A veinte años de su estreno (31 de agosto del 2000) no conozco a nadie que no haya visto Nueve reinas, del fallecido Fabián Bielinsky. Y no sólo no conozco a nadie que no la haya visto sino que no conozco a nadie que la haya visto una sola vez. Cuando consulto, cual antropólogo aficionado, a amigos, familiares, conocidos, las respuestas son invariables –en su variabilidad–: tres, cuatro, cinco, “no me acuerdo cuántas”. Observo, entonces, en este sentido una disposición total hacia Nueve reinas, una disposición que se vuelve predisposición a pesar de ser una película cuyo desenlace resignifica la historia completa. Y, lo aclaro, esa especie de paradoja, lo viejo que se renueva, lo conocido que se desconoce, me obsesiona: ¿Por qué? ¿Por qué sostener el entusiasmo luego de que un secreto ha sido develado?
Bien sabemos que “el final”, en tanto elemento constitutivo de una obra, está sobrevalorado, el “gran público” espera ansioso extraer de ese final, de la última escena, de las últimas líneas algo del orden del sentido, de lo definitivo o definitorio, y también sabemos que muchas veces –por fortuna– ese sentido se hace desear o se posterga o simplemente no se presenta, y de allí la gran desilusión, o la desorientación del espectador “promedio”; sin embargo Nueve reinas, como una ofrenda o un don, da al gran público lo que el público reclama, un “final de película”, una sorpresa, una revelación: lo que vimos no era lo que creíamos estar viendo.
Insisto: ¿qué se juega en el retorno a Nueve reinas si las cartas están echadas de antemano?
Menos de un año antes de su estreno comercial se estrenó otra película de enorme impacto para la época, Sexto sentido (M. Night Shyamalan, 7 de octubre de 1999) y el impacto –esa es la palabra justa: “aquello que permite estar ya indiferente en el momento siguiente y pasar a estar liberado por otra cosa que le concierne a uno tan poco como lo anterior”– que produjo resulta de un final antológico, de un tiro de gracia, un final en el que se revela una verdad hasta ese instante ignorada, igual que en Nueve reinas.
Con la analogía trazada –dos producciones ligadas en lo temporal, lo procedimental e incluso la marca numérica del título las une–, abramos paso a la discrepancia; ¿por qué hemos visto hasta el cansancio –sin cansarnos– Nueve reinas, y Sexto sentido ha caído –mi trabajo de campo lo confirma– prácticamente en el olvido? ¿Qué elementos provocan que en la película argentina –a diferencia de la norteamericana– la tensión permanezca intacta –o incluso crezca– transcurridas dos décadas de su estreno?; en otros términos –en términos del poeta Ezra Pound, y procurando evitar exageraciones, aunque en la exageración siempre anide un atisbo de verdad–, ¿por qué Nueve reinas es una novedad que sigue siendo una novedad y Sexto sentido fue una novedad que perdió instantáneamente su condición?
Recordemos que en Sexto sentido un fantasma no sabe que no está vivo, o sea, ignora que su muerte le ha sobrevenido, lo que corrobora la ley fantasmal de llegar tarde a todo –incluido su propio velorio–. Solo al final, luego de aceptar la capacidad sobrenatural del niño para ver “gente muerta”, el fantasma toma conciencia de la terrible verdad: está muerto, y una serie de imágenes (flashbacks) repasan lo que él había creído percibir erróneamente. El desenlace, entonces, provoca una resignificación fundamental de la trama, dado que el peso de la película recae casi exclusivamente sobre los hombros del protagonista, el Dr. Crowe (Bruce Willis), su historia es la historia, y la historia (el qué) es lo único importante. Por eso, cuando Sexto sentido termina nos abruma la noticia –anunciada al espectador atento– de que el protagonista en realidad estaba muerto. Un golpe de efecto eficaz, si bien efímero, ya que al volver sobre Sexto sentido, desde el minuto cinco, la película pierde su razón de ser: la novedad se ha disuelto, las cartas están a la vista. El espectador, aunque quiera, ya no puede creer.
La primera vez que vemos Nueve reinas descubrimos dos personajes marginales Marcos (Ricardo Darín) y Juan (Gastón Pauls) que deciden reunir sus esfuerzos con el objetivo de obtener mayores beneficios en el campo de la delincuencia callejera. Uno, profesional, experimentado, sobrador; el otro, joven, diletante y agobiado por una deuda (la deuda del padre). Ambos, en un momento, se encontrarán envueltos en un plan para vender las costosas estampillas Nueve reinas y de ese modo lograr la tan ansiada salvación económica. Pero es recién en los minutos finales cuando advertimos el verdadero objetivo de Juan (en realidad Sebastián), y tras esa revelación comprendemos que la película ha sido una puesta en escena, una trampa tendida a Marcos, a Marcos y a nosotros, espectadores ingenuos, y que todos los personajes (doblemente actores) formaron parte de la farsa; revelación última que efectivamente resignifica el rol de Darín, dado que –retomando una expresión cara a la historia del teatro español– pasa de burlador a burlado, y por qué no el nuestro, el del espectador, que ocupará junto al delincuente ese desventurado rol.
Hasta aquí lo acostumbrado. Incluso, más allá de ciertas diferencias, la resolución coincide con la de Sexto sentido. ¿Entonces? ¿Dónde radica la particularidad de Nueve reinas?
Mi hipótesis: lo valioso de Nueve reinas surge en el segundo visionado, en el primero, quedó claro, somos espectadores burlados, igual que Darín –espectador y actor de su propio engaño–, pero a contramano de Sexto sentido, que al enterarnos del recurso su eficacia se licua (“ah, estaba muerto”), en Nueve reinas, la segunda vez –la tercera, la cuarta, la quinta– ya no vemos lo mismo, la trama nos envuelve, nos vuelve a incluir, pero ahora (un ahora múltiple), en otro rol, el de burladores. Por eso Nueve reinas es una novedad que sigue siendo una novedad, es una película a la que, a pesar de conocer en detalle su trama, de recordar diálogos de memoria, nos enfrentamos “con previo fervor y con una misteriosa lealtad”, ese fervor y esa lealtad son en reconocimiento de que la película nos vuelve parte esencial de su ficción, pero eso sólo ocurre –sólo puede ocurrir– en la segunda visión, en la revisión. Sólo al verla de nuevo aparece algo nuevo, inédito, sin precedentes, y que surge –como por primera vez– en la repetición.
¿Y por qué?
Porque en Nueve reinas, la historia –la trama–, siempre hablando de la segunda vez, parecería carecer de importancia –estamos informados de la puesta en escena, sabemos que cada uno de los personajes cumple un papel dentro de su papel–, pero simultáneamente nos sigue importando, convocando, motivo por el cual nunca suspendemos la creencia en la ficción –ficción dentro de la ficción–, seguimos creyendo a pesar de haber descubierto la farsa o la comedia, somos burladores y burlados, estafadores y estafados, víctimas y verdugos; la historia, de una forma u otra, termina por incluirnos, aunque los personajes se encarguen de señalar que “esto no es real”, que “se terminó la función”. Nos resistimos, de alguna manera, a que la función se termine, queremos más ficción, siempre más.
Un momento extraordinario de Nueve reinas tiene lugar en la célebre escena del baño. Todos la recuerdan por el hecho de que Darín lanza su famosa frase: “putos no faltan, lo que faltan son financistas”, pero lo extraordinario de la escena no resulta ser particularmente la frase que resume la sombría visión de mundo del personaje, sino el modo en que Darín va colocando los fajos de toallas de papel encima del lavatorio, fajos que Pauls sigue con mirada atenta, respondiendo a las preguntas de Darín sobre su propio precio; quizás este sea el punto máximo de la ficción, ya que se filtra la ficción del dinero, papeles blancos que hacen como si fueran billetes, papeles blancos que en Nueve reinas valen dólares (es sintomático que en la deplorable versión norteamericana, titulada Criminal, la escena del dinero haya sido suprimida).
El fulgor de Nueve Reinas, esa luz que demora en apagarse, esa luz imprevisible y desbordante, brota de una forma pergeñada por el director –el cómo, sí, el cómo, el ritmo, el montaje, los planos, el guión, los diálogos, las actuaciones– para que, a pesar de la revelación, nunca suspendamos la creencia, como si estuviéramos permanentemente atrapados en nuestra propia trama –como si al escapar de la caverna de Platón siguiéramos convencidos de la realidad de las sombras–. Como si en eso que vemos en la pantalla estuviéramos también –o sobre todo– nosotros, como si fuéramos cómplices, pero no sólo cómplices de Pauls –finalmente el ganador–, sino también de Darín –finalmente el perdedor–, torsión extraña que demuestra una especie de goce inocultable, imperecedero, como si nunca nos cansáramos de gozar –hemos visto la película, cuatro, cinco, seis veces– con nuestro propio triunfo y con nuestra propia derrota.
Ciertamente, una película es una película, pero no es sólo una película. El tiempo ha pasado, Nueve reinas no se ve hoy –no se puede ver hoy– como se veía en el año 2000, como se vio durante el kirchnerismo, como se vio durante el macrismo, cada época la significa y la resignifica, además de cinematográficamente, políticamente, y justamente allí, en ese aspecto coyuntural o contextual, es donde el sentido último de Nueve reinas se resiste a ser aprehendido, en ese punto –de goce– ciego bautizado la década del ’90, el menemismo, la Gran Ficción compartida por cada uno de nosotros, los argentinos y las argentinas.
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