“Preso sin nombre, celda sin número”: capítulo 11

Infobae reproduce el histórico libro en el que el periodista Jacobo Timerman denunció en 1981 a la dictadura militar argentina, luego de ser secuestrado, torturado y obligado a dejar su país. Las obras que ilustran los textos son del artista argentino Carlos Alonso

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"Amanecer argentino", de Carlos Alonso.
"Amanecer argentino", de Carlos Alonso. Pastel al óleo sobre papel (70 x 50 cm) (Pablo Messil)

Cuando allanaron la casa no encontraron a quien buscaban, al padre. Entonces colocaron capuchas sobre todos los otros, y los llevaron. La madre, los dos hijos, la nuera, la sirvienta. Unos días después dejaron en libertad a la sirvienta. Comenzaron a torturar a la madre, los dos hijos y la nuera. Entonces él se presentó ante un juez para declarar que la policía lo buscaba, y que se entregaba a la justicia. Pero el juez lo entregó a la policía, y la policía dejó en libertad a la esposa.

Estaban ahora presos, en una cárcel clandestina llamada Coti Martínez, el padre, los dos hijos y la nuera. Siguieron torturando por un tiempo a los cuatro. Luego únicamente al padre. Pero antes de cada sesión de tortura del padre, ordenaban a la nuera y a los dos hijos que le prepararan comida y lo atendieran para que pudiera estar fortalecido para la tortura. El padre estaba amarrado por una argolla de hierro a la cama, y comía con la otra mano ayudado por sus dos hijos y la nuera. Luego los tres se despedían de él, tratando de animarlo para la sesión de tortura.

Si dejáramos la escena aquí, podríamos preguntarnos a qué mundo, a qué país, a qué época pertenece. ¿En qué puede diferenciarse esta escena con lo ocurrido en la época de Mussolini, Hitler, Franco, Stalin? Quizás en algunos detalles de procedimiento, pero no en la concepción del hecho. Porque el hecho está concebido de acuerdo a un principio básico de todo totalitarismo: la política puede realizarse a través de la destrucción individual de la persona; la violencia ejercida sobre una persona puede significar la solución de un problema político, el fortalecimiento de una ideología, de un sistema.

Si esa escena hubiera sido redactada en ruso, ¿alguien dudaría de que estaba ocurriendo en alguna remota región de la URSS? Y escrita en alemán, ¿sería diferente de los episodios que se repitieron en las ciudades alemanas durante el proceso de fortalecimiento del régimen hitlerista, la supresión de opositores al régimen o de enemigos personales de los jerarcas del régimen, o el resultado de las intrigas entre los diferentes caudillos del régimen?

Ocurrió en la Argentina con la familia Miralles. El padre había sido ministro de Economía de un gobernador provincial peronista que había luchado junto a los moderados del Ejército contra la guerrilla de izquierda peronista y a favor del derrocamiento de Isabel Perón. Este gobernador, Victorio Calabró, podría convertirse en el futuro en un líder favorable a un militar moderado que deseara conquistar el voto peronista. El candidato más probable podía ser el general Roberto Viola, en ese momento jefe del Estado Mayor del Ejército, que garantizaba la seguridad de Calabró contra todo secuestro. La línea dura—encabezada por los generales Ibérico Saint Jean y Guillermo Suárez Mason y el coronel Ramón Camps—deseaba destruir a Viola y sus posibles aspiraciones futuras, por lo tanto también a Calabró, cuyos orígenes estaban en el liderazgo que ejercía en el campo sindical. No pudiendo secuestrar a Calabró, quizás fuera posible enjuiciarlo, acusarlo de algún crimen. Por lo tanto, habría que formalizar una acusación, y seguramente nada mejor que interrogar a su ministro de Economía para comprobar algún enriquecimiento ilícito.

Toda esta historia de intrigas, si fuera planteada en puro idioma político, no sería diferente a tantas historias políticas en una democracia. Un grupo de conservadores trata de encontrar argumentos para invalidar la posible candidatura futura de un líder militar liberal o moderado. Es una democracia. Lo que lo convierte en un episodio hitleriano, es que los mecanismos son los que se imponen a los objetivos. Y aquí radica en definitiva la clave argentina. Por un lado, los gobernantes que declaran objetivos democráticos, no permiten que se los acuse de tener otros objetivos, se esmeran en recibir a periodistas internacionales y declarar que sus objetivos son reconstruir la democracia argentina. Pero cuando comienzan a aparecer los mecanismos que rigen la vida diaria de la Argentina, la situación no es diferente a la que existía en Alemania entre los años 1933 y 1939, antes de la guerra.

Estuve preso con la familia Miralles en el Coti Martínez, y luego también con el padre y uno de los hijos en Puesto Vasco. Después de largas torturas, oí muchas veces al hombre gritar que firmaría lo que le pidieran, que lo mataran, pero el hecho es que no pudo aportar ninguna prueba para enjuiciar a Calabró porque no tenía ninguna. Varios meses después los dejaron a todos en libertad.

De todas las situaciones dramáticas que he visto en las cárceles clandestinas, nada puede compararse a esos grupos familiares torturados muchas veces juntos, otras por separado, a la vista de todos, o en diferentes celdas sabiendo unos que torturaban a los otros. Todo ese mundo de afectos construido con tantas dificultades a través de los años, se derrumba por una patada en los genitales del padre, o una bofetada en la cara de la madre, o un insulto obsceno a la hermana, o la violación sexual a la hija. De pronto se derrumba toda una cultura basada en los amores familiares, en la devoción, en la capacidad de sacrificarse el uno por el otro. Nada es posible en este universo, y es precisamente lo que saben los torturadores.

Las miradas de los padres, primero de desesperación, después de disculpas, después de aliento. Buscando alguna forma de ayudarse mutuamente, de acercarse una manzana, un vaso de agua. Esos padres tirados en el suelo, sangrando, tratando de que los hijos encuentren fuerzas para sobrellevar las torturas que les están todavía reservadas. La impotencia, esa impotencia no sólo de hacer algo en defensa de los hijos, sino la impotencia de acercar una caricia. Escuché, de celda en celda, los murmullos de las voces de los hijos tratando de averiguar qué pasaba con los padres, y he visto los esfuerzos de las hijas para conquistar a algún guardia, hacer brillar en su interior la esperanza de una relación futura, hermosa, para averiguar qué pasa con una madre, para acercarle una naranja, para que le permitan ir a la letrina.

Esos grupos familiares destruidos y derrotados en conjunto, sin la esperanza de pensar que los otros están afuera, como yo pensaba de mi mujer y mis hijos. Esos padres desesperados por contestar lo que los torturadores querían saber, sin heroísmo, pero muchas veces sin saber de qué se trataba, ignorantes de la intriga que se desarrollaba con ellos como centro. Era el verdadero fin de la civilización en la cual fui educado porque desaparecía lo que era la familia: el consuelo era imposible, el afecto inalcanzable, la protección violada en todas sus formas. Desaparecía la antigua familia protectora, afectiva, para dar lugar a un grupo que no podía expresar nada el uno por el otro que tuviera alguna vigencia, validez, sirviera para algo. Todo concluía en un nuevo aullido del ser querido que era torturado, y una vez más sólo la locura permitía escapar de algún modo al derrumbe de una vida que había nacido con amores, fue construida con afectos, debía estar envuelta en la solidaridad.

Una antigua casa de una planta en la localidad de Martínez, 20 kilómetros al norte de Buenos Aires. Fue anteriormente una estación de policía. Una puerta estrecha para entrar, y una puerta de entrada para automóviles. La casa comienza con una pequeña habitación que es el depósito de armas, seguida por otra pequeña habitación con dos camas superpuestas, que es el dormitorio de la guardia. Dan a un estrecho y breve pasillo al cual se abre otra puerta, que es la oficina de inteligencia y archivo. A ésta le sigue una habitación que es la oficina del jefe, y otra habitación con un baño privado con dos camas, que es el dormitorio de los dos jefes principales y sala de tortura cuando la cocina está ocupada. Este dormitorio y el dormitorio de la guardia dan a un patio cuadrado en medio del cual hay una habitación de lata, muy estrecha, para mantener de pie o acostados o atados a una silla, durante horas o días, a los presos. A ese patio da la puerta de una cocina, que tiene además otra puerta que da a otro dormitorio de camas superpuestas para las 10 personas que constituyen la dotación policial. De ese dormitorio una puerta da a otro patio, donde hay un lavatorio para todos, y una puerta en el otro extremo que da a un sótano. En ese sótano hay una galería a la cual dan varias celdas. Ahí están encerrados los presos. Las paredes constantemente húmedas, pero algunas celdas tienen la suerte de contar con un agujero en el suelo que sirve como letrina. Los que están en otras celdas sin ese agujero, tienen que pedir a la guardia que los acompañen al lavatorio en el patio, a lo que no siempre la guardia está con ganas de responder. Una de las celdas con agujero, desde hace un año no se abre. Dicen que hay un guerillero. Las celdas no tienen número, los presos no tienen nombre, la cárcel clandestina depende del general Guillermo Suárez Mason y es conocida como Coti Martínez.

Yo estoy en el dormitorio de la guardia, en el primer pasillo, atado a la cama después de la paliza que me dieron el día que me trajeron desde la central de policía de Buenos Aires. Todas las celdas están llenas, y me tienen ahí porque no recibieron instrucciones claras sobre mí, o las instrucciones llegaron tarde. Nadie sabe por qué estoy ahí. Ya fui torturado, interrogado en los meses de abril y mayo de 1977, y estamos en junio y julio. Están intrigados. Luego reciben la orden de tenerme, pero sin molestarme. Nunca tuvieron un caso así, y no saben bien qué puede significar para el futuro. Cada uno a su manera, intenta establecer algún tipo de diálogo conmigo. Suponen que quizás algún día volveré a dirigir un diario. Son profesionales, y no quisieran que por alguna vuelta de la política me dedique a perseguirlos.

Un guardia me pide trabajo para su hijo, que no quiere estudiar. Es un muchacho de 14 años que le crea problemas, y desearía que aprenda un buen oficio. Lo recomiendo a una Escuela de Oficios, y a pesar de que estoy desaparecido, no le molesta visitar al director de esa Escuela, de parte mía, para solicitar un lugar para su hijo. No considera que está haciendo nada incorrecto, y me explica que simplemente hay que evitar que los ladrones—primero dice judíos, pero luego se corrige—, se lleven el dinero de la Argentina. Tiene su moral: cuando el jefe lo envía a buscar a un terrorista, si éste se resiste lo mata y a todos los que están con él, esposa, padres, hijos. Pero si el terrorista no se resiste, se lo lleva al jefe. Únicamente si el jefe le da la orden, le coloca el revólver en la nuca y lo mata. No mata por placer, únicamente por necesidad o por alguna orden. Dice que hay otros que lo hacen por placer o por espíritu deportivo, para competir con los demás en el número de “enfriados”. Es un buen hombre que cuida su alimentación, trae sus propios cubiertos de su casa porque cree que los de la cocina común están contaminados, espera poder jubilarse pronto aún cuando es joven, pero por estar en una función peligrosa le computan doble los años de servicio. Cuando no están los jefes, me permite utilizar el baño de ellos.

Siempre hay alguien que viene a conversar conmigo. Poco a poco alivian mi situación. Ya no estoy todo el día y la noche encadenado a la cama. Solamente de noche, después incluso suprimen eso. Me permiten caminar por el patio siempre que haya algún guardia a la vista. Sobre la casa hay una torre con dos hombres con ametralladoras. Al principio la alimentación es muy mala, y luego me ofrecen la que come la guardia. Hay algunos presos que son personas de fortuna, y una vez concluidos los interrogatorios y las torturas, gozan de un status especial si pueden pagar una suma diaria a los jefes. Se les permite cocinar, lavarse la ropa, y a algunos conversar telefónicamente con sus familias.

Constantemente me preguntan por qué estoy ahí. Yo no lo sé y ellos tampoco lo saben. La única orden que tienen es cuidarme. Estoy con un número, sin nombre, pero mi foto salió tantas veces en los diarios que nadie ignora mi identidad. Sacan a veces a algunos presos al patio, y entonces debo permanecer en mi celda-habitación, pero puedo verlos a través de las ventanas.

Siempre al comienzo la disciplina es rígida, luego a medida que pasan los días se va corrompiendo. Creo que ya todos los presos saben que estoy aquí, menos los que están encerrados desde hace uno o dos años en una celda subterránea sin permiso para salir. También comienzo a conocer a algunos de los presos, y no puedo evitar escuchar los comentarios de los policías o militares sobre cada uno. Algunos familiares pagaron rescate suponiendo que estaban secuestrados por delincuentes. En ciertos casos los dejan salir después de recibir el rescate, en otros los matan a pesar de haber cobrado el rescate. Consideran que el rescate es una forma que tienen de financiar las operaciones, la existencia de este ejército paralelo, sin tocar los fondos del Estado. Pero cuando cobran un rescate la alegría es grande, se festeja con una fiesta, y sospecho que el dinero es repartido entre todos. Es lo que ha ocurrido con el enorme rescate pagado por la familia de Rafael Perrota para lograr su liberación. Por la forma en que cuidaban a este anciano periodista, cómo trataban de ocultarlo de la vista de los demás en este Coti Martínez, creo que nunca pensaron en dejarlo en libertad. De todos modos, esperaban del coronel Ramón Camps o del general Suárez Mason una decisión sobre si dejarlo en libertad o matarlo.

Tienen otros privilegios, que se descubren conviviendo con ellos con alguna libertad, o escuchando sus conversaciones. El Coti Martínez está ubicado en una zona de vida nocturna del norte de Buenos Aires. Los torturadores y sus jefes tienen derecho a controlar ciertos bares donde se ejerce la prostitución, pueden explotar a algunas mujeres, gozan de impunidad para proteger a explotadores de juego clandestino.

Mantienen en Coti Martínez arrestadas a tres jóvenes muchachas, muy hermosas, que sirven a sus caprichos sexuales. Las muchachas, acusadas de terrorismo, son muy jóvenes, quizás entre 20 y 22 años. Fueron torturadas, violadas y lentamente corrompidas por esa necesidad que tiene el preso de construirse algún tipo de vida que le otorgue cierta esperanza, alguna conexión natural con la vida, algún tipo de realidad que no sea la evasión por la locura o el suicidio. Quieren vivir, y aceptan la vida de los torturadores antes que resignarse a la vida del torturado, o la vida del aislado, de ese fantasma que hace un año está en una celda, y se lo oye toser día y noche. Se establecen relaciones curiosas, y una de las muchachas, amante del jefe, logró que su padre fuera autorizado a vivir con ella. Están los dos en la misma celda, y el padre terminó por hacerse amigo del amante de la hija. El padre es ingeniero electrotécnico y se ocupa de todos los menesteres del Coti Martínez, especialmente lo que se refiere a las luces, las máquinas para aplicar los shocks eléctricos. Sale a hacer las compras, me trae una naranja, me sirve a veces algún trozo de carne con la comida.

Es un universo para resignados o locos. Y no sé qué hago ahí con todo mi bagaje de meditación, de disposición al Holocausto, de predicciones sobre el futuro inevitable, esa inevitabilidad del triunfo de la verdad, de la democracia, de los derechos humanos. A veces hablo, con los guardias que me visitan, de estos temas. Y no saben qué hacer. Normalmente me hubieran golpeado por decir algo así, pero no tienen instrucciones.

Por las noches son las sesiones de tortura, y ponen música para tapar los gritos de los torturados. Por las mañanas me preguntan si escuché algo. A veces, en plena sesión de tortura, les falta algún dato, y me buscan para cerciorarse. Cuándo dijo Lenin tal cosa; cuándo decidió Herzl construir un estado judío en Uganda; quién fue ministro de defensa de tal gobierno argentino.

Se alegran cuando me retiran de ese lugar. Uno me hace una broma: Cuando salgas en libertad nos mandás a matar a todos.

Me sacan de ahí porque se anuncia la visita a la Argentina de un congresal de los Estados Unidos, Benjamin Gilman, quien se interesa por mi situación. Me llevan a la Casa de Gobierno, donde Gilman tiene una entrevista con el presidente de la República. Me advierten que mi conversación con Gilman será grabada, y entonces sé que no me amenazan a mí sino a mi esposa e hijos. Y ahí estamos en la Casa de Gobierno de Buenos Aires, Benjamin Gilman preguntándome con los ojos frente a un funcionario argentino, y yo tratando de decirle con los ojos. Esas miradas que sólo pueden entender quienes alguna vez tuvieron que mirar de ese modo, colocar los ojos de ese modo, y para las cuales no hay ni habrá palabras que puedan explicarlas. Esas miradas.

Como no hay palabras para imaginar qué había en los ojos de ese padre cuando se despedía de un hijo a la hora de la tortura. De la tortura de los dos.

Cuando tomaron el poder en marzo de 1976, las Fuerzas Armadas argentinas ya tenían elaborada toda la filosofía de la represión. Cuando entraron de lleno en la represión, cuando desataron su locura, cuando fueron descubriendo que la represión en su diaria manifestación iba conformando un cuadro similar al de otras masacres, comprendieron que el veredicto que los esperaba no podía ser diferente al veredicto que había sido aplicado a aquellas otras masacres. Hoy los militares argentinos piensan en el Tribunal de Nuremberg no como un hecho histórico, sino como una posibilidad. Se sienten, todavía, justificados por la historia, pero presienten que no serán perdonados por sus contemporáneos. Creen todavía que la historia cubrirá sus destinos personales, pero temen que sus personas no sean perdonadas en lo que les queda de vida.

Es curioso hasta qué punto estos últimos cuatro años de la Argentina repiten en otro contexto geográfico, en otra cultura, en otra época, en otro momento del calendario, el mundo de terrores, odios, locura, delirio que gobernó el episodio hitlerista en Alemania.

Cuando se acercaba el previsible final de la explosión satánica que habían desatado en Europa, los jerarcas alemanes, muchos de ellos, se refugiaban en explicaciones místicas sobre su papel en la historia de la Humanidad. Los militares argentinos tratan hoy de convencer a la Humanidad de que fueron los primeros en enfrentar la tercera guerra mundial, la definitiva guerra contra el terrorismo de izquierda.

Los nazis consideraron que era su obligación llevar la guerra hasta sus últimos mecanismos, porque esos mecanismos—cualquiera fuera su crueldad—les fueron impuestos por el destino histórico que estaban jugando. Los militares argentinos estiman que no desataron la crueldad, sino que la guerra contra el terrorismo les fue impuesta, y que en ese caso los mecanismos importan menos que el destino. La crueldad es un mecanismo accesorio que no necesita ni justificación ni explicación. Este común denominador de la existencia del horror como resultado de la aceptación voluntaria de un destino impuesto, se manifestó en la Alemania del 30 y la argentina del 70, con las mismas características.

En la Alemania nazi, los judíos eran culpables por nacimiento, los liberales por débiles y corruptos, los comunistas por ideología. La misma ecuación de culpabilidad conformó el Enemigo de los militares argentinos.

Los nazis protestaron ante el mundo porque su lucha no era comprendida. Exigieron al mundo que entendiera que sacrificaban un pueblo ante el enemigo de toda la Humanidad, ese enemigo que constituía la gran conspiración judeo-marxista-capitalista. Los militares argentinos están convencidos de que sólo los que califican de Campaña Antiargentina han impedido que el mundo contemporáneo comprendiera el servicio que prestan a la Humanidad. Sólo esa Campaña Antiargentina logra que la atención pública mundial se centre en los torturados, los presos, los desaparecidos, y no en el hecho de que la Argentina ha constituido el terreno donde por primera vez el terrorismo es derrotado sin piedad.

Los militares argentinos, al igual que los gobernantes nazis de Alemania, lograron reducir al mínimo la oposición a sus teorías en su propio país. Al igual que en Alemania, son felices en la Argentina quienes no son tocados por la represión, por la violencia, por la irracionalidad. Como en Alemania, son la mayoría. Y como en Alemania, gozan de los beneficios de un orden erigido para los ordenados, para los que se ajustan al orden establecido.

Los judíos de Alemania, en esos años entre 1933 y 1938, estaban convencidos de que las cosas mejorarían, y aguantaban. Amaban sus casas, sus costumbres, se sentían alemanes. Los judíos argentinos que no son tocados por la irracionalidad, se sienten molestos cuando se les pregunta por los judíos desaparecidos, por el tratamiento a los presos judíos, por las fotografías de Hitler en las cárceles clandestinas, en los cuarteles. Los judíos alemanes sostenían que había una posibilidad de resolver el problema todavía; los judíos de la Argentina aseguran que las experiencias que se están viviendo no constituyen una política sino una excepción; las agresiones antisemitas, una explosión individual de sentimientos aislados de algunos jefes militares, no una filosofía ni siquiera una ideología.

Algunos liberales alemanes pasaron a la clandestinidad durante el nazismo, muy pocos; otros escaparon del país. La mayoría trató de perder su propio rostro para sobrevivir dentro de Alemania. Los liberales argentinos también tratan de sobrevivir imaginando que la falta de una denuncia específica de los crímenes que se comenten, posibilitará alguna solución de común acuerdo con otros militares. Se produce una complicidad al estilo argentino, similar a la complicidad que gobernó la Alemania de quienes decían que no sabían lo que estaba ocurriendo.

Los alemanes consideraban traidores a quienes en el exterior denunciaban los crímenes nazis. Los militares argentinos consideran antiargentinos a quienes en el exterior señalan este fenómeno increíble de un país civilizado y culto que a fines de la década del 70 repite ese universo increíble, esa perversión de la naturaleza humana que fue la Alemania de hace 40 años.

No es entonces la suma de los horrores, la larga enumeración de los crímenes cometidos, el análisis de los métodos con que se combatió al terrorismo de izquierda y la explicación de los métodos con que se hubiera podido combatir sin llegar al terrorismo del Estado; no es entonces la clarificación del papel jugado por el terrorismo del Estado ni la inclinación agresiva, enfermiza de los militares argentinos por el antisemitismo, lo que constituye la clave de estos años argentinos.

Tampoco el análisis y estudio de esa tendencia antisemita que se manifestó abiertamente a través de una secuencia de escándalos cuidadosamente preparados contra judíos prominentes, de acusaciones que nunca fueron confirmadas por los hechos, ni la preocupación y dedicación de los dirigentes de la comunidad judía argentina de ocultar esos hechos a la opinión pública mundial, disfrazándolos de situaciones excepcionales, de situaciones personales y aisladas. A pesar de que, al igual que en Alemania, los militares argentinos se apoderaron de empresas, bancos joyas, propiedades, muebles de los judíos perseguidos. Ni tampoco es la clave argentina, lo interesante del caso argentino, que al igual que en los países totalitarios, la mayoría de la prensa pudo, prefirió, sobrevivir aliándose a esa guerra psicológica antisemita, antidemocrática, a ese ocultamiento de todos los crímenes mediante la dedicación a otras realidades, asumiendo una ignorancia capaz de justificar, de demostrar en el futuro una total inocencia.

No, creo que la clave de este momento, ese profundo misterio es otro. ¿Cómo puede un país reproducir en cada detalle aunque utilice otras formas, en cada argumento aunque utilice otras palabras, los mismos crímenes monstruosos que fueron condenados de forma explícita, explicados con toda claridad, hace tantos años? Ese es el misterio argentino: que el mundo no haya podido evitar algo que parecía haber sido destruido para siempre en las cenizas del Berlín de 1945, en las horcas del Juicio de Nuremberg, en la Carta de las Naciones Unidas. Que en un país no muy importante, haya podido coexistir con el resto de la Humanidad, en la década del 70, una explosión de lujuria asesina sin necesidad de ideología, sin necesidad de desesperación. Sólo como un resabio de aquella época, y preanunciando que esos resabios siguen vigentes y pueden volver a repetirse, una y otra vez, casi sin esperanza.

Pero, al menos, los asesinos argentinos tienen miedo. Y piensan en Nuremberg. Quizás aquí radique la otra clave. Y la única esperanza: que el crimen no quede impune.

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