“Yo digo lo que pienso”, advierte José “Pepe” Mujica. Y así, en esta entrevista por videoconferencia, dirá: “Las derechas se juntan por intereses y las izquierdas se pelean por ideas”, “Lo peor es cuando estás rodeado de alcahuetes que no te ayudan un carajo”, “Sacamos a bastante gente de la extrema pobreza, pero no los hicimos ciudadanos, los hicimos mejores consumidores, y esa es una falla nuestra”, “Hacíamos discursos de la integración de América, pero lo que menos hacíamos era integrarnos”.
Siempre resulta interesante escuchar a quien fuera el presidente del Uruguay entre 2010 y 2015, porque hace del diálogo un instrumento para romper las convenciones y los lugares comunes. Esta entrevista, de hecho, surge de un diálogo previo: la publicación de una suerte de biografía conversada que Mujica construyó junto a Nicolás Trotta, el actual ministro de Educación de la Argentina. Mujica por Pepe, tal es el título, acaba de ser publicado por la editorial Planeta y, con prólogo de Alberto Fernández y epílogo de Lula, es mucho más que su historia de vida: es el cuadro de una época.
Desde la chacra donde vive con su mujer, Lucía Topolansky —que fue vicepresidenta en el gobierno de Tabaré Vázquez tras la renuncia de Raúl Sendic—, habló con Infobae de los aspectos que aborda en el libro de Trotta.
—¿Por qué, de todos los presidentes y ex presidentes de América latina, usted, si no es el único, es el que mejor imagen tiene?
—No lo sé. Soy un viejo gruñón que vive como piensa y piensa como vive, y eso es una cosa rarísima. Los humanos necesitamos creer en algo, y entonces me agarran a mí, que, porque soy un viejo raro, sencillo y humilde, les parezco una cosa fantástica. El ser humano es un bicho utópico; no es una bobada esa necesidad interior que, como animales, tenemos de creer en algo. Y las sociedades modernas se caracterizan por pisotear todo groseramente. No soy yo, es la orfandad que tiene la pobre gente en la cotidianidad del mundo de hoy.
—¿En qué medida un presidente debe hacer pedagogía de la democracia y la política entre los ciudadanos?
—Envejecer es que te duelan los huesos, que tengas dificultad para dormir, que tengas que orinar varias veces de noche, pero, mientras no estés lelo, envejecer te permite ver un poco más lejos. Has acumulado mucho trote y el vivir, alguna enseñanza deja. Y, naturalmente, amamos tanto la vida, que tratamos de sobrevivir intentando dejar algo que sea el quehacer de otros. Pero estas son cuestiones no conscientes: los seres humanos somos mucho más emocionales de lo que parecemos. Aunque pertenezco a una generación de luchadores en la que nuestro abuelo era Robespierre, el sujeto humano es un puñadito de razón y un barril de emociones.
Lo peor es cuando estás rodeado de alcahuetes y todos te dicen: Sí, señor, qué bien
—Esta respuesta que acaba de dar lo pinta completamente: le pregunté por política y educación y usted me respondió desde el humanismo.
—Lo que pasa que la política es inherente a los humanos. Somos animales gregarios, no podemos vivir en soledad. Pero se requiere que alguien haga viable el choque entre el individuo y el funcionamiento de la grey, y ese es el papel de la política. Por eso, la afirmación aristotélica de que el hombre es un animal político es brillante. Todo lo que tiene que ver con las relaciones humanas es política. Lo que pasa es que está todo envilecido y parece que la política son unos tipos de traje que se sientan en el parlamento y hacen discursos.
—Una característica de su presidencia fue la moderación y el diálogo. Ahora bien, en su juventud participó en la lucha armada. ¿Son momentos opuestos, contrapuestos, complementarios, un paso natural?
—Y quién le dijo que en la lucha armada no hay que dialogar. Y quién le dijo que hasta en un campo de batalla no hay que dialogar. En definitiva, la lucha armada no puede ser un objetivo de vida. En determinadas circunstancias pudo haber parecido un camino, pero no puede ser una eternidad, porque las sociedades no se pueden pergeñar para eso. No tiene sentido. El diálogo es la más hermosa de las formas que existen para aprender. Las sociedades son cada vez más complejas y en cada rincón hay especialistas a quienes escuchar para tener una idea de lo que es la realidad. ¡Ay, de aquellos que en política no escuchan! En primer término, a la ciencia; en segundo término, al sentido común. Hay que tener la oreja cerca de la gente común y corriente. Hay que hablar con cualquier ciudadano que anda por la calle, porque es como encontrar diamantes adentro de un camión de pedregullo. A veces perdés mucho tiempo, pero a veces te da acceso a cosas de las cuales no tenés ni remota idea. Hay que gastar menos tiempo en papeles y más tiempo en escuchar.
—¿Incluso cuando uno sabe que con el diálogo no va a convencer al otro?
—Cada individuo es como un sistema solar: es un solcito y alrededor de él dan vueltas los que trabajan con él, la familia, los hijos. Y alcanza con que el tipo que no esté de acuerdo diga “Discrepo, pero es buena persona” o “Con él se puede hablar”, que ya, con eso, te abre una puerta. Por eso es importante hablar con los que piensan distinto: te ayudan a pensar. Lo peor es cuando estás rodeado de alcahuetes y todos te dicen “Sí, señor, qué bien”. ¡Chau! Ahí no te ayudan un carajo.
—A lo largo de las conversaciones con Nicolás Trotta, usted, muy crítico, caracteriza a la izquierda latinoamericana como ingenua o prejuiciosa. Por ejemplo, en la relación con el ejército. ¿Qué hace falta para pegar el salto?
—Ah, no sé. Yo digo lo que pienso. Pero también es un frente de batalla que hay que ganarlo. Y si lo escupo y hago un estereotipo, más se lo estoy regalando al adversario. No es inteligente: a látigo no se gana a nadie. Se gana persuadiendo y con actitudes coherentes. Da un poco más trabajo, pero es como aprendieron los indios de la pampa a domar, según cuenta Martín Fierro, ¿verdad? No domaban a palo y a garrotazos, si no que elegían los mejores pastos y lo iban acariciando. Demoraban mucho, pero el caballo terminaba siendo un amigo. Eran más inteligentes los indios que los españoles. En relaciones humanas esto también tiene que ver.
Sacamos a bastante gente de la extrema pobreza, pero no los hicimos ciudadanos, los hicimos mejores consumidores, y esa es una falla nuestra
—¿Por qué la izquierda y el progresismo solo pudieron hacer pie en América latina durante el tiempo del viento de cola y los ingresos extraordinarios por los precios de los commodities?
—Lo del viento de cola fue una circunstancia, pero no nos trajo tanto el viento de cola. Si no, al revés. Era lo que venía pasando. La gente buscó una opción, una esperanza, una ilusión y la pudo concretar en parte sí y en parte no. La gente sigue prisionera de su cultura y las sociedades contemporáneas nos transforman en adictos consumidores. Los de tu edad se enamoran y salen a pasear y van a ver las vidrieras en el shopping. ¡No se puede creer el grado de domesticación que nos ha impuesto la mercadería! En ese mundo, la pobre criatura humana pide más, más, más. Y eso es menos, menos, menos. Entonces, sacamos a bastante gente de la extrema pobreza, pero no los hicimos ciudadanos: los hicimos mejores consumidores. Esa es una falla nuestra. Hay que asumirla y decirla con claridad para que los que vienen por el mismo riel sean un poco más perspicaces que nosotros. ¿Sabes lo que es llegar al gobierno? Tener una barra que ya está pensando en el próximo gobierno. Eso es todo un desgraciado corto plazo. Hacíamos discursos de la integración de América, pero después estábamos en los problemas cotidianos y lo que menos hacíamos era integrarnos. Esa es una deuda pendiente.
—En el tiempo del Alca, cuando Hugo Chávez y Néstor Kirchner decían “Alcarajo”, Uruguay, siendo usted Ministro, le vendía carne a Estados Unidos. ¿Se puede plantear la economía desde un punto de vista ideológico? ¿O se debe tener el pragmatismo suficiente para sostenerse por afuera?
—Las sociedades contemporáneas no tienen piedad y los negocios son los negocios. Son como la sangre, como el oxígeno. Por las demandas de las sociedades hay que implementar una política lo más inteligente para rescatar la mayor cantidad de valor posible. ¿Porque nos gusta? No, porque la realidad nos exige. Tú me señalabas lo de Estados Unidos. Después apareció el monstruo chino al que no le alcanzaba nada. Y capaz mañana sea Nigeria: en el 2050 va a tener tanta población como China; no sé qué va a pasar. Por eso, es determinante tener una posición muy abierta. No la pudimos lograr —y no por mí; yo soy un viejito de un país pequeño— porque éramos muy progresistas, pero por momentos había demasiado sectarismo. Yo creo que hay que arrimarse a lo que hay y tratar de juntarse con lo que existe, porque si esperamos a juntarnos con lo que nos gusta, nos vamos a juntar en el año del golero y mientras tanto vamos a ser una hoja al viento porque no incidimos para nada en el mundo. Por eso me fui con el señor Piñera a la Antártida. ¿Estaba ideológicamente de acuerdo con Piñera? ¡No! Pero me daba cuenta de que era importante. Por eso ayudé en todo lo que pude al presidente de Colombia para alcanzar el sueño de la paz de Colombia. Me traté de mover con esa lógica, pero me han criticado bastante por ser tan abierto.
—La utopía de la izquierda unida se rompe en un montón de partidos y corrientes. ¿El sectarismo es el gran problema de la izquierda?
—El problema de unidad de la izquierda es congénito. Franco se murió en la cama porque la izquierda se dedicó mucho más a la pelea interna que a enfrentarlo en el momento preciso. Hitler llegó a la presidencia porque los queridos compañeros socialdemócratas y los queridos compañeros comunistas se dedicaban a darse entre ellos antes que a frenar al otro. Desde la Revolución Francesa, es casi una ley. Y parece que no aprendemos. Las derechas se juntan por intereses y las izquierdas se pelean por ideas.
—¿Qué tiene que aprender la izquierda de la derecha?
—Los términos de izquierda y derecha son propios de la Revolución Francesa, pero creo que son actitudes de mirar la vida tan viejas como el sapiens arriba de la Tierra. Siempre hay una actitud conservadora y una actitud solidaria de cambio que se expresan de acuerdo a los valores de la época. Ahora, cuando en lo que llamamos de izquierda se opina demasiado, se cae en el sectarismo, se dogmatiza. Suele caer en el infantilismo, en confundir deseo con realidad. La derecha conservadora también cumple una utilidad porque no se puede vivir cambiando a cada rato. Pero cuando afina demasiado su conservadurismo cae en lo reaccionario, en lo facistoide. Estos dilemas están permanentemente en el ser humano.
Hacíamos discursos de la integración de América, pero lo que menos hacíamos era integrarnos
—¿Por qué se terminó la era del progresismo en América latina?
—Porque está tomando aliento. Está resollando. Necesita cambios generacionales. Entramos en una época digital. Ahora vienen las máquinas que piensan, es todo un acontecimiento. Habrá que hacerle pagar impuestos a las máquinas que piensan. Vendrán luchas de otro tipo y este duelo va a continuar porque es una oscilación constante de la humanidad.
—¿Puede el Uruguay convertirse en un modelo —de alternancia democrática, de educación, de innovación tecnológica, de producción agropecuaria— para América latina?
—Es un país pequeño que puede hacer cosas que son difíciles para un país muy grande. Desde ese punto de vista, es un buen taller de experimentación humana. Que sea conservador no es necesariamente malo. Somos bastante hábiles para trabajar pero no nos matamos mucho laburando, sino que trabajamos lo necesario: ¿es un defecto? Tal vez. Yo he estado en Japón y los admiro, pero yo no quisiera vivir en Japón. Por eso no me preocupa que seamos modelos. ¿Sabes lo que me preocupa, hermano? ¡Que la gente viva feliz! Que esto que se llama la aventura de la vida y que se te va a la mierda rápidamente como un trote, se viva con felicidad y sin joder a otro. Y le quiero decir a la gente que no se precisa de estar tapado de riquezas ni de muchos autos ni de lujos ni de nada por el estilo. Se necesita tiempo para cultivar los afectos, las relaciones humanas, las cosas queridas, las pequeñas cosas de la vida que no tienen precio. Yo le doy una importancia brutal a la batalla cultural: si no cambio esto [se señala la mente] no cambia nada.
—¿Quiénes fueron sus modelos como líderes políticos?
—Varios. En mi país, sacando a Artigas, hay un gaucho que se llama Aparicio Saravia, una especie de anarquista blanco muy peleador que tuvo bastante que ver con las conquistas cívicas del país que desembocaron en elecciones más o menos limpias. La figura más grande del Uruguay es don José Batlle y Ordóñez, que fue presidente en 1904 y 1910. Una especie de Yrigoyen con más suerte. Un verdadero social demócrata con tintes jacobinos que se animó a darle el divorcio a la mujer, que rompió con la Iglesia y escribía dios en minúscula, y que hasta el día de hoy metió ese sello del país más laico que hay en América. Se dio cuenta el papel que tenía que cumplir el Estado y lo definió como el escudo de los pobres. Y cuando murió Lenin escribió: “Todo el mundo de pie, ha muerto Lenin”. Había que tener coraje intelectual en esa época para eso.
—Dice la palabra coraje y recuerdo que, en una de las conversaciones con Trotta, cuando habla de los Tupamaros, hace una diferencia entre coraje y mística. Como si el coraje estuviera puesto en la entrega y no en el sacrificio.
—En un poco de las dos cosas. Al principio puede ser la entrega, pero, si adquiere consecuencias a lo largo de los años, es algo más. Es complicado, porque, al final del cuento, Sancho también es Quijote.
LEER MÁS