Newsletter del día: A propósito de Woody

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Diane Keaton fue pareja de Woody Allen. Cuando filmaron "Annie Hall", ya no lo eran.

Hola, ahí.

Los años pasaron pero, si me apurás, todavía me veo a la salida del cine, llorosa y desconsolada. Tengo 16 años, estoy en Miramar y mis amigos ya están enfilando hacia los flippers como cada noche y yo los sigo, algo atolondrada y sensible por la película que acabamos de ver. No tengo idea de qué será de mi vida en el tiempo que viene pero esa noche decido con total convicción que quiero convertirme en Diane Keaton aunque sé que me faltan varios centímetros y no tengo ni el color de sus ojos ni su risa, que desde entonces es para mí la más hermosa del mundo. Quiero su elegancia en la torpeza, su calidez; la seguridad abrumadora con la que marca estilo. Quiero ser Diane Keaton porque quiero ser Annie Hall. Un tiempo después confirmaré mi triste falta de originalidad y que todas las chicas que quisimos ser Mafalda quisimos luego ser Annie Hall.

Pasé el último fin de semana literalmente abducida por un libro de memorias que se llama A propósito de nada. Hacía mucho tiempo que no me concentraba tanto, hacía mucho también que no me reía tanto y, por momentos, a carcajadas. Su autor es Woody Allen, un nombre que durante décadas fue sinónimo de inteligencia, humor y calidad y que en los últimos años se pronuncia con culpa o directamente no se pronuncia (existe también la variante de pronunciación envenenada de ese nombre, habitualmente en compañía de adjetivos desagradables, aunque intuyo que esa forma es propia de generaciones más jóvenes, sin el puente afectivo de los mayores).

Durante los dos días y medio que duró mi lectura, en los pocos momentos en que levantaba la vista de la voluminosa autobiografía de un cineasta que marcó para siempre mi gusto y mi educación sentimental, pensaba que no hay modo de desmarcarse de la propia historia. Y que en mi caso la única alternativa para olvidar la obra de Woody Allen sería recurrir a un tratamiento de borrado de memoria estilo Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, aunque ya sabemos que ni siquiera eso es garantía de poder terminar con algo que daña. A ver, un momento, ¿qué estoy diciendo? ¿Acaso la obra de Woody Allen le hace daño a alguien?

Jim Carrey con Kate Winslet, en "Eterno resplandor de una mente sin recuerdos"

No, la obra de Allen no solo no daña a nadie y, por el contrario, a muchos nos dio momentos inolvidables con su combo de humor lúcido, neurosis y búsqueda de la belleza, aún en los riesgos que asumió cada vez que quiso salir de su papel eficaz en la comedia, aunque en el camino haya fallado o decepcionado a su público tradicional. A los más jóvenes que lo seguíamos a todos lados porque veíamos en él un modelo de artista intelectual (y éste es justamente uno de los conceptos de los que reniega en el libro, dice que es un malentendido y arriesga con humor que fue tal vez la forma de sus anteojos la que dio lugar a la confusión) nos dio a Bergman cuando se propuso ser Bergman, nos dio a Chejov cuando quiso ser Chejov; nos dio a Fellini cuando quiso emularlo y nos dio a Resnais cuando buscó replicar su cine. “No se puede avanzar como artista si se tiene miedo de experimentar”, escribe en un momento.

(Shutterstock)

¿No fueron grandes películas Interiores, Septiembre, Stardust Memories y Sombras y niebla? Posiblemente no, pero una filmoteca de gigantes nos llegaba indirectamente a través de sus intentos de superarse a sí mismo porque su obra, además de lo que entregó en más de 50 filmes en términos de singularidad también consistió en la divulgación de una gran enciclopedia: la del autodidacta que llegó al arte porque se metía en los museos para hacer tiempo cuando se hacía la rata en la escuela, a la literatura y la filosofía como vehículos para poder mantener conversaciones con las muchachas intelectuales vestidas de negro que lo deslumbraban y al psicoanálisis, desde el diván en el que cinco veces a la semana volcaba su neurosis de judío de Brooklyn que a los veinte años ya ganaba mucho dinero escribiendo guiones para otros. Muchos escuchamos por primera vez el nombre de Cézanne en Manhattan y nunca más olvidamos sus manzanas, esas que formaban parte del decálogo de cosas por las que vale la pena vivir, según Woody.

Escena de "Manhattan", con Woody Allen y Mariel Hemingway

A propósito de nada (Alianza) recupera etapas de la vida de Allen que su público vio en sus películas o leyó en sus textos, como sus desopilantes memorias de infancia sobreprotegida en el entorno judío bastante pobre en el que reinaban su padre, un pícaro de poca monta y con talento único para el fracaso (el mismo que en uno de sus negocios “gracias a una planificación cuidadosa y trabajo duro consiguió duplicar las pérdidas en tiempo récord”) y su madre, reina idishe de la exageración capaz de “elevar la queja a la categoría de arte”; un universo lleno de familias, amigos, comida, celebraciones, clubes de barrio, ritos de escuela pública, intentos por convertirse en mago y ambiciones musicales desmesuradas para su capacidad ya que, asegura, “estaba destinado a no ser más que un músico insignificante y mediocre al que se escucharía y se toleraría gracias a su carrera cinematográfica, no por nada que tuviera algún mínimo valor para el jazz”. También se lee allí con intensidad su amor indestructible por Nueva York, la postal de su vida desde muy temprano.

Más adelante en su libro cuenta sus intensas y variadas historias de amor neurótico, sus matrimonios y sus fracasos, a lo que añade siempre el vínculo ininterrumpido que mantuvo con la mayoría de sus ex aún después de la ruptura. En esas páginas aparece también lo que denomina su “fobia a entrar” (una de las mayores fobias de su vida, que le impide ingresar a lugares a los cuales fue invitado aunque haya llegado hasta la puerta); su fobia a la playa, a los bichos y a los lugares abiertos que no sean absolutamente urbanos, el amor por sus amigos y su fascinación por estrellas, músicos y directores, aún cuando ya se ha convertido él mismo en una celebridad internacional.

Mia Farrow en "La rosa púrpura de El Cairo"

De su obra habla con mirada crítica; son pocas las veces que sugiere que una película suya fue muy buena (“¿Qué es lo que más lamento? Solo haber recibido millones de dólares para hacer películas, haber gozado de un control artístico total y no haber hecho jamás un gran filme”, exagera). En general, cuando se ocupa de sus obras siempre elogia a los actores y al resto del equipo técnico pero al mejor estilo quejoso marca con más énfasis las debilidades de su trabajo y aunque, sobre el final del libro, explica que eligió no dar consejos sobre cine porque es aburrido y no tiene mucho para decir, menciona en varias oportunidades que cuando una película no funciona en la mayoría de los casos el problema está en el guión.

Con gran ritmo discursivo y juegos temporales, Woody Allen cuenta su vida con gracia y se hace cargo de todos los fracasos, los profesionales y los emocionales. Mantiene una decorosa elegancia incluso en el chisme aunque el veneno aparece, siempre matizado con comentarios que buscan ser objetivos acerca del talento o la belleza de seres a los que claramente detesta, como su ex mujer Mia Farrow o la gran cantidad de artistas y personas del mundo del espectáculo que le dieron la espalda y que en algunos casos fueron más allá en sus consideraciones sobre las acusaciones de estupro -en el comienzo traumático y desagradable de su historia con su actual esposa Soon-Yi- y de abuso sexual, con su hija Dylan, el episodio que es la gran sombra sobre su vida.

Woody Allen y Mia Farrow con sus hijos (Shutterstock)

Hubo muy pocos momentos en los cuales sentí que el humor ácido y la ironía estaban de más o sobregirados (la descripción de la escena de las polaroids a través de las cuales Mia Farrow se enteró de que su pareja se acostaba con su hija adoptiva es uno de ellos). Sin embargo, es imposible ignorar durante la lectura cuál es hoy su lugar de paria en el mundo, aquel desde el cual habla: sin actores que quieran protagonizar sus películas, sin productores que quieran poner dinero en ellas, sin exhibidores dispuestos a mostrarlas y sin editoriales que quieran publicar sus libros. Y con espectadores y lectores temerosos de reconocer en público que siguen riendo y disfrutando de sus obras porque aunque la Justicia determinó hace tiempo que no había pruebas para acusarlo de abusar de su hija adoptiva cuando tenía 7 años, medios muy influyentes - The New York Times a la cabeza- y gran parte de la opinión pública determinaron que Allen es culpable.

"Zelig"

Sobre Mia, sobre Dylan -la verdadera víctima de esta historia, tanto si fue abusada como si no lo fue, ya que ella denuncia algo espantoso de lo que está absolutamente convencida-, sobre Ronan, sobre Moses y sobre Soon-Yi hay páginas y páginas de relatos, flechas envenenadas, acusaciones, devolución de “gentilezas” y lamentos que pueden leerse en el libro. Como lectora y admiradora de su obra, hubiera preferido que todas esas páginas destinadas a explicar en detalle su inocencia hubieran estado dedicadas a contar más y más anécdotas de las filmaciones de las películas que tanto amé y que sigo disfrutando como Hannah y sus hermanas, La rosa púrpura de El Cairo, Zelig, Crímenes y pecados, Dulce y melancólico, Misterioso asesinato en Manhattan, Match Point o Blue Jasmine.

"Hannah y sus hermanas" (Orion Pictures Corporation)

Pero nadie me preguntó, y el hombre que nos hizo tan felices ayer, hoy habla desde el estribo de su vida, en la hora del crepúsculo, que en su caso coincide con el ostracismo al que fue destinado “a partir de esos nuevos descubrimientos científicos en el ámbito de la física según los cuales una mujer siempre tiene razón”, como dice con el sarcasmo que le habilita su resentimiento.

Una escena de "Dulce y melancólico", con Sean Penn

Pertenezco al club de los que piensan que la cultura de la cancelación no resuelve ni la violencia ni el machismo ni la pedofilia ni la discriminación. Estoy en contra de la censura y de los boicots; creo en el gusto, el espíritu crítico y el criterio de las personas y creo también que las ideas y los actos de los seres humanos deben ser separados de sus obras. Imaginar un mundo del arte construido por personas de bien no solo es ingenuo, es inútil. La decencia, como la ideología, no son garantía de calidad.

Woody Allen y su esposa Soon-Yi Previn (Getty Images)

La contratapa del libro es una sorpresa conmovedora. Ahí puede verse una foto en blanco y negro del viejo Woody recostado en un sillón que le queda grande. Detrás, paredes tapizadas y dos cuadros con figuras orientales. Con las manos cruzadas sobre el regazo, una pierna estirada sobre el sillón, la otra sobre el piso de roble, mira a cámara con su clásico gesto de decepción existencial, como si estuviera pronunciando para adentro una de las frases de su libro, aquella que asegura que “ser misántropo tiene su lado bueno: la gente nunca te desilusiona”.

Contratapa del libro de Woody Allen

Enseguida busco el crédito: la foto fue sacada en 2019 por Diane Keaton, de quien habla con un cariño inmenso y de quien dice que cuando la vio entrar por primera vez a una audición, “si Huckleberry Finn hubiera sido una mujer muy hermosa, sería ella quien habría aparecido en el escenario en ese momento”.

Imagino la escena de la foto con ella -su antiguo amor, su mejor amiga, su mayor defensora-, dando indicaciones en vano para mejorar la toma y con él poniendo caras ridículas mientras sigue pensando que “la vida se divide entre lo horrible y lo miserable”.

No puedo evitar ponerme melancólica y reírme al mismo tiempo.

Hasta la próxima.

(Orion Pictures Corporation)

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