Hola, ahí.
Me cuesta creer que sean lectores. Y cuando digo lectores me refiero a personas ávidas de lecturas diversas, miradas diferentes, propuestas originales y enfoques alejados de lo conocido. O sea, personas con hambre de leerse todo lo que se publica en el mundo. Lo que digo, entonces, es que me cuesta creer que aquellos que, en busca de cerrar la fuga de dólares, decidieron recurrir a una oscura medida de los tiempos de Guillermo Moreno y limitar la entrada de libros, no entiendan que un autor no puede cambiarse por otro autor ni un ilustrador por otro ni una ficción por otra. Los contenidos, la imaginación, las ideas y el arte no pueden ingresar en la categoría de sustitución de importaciones. No es un tema de marcas ni de tilinguería. Para que se entienda, no se trata de una competencia ni hay chances de reemplazo: va más allá de si una novela argentina es mejor que una extranjera o si un ilustrador local es mejor que el que vive fuera, lo que es seguro es que es diferente. Cada editor elige cómo conforma su catálogo - su vidriera, por así decirlo- y hay algo en la naturaleza de la industria editorial que trasciende las fronteras de manera esencial, más allá de la falta de dólares en el país.
No voy a ahondar en los datos de la reglamentación, sí voy a repetir lo que ya se dijo y es que ni siquiera buscaron un buen argumento: la posibilidad de existencia de plomo en la tinta es una excusa pobre y algo ignorante porque hace al menos una década que no se utiliza. (Quién sabe los autores de la normativa leyeron en su momento El nombre de la rosa de Umberto Eco y aún siguen tildados con aquella idea espectacular del veneno en la lectura).
Otro dato que también se dijo y se padece: la industria editorial está pasando un momento atroz (una caída del 60% en las ventas) y las importaciones son bajísimas, lo que hace que en el total de importaciones los libros sean un porcentaje ínfimo. Lo único que se va a conseguir con esta restricción es aumentar los precios de los libros que se traigan porque, eso sí, lo que hay que reconocer es que mejoraron la reglamentación ya que se pueden ingresar hasta 500 ejemplares. Es irritante que no se digan las cosas como son: se impone una certificación de tipo sanitaria y un argumento de preocupación medioambiental cuando todos sabemos muy bien que el problema es otro. Cuando hablamos de libros, las palabras importan, digamos.
Detrás de este tipo de medidas, siempre surge un apoyo automático por parte de quienes se encolumnan por obediencia nacionalista o ideológica, aún sin pensar exactamente a quién se favorece. Supongamos que esta reglamentación busca proteger la industria gráfica, algo que suena razonable. Lo que conviene es pensar también en simultáneo en todos aquellos que trabajan en la cadena del libro hasta que un título llega a la imprenta. Por eso la gran pregunta, siempre, es a qué llamamos “libro argentino”. Si hay autor, editor, corrector, diseñador e ilustrador argentinos y se imprime afuera por un tema de costos: ¿el libro ya no es argentino? Si hay autor, editor, corrector, diseñador, ilustrador y traductor extranjero pero se imprime en Argentina, ¿el libro es argentino?
En síntesis: ¿el libro solo es “libro argentino” si se imprime acá? Insisto: está muy bien la defensa de la industria gráfica, ¿pero quién defiende al resto de los trabajadores de la industria del libro?
Hablemos de un libro argentino, ya que estamos.
Terminé de leer Vidrio, de la poeta y periodista Gabriela Borrelli Azara, publicado por Club Hem. Es una brutal novela de iniciación con un lenguaje durísimo, tan duro como el tema que trata, es decir que la lengua va en sintonía con lo que cuenta, algo así como que se identifica con lo que cuenta. Es una lengua violenta, que puede sentirse en ciertos tramos como una patada en el estómago -advierto que puede resultar muy fuerte el uso de ciertos términos-, pero que alterna con pasajes líricos de gran belleza y lo hace con absoluta naturalidad, una destreza de su autora.
Laura, Lau, la gringa, la rubia, según quien la llame y cuándo, llega a la cárcel de Ezeiza por segunda vez. La primera vez llegó traicionada, luego de que la capturan con droga que pensaba llevar al extranjero. Ahora está en prisión sin saber exactamente por qué. “Me queda un mes para recordar. De acá en adelante treinta días para saber por qué había amanecido sin bombacha, al lado del cuerpo degollado de Luis, con Lorena parada en bolas delante de la cama”. Ese mes que le queda es el que falta para un careo clave. La prensa, mientras tanto, se hace el festín con el trío sexual de drogones que terminó en crimen; Laura busca recordar qué pasó con Luis: si lo mató ella, si lo mató Lorena, si lo mataron. Faltan treinta días para el careo y ella sigue sin recordar qué pasó.
En el transcurso de la novela, Laura se verá obligada a sobrevivir en un ambiente de una violencia aterradora y corrupción y en donde es imprescindible adaptarse del modo que se pueda: a través de la religión, de la literatura y el arte, o sometiéndose a los abusos del poder. La obsesión, los rituales, la ayudan a tolerar el encierro. Cuenta los pasos de su cama al baño, de la mesa a la puerta, de su celda hacia la cocina. “Cuando se me va la acidez, me mareo y tengo que empezar a contar algo, si no son pasos, las lamparitas rotas, cuántas minas tienen una remera roja, cuántas tazas hay, cuánto falta para que amanezca”.
Se trata de una novela con una gran mayoría de personajes mujeres: están las buenas, las malas, las leales, las traidoras, las atractivas, las poderosas, las sumisas. Al mismo tiempo, no hay una mirada prejuiciosa sobre los hombres, de hecho dos de los personajes, el abogado Santiago -amigo de la infancia de la protagonista- y el hermano de Laura, son personas afectuosas, sensibles, responsables. Hasta el juez que la interroga parece también una persona de bien.
Vidrio es una novela de iniciación y también de transformación. O de renacimiento, un acto que no siempre llega acompañado de luz y felicidad.
La imposibilidad de recordar de la protagonista de la novela de Borrelli me hizo pensar en Arabella, la protagonista de I May Destroy You, una serie extraordinaria, una creación original y muy atractiva que puede verse en HBO. La protagonista es una celebrity de las redes, una suerte de reconocida voz millenial, y está escribiendo un libro. Una noche, durante una salida con mucho alcohol, sucede un hecho traumático del que apenas consigue retener algunas imágenes pero le falta lo más importante. No puede reconstruir qué ocurrió esa noche a la salida del bar y eso lo cambia todo radicalmente, incluso su personalidad y su modo de vincularse con los demás. También en esta historia hay un renacimiento.
I May Destroy you es una serie británica que se pregunta por cuestiones de género y violencia pero desde una mirada desprejuiciada y hasta osada. Se hace las preguntas, no tiene todas las respuestas, y por eso es tan atractiva. El gran tema de la serie es el consentimiento, ese espacio muchas veces impreciso de acuerdo entre las personas para llegar más allá en materia sexual sin que esto implique abuso o violación. Pero además, el personaje de Arabella (la actriz Michaela Coel, también su creadora) es un verdadero imán. No podés dejar de mirarla. No podés dejar de admirarla. Te la recomiendo muchísimo, no importa la edad que tengas.
Volvió el frío a Buenos Aires, y también la tristeza. Es cierto, ahora te podés sentar a tomar un café en la calle. Pero el virus sigue ahí, y a esta altura asusta más que un dinosaurio.
Hasta la próxima.
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