El italiano Gaetano Chierici (1838-1920) hizo por la pintura lo que pocos: la desacralizó hasta tal punto que la crítica, de cierta manera, no entendía cómo podía usar su talento para temas tan pueriles. Esta vez no se trata de pintar los “bajos fondos”, a prostitutas o ladrones, temas que en otros momentos fueron motivo de escándalo.
El artista pintó la vida cotidiana, sí, ya sé, tampoco fue un innovador en eso. Pero -siempre hay un pero- lo hizo con mucho candor y humor, en una mezcla de estilos William Hogarth -pero sin la crítica de clase- y de Frans Hals -pero sin los borrachos. Su obra de género tuvo a la infancia como territorio, pero no representó a la niñez desde el estatismo, como modelos, sino en su plenitud, en la sorpresa, en la ternura, en el juego y las travesuras.
Muchas de sus piezas tienen esa virtud de hacer dudar si es una fotografía por la capacidad en el detalle, en la precisión de la luz y, sobre todo, por los gestos, como sucede en ¡Sorpresa!, en la que una niña cae de espaldas ante la aparición repentina de un grupo de ganzos graznando. Los platos rotos, la mesa caída, la cuchara y el caldero de fondo revelan que era un momento de tranquilidad. Detrás de la joven unos gatitos observan la escena sigilosamente, mientras que en el fono de la imagen una puerta entreabierta deja ver la aparición de otros animales que parecen ingresar en procesión.
Por obras como esta y muchas más, Chierici fue llamado el pintor de la “infancia risueña”. En una carta personal, escribió sobre su obra: “Dicen que en mis cuadros no hay inspiración de otros conceptos, que no están las figuras aburridas, rígidas y melancólicas del simbolismo, que mucho menos está la destreza del pincel y del macchiaiolo; también dicen que no siempre existen esos matices correctos de los que, despreciando todo lo demás, el pintor improntista va en una búsqueda frenética; pero también digo que si en mis cuadros no hay toda esta gracia de Dios, hay sin embargo, sin pedir nada a otras escuelas u otros artistas, la escrupulosa conciencia del más atento y apasionado estudio. De verdad, nunca separados del profundo cariño de la familia que los inspira”.
Y es que en su obra hay mucho de ese “profundo cariño”. Sus lienzos parecen surgir de la ternura de un padre que se sorprende y guarda en su memoria “ese momento”, de un abuelo que disfruta y ríe. La obra de Chierici nace del más profundo amor y no por el arte o los movimientos, sino por la vida, lo que en sí -lamentablemente- no es la media de los artistas que suelen llevar al campo de lo intelectual algo que surge el corazón.
Chierici nació y murió en Reggio Emilia, Italia, una ciudad rural que depende de la agricultura y de esa vida campesina salieron la mayoría de los escenarios de su obra, casas modestas, ropajes, paredes desquebrajadas y con hollín, fuentones para los baños, almuerzos en el piso, gallinas en el interior, etcétera.
Se formó en Florencia y expuso en toda Italia, como también en los Estados Unidos y la Royal Academy de Londres. A pesar de cierto menosprecio -especialmente en su país donde lo acusaban de repetir temas-, fue exitoso en cuanto a ventas, ya que sus pinturas se comercializaron a precios altos en París, Berlín y Londres desde la década de 1870 y en Nueva York en 1900.
Expedicionario en África -participó de un proyecto en Eritrea, entonces colonia italiana-, fue director de la Escuela de Dibujo de Trabajadores de Reggio Emilia, y el primer alcalde socialista de la ciudad, entre 1900 a 1902. Su obra puede encontrarse en diferentes museos, aunque con mayor asiduidad en su ciudad, donde se bautizó con su nombre a la escuela de arte. En el caso de ¡Sorpresa! perteneció a Robert William Spranger, el marchante del artista que promocionó su trabajo en Alemania, pasó a su hijo, John Alfred, quien la sacó a subasta el año pasado por Sotheby’s de Londres. Volvió a manos privadas por USD 279.842.
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