Curador, profesor, y crítico de arte, Ticio Escobar (Asunción, 1947) es una de las voces más autorizadas de esta parte del globo en lo que respecta a una mirada que desafía el discurso hegemónico en el mundo del arte.
Ex secretario de cultura del presidente Fernando Lugo durante el periodo 2008-2013, Escobar es, además, un reconocido promotor cultural y hoy se encuentra al frente del Centro de Artes Visuales Museo del Barro, un espacio privado de acceso libre y gratuito que tiene como objetivo principal exponer las expresiones visuales del país sudamericano e Iberoamérica, a través de obras que exponen su diversidad cultural y étnica.
Con El mito del arte y el mito del pueblo, publicado por primera vez en 1986, propuso -entre otros temas- un camino que aún hoy se sigue desandando y que ha generado una nueva construcción acerca de los conceptos trasplantados por las potencias del mercado artístico y cómo estas contribuyeron a lo que, por mucho tiempo, se llamó periferia. O sea, el arte centralizado que dicta que todo lo demás es una derivación o, en todo caso, una construcción cultural que no alcanza la escala de arte.
En este diálogo con Infobae Cultura repasa uno de los temas que, sin dudas, serán parte de los ejes a debatir en el futuro, cuando los museos una vez más vuelvan a abrir sus puertas: el tokenismo en los grandes museos del mundo.
Pero, ¿qué es el tokenismo?: la práctica de efectuar pequeñas concesiones superficiales hacia un colectivo discriminado, con una influencia escasa o nula en la modificación del statu quo y evitar así acusaciones de prejuicio y discriminación.
El término, de origen inglés, fue acuñado por el movimiento negro de los años ’60 en los Estados Unidos, en el marco de un clima de debate sociológico y antropológico que giraba en torno a la integración. Hoy, resignificado, fue el artista británico Anish Kapoor, quien volvió a colocarlo en la escena global, tras realizar una fuerte crítica hacia espacios emblemáticos como el neoyorquino MoMA, la galería Tate de Londres o el parisino Centro Pompidou, entre otros.
- Anish Kapoor denunció la utilización que sufren los artistas no occidentales por parte de los grandes museos para “enmascarar” su falsa defensa de la diversidad, ¿estás de acuerdo con esta aseveración?
- Estoy de acuerdo con las declaraciones de Kapoor, pero debemos asumir que las mismas son formuladas desde su posición de artista consagrado por el sistema de los museos del mainstream. Esto no descalifica su crítica, por cierto; al contrario: revela su solidaridad con la inmensa cantidad de artistas no occidentales que no han podido acceder al rutilante mundo de las instituciones del arte contemporáneo. Pero su emplazamiento aventajado dentro del orden que discute le impide considerar dos cuestiones.
Más allá de su carga poética y su indudable valor estético, gran parte de la monumental y efectista obra de Kapoor se rige por la lógica del espectáculo, el ingenio y el entretenimiento. El arte que personalmente me interesa es el que logra zafarse de esa lógica; el que resulta capaz de sortear la manipulación del mercado y reivindicar su impulso creador, desviado por la razón instrumental capitalista. Aunque, no interpreto la obra de Kapoor precisamente en esa dirección.
-¿Cuáles serían esas cuestiones que su espacio en el mainstream no le permite considerar?
-En primer lugar, sus declaraciones suponen que el único destino que puede redimir la obra de los artistas periféricos es su inserción en los escaparates del centro. A gran parte del arte contemporáneo producido en los países no centrales –pienso principalmente en el arte popular y el indígena, pero también en la creación de sectores críticos diversos–, les tiene sin cuidado participar a cualquier costo del sistema del prestigio mediático y de la alta especulación financiera que generan, directamente o no, las instituciones centrales. Un sistema que fetichiza sus obras, las auratiza en términos de cotización y arriesga su potencial crítico, su filo conceptual y su peso político. Por eso, no se trata de permitir subir condescendientemente a los invisibilizados al pedestal glorioso del gran arte, sino de desclasificar los esquemas que establecen jerarquías entre formas superiores e inferiores del arte: que distinguen entre los circuitos autorizados a convalidar lo artístico y las instancias marginales, carentes de lustre y de poder efectivo.
Además, una vez que la obra ha perdido sustento trascendental y aval metafísico deviene un hecho contingente: una posibilidad de movilizar el sentido, de volver especial cosas y hechos, de despertar la sensibilidad y desafiar la mirada. Es decir, posibilidades de desencadenar en situación específica preguntas que no habrán de ser respondidas más que por sus propios ecos (sus resonancias en otros ámbitos). Ahora bien, desarmado el régimen idealista del arte, ¿qué instancia dictamina la “artisticidad” de las obras? En la cultura occidental, al menos, lo hace el sistema del arte. Éste se encuentra conformado por una intrincada trama de museos, galerías, bienales, ferias y colecciones, así como por la crítica, la academia y las publicaciones. Este complejo se encuentra determinado en clave de hegemonía cultural: en cifra de mercado, en última instancia. Evidentemente, no cualquier cosa puede actuar de mercancía artística: el sistema del arte debe hacer malabarismos para conciliar la potencia aurática de la obra con su valor rentable. Por más desprestigiado que se encuentre el concepto de “autonomía del arte”, es indudable la sobrevivencia de un margen que asegura un excedente de significación, un principio auratizador contenido en las obras más consistentes.
-Usted comenta “no cualquier cosa puede actuar de mercancía artística”, entonces, ¿cuál sería el espacio para el arte ‘tokenista'?
- El sistema del arte no puede, pues, manipular a su antojo el valor de las obras. Y necesita, por otra parte, cumplir los requisitos de corrección política exigidos al museo contemporáneo. En ese sentido debe entenderse el curioso neologismo “tokenista” empleado por Kapoor para denunciar el enmascaramiento de la mirada colonial. Los museos del centro privilegian, como siempre lo han hecho, lo que coincide con su sensibilidad, su pensamiento y, sobre todo, sus intereses. Y, al hacerlo, deben enmascarar ideológicamente la discriminación de su régimen colonialista. El quai Branly es un modelo en este sentido: presenta sus extraordinarias colecciones de arte africano, asiático, oceánico y americano en el marco de una vehemente declaración de defensa de la diversidad. Pero lo hace omitiendo las referencias sociopolíticas de las culturas cuyas obras son expuestas desinfectadas de todo rastro de violencia que pudiera ensombrecer la fruición de la pura belleza. La museología, altamente kitsch, ayuda a resaltar el valor de lo exótico y lo étnicamente puro.
-¿Considera que esta concepción atañe a todos los grandes museos o hay fuerzas internas que pueden ir en otra dirección?
-Ninguna institución del arte funciona de manera unívoca: los museos (de los que estamos hablando ahora) albergan fuerzas opuestas que habilitan jugadas alternativas. El sistema hegemónico intenta neutralizar los impulsos disidentes raspando sus asperezas y transparentando sus oscuridades. Pero no siempre busca desactivar la diferencia y no siempre puede hacerlo. Supongo que hasta el MoMA impulsa programas que favorecen jugadas discordantes con la dirección marcada por el mainstream. Y el Quai Branly ha iniciado programas que apuntan suavemente a la posible participación de los artistas alternativos. Sabemos que desde hace mucho tiempo la diversidad y la disidencia venden bien, pero aun en estos casos existen posibilidades de zafarse de las apuestas meramente rentables.
Esta situación aparece más clara en los grandes museos euro-norteamericanos, pero no cabe hacer una oposición maniquea entre museo central-malo y museo periférico-bueno. Los grandes capitales trasnacionales han complejizado y destrabado la dualidad centro/periferia. Lo dicho con relación al MoMA es aplicable a los grandes museos ubicados en las distintas periferias del mundo, cuyas tensiones internas les impiden, muchas veces, constituir bloques funcionales a los guiones del mercado.
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