A 80 años del asesinato de Trotski, el profeta revolucionario

En 1940, Ramón Mercader —un infiltrado de Stalin— mató a uno de los intelectuales marxistas más influyentes del siglo XX. En esta nota, un recorrido por su vida y por su obra

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La vida de Trotski no fue sólo militancia y revolución. También hubo exilio. Ahora estamos en Weksal, un pequeño pueblo de Noruega, en la casa del parlamentario socialista Konrad Knudsen, donde ocupa temporalmente una habitación junto a su esposa, Natalia Sedova. Es diciembre de 1936 y están armando las valijas. Hay que volver a partir. Ya habían permanecido en Turquía y en Francia. Ahora deben cruzar el Atlántico. “Parece que mañana nos envían a México. Esta es, pues, nuestra última carta desde Europa”, le escribe a su hijo León, más conocido como Liova. Es una carta conmovedora porque sabe que podría ser el último contacto.

En la carta le dice que los derechos de autor de sus libros —”aparte de eso, no poseo nada”— serán para él y para Serguei, su hijo menor y hermano de Liova, que en ese entonces estaba desaparecido. “Si alguna vez te encuentras con Serguei... dile que nunca lo hemos olvidado y no lo olvides por un solo momento”, escribe. Al año siguiente Sergei sería asesinado por el estalinismo y Liova en 1938. Ese fue el destino de la primera esposa de Trotski, Aleksandra Sokolóvskaya, y de las dos hijas que tuvieron: Nina en 1928 y Zina en 1933. No tenía otro remedio: debía seguir en su lucha contra Stalin y denunciar, desde donde sea que esté, a “la revolución traicionada”.

Durante sus años en Noruega, lo visitó Fred Zeller, un dirigente trotskista francés. Estuvo varios días con él y Natalia, y muchas de esas conversaciones fueron publicadas en un libro que salió en 2003, poco antes de su muerte. Allí, según recoge La izquierda Diario, describe a Trotski de este modo: “No noté en él lo que casi siempre es visible en aquellos que han sufrido y luchado: ese pliegue vertical de amargura que se marca en la comisura de los labios desde cierta edad. Todo en él exudaba serenidad. Me miró con viva sinceridad”. Pese a la gran tragedia que estaba viviendo desde hacía años, el revolucionario ruso no claudicaba. Con ese espíritu viajó a México.

El 9 de diciembre el barco petrolero Ruth zarpó de las costas noruegas. “Trotski tenía la impresión de que lo sacaban de una trampa para meterlo en otra”, sostiene el historiador polaco Isaac Deutscher en El profeta desterrado (1963), tercer tomo de la genial trilogía biográfica que acaba de publicar Ediciones IPS —los dos tomos anteriores son: El profeta armado (1954) y El profeta desarmado (1959)—, por primera vez en Argentina. El viaje es silencioso, los tratan como reclusos y no les permiten usar el transmisor. Luego de un mes llegan a Tampico. En el muelle dos trotskistas norteamericanos agitan sus manos con gracia. También está Frida Kahlo; al verlo sonríe.

La trilogía biográfica de Trotski, de Isaac Deutscher (Ediciones IPS)
La trilogía biográfica de Trotski, de Isaac Deutscher (Ediciones IPS)

“El contraste entre la calurosa recepción en México y la fría despedida de Noruega era demasiado para parecer real”, escribe Deutscher. El presidente mexicano Lázaro Cárdenas, que no era comunista ni mucho menos, le ofrece asilo político, pero las gestiones fueron hechas por uno de los admiradores de su lucha: el pintor Diego Rivera. Los dos primeros años Trotski vivirá en Coyoacán, Ciudad de México, en la famosa Casa Azul. El clima político mexicano era interesante: la revolución aún estaba en auge, se acaba de realizar una reforma agraria y se estaban a punto de nacionalizar compañías petroleras y ferroviarias.

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Trotski nació en 1879 como Lev Davídovich Bronstein en el sur de Ucrania, en la granja Yánovka, que llevaba su nombre por el de su propietario, el coronel Yanovosky. Era una propiedad de 400 hectáreas en un territorio despoblado pero fértil. El Imperio Ruso había tomado posesión de toda esa zona a fines del siglo XVIII por lo que alentaban su colonización. David, el padre de Trotski, era un campesino analfabeto que luego de un sacrificio considerable había logrado comprar 100 hectáreas de la granja y alquilar unas 140 más. Anna, la madre, era una gran lectora y solía traer libros de la biblioteca del pueblo para leerle a sus hijos.

No era común en la época que una familia judía se dedicara a la agricultura, pero allí estaba toda la familia, trabajando el campo. Eran ocho hermanos —Trotski, el quinto—, pero sólo cuatro llegaron a la edad adulta; los demás murieron de escarlatina o difteria. No eran muy religiosos. David se declaraba ateo y en algunas ocasiones iban a la sinagoga. En la casa se hablaba un poco de ucraniano, otro poco de ruso, pero no yidish. A los nueve abandonó la granja y partió hacia Odesa, la Marsella rusa. Vivió en una casa humilde, junto los Spentzer —el sobrino de su madre y su esposa—, quienes fundaron una editorial. Allí, Trotski se volvió un lector voraz y muy agudo.

En Odesa estudió durante siete años en una escuela luterana, mientras en la casa leía libros prohibidos, discutía política con sus primos —fervientes opositores al zarismo— y se preparaba para pasar a la acción, es decir: de la lectura a la militancia. En 1895 tuvo que cambiar de escuela y se mudó a Nikoláiev, una ciudad en las orillas del mar Negro. Se alojó en la casa de una familia cuyos hijos, todos mayores que él, eran socialistas. También el jardinero de la casa, un tal Franz Svigovsky, checo. Allí se pasaba noches enteras debatiendo sobre política internacional, comenzó a leer más periódicos, más libros especializados y poco a poco fue dejando sus estudios.

Tras una discusión con su familia, Trotski renunció al dinero que le enviaban y se mudó a la cabaña del Svigovski y empezó a trabajar en su huerta. Eran cinco viviendo allí. Se consideraban todos populistas, también Trotski, salvo una de ellas: Aleksandra Sokolóvskaya —con quien se casaría en 1899 y tendrían dos hijos—, que defendía el marxismo. A Trotski le interesaba la teoría de Karl Marx, que había muerto hacía poco más de diez años, pero la tomaba con ironía y sarcasmo. “Le parecía estrecho y seco como el polvo” porque presentaba al hombre “como juguete de anónimas fuerzas de producción”, escribe Deutscher en El poeta armado.

“La atracción de la romántica tradición populista era avasallante. Presentaba ejemplos inspiradores que imitar, héroes y mártires dignos de veneración, y una promesa clara y sencilla para el futuro”, agrega Deutscher en el primer tomo de la trilogía donde, además, muestra cómo Trotski y Aleksandra discutían en un juego de seducción e ironía. “¿Cómo es posible que una muchacha tan llena de vida soporte monsergas tan áridas, estrechas e imprácticas?”, le decía él. “¿Y cómo es posible que una persona que se considera lógica pueda contentarse con un montón de vagas emociones idealistas?”, le decía ella.

Junto a varios estudiantes y trabajadores fundó la Liga Obrera del Sur de Rusia, creció en su rol de militante y de periodista, pero cayó preso en enero de 1898. Estuvo en la cárcel de Nikoláiev y en la de Odesa, donde acentuó su lectura: leyó la Biblia en varios idiomas y se dedicó con gran entusiasmo a comprender el marxismo. Con él estaba Aleksandra; se casaron en una celda. Cuatro meses después fueron enviados a Siberia. Allí, en 1902, leyó ¿Qué hacer? de Lenin. Fue entonces que decidió escaparse. Lo ayudó Aleksandra usando un muñeco para despistar a los guardias. 

Lenin y Totski
Lenin y Totski

Al llegar a la ciudad de Irkutsk, cuando lo pararon, mostró el pasaporte. Trotski, decía, el nombre de uno de los carceleros de Odesa. Desde entonces se llamó así. El viaje a Londres fue largo y tortuoso. Allí lo esperaba Lenin. Lo que sigue es historia es conocida: se empieza a diagramar lo que será la caída de los zares y la Revolución Rusa. El aporte de Trotski no es sólo físico —organizó la Revolución de Octubre, creó el Ejército Rojo y tuvo diversos cargos en los primeros años de la Unión Soviética—, sino también intelectual. Escribió, entre otros libros, La revolución permanente.

“La teoría de la revolución permanente fue la respuesta más acabada a las posturas reformistas y de colaboración de clase del ala de derechas del movimiento obrero ruso, los mencheviques”, dice Alan Woods en el prólogo de una reedición de 2001 de dicho libro. Publicado originalmente en 1930, expone una clave: la revolución socialista debe ser encabezada por la clase trabajadora, que debe procurar, además, no reducirse a un sólo país; si la revolución no aspira a ser mundial, a internacionalizarse, fracasará. Y ese fracaso no es sólo el fin del sueño igualitario, sino el comienzo de una pesadilla. El tiempo le dio la razón.

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Hacia 1940, el estalinismo gozaba de buena salud en todo el mundo bajo la forma del Partido Comunista. En cada una de las filiales del partido estaba instalada la idea de que Trotski era un traidor y un contrarrevolucionario. Iósif Stalin acariciaba su bigote cada vez que imaginaba su asesinato. Hubo dos atentados. El primero fue en la madrugada de mayo. Veinte hombres entraron a la casa —en 1939 se había mudado a la Calle de Viena, también en Coyoacán— y dispararon alrededor de 400 disparos. Entre los agresores estaba el destacado pintor David Alfaro Siqueiros, exponente del muralismo mexicano y militante del Partido Comunista.

Siqueiros logró entrar a la casa y disparó a la cama donde debían estar Trotski y Natalia, que se escondieron detrás de una pared y luego los guardias lograron echar a los intrusos. Allí, en esa casa, estaba Esteban Volkov, nieto de Trotski, hijo de Zina, que tenía catorce años. Recibió apenas un disparo que le rozó el pulgar del pie. Luego de eso, cuenta en esta nota Diego Rojas, “Siqueiros escapó a Chile, donde fue guarnecido por Pablo Neruda, en una muestra latinoamericana de la infamia”. Tres meses después, un nuevo atentado sería el definitivo. Es que Trotski no era un simple exiliado, aún empuñaba la pluma con una fuerza sorprendente.

En 1939, poco meses antes del desenlace final, escribió un artículo incluido en El marxismo y nuestra época, libro editado este año por Ediciones IPS que compila diversos escritos del líder revolucionario. Allí dice: “Pero sucede que el desarrollo de la producción capitalista ha terminado con la producción de milagros. Los rezos y las plegarias abundan, pero los milagros nunca llegan”. Hacía críticas duras e inteligentes contra el capitalismo que cada vez se complejizaba más, pero también contra ese comunismo burócrata y asesino que fue el estalinismo. Trotski es una de las respuestas a los que preguntan por qué aún existe el marxismo.

La muerte de Trotski, 21 de agosto de 1940 (AP)
La muerte de Trotski, 21 de agosto de 1940 (AP)

Ramón Mercader, comunista español, alias Frank Jackson o Jacques Mornard, fue el encargado de acabar con el disidente. Enamoró a una de las secretarias y así logró entrar en el círculo de confianza. Fue por la tarde. Dijo que quería mostrarle un artículo, entró a la casa e ingresó al despacho. Trotski estaba de espaldas, trabajando sobre su gran obra: una biografía de Stalin. Mercader caminó unos pasos, sacó un piolet del bolsillo del saco y se lo clavó en la cabeza. “La sangre de Trotski salpicó las últimas páginas que había escrito para una biografía de Stalin”, escribió Martín Kohan en 1917.

En el mini documental de El País titulado Las huellas de Trotski (2016), Esteban Volkov narra la escena. “En las tardes usualmente no había movimiento en la casa, era en la mañana que llegaba gente y periodistas. En la tarde siempre era un remanso de paz. En esta ocasión no: estaba la puerta abierta de par en par, unos policías parados, un coche mal estacionado y sentí angustia de que algo raro está pasando. Apresuré el paso. Lo primero que me encontré fue a uno de los guardias con la pistola en la mano, muy nervioso, todavía excitado. Caminé por el pasillo del jardín y había un individuo ensangrentado. En ese momento no lo reconocí”. 

Luego, cuando entró a la biblioteca, sí: “Por la puerta entreabierta, alcancé a ver el comedor y sí, ahí vi al abuelo en el suelo con la cabeza ensangrentada, los guardias alrededor, Natalia picando hielo. Al oír mis pasos había indicado a los secretarios y ayudantes: ‘Mantengan al niño alejado, no debe ver esta escena’. Un ser humano moribundo que todavía se preocupa por no causar un trauma a su nieto... Caray, realmente es algo que conmueve”, concluye. Trotski entró en coma y murió al día siguiente, a las 19:25. 

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