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A la vida hay que vivirla, no narrarla. A lo sumo, comentarla. Cesare Pavese andaba siempre con un cuaderno. Cuando se acordaba, en general durante la soledad de la noche, lo abría y anotaba alguna idea, alguna frase, algún improperio, alguna belleza. Después de su muerte ese cuaderno se publicó con el título El oficio de vivir. Su diario era un compendio de anotaciones que escribía como si supiera que vería la lúz de forma póstuma. De hecho, la última frase que puso ahí fue esta: “Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. Y efectivamente, casi como una promesa de fuego —esa era la relación que tenía con las palabras— no escribió nunca más nada.
“Quería darnos con su diario un testimonio del antiguo lado trágico de la vida humana del cual nadie escapa”, le dijo Italo Calvino a Geno Pampaloni en una carta de 1951 cuando estaba por publicarse este cuaderno. Ambos autores seguían atónitos por el suicidio de su amigo, hacía menos de un año. Es cierto, nadie escapa de la tragedia humana, pero ¿qué hacer al respecto? “Entre nosotros nada / de trampas, nada / de cosas inútiles – / combatiremos siempre”, escribió en uno de sus grandes libros, también póstumo, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. No hay otra opción para Pavese: resistir mientras esto dure.
Tenía 41 años cuando se decidió por las diez dosis de somníferos. Lo encontraron sin vida el 27 de agosto de 1950 en su cama, hace exactamente setenta años. Al lado, en la mesita de luz, uno de sus libros, Diálogos con Leucò, contenía una nota: “Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿De acuerdo? No chusmeen demasiado”. ¿Por qué no permitirse un poco de ironía en la escena final?
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Mirándola detenidamente, la vida es una montaña de frustraciones. Pesada, dolorosa, insoportable. Pero en el centro, lo que la sostiene es una sensación insólita y casi ajena de vitalidad. No sabemos por qué pero aquí estamos, todavía y pese a todo, viviendo. ¿Qué nos mueve? “Una fuerza tremenda está en nosotros, la libertad”, sostiene Cesare Pavese en El bello verano —libro escrito en la primavera de 1940 y publicado en 1949— con la certeza de que “sin contrastes la vida es trivial”.
Eso nunca se fue de su cabeza: la intensidad de vivir poéticamente. ¿Es acaso posible? En el lenguaje, en la literatura, todo lo es, pero ¿cómo trasladarlo a la vida? Quizás la operación no sea de movimiento, de “traslado”, como si ambas instancias fuesen opuestas, sino de unificación. “Vida y oficio poético unidos en una síntesis superior será siempre el ideal pavesiano”, escribió Eugenio P. Castelli en El mundo mítico de Césare Pavese, publicado en 1971. Hacia allá iba, hacia allá fue. Y se le fue la vida en ese gesto íntimamente revolucionario.
“La tremenda verdad es ésta: sufrir no sirve de nada”, se lee en un su diario. Es un rapto de bronca y de odio. El sufrimiento, para el sufrido, nunca sirve. La reflexión en pleno dolor tampoco porque no disminuye esa sensación de agonía. ¿Cómo se leerá una frase como esta en el siglo de las sonrisas blancas, los pulgares arriba y la autocelebración? Pavese no hace una apología de la alegría, no le interesa. Ni en sus formas ni en sus temas. Su voz carga con una densidad que no permite la lectura liviana. Ahí, en la escritura, deja un pedazo de vida.
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En 1908, Santo Stefano Belbo —un pueblito piamontés entre los Alpes y el Mediterráneo— amasaba la tranquilidad del paraíso campesino. Había trabajo, mucho, y la Segunda Guerra Mundial aún no había nacido para avivar el fuego del exilio. En este punto milimétrico del mundo, un 9 de septiembre, nació Cesare Pavese. La infancia, ese lugar legítimamente idealizado, se dañó con la muerte de su padre. Tenía seis años. El carácter estricto y autoritario de su madre fue un vano consuelo contra la temprana ausencia. paterna
A sesenta kilómetros del pueblo estaba Turín, una ciudad ya industrial. Viajaba mucho por entonces y en ese ir y venir del campo a la ciudad también se tejió una sensibilidad que se potenciará, luego, cuando se instale allí para estudiar. En la biografía de Pavese, Eugenio P. Castelli sostiene que todos estos elementos, sumados a la “debilidad física, a causa de una afección asmática”, construyen su personalidad, por lo tanto, “se deduce claramente que la obra de Cesare Pavese no puede ser estudiada sino a la luz de su historia personal”.
En ese niño triste, en ese adolescente conflictuado, ¿ya está el germen de su obra? Posiblemente. Lo cierto es que la literatura llega a su vida para volverse, dice Castelli, “un instrumento de catarsis en un profundo y doloroso proceso de frustraciones”.
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Su escritura profesional comienza siendo una interpretación: el oficio del traductor. Primero con sus norteamericanos contemporáneos, como Ernest Hemingway y William Faulkner; luego con los clásicos del siglo anterior, como Walt Whitman y Herman Melville. En todos esos autores encontraba “un modelo cultural y moral: una obra literaria nacida de una integral experiencia humana”, cuenta Castelli. Ya se había licenciado en Filología Inglesa, ya había leído esas cosas que se podrían llamar introductorias, entonces pasó al siguiente nivel, al de crítico, y eso lo conformó como intelectual y, más tarde, activista y militante del Partido Comunista. Sus libros están dotados de una profunda sensibilidad social: escribió ensayos, novelas, cuentos, aunque fue su poesía lo que le dio el carácter distintivo.
Todo ese traqueteo no fue fácil. Sobre todo en Italia. Aún no era mayor de edad cuando Benito Mussolini encabezó la marcha sobre Roma en 1922 enamorando al rey Víctor Manuel III, quien le pidió un “gobierno de orden”. Tras la Primera Guerra Mundial llegaría, esa Italia con sindicalismo revolucionario quedaría en las sucias manos del Duce. Pese a la censura y la persecución, Pavese fundó y comandó la editorial Einaudi y escribió sin parar, hasta que, por algunos de sus textos antifascistas, fue confinado en un pueblo de Calabria donde todos los días tenía que pasar por la comisaría. Corría el año 1935 y en esas caminatas tristes y llenas de bronca hacia la dependencia policial entendió, casi como una revelación, el poder de sus palabras.
Un año después llegó Trabajar cansa, su primer libro de poesía, una bomba literaria que fue mejor leída en 1943, cuando publicó una reedición corregida y aumentada. La sensibilidad de este poemario no es netamente festiva. Toda empatía necesita también posarse sobre los pesares, la angustia, las injusticias. Pavese no sólo vivió las dos Guerras —muchos de sus amigos murieron en la Segunda—, también fue testigo de un siglo XX desbordado de crueldad donde el hombre mataba al hombre para extender sus fronteras. Eso lo convertía en alguien triste, sí, pero también en alguien que necesitaba nombrarlo todo de nuevo, abrazar el mundo con el lenguaje para cambiarlo. Y la mejor forma que encontró para hacerlo fue la poesía. Mejor dicho: vivir poéticamente.
Escribe Eugenio P. Castelli: “Necesitado, por un evidente egocentrismo, de ser alguien no común, de concretarse en una personalidad no mediocre, la obra literaria se lo ofrece en esa materialización existencial de sus personajes, quizás más que en el mismo éxito literario. De allí que, poco a poco, ante cada experiencia vital frustrada, ante cada choque sufrido en sus periódicos y constantes intentos de aproximación a la realidad cotidiana, en sus desesperados reclamos de una comunicación espiritual, como en el campo de las relaciones amorosas o el de las vinculaciones sociales, el escritor vaya asumiendo, cada vez con mayor empeño, el oficio de poeta, que quiere convertir en sinónimo de oficio de vivir”.
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Hace dos años, el poeta Jorge Aulicino tradujo Trabajar cansa y Vendrá la muerte y tendrá tus ojos —salió en un sólo libro como edición conjunta entre Griselda García Editora, Dock y Cartografías— dos libros que parecen opuestos. El primero fue escrito en su adolescencia y narra con buena extensión una serie de anécdotas e historias atravesadas por el tiempo, la naturaleza y el trabajo. El segundo fue escrito en sus últimos años —es más sensorial y de versos breves— y expone una simpleza nostálgica y a la vez valerosa. Podría decirse que hay más oscuridad y pesimismo en el Pavese adolescente y más claridad y esperanza en el Pavese adulto. No es una contradicción, es dialéctica.
Leídos con atención, muchos de sus poemas contienen ambas miradas, ambas posiciones frente a la vida y el mundo. La mayoría son escenas con personajes, son narraciones poéticas, postales intensas de personas comunes. Por ejemplo, “Después”, poema de Trabajar cansa, dice: “Es una gloria caminar por la calle, gozando / un recuerdo del cuerpo, todo difuso alrededor”. El goce aparece en el recuerdo, en algo pasado que irrumpe en el presente, en algo que sólo permanece en la memoria y que el cuerpo revive con tanta potencia que el todo se vuelve difuso alrededor. Es una buena imagen de esa ambivalencia pavesiana.
Jorge Aulicino dice en el prólogo del libro que tradujo: “Pavese creía que hay en todas las vidas un núcleo mítico inicial que decide la visión del mundo y somete al autor a una especie de espléndida monotonía”. Pero no es un goce idiota y superficial. Pavese pensaba a la literatura, a los libros, a la poesía así: “Es tan fácil aceptar la perspectiva más banal, y mantenerse en ella, seguros del consentimiento de la mayoría”, dice en Del oficio del poeta. ¿Para qué sirve la lectura —parece preguntarnos Pavese— sino es para quitarse los prejuicios, limpiarse del más grasoso sentido común y huir de las garras de la mediocridad? La lectura como pensamiento. La poesía como modo de vida.
También escribe que “los libros no son los hombres, son medios para llegar a ellos; quien los ama y no ama a los hombres, es un fatuo o un condenado”. Otro fragmento: “Un relato, un poema, no le habla al físico, al contador o al especialista, sino al hombre que hay en todos ellos”. ¿Por qué el arte y por qué la poesía, entonces? Para comunicarnos, también alegóricamente, en un diálogo que traspase lo cotidiano. Que nos lleve a vivir, como escribe Aulicino, “instantes extáticos”.
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La voz de Cesare Pavese parece erosionarse con el tiempo. Su rostro dibujado en las marquesinas de los grandes poetas del siglo pasado se va gastando hasta ser una imagen borrosa que luego, si no es ya, será tapada por otros rostros pintados con colores más vivos. Pero, aunque escondida y alejada, su voz sigue recitando esos versos secos que se elevan en una imaginación originaria: un poco hacia el campo, otro poco a la ciudad, a la calle, al fábrica, al universo laboral que puja con el de la libertad, allí donde se arremolina la vida y sus tormentos.
“El mañana está congelado”, dice en un poema —en inglés y fechado el 11 de marzo de 1950, cinco meses antes del suicidio— que forma parte de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. ¿Quién ha cubierto de hielo todo ese porvenir que nos llena de ansiedad, miedo o alegría? ¿Es una sentencia triste la del verso de Pavese o, por el contrario, se trata de un alivio: eso que vislumbramos como futuro está encapsulado, imaginado, y es mejor que allí se quede (adelante) para poder ocuparnos mejor del presente?
La vida es una montaña de frustraciones, sí, pero toda esta vitalidad también existe —al fin de cuentas estamos acá, todavía y pese a todo, viviendo— y, juntas, forman una dialéctica. Y la poesía la contiene.
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