Que la industria automotriz se empeñe en vender automóviles nos parece tan obvio como que la textil promueva la demanda de prendas de vestir o materia prima para ellas. Por el contrario, que se comercialicen las canciones que escuchamos en nuestros ratos de esparcimiento o en nuestras horas de congoja parece topar con resistencias mayores. ¿Por qué nos disgusta la música como mercancía? Sin querer ejercer una apología de la industria discográfica, voy a sostener en estas líneas que dicho rechazo está estrechamente ligado a falsas ideas sobre la música como producto cultural.
La idea de que la música es un bien primordialmente espiritual es de corta data. Proviene del siglo XIX. En un texto de 1810, E.T.A. Hoffmann afirmó, refiriéndose a la Quinta Sinfonía de Beethoven, que la música más fastuosa era aquella libre de toda injerencia no musical. En 1854, Eduard Hanslick hizo del lema un credo, dejando establecido que la música, para ser Arte –así con mayúscula–, tenía que ser la expresión excelsa del espíritu y, por tanto, mantenerse alejada del gusto frívolo y de los intereses mundanos. Desde entonces solemos pensar que mientras más altruistas las pretensiones de un compositor, mientras más autorreferencial su propósito, más artís- tico su producto. Tengo serias dudas al respecto. Si, como dice el filósofo británico Roger L. Taylor, la aristocracia inventó el arte para distanciarse de la burguesía –esta en su ascenso económico y social había quebrado el monopolio que ostentaban los hidalgos sobre los bienes de la llamada alta cultura–, entonces, la diferenciación propuesta por Hanslick bien puede ser interpretada como una reacción frente al avance del gusto musical burgués en la segunda mitad del siglo XIX. Como ejemplo traigo a colación la polémica en torno a Plegaria de una virgen, la exitosa pieza de la compositora polaca Tekla Badarzewska-Baranowska, publicada en el año 1852 (nótese la cercanía con la publicación de Hanslick). Adorada por la burguesía, la plegaria se ganó pronto la animadversión de la elite musical, la cual la calificó de engendro reñido con el buen gusto y la moral, más empeñado en oír trinar las calderillas que las liras de las musas. Desde esta concepción decimonónica idealista, la comercialización de la música atentaba contra su autonomía y la pervertía.
Cuando la burguesía desplazó a la aristocracia como clase dirigente, un nuevo sentido del gozo estético pasó a dominar la filosofía excluyente del arte. Si hasta entonces lo burgués había sido el chivo expiatorio al interior de dicho discurso, entonces ese rol pasó a ser ocupado por el gusto ilegítimo del proletariado lumpen. Como nos recuerda Taylor, la supuesta supremacía del arte se funda apenas en un credo que presenta el éxito de lo popular como un dechado de meretricio, y sostiene: “De acuerdo con los principios legítimos, esto [el éxito] solo debería conseguirlo la voz del arte; que lo haga la música popular se desdeña aduciendo que lo consigue ilegítimamente. Se dice que lo consigue atrayendo a la gente de poca inteligencia y poca experiencia, con efectos de sensacionalismo vulgar y estupidez”. Vistas a la luz de las tensiones sociales, las discrepancias estéticas tienen que ver más con disposiciones económicas y culturales en el campo social que con funciones armónicas o acordes disminuidos. El arte, concluye Taylor con tono sarcástico, nació, creció y se consolidó como un enemigo del pueblo.
Nadie ha personificado mejor el encono contra la comercialización de la música que Theodor W. Adorno. Para él la función primaria de esta era autorreferencial y debía impulsar la dialéctica relación entre el compositor y su estilo, lo que implicaba, si dicha relación era feliz, una constante superación estructural. Dicho ideal, pensaba Adorno, lo había cumplido –¡qué sorpresa!– la llamada música clásica. En sus escritos, el sociólogo alemán imaginó su historia como una heroica lucha hasta de el superación dodecafonismo que iba de desde principios el descubrimiento del siglo XX. de la La tonalidad música popular, en cambio, aparece representada como una monada sonora que renunciaba al “desarrollo del material” y, al hacerlo, se enajenaba de su propia esencia, degradándose a ser una mera baratija.
Esta noción negativa de la mercancía en Adorno se halla estrechamente ligada al análisis que Marx hiciera de ella. Para el filósofo de Tréveris, las mercancías eran objetos producidos para satisfacer necesidades humanas. Estas poseían un valor de uso, es decir una tasación según su aplicabilidad práctica, y un valor de cambio, es decir una tasación según su carácter intercambiable. Paradójico de este carácter dual de la mercancía resultaba para Marx que ellas eran intercambiables entre sí, pero no porque sus propiedades naturales determinaban su valor, sino porque la abstracción de su valor de uso hacía posible una relación de intercambio, de lo que derivó que las mercancías se volvían convertibles entre sí porque pasaban a ser medidas como productos del trabajo humano generalizado, abstraído de las condiciones sociales específicas en que habían tenido lugar. “El carácter misterioso de la forma mercancía –dice Marx– estriba, por tanto, pura y simplemente, en que proyecta ante los hombres el carácter social del trabajo de estos como si fuese un carácter material de los propios productos de su trabajo, un don natural social de estos objetos y como si, por tanto, la relación social que media entre los productores y el trabajo colectivo de la sociedad fuese una relación social establecida entre los mismos objetos, al margen de sus pro- ductores”. Marx llamaba a esta victoria del valor de cambio sobre el valor de uso “fetichismo de la mercancía” y la consideraba como un triunfo de lo abstracto sobre lo concreto, como un mundo puesto de cabeza, en el cual los productos adquirían “vida” y se transformaban en amos de sus productores.
Inspirado en esta interpretación, Adorno denunció el carácter fetichista de la música en el capitalismo, aduciendo que este hacía primar en ella el valor de cambio en desmedro del valor de uso. “En este quid pro quo –escribió– se constituye el carácter fetichista específico de la música: los afectos, que se asocian al valor de cambio, generan la apariencia de lo inmediato, mientras que la falta de referencia al objeto [a la música] desmiente de inmediato esa apariencia”. La comercialización de la música suscitaba de esta forma una regresión del gusto al ceder frente a las preferencias ignaras de la plebe, trabando así el camino glorioso que ella debía seguir hasta su realiza- ción plena. Por consiguiente, para Adorno, la música comercial era al arte lo que una ramera al Buen Amor que cantara el Arcipreste de Hita.
Son muchos los que han seguido este tipo de retórica en los estudios de música popular. Jacques Attali, uno de los más influyentes pensadores del socialismo francés, y el musicólogo cubano Argeliers León, por ejemplo, describen la industria musical como una rama manipuladora y deshumanizada, empeñada en producir no solo música (la oferta) sino también consumidores (la demanda). Poco me ocuparía esta idea si no fuera porque se halla ampliamente difundida y se suele recurrir a ella para deslegitimar expresiones culturales de grupos subalternos. El suceso del reggaetón, del huayno norteño en el Perú o de la cumbia villera en Argentina suele ser atribuido no a las características estéticas de dichos géneros, sino a las desvergonzadas políticas de una industria que sacrifica lo musical para aumentar sus dividendos. Hay algo de ingenuidad en estos reproches a las disqueras. No quiero insinuar que BMG o Warner no realicen agresivas estrategias de marketing, ¿pero no sería más bien extraño que no lo hicieran?
Por lo demás, la comercialización de la música no se inicio con los albores del siglo XX, cuando las casas de editoras la música de no Tin se Pan inició Alley en promocionaron la venta masiva de partituras, sino mucho antes. Ya en tiempos antiguos, en Asia, los músicos ofrecían su fuerza de trabajo a los emperadores. En Europa musicales cortesanos desde el siglo existen XIV. Ni registros de funcionarios siquiera la historia de la música erudita es tan altruista como la imaginaron los adeptos del idealismo alemán. Bach se ganaba el pan componiendo para la Iglesia, y muchas de las egregias obras que celebramos de Händel, Haydn, Mozart o Beethoven fueron compuestas por encargo de acaudalados y despóticos mecenas aristocráticos. Los vínculos entre el poder, el dinero y la llamada música clásica son tan estrechos que el mismo Attali ha sugerido que su historia bien podría escribirse analizando el gusto de determinados monarcas melómanos. Por ende, no tiene fundamento afirmar que la industria musical moderna prostituyó la música al introducirla en el mercado capitalista. A lo mucho, tras- tocó su potencial mercantil al hacerla asequible para las masas con la expansión de los medios técnicos.
Hay otro aspecto que contraponer al discurso adorniano. ¿Es realmente el consumidor, como todos estos estudiosos presuponen, un necio incapaz de defenderse de los embustes del mundo disco- gráfico? Disiento nuevamente. Todos los textos que he mencionado reducen la creación de valor de la música al tiempo de la producción y el intercambio. Siguiendo al sociólogo alemán Georg Simmel, el etnólogo indio Arjun Appadurai ha defendido que la subjetividad del consumidor también es determinante al momento de decidir si una mercancía es para él económica o no. Según Simmel, nos recuerda Appadurai, las mercancías jamás muestran valores intrín- secos, sino que estas reciben un valor recién a través de la evaluación que hacen de ellas los consumidores que las desean. Ello quiere decir que las mercancías existen siempre en un espacio entre el deseo y la satisfacción; un espacio que a su vez expresa una distancia entre el objeto de deseo y el sujeto que lo desea y que solo es superable mediante el sacrificio de un bien propio –el dinero–, que es, a su vez, objeto de deseo por parte de otro, el vendedor. Así, Appadurai ha sostenido que existe también una producción de valor en el tiempo del consumo, pues es en ese tiempo que integramos efectivamente –o no– un objeto a nuestras vidas cotidianas. Dicha adaptación incluye lo que Appadurai denomina reescrituras: una olla convertida en maceta, un zapato de bebé vuelto amuleto, un ladrillo de soporte de un estante de libros o un viejo molino para café transformado en adorno en la sala de una familia de clase media inglesa, etc., etc.
Estas reescrituras son aplicables a nuestro consumo musical, pues independientemente de las intenciones del compositor o de los pro- ductores, los consumidores constituyen biografías sociales y personalizadas de las canciones. En el tiempo del consumo nada impide que una boba canción de amor heterosexual alemana como Er gehört zu mir [Él me pertenece], de Marianne Rosenberg, se convierta en un himno del movimiento homosexual germano o que una canción de protesta como Pra não dizer que não falei das flores, del brasileño Geraldo Vandré, termine siendo el tema de una relación sentimental en el Brasil de los noventa. Por consiguiente, si la música tiene un valor determinado como mercancía al interior del sistema capitalista al momento del intercambio, los consumidores pueden producir valores alternativos con ella en el tiempo del consumo. ¿Cómo no reconocer entonces una filosofía creativa y no pasiva al momento de la recepción?
La revolución digital y las nuevas tecnologías de comunicación en estos tiempos globalizados han reflotado los discursos sobre la pérdida de valor de la música. Paradójicamente, es ahora la industria musical quien se rasga las vestiduras. Las copias ilegales, los sistemas de file-sharing y las plataformas de Internet como YouTube o Soundcloud estarían minando considerablemente el valor de la música como mercancía, aducen las disqueras. Los socialistas en música suelen darle la contra arguyendo que el arte sonoro es un bien común y que por tanto debe ser de acceso libre. Ambas partes están equivocadas. La industria musical parte del supuesto –absolutamente falso– de que el valor de una mercancía se mide exclusivamente mediante el gasto de dinero realizado. Pero su valor también se calcula con relación al tiempo y los esfuerzos que invertimos en conseguirla de forma gratuita. Para algunos son justamente aquellas piezas difíciles de adquirir libremente en la red las que mayor valor tienen. Esto, sin mencionar la inversión económica que significa equiparse adecuadamente para poder compartir o disfrutar la música como “bien libre” en el mundo virtual. Y se equivocan los consumidores al suponer que la industria ofrece música, cuando en verdad vende formatos con información musical. Ello significa en los países suscritos a las convenciones de derechos de autor internacionales que, a diferencia de la que uno ejecuta con su guitarra al pie de la hoguera, la música de los soportes de audio que compramos resulta de relaciones de producción capitalistas, contiene inversiones y está destinada a generar plusvalía al interior de un sistema legal existente. Lo que el consumidor compra, entonces, no es la música, sino el derecho a decidir con mayor libertad los momentos de la escucha.
Como los adornianos, los socialistas en música reprochan a las disqueras que comercialicen música. ¿Qué deberían vender entonces? ¿Zapatos, lapiceros o acaso patatas y legumbres? La música, ciertamente, como los alimentos, es indispensable para los huma- nos. Y si bien podemos demandar de la industria alimentaria precios justos y frutos saludables, no podemos exigirle la circulación gratuita del producto de su trabajo aduciendo que este satisface una necesidad elemental. ¿Por qué tendrían que hacerlo entonces las disqueras? Estos discursos contrarios a la industria de la música suelen además mostrar un enorme desconocimiento e imaginarla como un todo homogéneo. Nunca lo ha sido. Menos aún hoy en día que las nuevas tecnologías de comunicación hacen sus contradicciones económicas más fuertes y más evidentes. ¿No producen Sony y Philips, paralelamente, discos compactos, seguros anticopias y los quemado- res con que son pirateados sus propios discos? La industria musical es pues un campo sumamente complejo y demanda mayor rigor de análisis que las miradas simplistas a que nos han acostumbrado sus detractores.
¿Quiere decir todo esto que no hay motivo para desconfiar de la mercantilización de la música? Creo que no. El gran poder de con- vocatoria de la música para generar efervescencias sociales ha hecho de los intérpretes mismos una mercancía. ¿No cantó Rosy War para la reelección de Fujimori en el Perú y Raphael y Julio Iglesias por el Partido Popular español como antaño músicos cortesanos adulaban con su servicio a los poderosos? ¿No han vendido muchos su imagen a la industria cervecera o a las cadenas de comida chatarra para asegurarse mayores ingresos? Otrosí, antropólogos como Anthony Seeger o Steven Feld han demostrado desde la etnomusicología que no toda música se presta para ser mercancía en el capitalismo. ¿Cómo registrar por ejemplo cantos suyá, íkaros curativos amazónicos o dreamings aborígenes compuestos por espíritus del bosque, por los ancestros o tótems de esos grupos? El vacío legal que estos sistemas de creencias generan les ha permitido a algunas empresas o artistas inescrupulosos de la world music lucrar con la producción cultural de sociedades minoritarias. Tal vez sería más fructífero centrar nuestros esfuerzos en combatir a este tipo de individuos y compañías que en despotricar contra supuestos valores inherentes a las formas musicales. Aunque nos traten de vender lo contrario, la música no es solamente un ente espiritual, sino, como todo producto de la actividad humana, un bien que puede servir tanto a los fines más nobles como a los más ignominiosos.
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