I
El 26 de agosto de 1971 Jorge de la Vega estaba en Canal 7. Lo habían invitado a un programa. De pronto se sintió mal y se fue afuera. En el canal también estaba Jorge Schussheim, uno de sus grande compañeros de ruta, en otro programa. Alguien le avisa que su amigo había salido, algo mareado. Fue hasta la vereda y vio su cuerpo, caído, desvanecido. Murió. Aneurismo. Tenía sólo 41 años. Nadie lo podía creer.
“Ya había hecho todo. Había hecho todo y entonces se murió. Ni se cansó ni nos dejó ni qué pena todo lo que pudo haber hecho. Hizo lo que se hace en una vida entera. Y se murió, como suele terminar una vida entera”, cuenta Schussheim de este artista total, icónico, que en las artes visuales transitó el pop, el surrealismo, el abstracto y como no le alcanzaba se volcó a la literatura y a la música.
Todas las vidas son cortas, pero no todas son enteras. La de De la Vega lo era.
II
Porteño, nacido en 1930. Empezó a pintar de chico. Su padre era pintor de paisajes y él le siguió los pasos. Como autodidacta, fue tejiendo un vínculo con la creación. Al terminar el colegio estudió arquitectura y luego fue docente universitario. Mientras tanto, pintaba bodegones, naturalezas muertas y retratos.
Su primera exposición fue a partir del impulso de la sugerencia. El escritor Manuel Mujica Lainez lo alentó a que muestre sus obras. En 1952 una muestra individual en la Galería Plástica de Buenos Aires montada por un muchacho de 22 años sorprendió todos. Y no paró. Expuso en La Haya, Pittsburgh, Toronto, Madrid y Nueva York. Fue invitado a la Bienal de San Pablo, pero se negó a participar en protesta contra la dictadura militar en Brasil.
Fue miembro de la Nueva figuración con Rómulo Macció, Ernesto Deira, Luis Felipe Noé y, fugazmente, Enrique Sobisch. Formó parte de ese movimiento, de ese grupo, entre 1961 y 1965. Lo suyo era la pintura abstracta, pero su experiencia estadounidense lo llevó al pop. Así fue que su estilo mutó en el tiempo, siempre con la idea disruptiva en la cabeza.
No es un artista del pasado. En absoluto. Una obra suya (Sin título) fue la pieza más vendida de la edición 2019 de arteBA: entre 1,2 y 1,3 millones de dólares pagó un coleccionista privado. El cuadro pertenece a su etapa “Pop-Psicodelia/Blanco y negro”, que se desarolló entre 1966 y 1971, a su regreso de Nueva York.
Es como si De la Vega siempre estuviera vigente, como si su vanguardia no envejeciera.
III
Todo artista latinoamericano de la época debía conocer Europa. Fue en 1962 que llegó a París y compuso sus Formas liberadas donde quitaba la tela del bastidor, quebraba la estructura de madera, cortaba la tela y envolvía las maderas rotas. Ninguna de aquellas experiencias efímeras se conserva. “Con este gesto inauguró una nueva concepción de la obra en un salto al vacío”, dijo la historiadora del arte Mercedes Casanegra,
Al año siguiente, con toda ese vanguardismo arremolinándose en su mente, pintó Intimidad de un tímido, una obra muy expresiva, colorida, rabiosa, arrebatada. Allí mezcla óleo, telas encoladas y pedrería. Con este cuadro de 1963, que está en el Museo Nacional de Bellas Artes, inició la serie Bestiario, una propuesta súpero original. “Pintaba animales quiméricos que flotaban en el espacio sideral”, dijo una vez el artista.
Su historia como artista total recién empezaba. En la poesía y la música encontró, como comentó Marta Minujin, “la verdadera felicidad”. Así, a fines de los sesenta formó parte de otro movimiento, el de la Nueva Canción, que también integraron Nacha Guevara, Marikena Monti y Jorge Schussheim. En 1968, tradujo a la música sus poesías surrealistas en el disco El gusanito en persona.
Vivió con intensidad. Su espíritu artística era voracidad pura. Estaba casado y, al momento de su muerte, su mujer estaba embarazada de un niño que nació tres meses después de su repentino fallecimiento. “Tenía 41 años, dibujaba y pintaba como un energúmeno, componía y cantaba unas canciones increíbles entre dadá, cabaret y zen, la gente lo adoraba y él adoraba la gente”, escribió Juan Forn.
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