Algunas nociones de economía bohemia

La pandemia mostró en forma descarnada lo frágil que es la economía del proletariado artístico y lo dependiente que es del Estado. Los trabajadores de la cultura caminan en la cuerda floja, entre el lumpenaje creativo y la inanición. Mientras tanto, el Estado intenta tapar el sol con la mano. Infobae reproduce un artículo publicado previamente en la revista Crisis

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La existencia –en nuestra época y nuestra ciudad– de un grupo de personas cuya economía se desarrolla de un modo completamente independiente de aquella actividad por la que son reconocidas y a la que dedican la mayor parte de su tiempo, debería ser un acertijo para los especialistas. Sería posible definir la categoría de artista independiente (denominación que puede extenderse a otros actores culturales, pero alcanza particular intensidad en el pequeño ámbito de quienes han consagrado su vida a la ejecución de objetos y espectáculos dedicados a aquello que, forzando las definiciones, podríamos definir como belleza) como cierta clase de gente que gana su dinero de cualquier manera excepto de aquella que constituye su actividad central.

Me explico: un actor o una actriz, en el año en el que alcanza su esplendor, se destaca en una, dos, tres obras de teatro. Tiene, por decir algo, 28 años. En el curso de ese período de gracia está en boca de todo el mundo, es elogiado o elogiada por todos los especialistas, le dedican un artículo en un suplemento cultural de un diario y es nominado o nominada en la categoría revelación para algún premio, que no ganará, pero cuya mera existencia funciona como testimonio elocuente de un incipiente y manifiesto auge. Para ese individuo (seguramente un bohemio, cuya consideración como artista pertenece aún al terreno de lo hipotético y aún de lo exagerado, que no hace demasiado tiempo era apenas un recién llegado de una provincia, a merced de las leyes del deseo y del azar), la nueva forma que ha tomado su vida resulta esencialmente paradójica: los gestores culturales, los directores, los actores consagrados, los directores de cine independiente se deshacen en elogios y promesas y le demuestran que estar a su lado es una suerte de privilegio.

Pero una vez pasadas esas noches de euforia, el personaje en cuestión regresa a la soledad de su pequeña vivienda en Parque Patricios o en La Paternal y se acuesta temprano: al día siguiente debe acudir a un casting, o asistir a la UNA, donde cobra un mísero sueldo como asistente de cátedra de alguien que ni remotamente se encuentra a su altura, pero cuyo ingreso es infinitamente más alto y está dotado de un lugar en el concierto cultural inexplicablemente más sólido.

Monotributo al teatro

Tomemos al mismo personaje diez años después: ya es algo parecido a un veterano, a un viejo lobo de mar. Ha protagonizado infinitas obras, algunas de ellas con directores importantes; ha hecho giras con esas obras, y esas giras lo han llevado a conocer Europa, a alojarse en hoteles cinco estrellas cuya mera existencia le resultaba inimaginable, a aprovechar esos pasajes aéreos para gastar sus pocos ahorros en Amsterdam o en Lisboa, canjeando esos grandes hoteles por albergues o casas de conocidos o amantes ocasionales. También ha aparecido en algunas películas de cine independiente, e incluso allí se ha destacado, llamando la atención de productores tradicionales que ocasionalmente lo han convocado para sus propios films. De ser la protagonista de la película ganadora del Bafici (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente), nuestro personaje ha condescendido a ser la amiga de Natalia Oreiro en una comedia, o el recepcionista gracioso (cuyo gag el montaje reduce a cero) que le toma los datos a Francella en un hotel de provincia.

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Rápidamente se ha desengañado del cine y ha aprendido a considerar esos dineros como excepcionales golpes de fortuna y no como una forma más o menos prolongada de sostén. La economía de nuestro personaje ha mejorado en sus ingresos, pero no ha cambiado en lo esencial. Ha empezado a dar sus propias clases, a escribir y dirigir sus propias obras, se ha acostumbrado al Uber en reemplazo del fatigoso colectivo o el Subte B, pero sigue atravesando la ciudad de un lado a otro, ensayando dos o tres obras por semana, aceptando cualquier empleo ocasional, haciendo castings, pero también tomándolos si hace falta. Sigue con la soga al cuello, simplemente ahora paga su propio monotributo en lugar de pedir facturas prestadas.

Nuestra biografía imaginaria podría extenderse y algunas cosas podrían cambiar, mejorar o empeorar. Lo único que seguiría inalterable (en el mejor de los casos) es la disociación entre la actividad central (la fabricación de espectáculos teatrales) y el origen de sus ingresos (una variada gama de pequeños rebusques relacionados con la industria cultural). En el caso de que nuestro héroe haya dado el paso al teatro público, este hecho invariablemente positivo no lo alejará de las tablas independientes (lo cual es bueno) pero tampoco erradicará la sensación de incertidumbre (lo cual es malo). Seamos sinceros: esa sensación de que todo puede acabarse de un plumazo no lo abandonará nunca.

Capital del cine

¿Cambia demasiado la cosa en el pasaje del teatro al cine? Algo cambia. En principio, debería dejar de ponerse como ejemplo a un actor o actriz y tomar como ejemplo a alguien que acaba de terminar sus estudios cinematográficos y quiere ser director. Esa persona desarrollará uno o varios guiones y verá la forma de filmarlos. En caso de elegir el camino industrial (lo cual, esencialmente, estará relacionado con la posibilidad de conseguir un productor que haga suyo el proyecto) deberá esperar cuatro, cinco, siete años antes de filmar esa película –en caso de que eso suceda. Si, por el contrario, elige la vía independiente, los plazos se reducirán un poco, pero no demasiado: filmará cuando los técnicos y los actores puedan, cuando consiga algo de dinero para poner la cosa en movimiento, y otra serie de factores que rara vez hacen que el proceso baje de dos o tres años. Lo más probable es que nunca cobre por ese trabajo: si le va bien, cobrará regalías de reproducciones por televisión y alguna venta a algún país extranjero. El operaprimista industrial seguramente recibirá un sueldo, pero nadie habrá de recompensarlo por los años de espera, de reescritura del guión, etcétera. Sea cual fuere el camino que siga (el fatigoso derrotero hasta completar la financiación o la paciente fabricación artesanal), el cineasta deberá vivir de otra cosa. Aprenderá un oficio en la industria, dará clases, filmará casamientos, editará pequeños videoclips o trabajos escolares. En resumen, cambia el paisaje pero no el fenómeno. Si su film tiene éxito (gana el Bafici, digamos) su situación solo mejorará en términos simbólicos. Es posible que lo llamen para dar alguna charla, algún taller o para ser jurado de concursos iguales a aquellos en los que hasta hace semanas él mismo se presentaba. Si tiene mucha suerte, acaso le paguen por alguna de esas tareas.

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Furia creativa

Charlas, jurados, clases, talleres, tutorías: de eso está hecha la economía del artista independiente. Y aquí pasa algo extraño. Como muchas veces es el mismo Estado quien fomenta y financia esas prácticas, el artista suele encontrarse ante la paradoja de que existen fondos para la formación de nuevos artistas, sin tener la menor idea (ni el menor mecanismo de previsión) de qué se puede hacer para que esos recién llegados tengan trabajo, más allá de… formar también ellos a nuevos artistas. Como si el Estado fuese una partera que solo se ocupa de traer niños al mundo para después desentenderse de su supervivencia, se da por sentado que las obras llegarán de alguna manera, y que sus responsables, mal que bien, habrán de mantenerse a flote. ¿Por qué esa perversa prescindencia no resulta escandalosa? Pues porque ese sistema de algún modo misterioso funciona. En Buenos Aires cada día hay más teatros y los espectáculos originales e innovadores proliferan con una tenaz regularidad, mientras que en cada Bafici los programadores pueden elegir entre cientos de obras que les son ofrecidas gratuitamente para su exhibición. ¿Se beneficia el Estado de esa abundancia? Enormemente –al menos en términos simbólicos. ¿Hace algo para mantenerla encendida? Muy poco, más allá de otorgar algunos subsidios de hambre y la provisión de trabajos laterales a los que hemos hecho referencia.

Acaso contribuyan algunos números aproximados: un actor o bailarín de alrededor de treinta años al que le va relativamente bien puede llegar a ganar entre 30.000 o 40.000 pesos, sumando clases particulares, clases en la UNA (Universidad Nacional de la Artes) o la EMAD (Escuela Municipal de Arte Dramático), y eventuales pagos por actuaciones rentadas, del todo eventuales. Ese número puede llegar a multiplicarse ante la irrupción, por ejemplo, de una publicidad, que puede hacer que la misma persona cobre, por uno o dos días de trabajo, el equivalente a tres meses fijos. De todas formas, la oferta es tan grande que no es habitual que haya más de una o dos de esas en un año, y el trabajo y el tiempo que demandan es enorme (esencialmente, una vida dedicada a asistir a castings).

Los números del cine no son muy diferentes, salvo que se trate de alguien cuya vida esté consagrada a la Industria, lo que le permite acogerse a las tarifas sindicales. Una semana de edición, según la tarifa de SICA (Sindicato de la Industria Cinematográfica Argentina), cuesta 25.000 pesos. Un trabajo de edición independiente, por fuera de esos esquemas (por ejemplo, editar un video para una fundación, o la filmación de una obra de teatro, o unas imágenes que pueden ser necesarias para presentar en una empresa), puede costar entre 15.000 y 25.000 en total, sin importar el tiempo que lleve hacerlo. La diferencia, claro está, es que del trabajador sindicalizado no se espera que utilice sus horas de ocio –sus noches, sus fines de semana– para realizar las obras y los films que constituirán, en el balance final, su verdadero aporte al campo cultural.

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Debates sindicales

Ahora bien, ese insistente afán de producción en condiciones adversas: ¿es bueno o malo? Las aguas, a este respecto, tienden a dividirse. Algunos opinan que el entusiasmo y la generosa entrega contribuyen a que la anomia estatal se perpetúe. ¿Por qué habrá de cambiar el Estado su economía en relación a la cultura si cuenta con un capital simbólico enorme a cambio de una inversión mínima, cosechando la gloria de las obras que otros han fabricado con su dinero y su trabajo? A esa complicidad bienintencionada hace referencia el término autoprecarización, que cada vez se expande más en las asambleas que intentan generar cambios en la forma en que el Estado se relaciona con el sector. La conciencia de esa abrumadora disparidad es cada vez mayor, atenazada por la crisis económica y llevada al extremo por la imposibilidad absoluta de trabajar a causa del confinamiento obligatorio.

Ahora bien, ¿qué hay de particular en esto? –podría preguntar alguien. ¿Por qué estarían los artistas en una situación diferente de cualquier otro trabajador independiente? De un malabarista, de un vendedor de choripanes en las afueras de un estadio, de alguien que infla su carpa los fines de semana en la Costanera Sur y cobra cien pesos los quince minutos para que los niños salten. Hay algo de cierto en este argumento y es demasiado frecuente que los artistas se sientan ajenos a cualquier tipo de realidad económica y bien distintos de –por ejemplo– las ocupaciones que acabo de enumerar en este desmañado censo. Aun así, algo debe ser dicho a este respecto: en la ciudad de Buenos Aires la respuesta estatal a la prohibición de los espectáculos de cine, teatro y danza durante la cuarentena fue prácticamente nula. Los teatros municipales pagaron los contratos firmados –exigiendo a actores y directores que justificaran su paga mediante estrambóticas performances por Internet– pero se desentendieron de los precontratos, de los compromisos asumidos y anunciados. Una vez más la certeza de que los artistas sobrevivirán de un modo u otro parece eximir a los gobiernos de la obligación de dar respuestas, sostenida además en una serie de preconceptos: los artistas, en general, pertenecen a las capas medias o medias altas y tienen a quien pedirle; además no están habituados al reclamo y tienden a celebrar como niños que se les pague por hacer aquello que harían de todas formas si el Estado no estuviese allí.

La cantidad de teatristas que hacen uso del ofrecimiento de bolsones de comida ponen en cuestión el alcance de una hipótesis tan autoindulgente. Las mismas organizaciones que se encargaron de esa colecta y reparto se sorprendieron de que fueran tantos: también ellos partían de la base de que la actividad artística es algo de clase media, y resultó revelador en qué medida esta hipótesis (ante la pandemia, pero también ante la crisis que la precedió) resultó falsa y desactualizada. La organización Artistas Solidarios declaró en una entrevista reciente que sus colectas llegaban a alrededor de 500 familias. Este número –imprevisible antes de este censo forzado– habla de una realidad que la bohemia y su efervescencia a menudo maquillan: la mayoría de los artistas del campo independiente se ganan la vida mediante “changas” informales en las que el Estado resulta el empleador principal.

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Allí está la diferencia con los funámbulos y emprendedores solitarios enumerados más arriba: en el caso de los artistas, la relación con el Estado es –en tiempos normales– íntima y frecuente; demasiado íntima y frecuente para que –en circunstancias límites– baste con mirar para otro lado. Es en este incumplimiento de contratos tácitos donde el término precarización deja de ser una hipérbole y se vuelve revelador y pertinente.

Otros –acaso más afortunados o más hábiles a la hora de moverse en la espesa selva cultural a fuerza de una encallecida capacidad de supervivencia– descreen de estas iniciativas dirigidas a establecer un diálogo con el Estado que aporte mejoras para los artistas. “El Estado no sabe nada de nosotros –opinan estos lobos–, y está muy bien que así sea. El Estado no tiene manera de comprender la compleja ecología que rige nuestras prácticas. Una mayor injerencia habrá de implicar también una mayor regulación y eso puede significar el ingreso de una burocracia que hasta ahora, en nuestros sistemas de producción, se mantiene felizmente ausente. Es el régimen semisalvaje en el que vivimos el que hace justamente posible esa indómita hiperabundancia creativa”. Quienes piensan así se remiten a cierta molicie que –aseguran– aparece en los países ricos, en los que los artistas están amparados por mejores condiciones pero en lugar de producir más producen menos. En Barcelona, en París, en Milán, en Copenhague (Berlín es desde siempre un caso aparte) nadie mueve un dedo si no existe una seguridad económica que respalde el proyecto. Nadie se junta a ensayar motu proprio: esa costumbre no existe, y eso lleva a un teatro y a un cine adocenados, marcado por las grandes líneas del pensamiento cultural pero incapaz de producir objetos disidentes o inesperados. El teatro y el cine independiente porteños no se hacen pese al lumpenaje sino gracias al lumpenaje. Decir esto siempre es antipático, más aún en un contexto como el de la pandemia, que estira esas economías ya de por sí frágiles más allá del límite de la capacidad de subsistir. Incluso así, los riesgos de una hiperdependencia estatal es todavía mayor, sobre todo en un país cuyas políticas varían no ya de un gobierno a otro sino de un ministro a otro, y cuyas crisis cíclicas y periódicas tienden a borrar de un plumazo lo conseguido en años de lucha y negociación. Habituarnos a condiciones más cómodas es peligroso en un país tan caníbal como este; acaso sea mejor mantener ese entrenamiento en el desamparo y aceptar la precariedad como un medio natural. Esa es nuestra fuerza y si llegan las mejoras habrá que tomarlas, almacenar todo lo que se pueda y prepararse para un invierno que indefectiblemente llegará.

Estado y bohemia

Continuemos ese diálogo hipotético: ¿qué responderían desde las agrupaciones que intentan construir, aun en la dispersión de la bohemia, un incipiente gremialismo?

Algo así como: “paremos de romantizar la independencia, pensemos el Estado como algo propio y dejemos de percibirnos como niños que le roban caramelos al almacenero; tenemos el poder suficiente dentro de la escena cultural para marcar agenda; utilicemos nuestra experiencia para enseñarle al Estado cómo proceder y cómo relacionarse con nosotros”. Este entusiasmo, hay que decirlo, ha dado sus frutos y ya no es tan fácil para las Secretarías de Cultura elegir despreocupadamente quiénes dirigirán los teatros, los festivales y los institutos, sin atravesar la férrea auditoría del sector. ¿Por qué, entonces, no aprovechar el espacio ganado en estas luchas e ir por más?

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En cualquier caso, ya sea desde el mutualismo optimista, ya sea desde la desconfiada autogestión, todo el mundo asume que no es fácil encontrar una solución. Un aumento exponencial de los subsidios, por ejemplo, ¿mejoraría las cosas? La respuesta es una sola: depende. ¿De qué? Del precio que los artistas deban pagar a cambio de ese hipotético desembolso redentor. Frente a una opinión pública más intolerante y con mayores ansias de hacerse escuchar (en la que el latiguillo “se hace con la plata de mis impuestos” recae sobre la bohemia artística con mayor enjundia que sobre el regimiento de Granaderos a Caballo o la dirección de señalética de Vialidad Nacional), los diferentes gobiernos tienden a justificar sus partidas destinadas a la Cultura mediante acciones visibles y masivas. Esa atención a las mayorías y su celoso contralor, por comprensible que pueda resultar, tiende a fomentar acontecimientos de extrema publicidad pero alcance ínfimo en relación con el sostén y el desarrollo de las redes culturales.

No vaya a ser, dicen algunos, que a cambio de más guita empiecen a meterse en los temas de nuestras obras y a exigirnos la presencia de famosos de la tele para evitar la acusación de elitistas y de snobs. Este último temor no parece infundado: así funcionaron más veces de lo que estamos dispuestos a admitir, el teatro oficial y, en alguna medida, la organización de ciertas instituciones como el Bafici. ¿Cuánto de su presupuesto y de su esfuerzo fueron destinados a la incorporación de celebridades, solo para calmar el ansia de periodistas y otros agentes culturales a los cuales el cine y el teatro les importan poco y nada, pero se muestran permanentemente dispuestos a velar por la salud de las arcas públicas?

La pregunta, pues, debería exceder las acuciantes circunstancias de la pandemia. Mientras esta dure, el hecho de que el Estado debe ocuparse de su clase bohemia (de la cual tanto se nutre en tiempos menos dramáticos) es de una urgente contundencia. Ahora bien, una vez que esto pase: ¿existirá realmente la voluntad de introducir reformas en la relación entre “esta clase” y el Estado, sin dañar en el medio los sutiles tejidos y saberes que los artistas han acumulado desde hace décadas, a pesar de los pesares?

*Este texto fue publicado originalmente en la edición #43 de revista Crisis

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