Los mapas, qué duda cabe, sirven: nos ubican, nos orientan, nos ayudan a llegar a algún lugar. Son, también, un recorte y reducen las alternativas. Pienso en los circuitos turísticos: cómo recorrer una ciudad, una región, para no perderse nada importante, más allá de que a veces los hallazgos más personales se hagan por fuera de ese mapa, cada quien siguiendo su instinto. Así funcionan los premios literarios que, en distintos lugares del mundo, van destacando una lista más o menos amplia de libros ya publicados. El Man Booker Prize en Gran Bretaña, el Buchpreis de Alemania, las varias secciones de los Pen Literary Awards en los Estados Unidos: todos intentan cartografiar la producción literaria de sus países en un año determinado y armar un recorrido que permita reconocer las tendencias más llamativas, los conceptos más característicos. Si la literatura cataliza los procesos que atraviesa una sociedad, echar una mirada amplia sobre las novelas escritas en un período y seleccionar algunas de las más importantes puede funcionar como un esquema —veloz y muy cercano en el tiempo, con los riesgos que eso implica, ya lo sabemos— que nos diga algo sobre “el lugar al que vamos”.
Los miembros del prejurado convocado por el Premio de Novela de las fundaciones Medifé y Filba acaban de hacer ese trabajo: para armar la “lista larga” de textos finalistas, leyeron más de 200 novelas de 130 editoriales de todo el país publicadas durante el 2019 y eligieron las 10 que más los impactaron. Es una lista de textos diversos con un aspecto en común: son todos libros excelentes y vale la pena leerlos uno por uno. En ese mundo de papel nos encontramos con autores nóveles y otros que publican desde hace décadas; con editoriales multinacionales y con casas que no llegan a los diez títulos en sus catálogos; con un amplio abanico de géneros literarios —humor, terror, novela familiar, distopía—; con una representación diversa de género y orientación sexual, tanto en autores como en personajes; y con algunos —pocos— libros publicados fuera de la ciudad de Buenos Aires. Una primera conclusión del mapa, entonces, es que la escena editorial en el país es vital, que hay buen ojo, entusiasmo, compromiso y ganas de experimentar. También, que todo se concentra en Buenos Aires y que urge pensar en formas inteligentes de descentralizar la producción, la difusión y la distribución de libros. Que las políticas culturales tienen que estar orientadas al desarrollo del público lector, para que la vitalidad de la industria pueda sostenerse y crecer.
Pero sigamos mirando el mapa, porque nos muestra más cosas. Las novelas Cometierra, de Dolores Reyes, y Las malas, de Camila Sosa Villada, hablan sobre dos temas actuales y urgentes —la violencia a la que son sometidas mujeres y grupos minoritarios como las travestis—, mientras que De dónde viene la costumbre, de Marie Gouiric, sigue las vicisitudes de una institución que atraviesa —a la vez que es atravesada por— esta urgencia y estos cuestionamientos: la familia. Quemar el cielo, de Mariana Dimópulos, Hasta que mueras, de Raquel Robles, y Furia de invierno, de Perla Suez, revisitan los años ’70 y los anudan, cada una a su manera, con períodos más cercanos de la historia nacional. El último Falcon sobre la tierra, de Juan Ignacio Pisano, y La masacre de Krueguer, de Luciano Lamberti, juegan con los límites de la realidad e incursionan en la distopía y el horror. El hombre de cristal, de Carlos Bernatek, y ¡Felicidades!, de Juan José Becerra, tratan de atrapar las muchas facetas del paso del tiempo y no huyen de las contradicciones de esa figura que está en la picota, el “macho”.
En cuanto al estilo, en las voces narrativas que eligieron los diez autores finalistas prevalece un realismo que, de a ratos, se vuelve casi costumbrista. Mechado con un humor que hace reír en voz alta en los libros de Becerra y Bernatek, o con una ternura dislocada en, por ejemplo, Sosa Villada y Gouiric, este realismo deja descubiertas las rendijas para que se cuele lo desconocido, lo ominoso: la tierra que habla de Reyes, los bosques vivos de Lamberti, el paisaje cuasi-futurista de Pisano. En esta selección, también se nota la presencia tan generalizada de la no-ficción y la tendencia a cruzar la novela con lo documental y “las fuentes”: el tono seco y fáctico de la narración en Suez; las investigaciones y los testimonios que usa Dimópulos; los breves informes de las autopsias que intercala Robles. Pero leyendo el conjunto, no se puede evitar la sensación de que el perro se muerde la cola: ¿cuáles son las mejores herramientas de las que disponemos hoy para contar el mundo, para entenderlo? Cuando el narrador de la novela de Robles, un novelista contratado para escribir el libro que cuente la historia “real” de otra persona, busca material para preparar esa biografía, dice: “Me inclino más por leer para este libro cuentos de hadas. Por el bosque, claro, pero también por cierto maniqueísmo, por cierta simpleza en la valoración de los hechos y las personas”.
Resulta difícil y tal vez forzado tratar de encontrar una escala en común, una medida que permita superponer un texto a otro para encontrar algún dibujo compartido. Pero esa es la intención de esta lectura, que es solo una de las muchas que ya se hicieron y se seguirán haciendo. Tal vez, la escala que buscamos esté en la sensación de desprotección, de deriva y desamparo, de acecho permanente que comparten los personajes de estas diez novelas. Esa precariedad que, como señala Judith Butler, compartimos todos los seres vivos, aunque en grados muy distintos según la red de contención con la que cada uno cuenta. La violencia puede tener el carácter fantástico de los muertos-vivos, el salvaje del ajuste de cuentas entre bandas, el escalofriante de la violencia de estado, el cotidiano de la pobreza, el metódico de la desigualdad sistémica. La pregunta, como dice la protagonista de Las malas, es “cómo contrarrestar el horror del mundo”. La respuesta, si la hay, está en la creación de nuevos lazos afectivos, nuevas redes de contención: unir fuerzas con otros tan desamparados como uno. Como la pequeña familia formada por la mujer, su abuelo inválido y su sobrina discapacitada en el El último Falcon sobre la tierra o la comunidad de Nadia y “los chicos” en Hasta que mueras. Nadie se salva solo: esa es una verdad antigua, que hoy se vuelve más apremiante que nunca. Y además, claro, está la literatura: “Es en honor a la arbitrariedad que se escribe una novela”, dice el protagonista de ¡Felicidad!. La “lista larga” de este premio ofrece una suma de arbitrariedades que, quizá, nos ayude a ubicarnos un poco mejor.
* La autora de esta nota es ex directora de Filba y fue una de las personas que ideó el Premio Fundación Medifé - Filba.
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