Adelanto exclusivo de “El siglo del populismo”, el nuevo libro de Pierre Rosanvallon

En este ensayo que acaba de publicar Ediciones Manantial, el historiador francés realiza un análisis detallado de lo que considera la “ideología ascendente del siglo XXI”. A continuación reproducimos el capítulo titulado “El horizonte de la democradura: la cuestión de la irreversibilidad”

"El siglo del populismo" (Ediciones Manantial) de Pierre Rosanvallon

El término francés démocradure, forjado hace poco tiempo, en 2019 hizo su entrada en Le Petit Robert, el diccionario de lengua francesa que funciona como referencia. Fusionando las palabras “démocratie” y “dictature”, califica un tipo de régimen esencialmente iliberal que conserva en lo formal los ropajes de una democracia (“Régimen político que combina las apariencias democráticas con un ejercicio autoritario del poder”, dice su definición). La noción, tomada de manera estática, puramente descriptiva, contribuye poco a la comprensión de lo que especifica al mundo político contemporáneo. De hecho, numerosos regímenes totalitarios y dictaduras venían sintiendo desde hacía largo tiempo la necesidad de adosarse a una legitimación por las urnas. Este fue, típicamente, el caso de los antiguos regímenes comunistas. Si bien se mofaban, con Lenin, de “la ingenua creencia en la conquista legal del poder” y de la “superstición parlamentaria” al afirmar que la dictadura del proletariado que se jactaban de encarnar era “un millón de veces más democrática que cualquier democracia burguesa”, no se ocupaban menos de organizar elecciones que les permitían exhibir a los ojos del mundo los resultados triunfalistas conocidos. Y podríamos citar también el ejemplo de todos esos dictadores igualmente dedicados en los cinco continentes a manipular elecciones, más que a suspenderlas. Si el neologismo “democradura” debe tener hoy una pertinencia, es por relacionarse más precisamente con otros dos casos prototípicos: por un lado, el de la justificación democrática de prácticas autoritarias y, por el otro, el del deslizamiento progresivo de muchos países hacia regímenes autoritarios en el propio seno de un marco institucional democrático preexistente. Se trata pues en este caso de comprender la democradura dentro de la democracia, sin que se haya operado antes algo propio de la ruptura: golpe de Estado o suspensión de las instituciones ocasionada por la declaración de un estado de emergencia. Lo cual es también muy diferente, por lo tanto, de la idea de “ropaje democrático” de un régimen dictatorial, o incluso la de “regímenes híbridos”.

Los ejemplos latinoamericanos y europeos muestran que es posible distinguir tres factores para analizar las condiciones en las que un régimen surgido de una ola electoral populista puede mutarse en democradura: la instalación de una filosofía y de una política de irreversibilidad; una dinámica de polarización institucional y radicalización política; una epistemología y una moral de la radicalización.

Filosofía y política de la irreversibilidad

Numerosos regímenes populistas consideraron que su victoria en las urnas iba más allá de una simple alternancia y que iba a marcar el ingreso a una nueva era política. Se utilizaron muchas veces los términos “debe comenzar la era del pueblo”, “refundación”, “irreversibilidad”. Este último es el más significativo. Implica, en efecto, la idea de una ruptura que instaura un nuevo orden. Refiriéndose al establecimiento de una VI República en Francia mediante la formación de una Asamblea constituyente, Jean-Luc Mélenchon decía: “No se trata solamente de cambiar la regla del juego, sino de tomar el poder. La Constituyente para la VI República [...] es una revolución del orden político a fin de instaurar el poder del pueblo.” Con el proyecto de irreversibilidad, lo que así se recicla es el viejo ideal revolucionario. A menudo se lo comparó significativamente a lo que se entendía como contrarrevolución neoliberal, forjadora de un mundo que se pretendía sin alternativa posible (el famoso TINA, there is no alternative), juzgándose en este caso la irreversibilidad como lo único capaz de invertir la marcha de las cosas. Es así como puede unirse la idea tradicional de victoria electoral con la de ruptura de índole revolucionaria.

Desde esta perspectiva, la noción de mayoría cambia de naturaleza. Ya no es solamente la expresión de un dato aritmético circunstancial y en consecuencia reversible por remitir implícitamente al mecanismo de la alternancia (en el sentido que mencionamos poco antes). Ella adquiere una dimensión sustancial más fuerte al hacer triunfar al “pueblo” sobre sus enemigos y a la virtud sobre las fuerzas inmorales. El desenlace de un combate entre fuerzas antagónicas mezcla la concepción de una división social irremontable con el combate por el bien y la verdad. Recordemos que el populismo es, en efecto, inseparable del surgimiento de sociedades donde las divisiones políticas se han radicalizado.

En los regímenes populistas, la irreversibilidad se organiza con ayuda de dos instrumentos: por un lado, el recurso a asambleas constituyentes que remodelan profundamente las instituciones y, por el otro, la apertura de posibilidad de reelección para los dirigentes en funciones. La institución de asambleas constituyentes por impulso de la victoria o de procedimientos de reforma constitucional es uno de los rasgos más característicos de los regímenes populistas. Consiste en hacer que el voto mayoritario confirme modificaciones cuyo fin es especialmente instaurar una democracia polarizada que reduzca y hasta aniquile el papel de las autoridades independientes. De paso se modifican igualmente los tribunales constitucionales a fin de poblarlos con magistrados fieles al nuevo régimen, en nombre de la supremacía absoluta del poder popular decidido en las urnas. Chávez, Correa, Maduro o Morales siguieron este rumbo en América Latina, así como Kaczyn ́ski y Orbán en Europa. Pero no fueron los únicos o los primeros en usar esta argumentación. Grandes figuras del populismo norteamericano ya la habían defendido. En la década de 1930, Huey Long, gobernador-senador de Luisiana, exclamaba, fortalecido por los votos que le habían dado el poder: “Hoy, la Constitución soy yo.” Georges Wallace, gobernador de Alabama a comienzos de los años de 1970, que en 1968 y 1972 será el defensor de las ideas racistas y la expresión de la ira económica de los trabajadores blancos pobres en la elección presidencial, decía, con el mismo espíritu: “Hay una cosa más fuerte que la Constitución [...], la voluntad del pueblo. De hecho, ¿qué es una Constitución? Una producción del pueblo; el pueblo es la primera fuente del poder, y si lo desea, el pueblo puede derogar la Constitución.” Sobre este punto, populistas de izquierda y populistas de derecha coinciden: para ellos, la Constitución es la simple expresión momentánea de una relación de fuerzas. Es considerar, en otros términos, que la esfera del derecho no tiene ninguna autonomía y que, por lo tanto, todo es político.

El cambio de las condiciones para reelegir al jefe de Estado es la otra gran técnica de organización de la irreversibilidad en los regímenes populistas, y el caso latinoamericano es al respecto notablemente ejemplar. Para entender bien el carácter central de la cuestión en ese continente, hay que recordar que en la década de 1980 la salida de las dictaduras en Argentina, Brasil, Chile y Paraguay –para mencionar solo los casos más notorios de la época– llevó a incluir en la mayoría de las Constituciones la imposibilidad de reelección inmediata de los presidentes. La medida se introdujo para conjurar los espectros del pasado y para consolidar las democracias renacientes en países que habían vivido todas las formas del autoritarismo y del poder personal. Ahora bien, esa tendencia comenzó a invertirse desde mediados de la década de 1990. Movimiento entonces justificado al constatarse un “retorno a la normalidad” del continente. Por ejemplo, el argumento permitió a Fernando Henrique Cardoso postularse exitosamente en Brasil para un segundo mandato tras obtener la necesaria modificación de la Constitución. El punto fue debatido también en Colombia y Perú, donde el alegato por las ventajas de un gobierno de largo plazo era confrontado con lo que se entendía como debilitamiento de la función de juicio retrospectivo que se podía esperar de una votación, dado el conjunto de ventajas ligadas a la posición de presidente saliente, así como el efecto de parálisis inducido en la conducción de la acción gubernamental. La evaluación del problema cambiará de naturaleza con los regímenes populistas de comienzos del siglo XXI. Esto, de manera doble. Primero, al extender el tema de la reelección inmediata al de la posibilidad de una reelección tendencialmente ilimitada. Pero también en cuanto a los argumentos esgrimidos para justificar esta radicalización.

Hugo Chávez, mascarón de proa de este nuevo ciclo populista, hizo votar en 1999, cuando asumió la función por primera vez, la prolongación del mandato presidencial (de cinco a seis años) y posibilitó una reelección consecutiva. La limitación desapareció en 2009, cuando tal reelección presidencial pasó a ser indefinida. Fue así como pudo permanecer catorce años en el poder, hasta que la enfermedad le impidió continuar su cuarto término (que lo habría llevado hasta 2019). Su reemplazante y continuador, Nicolás Maduro, elegido en 2013, es actualmente titular de un mandato que llega a 2025. En Bolivia se siguió un proceso paralelo. Elegido en 2005, Evo Morales hizo votar durante su primer mandato la posibilidad de una reelección presidencial consecutiva “por única vez”, pero simultáneamente obtuvo del Tribunal Constitucional que le era devoto no tomar en cuenta los mandatos ya ejercidos, permitiéndole así continuar en funciones hasta 2020. Si bien perdió en 2016 un referéndum destinado a autorizar su postulación para un cuarto mandato después de esa fecha, el Tribunal Constitucional dictó en 2017 un fallo contrario, estimando que poner barreras constitucionales a una reelección para funciones públicas significaba socavar “los derechos políticos” del pueblo. En Ecuador, de modo paralelo, Rafael Correa hizo primero votar la posibilidad de una reelección consecutiva y luego aprobar (en 2015), por parte de una Asamblea Nacional en manos de su partido mayoritario, una reforma constitucional que autorizaba la reelección indefinida para todos los cargos sometidos al voto popular, incluyendo el de presidente.

Pierre Rosanvallon

La posibilidad de reelección ilimitada fue adoptada en otro gran bastión del populismo latinoamericano: Nicaragua. Se trata de una de las modalidades clave con las que se implementó la irreversibilidad de estos regímenes, favorecida en la mayoría de los casos por manipulaciones electorales. Debe subrayarse también el papel capital que cumplieron las cortes constitucionales en esos países. Sometidas por el poder presidencial, permitieron consolidar esas tendencias e incluso, en ciertos casos, desbaratar las votaciones desfavorables instaurando así el sistema jurídico como un instrumento puramente político. El ejemplo boliviano es en este aspecto sumamente esclarecedor. Ya en su primera elección, Evo Morales hizo presión sobre el Tribunal Constitucional del país. Al multiplicar el hostigamiento sobre sus miembros (reduciendo, por ejemplo, la remuneración de los magistrados) o al ejercer presión física sobre la institución (en 2007, mineros favorables al gobierno dinamitaron la sede de uno de sus establecimientos provinciales con la intención de forzar, amenazándolos, la mano de los jueces). La nueva Constitución de 2009 superó luego el obstáculo determinando que había que “democratizar” a todos los altos tribunales haciendo elegir a sus miembros por sufragio universal... mientras la selección de los candidatos quedaba a cargo de un Parlamento cuya mayoría pertenecía al partido presidencial.

El ejemplo latinoamericano es emblemático del deslizamiento progresivo de algunas democracias hacia las democraduras. En otros continentes, la Rusia de Putin o la Turquía de Erdogan podrían ser calificadas desde el mismo punto de vista, aunque sin confundirlas con el vuelco hacia dictaduras tradicionales como ocurrió recientemente en el Egipto del mariscal Al-Sisi, quien, en la primavera de 2019, reforzó su dominio sobre el país al obtener el derecho de mantenerse en el poder hasta 2030 ejerciéndolo de manera puramente dictatorial. Y tampoco confundirlas con los múltiples casos de perduración en el poder de jefes de Estado africanos con ayuda de elecciones casi totalmente manipuladas.

Las normativas de reelección que acabamos de referir instalan una especie de tobogán conducente a la democradura. Es interesante destacar que esas normativas no cesaron de ser sustentadas desde puntos de vista pretendidamente democráticos. En efecto, los partidarios de la reelección ilimitada pusieron siempre en primer plano la preeminencia que debía otorgarse a la “voluntad del pueblo”. “Sería antidemocrático impedir que el pueblo decida”, se leía en una de las primeras obras consagradas al tema en América Latina. Tal como hemos señalado, este fue igualmente el argumento utilizado por el Tribunal constitucional boliviano. El propio Ernesto Laclau, referencia intelectual para todos los gobiernos populistas de izquierda del continente, había señalado que “una democracia real en América Latina debe fundarse en la reelección indefinida”. Lo problemático aquí es la asimilación de la democracia exclusivamente a la elección, reduciéndose entonces al pueblo a su expresión aritmética momentánea. Con el desecamiento del orden jurídico resultante; lo que he calificado de dinámica de polarización característica del populismo.

Polarización y politización de las instituciones

Hemos utilizado la expresión “democracia polarizada” en nuestro capítulo “Anatomía del populismo”. Lo que caracteriza a los regímenes populistas es pasar enérgicamente al acto sobre este punto. Ello, según modalidades sin duda diferentes. Podemos distinguir así entre los procesos de brutalización directa de las instituciones y las estrategias de desvitalización progresiva. Los populismos latinoamericanos y el régimen húngaro ofrecen cada uno de ellos una ilustración de estas dos variantes, con la domesticación de las cortes constitucionales imponiéndose en cada caso como elemento clave de un cambio total destinado a suprimir los diferentes contrapesos al poder del ejecutivo existentes. La Venezuela de Hugo Chávez es un buen ejemplo de brutalización de las instituciones (siendo la Bolivia de Evo Morales el otro caso arquetípico en América Latina). Desde su ascenso al poder en 1999, Hugo Chávez hizo elegir, de manera inconstitucional pues no estaba prevista en la Constitución vigente, una Asamblea Constituyente. Esta, violando un fallo de la Corte Suprema en funciones, se arrogó el poder de disolver todas las instituciones existentes y de instalar otras nuevas. Al sentir amenazada su existencia, la Corte decidió “suicidarse para evitar ser asesinada”, según la fórmula de su presidenta, que había dimitido como protesta por ese golpe de fuerza. La Corte fue suprimida de hecho y se la reemplazó por un Tribunal Supremo de Justicia, aumentando el gobierno el número de miembros a fin de colocar en él a sus fieles y asegurarse una institución que ya no pusiese obstáculo a sus acciones. En Hungría, Viktor Orbán utilizó un método más sesgado. Él también procedió a una reforma constitucional en 2012, y lo hizo conforme a las reglas, pero redujo algunas atribuciones esenciales de la Corte prohibiéndole, por ejemplo, remitirse a su propia jurisprudencia de los años subsiguientes a la caída del comunismo. ¡E introdujo paralelamente en el texto todo un conjunto de elementos de políticas públicas –que habitualmente no figuran en una Constitución– para trabar la acción de un futuro gobierno que ya no estuviese en manos de su partido! Es de señalar que el régimen polaco en manos del PiS actuó de manera análoga para liberarse del control de la justicia constitucional.

De modo paralelo, la politización del Estado caracterizó a los regímenes populistas. Los funcionarios recalcitrantes fueron excluidos de diversas maneras y sustituidos por fieles. Así pues, politización de las funciones y polarización de las instituciones se aunaron para que todos los poderes quedaran en manos de un ejecutivo que tuviera, por otra parte, al poder legislativo a sus órdenes. En este caso se puede hablar de una verdadera privatización del Estado que vacía de su sustancia la noción misma de servicio público. Sin contar el desarrollo inducido de formas de clientelismo que tuvieron consecuencias dramáticas en la empresas estatales (a imagen de lo que pasó en PDVSA, la compañía petrolífera de Venezuela). Fue así como se instaló en estos países una nueva clase capitalista sometida al poder, que la dejaba libre de enriquecerse a cambio de un servilismo político absoluto (el caso de Rusia es ejemplar en este aspecto, pero se trata de un fenómeno general).

Más allá de esa polarización del Estado, los regímenes populistas organizaron también su dominio sobre los medios de comunicación, y lo hicieron de múltiples maneras. Reduciendo, por ejemplo, los ingresos publicitarios en la prensa opositora: prohibición a las empresas públicas de poner anuncios en ella, presión sobre las compañías privadas (el diario Gazeta Wyborcza, principal órgano de oposición en Polonia, informó con detalles sobre este tipo de medidas). Como esto podía producir dificultades financieras, sectores de negocios amigos del poder compraban a menudo esos medios, sabiendo que su “inversión” sería recompensada con la obtención de ventajas diversas. Esta prensa se ve privada también de informaciones, al no tener acceso a todo un conjunto de fuentes.

Sin haber censura en el sentido jurídico del término, los medios al servicio del poder terminan así por colonizar el espacio público y pesar de manera decisiva sobre la opinión pública. Para limitarnos al caso húngaro que mencionábamos, en 2019 el 78% del total de negocios de los medios era generado por sociedades directamente controladas por el Fidesz (el partido de Orbán) o cercanas a él. Ahora bien, las transformaciones de la vida pública / política resultantes de la aparición de regímenes populistas no se miden solamente con la vara de estos diferentes dispositivos. Se traducen también en la desaparición paulatina de las reglas implícitas que la rigen, aquellas que están vinculadas al “espíritu de las instituciones”, a las así llamadas, más específicamente, “convenciones de la Constitución” o, en términos más amplios, a lo vinculado con la civilidad democrática. Dichas transformaciones van acompañadas, además, por una fuerte tendencia a la intensificación de la polarización partidaria, que conlleva un endurecimiento de las oposiciones sociales.

Donald Trump es uno de los personajes mencionados por Rosanvallon. (REUTERS/Carlos Barria)

La presidencia de Donald Trump ilustra de manera ejemplar esta doble evolución, aun cuando las instituciones del país se mantengan formalmente intactas. Su lenguaje, teñido de eructos, insultos y ataques personales, no impacta solo por su vulgaridad (apreciada por sus adeptos). Incita sobre todo de manera sistemática e inédita a las divisiones partidarias, al repetir que el país se divide en norteamericanos buenos y malos, el país real y un Estados Unidos que adopta todos los rostros de lo que él puede considerar como profundamente despreciable. Aunque ciertamente no es lector de Carl Schmitt, Trump actúa instintivamente como si el país se dividiera entre hombres e infrahombres, amigos y enemigos que conforman mundos extraños, mensaje con el que no se cansa de machacar. Se ven así negadas, barridas las nociones de tolerancia, comunidad política y civilidad democrática. Al mismo tiempo, Trump mantiene una relación puramente utilitaria con las instituciones. La forma que ha tenido de despedir a personalidades como el jefe del FBI o el tipo de nombramientos a los que procedió muestran que se ha desembarazado de todas las reglas admitidas de comportamiento en política. Permanece dentro del marco legal, pero al mismo tiempo conduce la vida política a límites extremos. Lo cierto es que en este plano ha tenido un entrenamiento temible al acallar las voces hostiles en el interior del mundo republicano, con las debidas consecuencias en las prácticas de audiencia y confirmación de los candidatos a cargos públicos importantes. Si algún día Estados Unidos se viniera abajo, no sería a causa de un golpe de Estado sino de repetidos ataques contra las costumbres democráticas con los que el país habría consentido. It Can’t Happen Here: al titular así una de sus novelas en 1935, Sinclair Lewis quiso hacer sonar la alarma sobre la fragilidad democrática de su país en el momento en que llegaba Hitler al poder. Comienzan hoy a multiplicarse libros en los que se agita el espectro de las consecuencias que tendría una reelección de Trump en 2020. Se los debe tomar en serio.

Epistemología y moral de la politización generalizada

Para los líderes populistas, no se trata únicamente de defender sus opiniones y proyectos. Ellos se presentan como celosos servidores de la verdad asediados por las mentiras de sus oponentes. Este desplazamiento del campo de confrontación con sus adversarios los conduce a poner en escena un universo dominado por poderes disimulados de manipulación de la opinión pública, de modo tal que los actos quedan borrados tras las intenciones y las sospechas. Esta concepción estructura el lenguaje y los argumentos de los movimientos populistas, que se fortalecen en proporción a su capacidad para convencer de que un “gobierno de la sombra” (un deep state en el vocabulario de Trump) engaña a los ciudadanos y les disimula inquietantes realidades (siendo el tema de la inmigración especialmente propicio para esta práctica). Los conflictos de intereses se ven así encastrados en lo que se describe como el combate verdaderamente decisivo, el de la verdad y la mentira, que traza una línea divisoria en la opinión pública. Los hechos y los argumentos tienden entonces a borrarse tras lo que es del orden de una creencia organizadora de los razonamientos, dificultando el menor intercambio racional. En la era de los populismos, de este modo progresivamente se radicaliza la polarización de los enfrentamientos.

Cuando un líder populista toma el poder, lo que era propio de una estrategia electoral pasa a ser una política de Estado. Viktor Orbán organizó de esta manera un instituto que fue llamado “Veritas”, al que le incumbe la tarea de “reforzar la identidad húngara” estableciendo una verdad oficial acerca de la enmarañada historia del país (sobre todo en el período de entreguerras). De un modo más confuso, pero todavía más espectacular, Donald Trump convirtió la enunciación de contraverdades en elemento permanente de sus intervenciones políticas. El Washington Post hizo saber que, en su primer año de mandato, había proferido más de 2.000 mentiras o afirmaciones engañosas. Al introducir una confusión cada vez mayor sobre la índole de los problemas que es preciso encarar en un país, esas prácticas envenenan el debate político y lo desestructuran profundamente. Asociadas a un odio, estimado saludable, a los medios de comunicación, esas mentiras contribuyen, para decirlo con otras palabras, a una auténtica “corrupción cognitiva” del debate democrático. En efecto, no hay vida democrática posible sin que existan elementos de lenguaje comunes así como la idea de que es posible oponer argumentos basados en una descripción compartida de los hechos. Los movimientos y regímenes populistas prosperan entonces sobre una tendencia preocupante de las sociedades contemporáneas a disolver la distinción entre hechos y opiniones bajo la bandera de una politización general y extrema.

Los regímenes populistas radicalizan también la percepción de los opositores políticos como personas inmorales y corruptas, a sueldo de intereses apátridas. Oponen así el pueblo -autenticidad y el pueblo-virtud, con los que dicen identificarse, a un adversario-enemigo arrojado al exterior de la comunidad nacional. La legitimidad de la que presumen es excluyente, uniendo indisociablemente política y moral. También en este caso, más allá de los hechos, los regímenes populistas se embanderan en la pretensión de encarnar el bien para justificar sus actos y su relación distante con el Estado de derecho, disolviendo con ello lo que constituye la esencia de la democracia como tipo de comunidad política abierta y pluralista.

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