De aquel cielo vasto de la infancia en el campo menduco, me quedó la franqueza de la soledad. La mamá y yo éramos microscópicas en la noche vacía, como hormigas en plena llanura. Ya en la ciudad, el amontona-miento de los edificios amortiguaba aquel vacío y, también, las ansias que provocaba la soledad. Las ganas de un futuro y acaso la misma confianza en ese futuro, sumado al cansancio por el trabajo de corrido, cama adentro, me hacía olvidar la inmensidad de aquel cielo. Lo que tanto había deseado era lo que ahora tenía: el trabajo en la Capital y el futuro que se me abría; eso anulaba cualquier pena y también los estrujones de la nostalgia.
Desde chica las comadres me aconsejaron que no me hiciese los rulos con tener un solo hombre, porque los hombres no tienen una sola mujer. Y si no, mirá lo que le pasó a tu madre. Pero a mí no podía pasarme lo mismo que a la mamá, que desde siempre me tincaba que era una tonta. Las comadres le tenían poca paciencia porque ella no limpiaba el quincho ni se dignaba a cocinar. Pero entre bueyes, no había cornadas; la mamá atraía más clientes y, como era tonta, era desprendida y los repartía invocando las migrañas que yo heredé.
Nos dábamos cuenta de que llegaba un cliente porque toreaban los perros y chillaba mi choco, y enseguida alguna de las comadres pegaba el grito de “¡cayó piedra!”. Era de cajón que el cliente pedía primero por la mamá. Las comadres la acusaban, decían que era una caída del catre, porque siempre estaba cansada o esperando que el papá volviese por ella y por mí.
Me parece que me di cuenta de que ella era una tonta apenas aprendí a caminar afuera del quincho, entre las gallinas. Todo lo que ella tenía en la mente lo decía en voz alta, como para ayudarse a razonar. A veces los tipos se iban sin pagarle y yo tenía que agarrarlos del pescuezo. Bah, es una manera de decir. Los atajaba sentadita en la tranquera con las dos manos formando un tazón. Qué sería de mí sin vos, ¿nocierto, Juanchi?, me agradecía.
En verano dormíamos a la intemperie, aplastadas por las estrellas, y me acuerdo de saberme sola en verdad, a pesar de las comadres, de las gallinas y el choco, gracias a aquel cielo inmenso y franco. Si soñaba con la Capital, era como un empequeñemiento de aquel cielo. Jamás como destino. La mamá soñaba con que el papá volviese. Lo repetía como plegaria. Y las estrellas parecían estar tan cerca que si el zonda soplaba muy fuerte, es probable que las barriera y cayeran sobre la chipica como luciérnagas.
Fue en el 72, cuando cumplí los dieciséis, que me vine a la Capital. Venirse a la Capital estaba de moda y las comadres lo venían esperando como un fantasía de ellas mismas, de la que fui protagonista cuando menstrué. Auguraban que si yo no confiaba en ningún hombre, iba a dar la nota. Y si no que fuera a llorar al calvario.
La mamá no quiso despedirse, o mejor dicho, no la encontramos cuando las comadres me llevaron a la estación. La noche antes había llorado mientras murmuraba qué iba a ser de ella ahora, sin la Juanchi.
La Aurora, la santiagueña que trabajaba conmigo en lo de Fernández Moreno, fue quien me presentó al Ceferino, y un domingo fuimos a caminar por la plaza Francia, a dos cuadras de nuestro trabajo. Trató de esconderme que era villero pero yo estaba enterada porque él era sobrino de la Aurora. Al tiempo entendí que ser villero es algo que se escondía, que dos villeros en la misma obra de construcción desconocían que el compañero y amigo era también villero, solo que de otra villa, porque ninguno se lo confiaba a otro.
Enseguida me gustaron las pestañas largas del Ceferino y sus ojos negros, como pura pupila, su hablar lento y también que fuera medio güevón y creyera que Jesús era su amigo. Era imposible imaginar al Ceferino en el quincho, entre las comadres.
Aquella tarde fue oscureciéndose, no hacía frío, y me invitó a contemplar las estrellas. No fue verso. Veíamos los recortes del cielo grisón entre las hojas de un árbol enorme. Nos habíamos acostado boca arriba sobre la chipica debajo este árbol que está en una plaza elegante, rodeada de restaurantes para turistas y gente con dinero, como los Fernández Moreno. Es un ombú, me explicó el Ceferino, tiene más de doscientos años; y yo me tapaba la boca para que no se enterara que me reía. Me reía de que había usado la palabra “contemplar” y de que me explicara la historia del ombú. Siguió con que el cementerio detrás del paredón tenía enterrada a la gente que había llegado al país desde España antes que el ombú. España quedaba del otro lado del océano y en aquella época llegaban en barcos. Esa gente había anotado los apellidos de cada uno en los sepulcros, que eran como casitas, y un día me iba a llevar a que los viera. Me acuerdo que le pregunté si España quedaba en Europa y me contestó que le parecía que sí. Quiso saber por qué le preguntaba eso. Le dije que no había conocido al papá pero me habían contado que él imitaba a cierta gente solitaria de Europa. Enseguida le protesté que no había estrellas en la ciudad, como para cambiar de tema. En el campo, en Mendoza, el cielo está regado de estrellas, le dije con tantísimo orgullo. De noche te hacen mirar para arriba y sentir la inmensidad y una especie de lejanía.
Y como el Ceferino era zarzo, es decir de cabeza sim-ple, ya en aquel primer encuentro me refutó: Pero en el campo no había trabajo, así que no pienses en Mendoza, como yo no pienso en Alberdi. Y si extrañás y te sentís sola, tenés que conocer a Jesús.
La señora Silvia Fernández Moreno era buena gente. Enseñaba a tejer a unas mujeres en la villa de Retiro. A veces se quejaba de su marido con la Aurora y conmigo. La Aurora le decía qué barbaridad, qué barbaridad, señora. Yo miraba el suelo, para no comprometerme, como me habían enseñado las comadres, porque el que me pagaba el sueldo era el señor. Jamás comía nada de la heladera. Me compraba algunas frutitas y yerba y las guardaba en una bolsita debajo de mi cama.
Mi horario de trabajo era de corrido, desde las seis y media de la mañana hasta las once de la noche, pero sólo tenía que limpiar cuando los nenes estaban en el colegio. Planchar la ropa que lavaba el lavarropas y guardarla en el ropero. Darles la merienda. Caminar con alguno al dentista y esperarlo ahí, si le tocaba ir. O llevarlos en taxi a un cumpleaños, si tenían. Decirles que se bañen. Juntar la ropa del piso. Avisarles que estaba la comida en la mesa. La Aurora cocinaba. Nosotras comí-amos juntas viendo la tele en nuestro cuarto, que era para mí sola los fines de semana porque la Aurora se iba a su casa, en la villa de Barracas. A la patrona, doña Silvia, la Aurora tampoco le dijo que ella era villera. Le dijo que era de Barracas, total la señora no conocía por ahí. Yo a doña Silvia le decía siempre que sí con una sonrisa y nunca me metía en problemas. Tenía permitido dormir la siesta de tres a cuatro de la tarde y me man-tenía lo más lejos posible del patrón, que estaba poco en la casa.
Era vida de lujo, por lo que no era necesario que las comadres, cuando llamaba a la mamá por larga distancia los domingos, me previnieran de que no se me fuera a echar la burra ni que me quedara embarazada y derrochara mi vida. ¡En mi revinagre vida había estado tan bien! Yo protestaba que le mandaba la mitad de mi bono de sueldo a la mamá, así que ellas ahora no podían recri-minarme.
Les decía eso y la culpa y la jaqueca duraban por lo menos tres días. Porque era como decírselo a la mismí-sima mamá. La migraña era tan fuerte que casi no podía pensar y la mente repetía y repetía las palabras sarcásti-cas de las comadres, como un coro; que desde cuándo yo era cajetilla. Desde cuándo hablaba como porteña. Desde cuándo había aprendido a hablar con la corrección de un piojo resucitado.
Tenía el sábado a la tarde y todo el domingo para mí sola. Mis patrones se iban al club y al Ceferino y a mí nadie nos molestaba los sábados a la noche. Estábamos solos en la dependencia de servicio, y los primeros diez meses el Ceferino no se quejó del remordimiento del ikiy, como le decía él en quichua a los actos sexuales. Quizás porque estaba demasiado arrebatado.
Pero una noche en la que yo miraba el techo sin decir nada, vio algo en mi cara, creo yo, que lo hizo sentirse amenazado. A toda costa quiso saber qué me pasaba. Porfié que así era yo, pensaba mucho de un modo u otro, muy a mi pesar, y a veces me encontraba llorando sin saber la razón, pero de cualquier manera llorar me daba sueño y eran las noches que mejor dormía. Y ahí fue que el Ceferino me habló del padre Daniel por pri-mera vez. Yo hice silencio. El Ceferino era un zarzo lindo y tierno y me conmovió. Lloré otro poco y caí en la trampa de hablar de más. Le conté que después de diez meses en la ciudad y tantísima gente y ruido, era lo mismo que antes de llegar: cerca de mí seguía habiendo esa especie de tristeza. Y para colmo también le dije que sólo sus manos amainaban la distancia con el afuera, el mundo, con el cielo inmenso y tan lejano. En mala hora, no sé de dónde me salieron esas palabras. Y ahí fue que el muy güevón dijo que a la mañana siguiente, domingo, sí o sí debía acompañarlo al vía crucis viviente en la villa y conocer al padre Daniel.
Yo sabía que él ayudaba a ese cura con el grupo juvenil de la villa en la que vivía, pero no sabía bien qué hacían. Su trabajo aquella tarde fue detener a la gente que quería tocar a los actores del vía crucis viviente. Sobre todo querían tocar al que actuaba de Jesús camino al Calvario. Me acordé mucho de las comadres esa tarde de domingo porque ellas me llevaban todos los años al vía crucis de la Parroquia de la Carrodilla. Viajábamos desde lejos. Ahora miraba el de la villa, y me daba cuen-ta de que todo aquel asunto era para que Jesús muestre que la vida es un puro sufrir, que era lo que las coma-dres me querían evitar. Entonces me acordé de las pala-bras, siempre las mismas, de las comadres en la Carrodilla, que nunca les entendía, “que no se le eche la burra, Juanchi. ¡Apiólese!”, y me reí pensando que ellas creerían que yo podría haber heredado la tontera de la mamá.
De repente, en la quinta estación, el megáfono, en una voz aflautada, dijo que Jesús había agotado sus fuer-zas y que la comitiva se había topado con Simón de Cirene y lo habían obligado a ayudarlo para llevar la cruz. Sin comerla ni beberla, el tipo se encontró cargando con una cruz ajena. En la octava estación, el megáfono dijo que Jesús pidió que no se compadecieran de él sino del sufrimiento que vendría y exclamó: “¡qué vivo dolor aflige a estas mujeres piadosas; madres, hermanas, esposas!”.
Por supuesto que eso me hizo recordar a las comadres diciéndome que las únicas que acompañan y consuelan a Jesús camino al Calvario son mujeres, porque son las únicas que se atreven a ignorar la tradición judía que prohíbe llorar por los condenados a muerte. Fíjese Juanchi, que no le estamos diciendo que tiene que ser una llorona, como su madre, y llorar por su padre, sino avivarse e ignorar todas las tradiciones y ser una atrevida, ¿entendido?
Me llevaban al vía crucis porque les parecía que era el lugar indicado para espantarme la fantasía del papá, quien, según las comadres, había vivido como un ermitaño. Decían que una vez que había huido, había escuchado evangelizar a un predicador en plena pampa; que hacía mucho tiempo atrás, en Europa, los ermitaños expiaban sus pecados arriba de una pilastra. Y él, que no sabía lo que era una pilastra, preguntó. El cura se había demorado en la explicación, pero el papá entendió lo suficiente, que era algo para despegarse de la tierra, porque cerca del suelo se hacían los pecados. Entonces, para perdonarse de haber matado a un hombre, decidió convertirse en un solitario por su propia voluntad, de vida errante, y purgar su pecado arriba de su caballo, porque él era gaucho. Así vivió hasta el día en que apareció el hijo del hombre que el papá había matado, para cobrarse, y en el duelo, cayendo del caballo, murieron los dos.
Yo cometí la torpeza de contarle esto al Ceferino y él se lo contó al padre Daniel. El padre Daniel era un hombre de pocas palabras. Sin embargo, me dijo que entendía que se me hiciera difícil sentir la compañía de Jesús. Se debía a la muerte del papá. O a su ausencia. Le dije que él era un hombre muy santo, pero que apenas sabía de mí. Yo no extrañaba al papá, porque no lo había conocido.
Con todo, el padre me había caído bien. Su voz era serena, pausada, y sus pupilas enfocaban mis ojos como si yo fuese alguien, y como si su tiempo no fuese el zonda que arrastra y empuja y voltea a las personas como las últimas hojas secas al final del otoño. Sobre todo me había gustado que usara muchas veces, en su homilía, la palabra “nosotros”. Me di cuenta de que se refería a una especie de hermandad de la villa y que el Ceferino y la Aurora estaban incluidos en ese nosotros, y yo no. Yo no era villera. Los tres teníamos la misma sensación de lejanía pero yo estaba sola y ellos no esta-ban solos. Era como si hubiesen traído un pedacito de su origen a la villa. Lo mismo pasaba con los “paraguas”, con quienes ellos no se juntaban, salvo delante del padre Daniel. Afuera de la villa tenían vergüenza de ser villeros, pero adentro, aunque no lo reconocieran, había esa sensación de pertenencia que fue tan impor-tante cuando tres años después llegó el gobierno militar y con ellos el plan de erradicación de villas miseria.
Estaba especialmente contento, había dicho el padre Daniel en su homilía, porque Perón era presidente y había esperanza para los pobres. Un año más tarde, la Triple A asesinó al padre Mugica, de la villa de Retiro, cuando salía de dar misa. Tres años después, la Triple A fue absorbida por el gobierno militar del golpe de Estado, y las topadoras y tanquetas aparecieron en la villa del Ceferino y de la Aurora y para entonces, también la mía. El plan del gobierno de los militares era arrancar las villas miseria para que la ciudad quedara limpia del mal visible e invisible. Cuando las topadoras llegaron, yo misma lo vi al padre Daniel treparse encima de una topadora para que no pudieran aplastar la primera de las casas, que era la de una familia de Misiones. Bajate, cuervo, le gritó uno de los milicos, y en verdad el Padre Daniel parecía un pájaro, allá arriba de la pala de la topadora, con el pantalón negro y el pulóver negro que la Aurora y yo le habíamos tejido. Me acuerdo perfecto cómo, desde ahí, me gritó, “¡Juanchi, no dejes tu casa!, vos y tu crío no se suban a los camiones con sus cosas, como dicen estos embusteros, no les creas que te van a dar una casa nueva”.
El padre Daniel era de España, por eso usaba palabras como “embusteros”. Él había estudiado sociología y era tercermundista y se daba cuenta lo importante que era que la familia tuviese una vivienda digna, de material, y no esas provisorias con las que los militares nos que-rían convencer de trepar a los camiones.
Casi todos perdieron sus viviendas, incluida la Aurora. Nosotros, con el Ceferino y el crío, tuvimos mucha suerte y nos mudamos a una de las casitas que entregó la cooperativa del padre Daniel, en el barrio de Temperley. Allí nos alejamos un poco de él y de su carisma y también de aquel nosotros que abrazaba a la gente de la villa. El Ceferino hablaba del orgullo de haber salido de allá y no extrañaba al grupo juvenil, pero yo sí. A la noche le sacaba el tema del padre Daniel, de cómo se había bancado solo a los militares, sin involucrar a nadie, porque sabía del riesgo en el que ponía a todo el grupo sólo por ser villeros y por andar todos juntos.
Casi se nos destrozó el corazón cuando nos enteramos del accidente del padre Daniel. Andaba en bici para todos lados. Incluso iba y venía en bici desde Constitución, donde dormía, hasta la villa. Y lo atropelló un camión una noche de lluvia, en su bicicleta. Iba a revisar un pasacalle de una bicicleteada a Luján, porque creyó que el temporal se lo habría tirado abajo. Con su muerte sentí lo que él me había dicho que yo sentía por la ausencia del papá: angustia. Me faltaba algo y por una vez sabía perfectamente bien qué era.
Lo de Fernández Moreno lo dejé ni bien nació el crío. Y no trabajé más hasta que la nena, que nació tres años después, entró en primer grado. No pensaba tener a la mamá o a mi suegra en mi casa para salir a desvencijar-me en un trabajo cama afuera, a cambio del viático. Si había confiado en un hombre, había confiado. Las comadres dejaron de hablar conmigo, yo las había decepcionado. Tanto empeño que habían puesto en mí para que saliera adelante, para que se me eche la burra. Ahora iba a entender que llevarme al vía crucis también había sido para que viera cómo en el Calvario sólo Dios escucha al que llora, porque siempre el llorón es el propio culpable de su situación irremediable.
En cuanto la nena entró en el primer grado, por un contacto del padre Daniel conseguí trabajo en un hospital psiquiátrico de acá de Temperley. Los primeros dos años limpié pasillos, recepción, salas, consultorios y hall. Barría la galería cuando el jardinero cortaba el pasto. Como en lo de Fernández Moreno, donde a mi patrona le decía a todo que sí, lo mismo a la directora, hasta que llegaba la hora de irme. Ella sabía de mis nenes y no me reprochaba que tuviese que ser puntual, por la escuela. Pasados los dos años ella se había dado cuenta de mi responsabilidad y predisposición para ayudar a las visi-tas, a los internos de día o a los crónicos, que se extraviaban seguido, por sufrir repentinos raptos de desorientación. Los locos no me producían ningún temor, todo lo contrario. Era como si ellos hubiesen encontrado un atajo al vía crucis, no le buscaban la quinta pata al gato, ni esperaban que Dios les escuchara los quejidos. La directora, entonces, pasados dos años, me dio el cargo de enfermera, y cuando mis nenes crecieron un poco más, ya podía trabajar de ocho a seis de la tarde y logré ser jefa de enfermeras.
Les machaqué a mis hijos que estudien. En balde. Ninguno de los dos terminó el secundario. Ahora andan vagando por ahí, con otros pibes como ellos, perdidos o enojados. No parecen tener una idea fija, como yo tuve a su edad: venir a la Capital. Una idea fija que ayudaba a tragarse lo que no gustaba y también los estrujones del alma.
Las comadres tuvieron razón con el Ceferino, por muy zarzo que fuese. Una mañana salió llevando los nenes a la escuela y nunca más volvió. No supe dónde se había ido mi hombre, igual que la mamá el suyo. En el trabajo tampoco sabían dónde estaba. Me parece, por la cara que pone la Aurora cuando le pregunto, que sabe que se fue con una chica. Ella siguió dándome una mano como yo le di una a ella cuando se quedó sin vivienda y se mudó con nosotros por seis meses hasta que volvió a la villa.
Al año que se fue el Ceferino, creyendo que me hacía un bien, la Aurora trajo de sorpresa a las comadres y a la mamá y las instaló en mi casa. Estaban viejitas y me ahorraron todo lo que pudieron las caras de reproche. Sobre todo porque vieron que mi casa es limpia y orde-nada y mis hijos hacen caso. Pero más que nada por mi trabajo digno y que gano bien. Mientras ellas estuvieron, no escatimé en nada. Se quedaron poco tiempo porque no veían la hora de volverse al campo. Dijeron que ya no haría falta que les mandara la mitad de mi bono de suel-do porque todas tenían pensión.
Y la Aurora, cada vez que voy a visitarla, pareciera que se inquieta; mira a derecha e izquierda con miedo de que nos topemos con el Ceferino y la nueva. Pero la villa ya no es la de antes, la de la época del padre Daniel. Para llegar a la Tierra Amarilla, donde vive la Aurora, ella me tiene que esperar para abrirme las rejas de los pasillos, los mismos por donde antes el Ceferino y su pandilla corrían libremente, de un lado al otro.
Las comadres tuvieron razón en relación al Ceferino, pero se equivocaron conmigo. Desde que me quedé sola, pude tener otros hombres y no quererlos tanto. Meterlos en mi cama para que sus manos amainen la lejanía y la soledad, que con los años se fue haciendo cada vez más franca, más noble; ya no me hace falta el cielo inmenso del campo para enterarme. Cuando ter-minamos les chisto que no hagan ruido, les agradezco cuando me pagan y los llevo a la cocina. Pongo la tetera para el mate, les hago una conversación cortita, que es algo que siempre precisan, y hasta luego. Al día siguiente salgo a la calle, al sufrimiento del vía crucis, con los ojos en alto.
Pero adentro de mí, sola conmigo, sólo yo sé que ese trabajo digno, que me da orgullo de la boca para afuera, no para la olla. Y nada ni nadie puede quitarme la satisfacción de saberme patrona de mi otro trabajo, el que hago tan bien, porque lo aprendí de chica y porque lo disfruto desde las entrañas.
Antes creía que al Ceferino todo le había empezado a cambiar cuando nos fuimos de la villa. Yo tenía los pies en la tierra más que él, aunque por primera vez estuviésemos en el pavimento. Me decía a mí misma que el Ceferino esperaba más de la vida y de Jesús. Con su mirada oscura y fuerte increpaba a Jesús, pidiéndole cosas, como si tuviese derecho. Se frustraba por poco. Una noche que chispeaba y llegó tarde a cenar, se lo noté en la cara: andaba detrás de una pollera. Pero ahora ya no creo que haya sido culpa de salirnos de la villa ni de la desilusión con Jesús. Creo que en verdad fue mucho más sencillo que eso; fue, precisamente, algo parecido a lo que vaticinaron las comadres: los hombres no tienen una sola mujer.
Mentiría si, a pesar de ese amor tan fuerte que siento todavía por el Ceferino, dijera que lo extraño. También si pensara que hubiese sido preferible no haber creído en él, culpa de quererlo tanto. A mis hijos les tocó vivir un mundo mucho más difícil, sin ninguna posibilidad de sueño o esperanza o idea fija. Para ellos, es como ser viejos de antemano. Sienten bronca hacia el Ceferino, una que yo no supe tener hacia el papá, el gaucho redentor que nunca conocí. A la noche me voy a dormir vanidosa de mis dos trabajos y en mis trabajos pienso hasta dormirme. Pero muchas noches me he encontrado imaginando que estoy acostada boca arriba a la intemperie en plena llanura, diminuta bajo el cielo menduco, inmenso, aplastada por las estrellas. Siento unas ganas inmensas de acercarme a aquel cielo, rasparlo con las puntas de los dedos. Huelo olor a yuyo como si en verdad estuviese allá y antes fuese ahora, y de repente mis oídos oyen el galope de un caballo: tocotoc, tocotoc. La tierra tiembla apenitas, pero el galope es cada vez más preciso y cercano. Me incorporo, me apoyo en un brazo, aprieto los ojos para enfocar hacia el horizonte plano. Sí, es un caballo y un gaucho con sombrero y poncho. Se acerca poco a poco. Se baja del caballo con esfuerzo, está muy cansado. Siento el latir de mi corazón como otro galope en la garganta. El gaucho tiene barba; el sombrero dos abolladuras; lleva rastra, chicote y botas de potro. A pesar de la barba, se parece al padre Daniel. Me pregunta qué ha sido de mi vida. Su voz suena profunda, casi con eco. No sé por qué le cuento desde el principio, que aprendí a caminar sola, entre las gallinas. Me emociono un poco. Le digo que con la mamá lo esperábamos ahí mismo, todas las noches. Le cuento de mi trabajo en la Capital a los dieciséis y de mi amor por el Ceferino, y de mis hijos que están crecidos. Me agrando cuando llego a la parte de mi trabajo de ahora en el hospital, porque, le explico, es una época tan fea para el país. En el instante en que la emoción me llega, y me obligo a volver ahí mismo donde estoy, a mi pieza de Temperley, me levanto para ir al baño. Abro la canilla, mojo mi cara y dejo que el agua fría me despabile.
Evocado bajo la luz blanca de la lamparita del baño, no sé si aquel gaucho, aquella presencia que me ligaba tan fuerte con el cielo, era el papá que no conocí o el mismo Dios.
Ilustración: Mapi de Aubeyzon.
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