Un seminario, una novela y una señal: ¿qué pasa con las cosas cuando no se terminan?

"A veces las cosas más lindas de la vida tienen pulsos incapturables", sostiene la autora de "Ningún lugar más que acá " (libro editado por Concreto) al contar cómo fue que un acontecimiento llevó a otro y así fue tejiendo la ansiada novela

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"Ningún lugar más que acá"
"Ningún lugar más que acá" (Concreto) de Jazmín Carballo

Me cuesta salir de los comienzos, dice Rita protagonista de Ningún lugar más que acá, salir de los comienzos implica que las cosas terminen. Hoy, cinco de agosto de dos mil veinte, yo Jazmín, intento delinear el comienzo de esta novela. Uno del que no me costó salir porque no hubo dolor, o no el mismo al que teme Rita. Terminar la escritura y entregar la novela al mundo, fue un dejar ir más cercano a una celebración, con nostalgia y todo, pero sin heridas. Ese final habilitó múltiples comienzos, insondables, como lo son los encuentros de la novela con quienes la habitan a través de la lectura. Intento precisar el comienzo de la escritura, pero se vuelve brumoso. Como si ese inicio hubiera sido algo silencioso que me habitara esperando el momento para desenvolverse, con una fuerza invisible parecida a la de la fe. A veces las cosas más lindas de la vida tienen pulsos incapturables.

Hay un inicio posible, es una noche de verano, un amigo me invita a ver una obra con la certeza de que me va a gustar, esta obra es para vos. Su confianza me convoca. La obra es Fauna, de Romina Paula. De la sala salgo energizada, sintiendo, yo quiero eso, vivir ahí adentro, actuar ahí, seguir viendo obras así. A ese momento se le une otra noche: navego por internet y aparece ante mí un flyer con letras rojas, seminario de creación de textos, lo dan Romina y Cynthia Edul; lo sentí una señal. Sin demorar escribí un email que aún conservo. Fue el primero de marzo de dos mil quince, era breve y directo, ¿de qué se trata esto? Solo sabía que quería eso, crear. Me respondió Cynthia esa misma noche.

En esa época, y al igual que Rita -pero de esto me voy a dar cuenta mucho tiempo después-, yo también quería enamorarme, tenía tanto deseo que me ardía el corazón. Sí, así, tan desmedido y visceral que quemaba. A la primera clase viajé en el 15 pensando eso. ¿Dónde estás? ¿Cuándo nos vamos a encontrar? Las clases eran en Leopoldo Marechal y Mahatma Ghandi. Llegaba tarde, la calle atestada de autos, el colectivo se había estancado durante minutos, que parecieron horas, en una misma esquina. La gente gritaba, se quejaba, transpiraba, pedía que abrieran las ventanas, que subieran el aire, el chofer hablaba con el colectivo de al lado (recuerdo esta imagen hoy y la anhelo tanto como enamorarme en ese entonces). Pero ese día y ante semejante retraso, consideré desistir ¿primera clase y llegar tan tarde? Ya van a ser más de las y media, no voy, ya está, me vuelvo a casa ¿o me voy a escribir a un bar? En eso estaba cuando miré el nombre de la calle: Antonio Machado, ¿otra señal? Caminante no hay camino, se hace camino al bajar del colectivo y llegar a la clase a pie.

Los capítulos de la novela se fueron tejiendo durante esos dos años en el seminario, con las devoluciones de mis compañeros y las lecturas de Romina y Cynthia. Ellas fueron quienes primero vieron la posibilidad de novela y eso prendió una llama en mí; iniciaron un fuego que me atravesó los cuatro años de escritura. Cada clase era una oportunidad para llevar un nuevo capítulo y era revelador escuchar lo que mis compañeros percibían, todo lo que yo no podía ver o que no sabía que estaba ahí. En ese momento escribir era eso, un no saber qué va a suceder, pero hacerlo igual, un poco como vivir. En relación a esto Cynthia, una vez dijo, algo así como que cuando una escribe no tiene el control y tampoco sabe que no lo tiene; eso fue una clave, poder nombrar una experiencia que estaba transitando.

Jazmín Carballo
Jazmín Carballo

En esas clases descubrí que ese no querer salir de los comienzos por miedo a que las cosas terminen, era el pulso subterráneo de la novela. Y un tiempo después me di cuenta que algo de eso me sucedía, ese temor a repetir el dolor cuando el vínculo amoroso se quiebra. Esto que había aparecido de manera involuntaria era algo que compartía con Rita y a medida que cobraba cuerpo en ella se iba desgranando en mí. Reconocer cómo el inconsciente se cuela en la escritura fue movilizador y motivador. También algo de miedo me generó, la parálisis fue breve. Para ese entonces me había encontrado con quién creía que era el amor de mi vida -aún no sabía que terminaría, sino todo lo contrario-. Tenía la sensación de infinito, de libertad, de fe en la vida y en las personas. Estaba habitando lo que tanto había deseado y a la vez quería acompañar a Rita, que estaba en otro proceso, casi opuesto. Esa fue otra cosa que aprendí, acompañar al personaje, reconectar con esa voz, volver a esa piel, casi como volver a actuar un personaje, todas las funciones, cada vez por primera vez, habitar y escuchar en ese presente único, irrepetible. Así es como quiero vivir, como se actúa, como se escribe, habitando acá, una y otra vez.

El inconsciente, el no control y el entusiasmo, todos juntos y mezclados me impulsaron a aplicar a una residencia de artistas al sur de Francia, a donde viajé para continuar la escritura. Viví durante un mes en un antiguo convento de monjas, convertido en residencia para artistas de todas partes del mundo. Lo que originalmente era un granero ahora funcionaba como micro cine, lo que supo ser un gallinero ahora era un escenario y los antiguos cuartos para rezar, lavar la ropa y dormir, nuestras habitaciones para escribir, pintar, componer, bailar, crear.

Durante este proceso me fui dando cuenta de lo que pedía la escritura, de lo que estaba queriendo decir, y no antes. Quería hablar, investigar y habitar ese no saber. Ese refugiarse en los comienzos por el miedo al dolor que trae un final, ese dolor indecible que genera la ausencia del cuerpo de alguien cuando muere. Hablar del deseo de conectar con otro y no poder, de las preguntas que se generan cuando el amor se termina, de la herida que nos imprime, de cómo nos transforma. “¿Cómo es posible el vínculo amoroso? ¿Cómo es que se arma una familia? ¿Es un deseo? ¿Una decisión consciente? ¿Los deseos se heredan? ¿Podré armar mi propia familia algún día?” Preguntas que conducen a la protagonista, preguntas combustible, preguntas que se abren como flores de verano y se festejan porque sabemos que duran solo ese instante.

¿Qué pasa con las cosas cuando no se terminan? se pregunta Rita, y pienso en la simultaneidad, en las cosas detenidas que siguen latiendo, como las fotos. La foto de la tapa de la novela la tomó mi mamá cuando yo tenía cinco años. Estoy saltando al vacío, a una pileta con centímetros de agua. Ya dimos el salto, la novela está sucediendo, la novela no termina. La soltamos al mundo unos meses antes de que esa relación amorosa -la que sentía infinita- terminara, dejando una profunda herida en mí, quizás la más grande. Mientras transito el proceso de cicatrización pienso en la superposición de acontecimientos, en lo invisible que nos conduce, pulsa y se devela ante nosotros. Quiero despertar esa nena que salta al vacío con confianza ciega; esa nena soy yo, me reconozco. Así como comencé a escribir sin saber que iba a escribir una novela, quiero recuperar esos momentos de inconsciencia, de ir por puro placer a las clases, de encontrar señales a cada momento, entregarme al misterio, permitir que todo me suceda, así como ya lo dijo Rilke, la belleza y el terror, ningún sentimiento es final. Y hoy también siento –algo parecido a lo que el papá de Rita le dice en sueños- que, así como no hay definitivos, el corazón de la vida está en poder darse cuenta de las cosas.

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