Como bien recuerda Peter Burke, durante el siglo XVII el interés por la “antigüedad bárbara”, de la prehistoria a la Edad Media, se sumó con fuerza a aquel ya bien conocido y explorado por las antigüedades clásica y cristiana: pese al desprecio con que muchos humanistas se refirieron al medioevo, sus sucesores se mostraron verdaderamente fascinados por estos “bárbaros”, en parte porque bretones, galos, francos, lombardos, germanos y otros eran vistos como los propios ancestros (Burke, 2003). Los daneses se identificaron con los cimbrios, los holandeses con los bátavos (y allí está La conspiración de los bátavos de Rembrandt, con el juego entre la rebelión de Julius Civilis contra los romanos y aquella de las Provincias Unidas frente a los españoles para probarlo), los húngaros con los hunos, los suecos con los godos, y así sucesivamente. Incluso, como ha demostrado John Elliott, existió en España un intento de reivindicar el pasado visigótico como un fundamento que justificaba la existencia del imperio (Elliott, 1992). La escasez de textos procedentes de esta “tercera antigüedad” en comparación con los que sobrevivieron de las otras dos llevó, según Burke, a que se prestara una peculiar atención a los objetos, que tuvo como consecuencia un auge del anticuariado, cuya importancia para el surgimiento de la historiografía moderna probó de manera contundente Arnaldo Momigliano (Momigliano, 1990). Así, hubo una sociedad de anticuarios en la Inglaterra isabelina (fundada en 1595), el Riksantikvariat sueco se creó en 1630 y Ole Worm envió su cuestionario anticuarial a Islandia en 1638 (Miller y Louis, 2012). Sin embargo, esa atracción por la barbarie no era universal. En su Tesoro de la lengua castellana o española, Sebastián de Covarrubias mantenía una distancia irreductible respecto de los bárbaros, a quienes definía como “todos los que hablan con tosquedad y grosería [...], los ignorantes sin letras, los de malas costumbres y mal morigerados, los esquivos que no admiten la comunicación de los demás hombres de razón, que viven sin ella, llevados de sus apetitos y finalmente los que son despiadados y crueles” (Covarrubias, 194; Matsumori, 2005, 80). En cualquier caso, está claro que el interés y la revalorización del propio pasado bárbaro era bastante anterior al siglo XVII. El humanista alemán Beatus Rhenanus (1485-1547) se había sentido orgulloso porque los conquistadores de Roma fueran ancestros de su “noble raza”, pues “el triunfo de los godos, los vándalos y los francos son nuestros triunfos” (véase Mazzarino, 1966, 88).
También había lugar para “falsos bárbaros” admirables. En 1529, Antonio de Guevara, obispo de Mondofiedo y parte de la corte de Carlos V, publicó en Valladolid una obra titulada Libro del emperador Marco Aurelio con relox de principes. Aunque sostenía que se trataba de una traducción de un manuscrito griego encontrado en Florencia, que había sido escrito por el emperador romano en griego, era en realidad un falso. El texto de Guevara incluía un fantástico discurso, atribuido a un campesino del Danubio, que denunciaba ante el emperador el expansionismo romano (Guevara, 1571 [1529], 6v-7y). Ese fragmento mereció una edición separada, titulada El villano del Danubio. El autor describe al bárbaro Milenus:
Este campesino era de contextura pequeña, con labios gruesos, ojos profundos, cabello crespo y escaso, llevaba una bolsa de piel de cabra y su cinturón estaba hecho de algas; su barba era larga y gruesa, sus pestañas cubrían sus ojos, su pecho y su cuello estaban cubiertos de pelo como si fueran los de un oso y llevaba una lanza en su mano (Guevara, 1571, 6r).
El Marco Aurelio de la ficción sostenía que “cuando lo vi ante el senado, creí que era un animal de forma humana”. El campesino, exclamaba:
Si piensas que somos esclavos porque no tenemos príncipes que nos comanden, ni senadores que nos gobiernen, ni un ejército que nos defienda, respondo que en tanto no tenemos enemigos no tenemos tampoco necesidad de un ejército; y cada uno de nosotros es feliz con lo que tiene, por lo que no necesitamos senadores orgullosos que nos gobiernen, y que como somos todos iguales no deseamos tener príncipes entre nosotros, pues su oficio es derrocar a los tiranos y conservar la paz entre el pueblo. Si dijeras que en nuestra tierra no hay república ni orden civil, y que vivimos como bestias brutas en las montañas, te equivocarías, por cuanto no permitimos que en nuestro país vivan mentirosos ni personas que perturben la paz, ni hombres que puedan traer de tierras distantes cosas que puedan corrompernos o debilitarnos. Nuestro vestido es decente y nuestra dieta simple (Guevara, 1571, 9r).
Es probable que Guevara se haya inspirado en la Germania de Tácito, en particular en el discurso de Calgacus, en el que se acusa a los romanos de “Crear un desierto y llamarlo paz”. Pero esto no revela solamente la resistencia de los bárbaros, sino también una combinación de monstruosidad y sabiduría atribuida a esos personajes (Camporesi, en Pegrari, 1988, 193-197). Carlo Ginzburg considera obvio que este ejercicio de invención anticuaria, en el seno de la corte del emperador Carlos V, constituía al mismo tiempo una crítica y una advertencia respecto del Imperio Español (Ginzburg, 2001).
Los artistas del Renacimiento también se esforzaron por representar a los bárbaros. En los Triunfos de César, pintados por Mantegna entre 1485 y 1492, hoy conservados en Hampton Court, Londres, encontramos algunos ejemplos de ello. Es probable que el artista se haya inspirado para su realización en varios textos disponibles, entre ellos Roma triumphans, de Flavio Biondo, que se había publicado en Mantua en 1472, pero también en los relieves y sarcófagos que habían sobrevivido de la antigüedad. En la primera escena, donde se retratan los trompeteros y portadores de insignias, se destaca entre estos un soldado negro, posible referencia a la extensión del poder de la república (también hay un músico de piel oscura, con tocado oriental, en el octavo cuadro). A eso se suman las escenas de conquista representadas en el cortejo, la última de las cuales muestra una ciudad incendiada tras un largo sitio, lo que indica las consecuencias de resistirse al poder del ejército triunfante. En la séptima tela, aparecen retratados los cautivos bárbaros que eran llevados a Roma. La mayoría de los prisioneros se parecen a romanos comunes, sin armas ni insignias, aunque llevan en sus rostros la pesadumbre de la derrota y la servidumbre. Están acompañados por un portaestandarte y un grupo de bufones: uno de estos tiene un aspecto algo monstruoso (Bellonci y Garavaglia, 1967, 110-112) (imagen 1). Recordemos, en cambio, que Jerzy Miziolek estudió un cassone del Quattrocento en el que los galos que luchan contra César se muestran como gigantes desnudos (Miziolek, 2003, 221-227) (imagen 2).
En 1514, Rafael pintó, en la Stanza d’Eliodoro, en el Vaticano, un fresco monumental que retrataba el encuentro entre León I y Atila. Según la historia, en 452 el papa logró detener al invasor, que se dirigía a saquear Roma, en el río Mincio cerca de Mantua, lo que previno la destrucción de la ciudad. Aunque es posible que el ejército de los hunos haya enfrentado problemas logísticos, la intervención del papa fue tenida por los cristianos como un hecho cercano a lo milagroso. De acuerdo con fuentes contemporáneas a lo sucedido, el papa se presentó ante el conquistador con un gesto de humildad. Habría dicho entonces:
El senado y el pueblo de Roma, una vez conquistadores del mundo, ahora vencidos, venimos ante vos como suplicantes. Rogamos vuestra piedad. Oh, Atila, rey de reyes, no podrías tener más gloria que el ver cómo suplican quienes, en el pasado, tuvieron a todos los reyes suplicando ante ellos. Has sometido todas las tierras que dominaban los romanos. Ahora rogamos que, habiendo conquistado a todos, os conquistéis a vos mismo. Los pueblos que sintieron la furia de Atila habrán de sentir ahora su piedad.
Fue entonces que habrían aparecido los apóstoles Pedro y Pablo, flanqueando al papa, y lo protegieron con sus espadas. Ante ese espectáculo, Atila se retiró y permaneció en la margen opuesta del Danubio (anón., “Vida de León”, en Robinson, 1905, 50-51). En el fresco de Rafael, a la izquierda de la imagen, el papa y su séquito de cardenales cabalgan con calma y cierta solemnidad camino al encuentro con los bárbaros. León I alza su mano derecha, con un gesto pacificador. Sobre ellos, san Pedro y san Pablo vuelan, espada en mano, en dirección al enemigo. A la derecha, Atila y los suyos galopan aceleradamente rumbo al centro de la escena. Algunos de ellos se sorprenden por la llegada de los santos y emprenden una huida desordenada. Dos detalles de la pintura de Rafael nos interesan particularmente. En primer lugar, a la extrema derecha de la representación, uno de los hunos a caballo monta completamente desnudo, salvo por un casco que protege su cabeza, y a pelo. En segundo término, al frente y en el centro del grupo bárbaro, uno de los invasores lleva un casco decorado con plumas rojas. ¿Podemos quizás imaginar que se trate de una referencia al tocado de los bárbaros del mundo americano? En cualquier caso, dos años antes de que Rafael pintara el fresco, el 11 de abril de 1512, las tropas papales habían vencido a los franceses en la batalla de Ravena y el papa Julio II se habría afeitado la barba para celebrar la victoria. Se habría tratado de otra intervención milagrosa de Dios para salvar a su iglesia (imagen 3).
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