos. Pero no hay prácticamente material que él haya escrito acá, en Buenos Aires. Entonces, estas columnas de la revista Juegos son lo que Levrero/Varlotta/Alvar Tot escribió cuando estaba en Buenos Aires. Levrero, escritor que se transformó en escritor de culto, en escritor importante, en alguien muy reconocido. Y esto es el rastro de Levrero en Buenos Aires, como escritor. Algo que no es convencional, que no es una novela ni un cuento. No es una colección de papeles que haya dejado: son columnas en una revista de pasatiempos, solo que son tan personales, tan especiales, que son varlottianas. Tienen el corazón de Jorge, su cabeza metida en cada cosa. Después de haberlo conocido bien te puedo decir que está ese espíritu de Levrero que luego, con el tiempo, llegó a ser tan reconocido.
Cuando estuvo en Buenos Aires prácticamente no escribió. No podía, no lograba ponerse a escribir en buena medida porque estaba trabajando en una oficina, cosa que hacía por primera vez en su vida. (Eduardo Abel Giménez)
—¿Cómo era Jorge trabajando en una oficina? Leyendo sus libros es difícil imaginarlo en un ambiente tan formal.
—Tuvo muchas dificultades para adaptarse a esa rutina, y no la soportó mucho tiempo. Terminó renunciando, a pesar de que siguió viviendo un tiempito más en Buenos Aires. Habrá soportado la oficina dos años. Por un lado era muy divertido estar con él en el mismo cuarto. Nos matábamos de risa. Era muy entretenido, y era una cosa constante de provocación. Jorge estaba acostumbrado a hacer la suya, a estar solo en su departamento de Montevideo. Era bastante excéntrico, llegaba con sus zapatillas estilo alpargatas, entraba a la oficina, se sacaba las alpargatas y se ponía las pantuflas. A Jorge le molestaba que su escritorio estuviera o bien perpendicular, o bien paralelo a las paredes a la ventana. Entonces lo puso en una diagonal, algo que a uno de los directores de la editorial lo volvía loco. Jorge discutía todo, y cuando algo no le gustaba decía “bueno, me voy. Chau, renuncio”, y se iba. Y después volvía. El tema es que tuvo que dejar el departamento que tenía en Montevideo porque no podía pagar el alquiler, y no tenían a dónde ir con su familia, estaban por desalojarlo. Entonces, su amigo Jaime Poniachik lo trajo a Buenos a trabajar. No sé cómo lo habrá convencido, porque no le gustaba viajar. Él tenía por un lado el apoyo del director de la revista, el apoyo de todos los que lo conocimos en la oficina, y eso le permitía unas cuantas excentricidades. Pero, al mismo tiempo, lo notable es cómo se sumergió para hacer la revista Cruzadas. Él fue el jefe de redacción de esa revista quincenal de crucigramas en la que se puso a conversar con los lectores. La gente que trabajó más cercanamente con él, dos chicas, lo amaban. Les resultaba encantador. Les gustaba tenerlo como jefe, aunque de ninguna manera funcionaba como tal.
—¿Por qué creés que Jorge tenía esa fascinación con los juegos, los crucigramas, minigramas, acertijos?
—Siempre le gustó eso. De hecho, cuando dejó la oficina, empezó a hacer crucigramas convencionales para una agencia que los vendía. Y siguió haciendo eso en Colonia. Lo hizo varios años. Es parte de la personalidad. Yo hacía programas en Basic, y Jorge también. Lo curioso es que él, cuando vivía en Colonia, donde tuvo su primera computadora alrededor de 1990, se la pasaba programando. Haciendo pequeños programitas utilitarios para una cosa, para la otra. O algo para hacer unos dibujitos. Se la pasaba haciendo dibujos con el mouse en la pantalla. Le encantaba eso. Y en un momento se enganchó con algunos jueguitos de video. Compartíamos ese rasgo de personalidad, esa adicción por estas cosas, la computadora, los jueguitos. Eso fue algo que reforzó nuestra amistad.
—¿Cómo fueron los pocos años que Levrero vivió en Buenos Aires? ¿Le gustaba esta ciudad?
—Se movía muy poco, no le gustaba salir. Solo caminaba, no le gustaba subirse a un colectivo. Poco antes de venir a Buenos Aires, le habían hecho una operación de vesícula, y venía muy resentido con eso, había quedado muy impresionado con esa operación. Entonces, caminaba muy lento con la mano derecha sobre el lugar donde se suponía había estado su vesícula. Sobre la cicatriz. Incluso, cuando se reía se ponía la mano en la cicatriz, como cuidando ese lugar todo el tiempo. Jorge vivía por Congreso, él primero vivió sobre Rodríguez Peña y luego en la calle Hipólito Yrigoyen, a una cuadra del Congreso. Se movía muy poquito, iba yo siempre a la casa. Esa es la parte que yo conocí.
—En el libro está hasta su última columna, la 104. ¿Cómo fue esa despedida?
—La revista cerró porque no daban los números, era una revista muy rara. Fue perdiendo lectores, como pasó con otras cosas de la época. Tenía su núcleo de fans, gente que hoy nos recuerda y me hablan de aquellas columnas. Quedó como un objeto de culto para un grupo reducido de gente. Era una revista cara de producir, llevaba mucho tiempo, muchas colaboraciones. Era imposible sostenerla. Entonces, la editorial se fue volcando hacia las revistas de crucigramas, sopa de letras y ese tipo de cosas que por supuesto vendían mucho más porque ya no daba el espacio, el ambiente, era muy difícil sostener tanta locura, tanta invención. Pero sería genial poder hacer cosas así hoy.
—Al leer el libro me puse a pensar en esos lectores que ya no pudieron tener vínculo con Levrero. Y en Levrero, que ya no pudo tener vínculo con esos lectores. Ambos entregados al otro. Una relación muy conmovedora.
—Sí, es notable la relación que Jorge entabló y mantenía con ellos. Le dedicaba mucho tiempo al correo de lectores, leía todas las cartas que llegaban: las elegía, las publicaba, las respondía una por una. Él tenía un infinito respeto, y a la vez podía intercambiar chistes en un cierto tono, ellos lo seguían. Fue espléndido, y visto y releído desde ahora incluso a mí me sorprendió este giro de Jorge, que era tan ermitaño, hosco en algún sentido. Y, sin embargo, tenía esta calidez en la relación con los lectores. En la revista la participación de los lectores era muy importante, teníamos una sección fija que se llamaba “Los lectores al poder” que duró hasta el final, y era de colaboraciones de los lectores. A veces respuestas a desafíos creativos que encargábamos nosotros, a veces acertijos que inventaban ellos. Durante mucho tiempo hice yo esa sección, leía las cartas, elegía qué publicar. Yo reconozco que hacía eso con cierto distanciamiento, muy de editor. En cambio, Jorge puso mucho las tripas, marcó otro camino, otra manera de hacerlo, con otro tipo de calidez. Jorge logró, no sé cómo, ese espacio compartido que hoy da una sensación de mucha proximidad.
—¿Por qué la mayoría las fotos que se conocen y publican de Levrero son solo las que le sacaste vos? ¿Qué historia hay detrás de esas fotos?
—Las saqué en febrero de 1991 en Colonia, medio de casualidad. A mí siempre me gustó sacar fotos, pero no tenía una buena cámara. En una de mis tantas visitas a Colonia, le pedí prestada una cámara Minolta muy buena a un amigo para sacar fotos de la ciudad vieja, mucho antes de que fuera un lugar turístico. Caí a Colonia con esa cámara y un par de rollos, y eso, por supuesto, como cualquier cosa lúdica, a Jorge lo entusiasmó. Un rollo lo sacamos juntos. Él me propuso que nos saquemos fotos mutuamente, y también me pidió que le saque algunas fotos porque a veces le pedían para prensa. Fue toda una tarde donde nos estuvimos divirtiendo. Fueron fotos jugando, por eso Jorge está en actitudes o bien cotidianas, o bien posadas pero con algún toque raro, como estar asomado a la mirilla de la puerta. Salieron lindas porque le pusimos mucho amor a sacar esas fotos, fue una especie de gran azar. Y como nunca nadie le sacó fotos en cantidad ni se ocupó realmente de fotografiarlo, estas fotos se convirtieron en las que todo el mundo recurre para publicar.
—Estuviste muy presente en la última novela escrita por Levrero y publicada post mortem, La novela luminosa. ¿Cómo fue ese proceso?
—Yo fui uno de los lectores iniciales, y una de las personas que le fueron comentando mientras lo escribía y corregía el diario de la beca (La novela luminosa). Fue un rol de hormiga paso a paso. Cuando Jorge escribía me mandaba a mí el diario, me lo iba mandando. Yo era su backup. Me enviaba los mails con todo lo que hacía y yo lo iba guardando en mi computadora. Al final me mandó varias cosas, todo lo que tenía, con indicaciones de cuál era la versión definitiva por si a él le pasaba algo. Y yo entregué esas versiones para que se publicaran después de que murió. Yo estuve una década sin verlo personalmente, porque no podía viajar a Montevideo. Pero nos escribíamos mails todos los días a partir de que Jorge, en el 98, empezó a usar internet. Finalmente fui a Montevideo a verlo en julio de 2004, charloteamos mucho. Jorge murió a fin de agosto, así que llegué justo a verlo por suerte. Es muy fuerte, siempre fue muy fuerte este detalle.
—En los agradecimientos de El discurso vacío te agradece una idea que le diste que modificó el formato de la novela. ¿Cuál es esa idea?
—Fue una cosa muy puntual. Fui a Colonia cuando estaba corrigiendo y pasando en limpio El discurso vacío. Me la dio a leer y yo le dije de inmediato: “Este es tu mejor libro”. Yo le hice un comentario sobre cómo lo tenía organizado, porque me parecía que podía funcionar mejor de otra manera. Y lo tomó, hizo eso, puso adelante lo que le marqué. Y ahí me siento como: “Oh, colaboré en esa obra de Levrero de esa manera”, es una especie de orgullo que tengo. Como es un orgullo haber sido su amigo. Haberlo tenido en cuenta como gran escritorazo antes de que muriera, cuando nadie lo tomaba así. Muy poca gente. Algunas personas en Uruguay, donde tenía un grupo o los alumnos de su taller. Me acuerdo de que cuando lo fui a visitar se me quejó, estaba harto de que él decía cualquier cosa y lo tomaban como un gurú.
—Quizás Levrero hubiera vivido incómodo la fama y el lugar que tiene hoy en la literatura, ¿no?
—Yo creo que por un lado le hubiera gustado tener otro espacio, y por otro le hubiera molestado mucho cada edición, cada cosa, cada decisión. Porque Jorge era muy vueltero con todo. Él prefería tener las cosas guardadas. O sea, le gustaba que lo reconocieran, pero a la vez no hacía nada por eso. Más bien boicoteaba que lo reconocieran. Se peleaba con las editoriales. No se llevaba bien con nadie que lo quisiera publicar, decía que todos los editores eran unos estafadores. Incluso, bajo su definición, yo ahora lo estaría estafando. Y la duda que dejo flotando en el prólogo, sobre si Jorge hubiera querido que sus columnas de Alvar Tot se convirtieran en un libro, la respuesta es que Jorge no hubiera querido que fuera un libro así cómo está. Le hubiera gustado la idea. Hubiera dicho: “Bueno, me pongo a revisar. Escribo alguna cosa más”. Y recién seis años después, tal vez, podíamos empezar a discutir el libro. Como editor hoy tengo un enorme beneficio: el hecho de que Jorge no está. Entonces yo lo puedo hacer con la autorización y el visto bueno de su familia. Pero puedo hacer una edición en la que Jorge no opina, lo cual es muy triste también. Yo preferiría que estuviera acá, puteándome.
SEGUÍ LEYENDO