Cómo se relacionó y qué debates tuvo Trotski con los artistas de su tiempo

Desde joven, el revolucionario ruso se interesó por la literatura y por las discusiones filosóficas en torno al lugar del arte en una sociedad en permanente cambio

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Leon Trotski
Leon Trotski

¿Qué características llevan a que un líder político –el hombre cuyo retrato encabezaba las manifestaciones obreras en la Rusia de octubre de 1917, el constructor del Ejército Rojo, el perseguido por Stalin– haya sido rodeado, para bien y para mal, por artistas? Desde Victor Shklovski a André Breton y de David Siqueiros a Frida Kahlo, León Trotski –protagonista de la epopeya de octubre de 1917 junto a Lenin, que lo llamó el mejor bolchevique– se interesó temprano en los problemas que suponía la producción artística, y los artistas se interesaron en él.

Nacido en 1879 en un campo perteneciente a su padre ubicado en Ucrania, formaba así parte de una familia judía de las clases medias rurales. Fue enviado durante su primera juventud a Odesa, una ciudad cosmopolita y habitada por sectores de avanzada, donde vivió con su primo y su esposa y los ayudó a poner en pie una editorial que publicaba los clásicos literarios y del teatro. Las ideas del ateísmo le ganaron al intento de que se introdujera en la vida religiosa judía y pronto se sumergió en las ideas del socialismo. Se mudó a una comunidad en la que predominaban la discusión sobre temas culturales, políticos y donde reinaba la bohemia. Conoció a Aleksandra Sokolóvskaya, una revolucionaria populista con quien Trotski se casó y tuvo a sus dos primeras hijas. Aleksandra moriría en las purgas de Stalin de 1938.

En prisión en Siberia, decidió huir y Aleksandra acompañó su decisión usando un maniquí para confundir a los policías que visitaban su espacio de reclusión todos los días haciéndolo pasar por el mismo Trotski. Llegó en 1902 a Londres y se unió al grupo socialista de exiliados liderados por Lenin.

De este modo, con idas y vueltas, revoluciones fallidas y luchas triunfantes, llegó la Gran Guerra y 1917. Los socialdemócratas mencheviques gobernaban con el fin de aplacar a las masas que reclamaban el fin de la guerra, tierras y pan, en medio de una crisis trepidante y una monarquía regida por Nicolás II que seguía usando los palacios para los grandes bailes y fondos para mantener su modo de vida y sus vestidos parisinos.

Anna Ajmátova, pintada por Kuzmá Petrov-Vodkin
Anna Ajmátova, pintada por Kuzmá Petrov-Vodkin

Pero no todo era igual, ni siquiera entre los intelectuales. Máximo Gorki, autor de La madre, era partidario de los socialistas que, con frecuencia, huían del zar para ser refugiados en la isla de Capri que el escritor poseía. Otros literatos partirían hacia el exilio, en París se harían conocer como Rusos Blancos, conspirarían contra la revolución y, luego, contra sus líderes. Por ejemplo, el marido de la poeta Anna Ajmátova formaría ese grupo del exilio y formaría parte de uno de los primeros complots para asesinar a Trotski. Ajmátova escribía así:

Aprendí cómo puede deshojarse un rostro

cómo entre los párpados asoma el espanto,

y el sufrimiento ya grabando las mejillas,

como tablillas de escritura cuneiforme.

Cómo bucles que fueron castaños o negros

se tornan plateados al paso de una noche,

y se marchita la risa en los labios sumisos

y en la seca sonrisa vemos temblar el miedo…

No sólo por mí elevo esta plegaria,

sino por todos aquellos que a mi lado

soportaron el frío atroz y el bochorno de julio,

a los pies de aquella pared roja y ciega.

En octubre de 1917 los bolcheviques habían ganado el favor de las mayorías, Trotski había ingresado al partido junto a su grupo Interdistrital y los Guardias rojos, soldados y obreros que habían tomado San Petersburgo hicieron lo propio con el poder, liderados por Lenin y Trotski e instalando por primera vez en la historia mundial un gobierno de los trabajadores y comenzado una política y economía socialistas. Una de las tareas a cumplir era constituir un ejército de nuevo tipo, que se enfrentara a los ejércitos de 14 naciones que acosaban a la ya llamada Unión Soviética, rol que cumpliría Trotski recorriendo todo el país en un tren rojo, no sólo para combatir a los enemigos del gobierno obrero, sino para construir su ejército con los mejores hombres y mujeres.

En 1923 Trotski tomó el tiempo que la tarea le dejaba en escribir Literatura y revolución, que mostraba no sólo las posiciones que defendía para los artistas en relación a la revolución, sino que enseñaría la gran cultura de su autor. Allí se enfrentaría con distintos grupos literarios. Con la Proletkul, cuya principal figura era Aleksander Bogdanovy y que llegó a tener más de 80 mil miembros, postulaba una cultura socialista nueva –que barriera con los antecedentes de la sociedad burguesa–. Trotski arremetió con dureza contra esta concepción, rescatando el legado del pasado y oponiéndose a una cultura proletaria autónoma.

Aleksander Bogdanovy y Viktor Sklovsky
Aleksander Bogdanovy y Viktor Sklovsky

En 1924 un debate cara a cara entre Trotski y Bogdanov dio por terminada la cuestión en contra de los postulados del Proletkult. Bogdanov se dedicó a los estudios sobre la transfusión de sangre como vía para la juventud eterna. Experimentaba sobre sí mismo. En 1928 murió por complicaciones con sus experimentos. Trotski esbozaba el arte que atravesaría a la revolución:

Aún no existe arte revolucionario. Existen elementos de ese arte, signos, tentativas. Ante todo, está el hombre revolucionario a punto de formar la nueva generación a su imagen, el hombre revolucionario que siente cada vez más necesidad de ese arte. ¿Cuánto tiempo se necesitará para que ese arte se manifieste de forma decisiva? Es difícil incluso adivinarlo; se trata de un proceso imponderable y nos vemos obligados a limitar nuestras suposiciones incluso cuando se trata de determinar los lazos de los procesos sociales materiales. Pero ¿por qué no habría de surgir pronto la primera gran ola de este arte, el arte de la joven generación nacida en la revolución y a la que la revolución impulsa? El arte de la revolución, que refleja abiertamente todas las contradicciones de un período de transición, no debe ser confundido con el arte socialista, cuya base falta aún. No hay que olvidar, sin embargo, que el arte socialista saldrá de lo que se haga durante este período de transición.

Otro adversario –un adversario digno– fue Viktor Sklovsky, a quien Trotski define así: “Viktor Sklovsky es a un tiempo el teórico del futurismo y el jefe de la escuela formalista. Según su teoría, el arte ha sido siempre el resultado de formas puras autosuficientes, hecho que ha sido reconocido por vez primera por el futurismo. Es, por tanto, el primer arte consciente de la historia, y la escuela formalista la primera escuela de arte científica. Gracias a los esfuerzos de Sklovsky -y no es éste su menor mérito-, la teoría del arte y en parte el arte mismo han conseguido alzarse por fin del estadio de la alquimia al de la química”. De manera inmediata, Trotski reprocha a los formalistas su tendencia al “arte puro”.

Los formalistas se dedicaban a la literatura de manera exclusiva, al estudio de la palabra, de la lengua poética. Se reunían en bares, como “El perro vagabundo” de Petrogrado, y eso también era objeto de reproche de Trotski, mientras Vladimir Maiakovski, el poeta de la revolución (quién moriría de un ataque al corazón en medio del opresivo clima que acababa de terminar con el asesinato del constructor del Ejército Rojo), compartía esas tertulias. Trotski decía sobre el formalismo: “La escuela formalista es un aborto disecado del idealismo, aplicado a los problemas del arte. Los formalistas muestran una religiosidad que madura muy rápido. Son los discípulos de San Juan: para ellos ‘al comienzo era el Verbo'. Pero para nosotros, ‘al comienzo era la Acción'. La palabra la siguió como su sombra fonética”.

Como se ve, Trotski no sólo era un estadista, sino un intelectual que intervenía en los debates de su tiempo.

FridaKahlo y Diego Rivera (Foto: Sitio Web Museo Frida Kahlo)
FridaKahlo y Diego Rivera (Foto: Sitio Web Museo Frida Kahlo)

Tiempo signado por el ascenso de Stalin, luego de la muerte de Lenin. Stalin representaba el Termidor, el ascenso de la burocracia con fines restauracionistas. Este objetivo se esparce en todas direcciones, e incluso la del arte. Stalin mismo firmó el decreto que ordenaba una reorganización del arte en función del Partido, que dictaría su acción. Se trataba del “realismo socialista”, que condenaría a músicos como Shostakovich o literatos de todo tipo que “traicionaban” al socialismo. La escultura y la pintura se someterían a ese “deber ser” y pulularían obreros y obreras de músculos y sonrisas como parte de la estética pública. En 1936 Trotski escribiría en La revolución traicionada que el realismo socialista significaba la máxima degradación que había sufrido el arte y que se transformaba así en termómetro de la degradación del proyecto estalinista.

Si Trotski había sido exiliado dentro de las fronteras soviéticas y, de ese modo, callado su actividad política socialista, pronto comenzó su exilio sin patria, ya que el régimen le había arrebatado sus documentos y pasaporte. Sin que ninguna nación lo recibiera dentro de sus fronteras, debió viajar al México de Lázaro Cárdenas, que le dio un lugar. Allí fue recibido por el muralista Diego Rivera y la pintora Frida Kahlo, que le consiguieron a Trotski, su esposa Natalia Sedova y su nieto –además del secretario del ruso y su guardia permanente– una casa. Es conocido que Trotski, entonces de 59 años, mantendría un breve romance erótico con Kahlo, de 29 años. La relación de intimidad también había sido intelectual, cuando Trotski avaló la estética de Kahlo, que sufría reproches por no retratar las luchas del pueblo mexicano. Así también actuó André Breton, que llegó a México para realizar un manifiesto artístico que se opusiera a los dictados del estalinismo. Breton escribió sobre Kahlo y definió su obra como “una cinta de seda sobre una bomba”.

Breton había adherido al trotskismo y los artistas surrealistas en masa habían ingresado al Partido Comunista Internacionalista. En 1937 Breton había participado del Congreso de Escritores Antifascistas, que tenía como objetivo intervenir en los acontecimientos mundiales y apoyar a la República española contra el franquismo, por ejemplo –aunque era claro que los soviéticos, bajo la batuta del estalinismo, marcaban los senderos del evento–. Breton había sido prohibido. El periodistas Ilya Ehrenburg había escrito un panfleto contra los surrealistas y planteado que eran “pederastas”, además de insultos de cuantía. Cuando Breton se lo cruzó en la calle lo abofeteó, lo que dio lugar a un repudio sobre sí de parte del Congreso, a la vez que significaría su exilio cultural interno en Francia. Emprendería su viaje a México, entonces. 

Antes, en 1937, el muralista David Siqueiros había liderado el primer atentado contra Trotski en tierras mexicanas. Había sido planificado por el comunismo local, que le brindó armas y esbirros para realizar el asalto a la casa de Trotski, que sobrevivió junto a Natalia Sedova al refugiarse debajo de su cama. El nieto Leon Sedov sufrió un balazo en un pie. Siqueiros escapó a Chile, donde fue guarnecido por Pablo Neruda, en una muestra latinoamericana de la infamia.

André Breton
André Breton

Breton llegaba a México con el fin de formar una Federación Internacional de Artistas Revolucionarios e Independientes que se opusiera al estalinismo. Pasaron los días hasta que se puso de acuerdo con Trotski y que Diego Rivera firmara el manifiesto con el francés. Su lema era: “Toda libertad en el arte”. Luego de cuatro meses, al volver a Francia, en un acto del PCI, Breton diría:

Camaradas, tengo conciencia de haberme mostrado inferior en la tarea ambiciosa que me era asignada: volver un poco más presente entre nosotros al camarada Trotsky. Para consolarme, recuerdo una conversación que he tenido hace algunos años con André Malraux, que volvía de un viaje a la URSS. Él me contó como, en el curso de un banquete de bienvenida donde había sido llevado para pronunciar una alocución, él llegó a citar a León Trotsky y cómo, de golpe, sintió hacerse pesada la atmósfera, escuchó caer vasos, vio levantarse y desplazarse a algunos de sus vecinos de mesa con la intención manifiesta de rodearlo: cómo llegó a temer en un momento por su vida. Me confió incluso que sólo pensaba deber su salud a una inspiración súbita, como de las que se tiene a veces frente al peligro, y que le dictó una frase susceptible de sorprender, de confundir a aquellos que estaban dispuestos a la agresión. Lo que me sumergió, lo que me sumerge aún en el estupor, no es tanto esta escena que muchos acontecimientos trágicos desde entonces vinieron a corroborar, sino más bien la conclusión a la que había inducido a André Malraux. Según él, no era más necesario, bajo ningún pretexto, en ninguna circunstancia, pronunciar el nombre de León Trotsky. Pronunciarlo equivalía, parece ser, a excluirse de la actividad revolucionaria tal como ella puede, en las abominables condiciones actuales, llevarse a cabo. Jamás se ha visto esto, camaradas; ¿es posible que el instinto de conservación dicte a los intelectuales semejante renunciamiento a su pensamiento? Yo sé, yo creo sin embargo saber ¡que a André Malraux no le falta coraje! El solo nombre de Trotsky es para él demasiado representativo y demasiado exultante para que se pueda callarlo o contentarse con murmurarlo.

Luego, Ramón Mercader –cuya madre había participado activamente de los asesinatos de trotskistas y anarquistas en la Guerra Civil española y cuya medio hermana había sido esposa del cineasta Vittorio Da Sica–, bajo el alias de Jacques Mornard y con una sofisticada ingeniería organizada en Moscú, le clavaría un picahielos a Trotski y lograría el éxito de los varios intentos por asesinarlo. Era 1940, hace 80 años.

Luego, el cuadro incompleto de Frida Kahlo al morir sería un retrato de Stalin. Y Rivera declararía que había intervenido ante el presidente Cárdenas para que le diera asilo a Trotski para poder así “liquidarlo”.

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