Retratos de la bestia: Francis Bacon

En las obras del artista anglo irlandés és vemos la abstracción del cuerpo, su fragmentación; estas partes seccionadas refieren sensaciones, se dirigen a la violencia que hay en nosotros y también al morbo. Al pintor lo obsesionan los gritos, el horror visto en los cables noticiosos, lo aparatoso del placer y el dolor que hay en su propia vida o en la vida de los que le rodean

"Love Is the Devil: Study for a Portrait of Francis Bacon" (1998)

Hablar de elementos autobiográficos en un pintor como Francis Bacon (1909-1992) es común e inclusive ocioso, y aun así lo hacemos porque el pintor y la obra siempre están imbricados en una serie de correspondencias que vienen y van con el resultado de la obra y con sus procesos. Así que buscamos la fuente personal, íntima de todo, y para hablar de Francis Bacon debemos empezar con esto: el empuje que nos mueve a representar, la fuerza externa que nos da el empellón, la colisión aparatosa con la experiencia de lo ajeno como el choque de presencias cuya remanentes tirados en el suelo dan forma a esos restos que forman una relación personal, cualquiera, tal y como en la vida amorosa de este pintor reflejada en la cinta Love is the devil. Study for a Portrait of Francis Bacon (1998).

Todo encuentra sus ubicaciones en una cartografía sentimental y cada contacto con lo ajeno nos transforma, nos trastoca. Cada relación puede ser conflictiva, problemática, atribulada. Arte que es tensión entre ellos y nosotros, lo ajeno que amamos y odiamos, y ambos a un tiempo; también la violencia que hay en los acoplamientos ajenos y propios. Y el amor, como siempre, conduciéndonos al accidente como en un choque de trenes. Desventuras que tallan formas. También, tema del arte, la violencia del contacto: plaza de toros, cuadrilátero, entrevista y casual pelea callejera, función de box, profusión de sangre. Descubrimos lo que nos inquieta de nuestra condición, lo revelamos: son figuras, son formas, son narraciones. Afirma Wilde: «el arte no puede ser morboso, el artista debe mostrarlo todo». Mostrar el cuerpo en su miseria, en el infierno de su degradación, en la pureza de su corrupción, así son los cuadros de Francis Bacon.

(Shutterstock)

Bacon nació en Dublín, Irlanda. Nuestra condición de extranjeros lo asocia con otros irlandeses de renombre casi de manera automática. Nos preguntamos si hay algo de la herencia cultural o de la idiosincrasia de un país que pueda engendrar determinado tipo de artistas, es difícil saberlo. Durante su juventud alternó sus residencias entre Irlanda e Inglaterra, sin embargo, siempre se consideró británico. Su primera obra importante: Tres estudios al pie de una crucifixión (c.1944) parece haberle dado la pauta para el tipo de pintura que lograría después.

Las figuras se presumen humanas, pero más que nada, su grito es lo que las humaniza

Bacon empieza por admirar un cuadro de Nicolás Possin, La masacre de los inocentes (1625-1630) en donde están claros esos elementos de violencia que aparecerán luego en su propia obra, pero también observa con atención las figuras antropomorfas de Picasso, Figuras en la playa (1937), o Figuras a la orilla del mar (1931), por poner un ejemplo sobre su tipo de influencias, y vemos entonces su obra temprana y no podemos evitar asociarlo con el pintor español. Las figuras se presumen humanas, pero más que nada, su grito es lo que las humaniza. Se nos demuestra que todo arte es un intento de discontinuidad, un momento de ruptura. Levantarse, trabajar, alimentarse, dormir, son rutinas que evitan recordar nuestra mortalidad, que nos impiden darnos cuenta del privilegio de estar vivos, pero también que nos escamotean la terrible idea de que en el fondo no somos más que criaturas aullantes, que nuestra animalidad grita en cámaras soterradas por la doble moral tradicional.

"Pintura 1946", de Francis Bacon

Pero hay algo más que la compulsión creada por los conflictos de nuestra vida personal que en el caso de Bacon tienen que ver con su arte: ante todo, la figura, la forma. Eso sí, deberá ser casual porque no hacemos el amor con una partitura en las manos. Qué herida tan profunda es nuestra presencia a la luz de los otros. Qué dolor hay en la idea de que nuestro antagonismo es impuesto, de que nuestra distancia de las formas no puede resolverse. Pero lo intentamos. Bacon lo hace desquebrajando la imagen, rompe esas distancias que nos separan de esas formas; al interpretarlas, las descompone y las vuelve a exhibir. Su representación no es fija, es ambigua, desorganizada, inestable, parece vibrar en una serie de intentos de acomodo. Es decir, es humana por los cuatro costados.

El cuerpo en Bacon parece despedirse de nosotros para adquirir posturas inéditas antes de su disolución. Éste deja de ser concreción y refugio del alma, desarmado y vuelto a armar se atomiza en la sugerencia del horror. Lo que intenta es revelar, ahora el hombre es un animal sin tregua, sin ninguna conciencia, grita, brama por dentro. También es movimiento, se acopla, combate. Ese cuerpo conjugaría su verbo ser o estar en tiempos y modos de antepresencia o anteapariencia, sus períodos aluden a la abstracción y a la desaparición luego de un último grito. El cuerpo y la realidad que lo contiene se conjugan en una explosión aparatosa. Se busca abarcar su accidente, su punto vulnerable, pero también, como marioneta que contiene carne y hueso, su opresión que vacíe a éste del dolor intrínseco. Milagros de una catarsis, purificación en el quejido de la entraña.

Y el arte, como siempre, siendo una ruptura, fascinación ante lo recién creado, tropezón que desquebraja el continuo anodino. Pero también, estos atributos los tiene el amor, la invención suprema del Otro en una vigilancia rotunda y flanqueada hacia lo que amamos. Entonces lo trivial se vuelve singular, único, atesoramos la idea de una presencia que nos colma las ansias —o las aumenta— y el amor está en ese arte, en su deseo de permanencia. Fijeza sobre un esplendor que destella pero que apenas nos entrega la idea de sus formas y entonces el artista descubre que pintar es resolver, lo cual supone una solución externa, presente a los ojos, posible y a la vista de todos. Es la fijación de una plástica, sólida en su inmovilidad, condensada.

Bacon. "Tres estudios para una crucifixión" (1962)

Vemos en cierta entrevista para la televisión que él prefería el instante, lo privilegiaba sobre la remembranza. Su obra se funda en la espera de ese momento distintivo y singular donde operan en él ciertas fuerzas que lo conducen a cierto tipo de obra. El momento de pintar supone desatar el instante, soltarlo para hacer de las suyas, entrar en cierta dimensión en la que se presentan las imágenes que ascienden del subterráneo de un psiquismo a veces no controlado. Al pintor lo seduce la presencia, el momento breve y preciso cuando los eventos «son». ¿No es el deseo de todo creador apresar el momento fugaz? Crear un molde en escayola de él, fotografiar un fósil, disecar el vago cristal luminoso del sol sobre las hojas de los árboles?

Todo artista es un atleta de sus fuerzas inconscientes. No hablamos de un lugar o de un momento en que se presentan estas fuerzas, nos referimos siempre a una dimensión específica, justo como en el acto sexual. Hablamos de un espacio privilegiado donde todo se define y toma su forma final. A Francis Bacon le obsesionan los cuerpos, pero sus representaciones se orientan a todo aquello que los cuerpos tienen de violento, a su animalidad intrínseca, pero también a su condición de fragilidad, de orfandad. Como todo artista, observa repetidamente, busca el sustrato de las formas ya existentes. Se inspira en Buñuel, en Eisenstein, pero también en la belleza de lo cotidiano. No menosprecia la pornografía como fuente de inspiración, logra distinguir cierta efusión desmesurada en el comercio de la carne. El artista formula preguntas que él mismo resuelve como respuestas en su arte. Pero la respuestas no son fáciles y nadie espera que lo sean. Sus cuadros habrán de ser espejos críticos de la complejidad del mundo contemporáneo: las heridas que ha dejado la guerra, la cosificación de nuestros cuerpos que se convierten en un producto, en una expresión del comercio. Todo esto formará esa narrativa un tanto perversa y sarcástica en la que el pintor desplaza su discurso visual.

Francis Bacon en 1977 (John Minihan/Evening Standard/Shutterstock) (1044068a)

Hay que pensar que la fuerza de las metáforas visuales de Bacon viene de los gritos de horror y del paroxismo de los cuerpos, todo ello es engendrado en una sociedad tremendamente estructurada y con cierta tradición de moralismo sexual que tiene sus antecedentes en la época victoriana. Si hablamos de ese psiquismo que el surrealismo pensaba reivindicar y que Bacon parece sugerir apenas, recordamos a Lewis Carroll convirtiendo al absurdo en un sistema de representación. En ese agujero de conejo se escucha el leve rumor de nuestros escapes a medianoche cuando ya duermen los censores, los jueces del ministerio público, o cualquier figura de autoridad que parece acotarnos, limitarnos las perspectivas individuales y cortarnos el ímpetu de nuestras pulsiones. André Bretón afirma que «la censura es la madre de la metáfora» y al final el arte, en cualquiera de sus vertientes, formas o movimientos, toma partido y contraataca para revelar lo que Alicia tuvo que ir a buscar detrás del espejo.

En Francis Bacon vemos la abstracción del cuerpo, su fragmentación, estas partes seccionadas refieren sensaciones, se dirigen a la violencia que hay en nosotros y también al morbo. Al pintor le obsesionan los gritos, lo que hay de doloroso en una cinta como El acorazado Potemkin (1925), el horror visto en los cables noticiosos, lo aparatoso del placer y el dolor que hay en su propia vida o en la vida de los que le rodean. La cabeza de Bacon grita, abre su hocico grande hasta la tensión y la exasperación del espectador. Su arte invoca la sorpresa, desata la perplejidad, detona la preocupación, pulsa la herida de la intranquilidad, golpea la vista de forma contundente como un boxeador, oprime el botón de alarma, nombra visualmente el salvajismo, excava en la pesadilla, desdobla la apariencia, señala el sufrimiento, hace encomio del instinto, interrumpe la red de mentiras y estereotipos relacionados con el cuerpo humano, socava las rutinas de la mirada. «Sangriento, espantoso, inquietante», esta frase alude a la forma de referirse a sus imágenes, nada que ver con la belleza, pero el pintor disiente, habla del magnetismo de sus temas, de lo bello que logra descubrir, por ejemplo, en la reses abiertas en canal, menciona la atrayente que hay en ello.

Estudio a partir del retrato de Velázquez de Inocencio X

Nombrar la realidad, de eso se trata todo. No necesariamente aquella epidérmica, sensible, inmediata, formal, fiel a lo externo que hay de nuestra relación con el mundo. Más bien el vínculo que ésta tiene con el espesor tremendo de lo subconsciente, de las imágenes que suben a la superficie para revelar la risa macabra, las hondas preocupaciones sobre la muerte, el hedor de lo podrido en la carne que ya se mosquea. A partir de transgredir visualmente un elemento artístico ya presentado, formal, consagrado o hecho como en el Estudio a partir del retrato de Velázquez de Inocencio X, Francis Bacon dio un giro a un supuesto tranquilizador y sagrado para mostrar facetas distintas, es el grito de Munch, es el temor a nuestra propia muerte y la preocupación por una vida que se nos escapa.

(Shutterstock)

Francis Bacon vive el aquí y el ahora con alegría y optimismo —dice él—, pero no puede ser de otra manera. Sabemos que el Papa Inocencio X va a gritar en uno de sus cuadros como cualquier hijo de vecino, es mortal como todos y también tiene miedo. Es la realidad y es su fealdad posible. Pero no nos engañemos, el pintor no exagera la nota, no miente dando espectacularidad al horror, se limita a mostrar lo que sabemos de él. Estas representaciones del horror sólo pueden venir de la claridad mental que supone la plena conciencia de que estar vivos aquí y ahora es una suerte tremenda, una fortuna sin parangón. Nuestra relación con el arte la define un intento por ponerle freno a la muerte, el pintor sabe que nada va a detener su avance y no va a importar si las imágenes que creamos y que dan forma a nuestra arte son buenas o son malas. Para mostrar la realidad hay que desarmarla, descomponerla en cada una de sus partes, luego volver a concentrarla, condensarla en una imaginería visual que cuente una historia.

Me agrada sinceramente que a determinadas personas no les gusten mis cuadros. Me agrada cuando dicen que los odian. Si consideran feo mi arte, es porque hay algo en él, después de todo (Bacon)

Francis Bacon reinterpreta los cuerpos en sus miserias, ayuntamientos, acoplamientos, lo que hay de dinámico y deportivo de ellos. Para Bacon, el arte de Jackson Pollock, ubicado en el expresionismo abstracto, y que supone la liberación de la representación y el argumento, no le dice absolutamente nada, y no es difícil darnos cuenta de la razón si observamos esos cuadros que parecen condensar cierta narrativa, de ahí que se les asocie con lo literario. Entrar en categorizaciones estéticas que dividen el arte entre lo feo y lo hermoso es una manera de simplificar algo que muchas veces escapa a este tipo de divisiones chabacanas, pero incluso así podría decirse que este arte es feo basándonos en un conjunto de valores y principios que pretenden poner los temas tabú debajo de la alfombra por miedo a enfrentarse con una realidad de por sí insoportable. Sobre la fealdad nos aclara: «Me agrada sinceramente que a determinadas personas no les gusten mis cuadros. Me agrada cuando dicen que los odian. Si consideran feo mi arte, es porque hay algo en él, después de todo».

Si el arte es representación de lo real buscamos la intensidad en él, de ahí esa preferencia del pintor por convertir ciertos elementos que ha sacado de la realidad en formas artificiosas que los hacen recuperar y veces obtener una vibración antes no sospechada en ellos. Un poeta puede hablar del estilo de representar un cocodrilo como un perro aplastado, mientras, Bacon hace algo parecido estirando la figura de un animal para decir que está agotado y con la lengua de fuera. Las ventanas son curvas, los cuerpos exhiben su intimidad para hacer entrar en crisis la propia realidad representada, la imagen debe convulsionarse como un sistema de representación y de acercamiento.

Bacon. Autorretrato, 1971.

Hay muy poco de intelectual en la obra de Bacon porque esto no es necesario, la razón no pinta cuadros así. Bacon se apoya en un automatismo inconsciente, en el escape que la imaginación tiene en el momento de realizar un cuadro, en lo imprevisto que nos lleva a una representación. Esto es notorio en un cuadro como Pintura 1946, obra cuya gestación está marcada por la inmediatez del momento, por el azar, por suertes y casualidades que dan forma a ese «caos ordenado» que, según él, se define en su arte. Bacon pretendía pintar un ave descendiendo. Esa «exposición de motivos» que contrasta con el resultado final nos lleva a pensar que Bacon, como artista plástico, llevó su arte fuera de las fronteras de sus cuadros hacia lo conceptual, como cuando un performer decide «leer» frente a un público una hoja en blanco esperando ver el resultado que su stream of consciousness le da en ese momento.

Pintura 1946 representa a un tirano rodeado de reses desolladas en una especie de anfiteatro. El cuadro es inquietante y ya ha supuesto un sinnúmero de interpretaciones, asociaciones y comparaciones que pudieron haberle causado mucha risa al pintor. Para Bacon, se trataba de representar lo magnético y «hermoso» que hay en la carne. Para rematar esta semblanza sobre Bacon, un comentario de uno de sus admiradores, el artista plástico Damien Hirst: «Bacon es el mejor. Tiene los huevos para joder en el infierno. Es el último bastión de la pintura. Antes de Bacon, la pintura parece muerta, totalmente muerta».

Esta nota fue publicada en Maremoto Maristain.

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