Fogwill: la literatura como continuación de la guerra por otros medios

Provocador, talentoso e indispensable, el autor de "Los pichiciegos" murió hace diez años. En una de sus últimas entrevistas enumeró, en una simplificación propia de su sarcasmo: “Escribí tres o cuatro novelas, 25 poemas, 21 cuentos y se acabó”. Como poeta, como novelista y, sobre todo, como cuentista, encarnó la tragedia de ser el que mostraba lo que el resto no quería ver

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Fogwill (crédito: Lucio Ramírez Saravia,
Fogwill (crédito: Lucio Ramírez Saravia, cortesía Eterna Cadencia)

“Releí Los pichiciegos”. En 1994, Beatriz Sarlo escribía en la revista Punto de Vista un artículo a propósito de la reedición de la novela de Fogwill y, con esas primeras tres palabras, le daba involuntariamente el estatus de clásico. Es que, como dice Italo Calvino, a los clásicos no se los lee, se los relee.

La gran novela sobre la guerra de Malvinas y una de las más importantes de la dictadura tiene, como le corresponde a todo clásico que se precie de tal, una cantidad de mitos, leyendas, historias, invenciones. El más famoso —y tal vez el único que realmente sea productivo para entrar en la mente de su autor— es aquel que dice que la escribió en tres días sin dormir, ayudado por nueve generosos gramos de cocaína.

En 1982, Fogwill dirigía la agencia de publicidad Ad Hoc —donde también trabajaban unos jovencísimos Alan Pauls, Inés Fernández Moreno y Sandra Russo— y solía recibir en sus oficinas a los comodoros y generales que llevaban las campañas de comunicación de las empresas intervenidas por el Banco Central. En medio de la guerra, los militares le explicaban por qué era un inminente triunfo argentino. Uno puede imaginarse aquellas reuniones de cigarros y whisky, y a él sonriendo mientras se tragaba el humo, el alcohol y el odio.

Fogwill, todos coinciden, tenía una inteligencia superior —”una inteligencia alienígena”, decía Daniel Link—, un enorme poder de observación y el acceso a información privilegiada. Escuchaba cómo aquellos altos mandos trataban de venderse a sí mismos la victoria, y él era tan consciente del desenlace que había calculado cuántos días duraría el conflicto: se equivocó por menos de una semana.

Tres ediciones de "Los Pichiciegos".
Tres ediciones de "Los Pichiciegos".

Una tarde a la salida del trabajo, tal vez el primer martes de mayo, Fogwill fue a ver a la madre y la encontró pegada al televisor: “¡Hundimos un barco!”, le dijo ella exultante. El horror que le produjo la excitación ingenua de la madre lo empujó a la máquina de escribir. Entró en su casa, abandonó una novela con la que venía batallando y que quedaría inconclusa para siempre, y escribió: “Mamá hoy hundió un barco”. Doce horas después había escrito la mitad de Los pichiciegos.

La relación entre días y droga es demasiado matemática, demasiado calculada: el slogan de alguien que sabía de slogans —Fogwill fue el creador de “El sabor del encuentro”, aunque no lo pensó para Quilmes sino para Pall Mall—. Además, consumir para permanecer despierto y lúcido no era una práctica exclusiva de Fogwill: Ricardo Piglia cuenta en sus diarios que terminó Respiración artificial con una marcha forzada a base de anfetaminas. Pero en la escritura de Los pichiciegos, esta historia que podría ser una anécdota menor, no lo es en absoluto.

Fogwill estaba apurado por escribir la novela. Quería que se supiera que había sido él, ¡él!, quien, antes que nadie, había visto la insensatez y el fracaso de la guerra. Su novela sería un testimonio inocultable. “Los pichiciegos”, recordaría años después, “no fue escrito contra la guerra sino contra una manera estúpida de pensar la guerra y la literatura”.

Fogwill, retratado por Alejandra López
Fogwill, retratado por Alejandra López

Diálogos en el campo enemigo

Para Fogwill, lo dice en Vivir afuera, escribir era sinónimo de pensar. Y pensar y crear, lo dice en Los libros de la guerra, era “una profesión tan respetable como la odontología”. La ironía, sin embargo, otra vez, lo muestra perfectamente. Con una frase tan simple, primero, bajaba al escritor de la torre —nada más prosaico que un dentista— y, por otro lado, hacía una declaración de principios: para que la literatura opere, no puede ser gentil. Kafka decía que un libro debía ser el hacha que rompiera el mar helado dentro de nosotros; Fogwill, más terrenal, probablemente podría decir que al menos te vuele un par de muelas.

Pero en una sociedad tan proclive al macartismo como la argentina, escribir y pensar son actividades de riesgo. En especial cuando se escribe —se piensa— en contra de una idea. “Escribir Los pichiciegos fue muy fácil”, decía Fogwill, “pero hubo que defenderlo, situarlo, posicionarlo. Son miles de días de laburo”. No fue su primer libro, pero sí el que mostró una imagen que se iría acentuando a lo largo del tiempo: la del escritor que se ocupaba de desenmascarar el revés de la trama oficial, acríticamente épica, vanamente homogénea.

Como poeta, como novelista y, sobre todo, como cuentista, Fogwill encarnó la tragedia de ser el que mostraba lo que el resto no quería ver. Los pichiciegos no tuvo la aceptación que merecía: circuló en fotocopias en un grupo reducido de conocidos y fue rechazada sistemáticamente por todas las editoriales. Recién consiguió ser editada a fines del 83 en De la Flor, pero las ventas fueron muy exiguas. Necesitó una ventana de diez años para que fuera recibida como la novela capital que es. En el inicio de la primavera democrática nadie quería recordar la derrota, y, sobre todo, nadie quería recordar que había apoyado la aventura de la Fuerzas Armadas. Lejos de sentirse defraudado, Fogwill insistió en la responsabilidad de la ciudadanía durante la dictadura con “La larga risa de todos estos años”, un cuento escrito también en 1983. La ambigüedad del todos en el título daba cuenta de cuánto había durado aquella risa, pero esencialmente de quiénes era.

Autodefinido con el oxímoron de “liberal marxista” —y también “materialista histórico”, para amparar su ética de la sospecha—, fue la piedra en el zapato de la progresía. Se mantuvo firme en su posición en contra del divorcio y del aborto, y, ya durante el juicio a las Juntas, empezó a plantear la desconfianza ante número oficial de 30.000 desaparecidos. “Pensar que tres muertos es más que un muerto”, dijo en una famosa entrevista para la revista El ojo mocho, “o que treinta mil muertos eran más que once mil. Lo que pasa que treinta mil era más lindo retóricamente porque era una alícuota de treinta millones”. Alícuota: otra vez la variable económica como explicación política.

"Fogwill. Una memoria coral", editado
"Fogwill. Una memoria coral", editado por Mansalva

Nuestro modo de vida

Vivir afuera, En otro orden de cosas, Nuestro modo de vida: en cada una de sus novelas hay una predisposición por exacerbar las contradicciones sociales, a las que siempre se llega desde la cuestión económica. Podría decirse, en una generalización exagerada, que los personajes —y con ellos, también las personas—, se dividen según de qué lado caiga la moneda: los ganadores son los vivos, con la doble acepción de avivados y de supervivientes; los perdedores están condenados al efecto de una realidad impuesta, ficticia. Esta clave de lectura que lo une, por ejemplo, a Jorge Asís. Y, aunque Fogwill no lo admitiría bajo ningún término, también lo vincula con Ricardo Piglia. Vivir afuera comparte el punto de vista paranoico sobre la ficción y la realidad de Respiración artificial.

Se suele decir que era un provocador, que sabía llevar a la práctica los artificios publicitarios para hacerse un lugar en la literatura y que hacía del escándalo una marca registrada. Algún escritor francés alguna vez dijo que la mejor manera de presentarse en sociedad era con un duelo. Fogwill tuvo ese bautismo con Coca Cola: había ganado el “Concurso a las Artes y las Letras” y el premio consistía en la publicación del libro, pero Fogwill se negó a que el logo de la empresa apareciera en la tapa; finalmente lo sacó en una edición de autor —con una chapita de gaseosa aplastada en la portada—. Desde entonces, hizo de la contienda un modus operandi. El periodista que iba a verlo sabía que iba a volver con el grabador cargado de frases de alto impacto. Allí donde otros habían encontrado la ironía sutil de la estocada, Fogwill entraba con una motosierra. Pero, justo es decirlo, se medía con los grandes: Sarlo, Horacio González, Alan Pauls, Martín Kohan. Había establecido un sistema de nombres y vínculos en los que ponía al resto de los autores a circular como satélites en torno a él.

Con Piglia tenía una saña especial. Lo veía como su gran competidor. Escrita a fines de los años 90, la trama de Vivir afuera cuenta una noche en la vida de seis personajes —entre los cuales hay un veterano de Malvinas que, no casualmente, se llama Pichi— y, a través de ellos, pinta una imagen descarnada de los efectos del menemismo. Ahora bien, en varios pasajes, el personaje que más podría parecerse a Fogwill se dedica a denostar a un tal Emilio Millia, en clara referencia a Piglia: le critica que se viste como escritor, que habla como escritor, que posa como escritor. La literatura, con Fogwill, es la continuación de la guerra por otros medios.

Fogwill
Fogwill

En otro orden de cosas

En una entrevista poco antes de morir, enumeró: “Escribí tres o cuatro novelas, 25 poemas, 21 cuentos y se acabó”. En rigor, tenía algunos textos más, pero a fuerza de intervenir brutalmente sobre su propia obra, consiguió redefinirla. Era autoexigente al punto de desechar cuentos que lo acompañaron durante treinta años. Cuando la editorial Alfaguara publicó el volumen Cuentos completosElvio Gandolfo dice en el prólogo que los relatos de Fogwill son comparables a los de Borges, Arlt y Roberto Fontanarrosa—, descartó cinco o seis y pidió que nunca volvieran a aparecer. Pudo haber sido un libro de cuentos seleccionados, pero allí se comprende el peso de la palabra completos: los que quedaron afuera dejaron de existir.

“Me da vergüenza verlos escritos, así de simple”, dijo. “Además, por malos no me expresan, porque yo siempre me considero bueno. Y tampoco me expresan porque son producto de la soberbia de algún momento, la haraganería en otro. Un montón de vicios capitales que todos tenemos, que yo tengo particularmente. Me recuerdan esas cosas y no quiero volver a verlos”.

Rodolfo Enrique Fogwill fue una figura importante en la literatura argentina. Más aún: necesaria. Por su vigor, su vitalidad, su inteligencia fue el articulador entre la generación postborgiana y la de los escritores del siglo XXI. Los que lo conocieron dicen que era cabrón, pero generoso. Inquieto, histriónico, casi operístico. También un tanto misógino: todos sus amigos eran varones y las mujeres que lo admiraban como escritor no podían permanecer a su lado más que un momento antes de sentir una incomodidad creciente. Siendo, muy a su pesar, un escritor realista y clásico, como lector fue un revolucionario. Ávido de lecturas, en especial de los escritores jóvenes. Varios autores que hoy ocupan estantes de las bibliotecas llegaron a publicar gracias a él. Circula por internet la transcripción del diálogo que mantuvo con Gustavo Nielsen a partir de un cuento de aquel, “Adentro y afuera”: es una miniclase de cómo se debería escribir.

Nació el 15 de julio de 1941. Quiso ser el escritor más grande de su generación. Probablemente lo haya conseguido. Murió el 21 de agosto de 2010. Hoy se cumplen diez años.

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