Algunos ideólogos de la dictadura militar argentina trataron de definir los peligros que enfrentaba la Argentina como la mejor forma de explicar sus propias motivaciones y acciones. Este método de explicar un objetivo no por lo que quiere obtener o por lo que está realizando, sino por lo que trata de evitar, es típico de las mentalidades totalitarias de izquierda y derecha que desataron la violencia terrorista en la Argentina. Nunca supieron expresar qué era lo que querían construir, pero siempre fueron categóricos en lo que querían aniquilar.
Una de las definiciones más elaboradas fue la siguiente: “Tres son los principales enemigos de la Argentina. Karl Marx, porque trató de destruir la idea cristiana de la sociedad. Sigmund Freud porque trató de destruir la idea cristiana de la familia. Y Albert Einstein porque trató de destruir la idea cristiana del espacio y el tiempo”.
Para cualquier individuo medianamente civilizado, esta frase encierra un deseo muy claro de retornar a la sociedad católica de la Edad Media. Es una forma de rechazo de la sociedad moderna, o de los intentos por entender las contradicciones de la sociedad contemporánea. Para una mente totalitaria, no existen contradicciones que justificarían una sociedad pluralista y tolerante. Sólo existen enemigos o amigos.
Para un judío, la descripción hecha por un ideólogo militar de cuáles son los principales enemigos de la Argentina, constituía la aparición de un viejo fantasma. Porque las figuras elegidas para explicar al enemigo, son tres judíos. Es cierto que uno de los más feroces escritos antisemitas se debió al mismo Karl Marx, el libro La cuestión judía. Pero si para algunos comunistas más o menos civilizados este libro contiene algunas apreciaciones equivocadas y debe ser analizado a la luz de los problemas de la época es sólo una demostración de que los judíos utilizan a veces métodos contradictorios para confundir a los no-judíos y hacerles creen que los judíos están divididos.
Algunos sectores militares argentinos no coinciden con estas tesis. Pero nunca lo dirán porque podrían aparecer como projudíos. Varias veces, por cierto, han sostenido que es necesario evitar toda expresión de antisemitismo, pero lo han explicado como una necesidad táctica y no una posición ideológica o una expresión de principios. Su principal argumento a favor de evitar toda sospecha de antisemitismo, ha sido siempre la necesidad de no enfrentar a la poderosa comunidad judía de los Estados Unidos. Pero este sector debió actuar siempre con especial cuidado para evitar ser acusado de “debilidad ante el enemigo”, uno de los principales anatemas que puede caer sobre un militar argentino cuando procede de sus propias filas.
Este grupo de moderados era de todos modos exitosamente contrabalanceado por el sector duro de las Fuerzas Armadas. Y en manos de este sector duro estuvo la política de represión y exterminio de los primeros cuatro años de dictadura militar. El sector duro colgaba retratos de Hitler en las habitaciones donde eran interrogados los presos políticos judíos; inventaba torturas especiales para los presos judíos; reducía la cuota de alimentación para los presos judíos en las cárceles clandestinas; humillaba a los rabinos que se atrevían a concurrir a las cárceles a visitar a los presos judíos. Y, básicamente, alimentaba y protegía a las organizaciones que publicaban la literatura antisemita, ya sea libros o revistas. En estas revistas se llegó a afirmar que el presidente Jimmy Carter era judío y su verdadero nombre Braunstein, con la misma ligereza y odio y argumentación con los cuales los nazis en la Segunda Guerra Mundial aseguraron que Franklin Roosevelt era judío.
Algunos amigos militares me ofrecieron lo que ellos consideraron eran buenos consejos. Dejar el país por un par de años hasta que los momentos más violentos del proceso represivo pasaran. Dejar la dirección del diario en manos de mis colaboradores, sólo por un par de años, hasta que la violencia fuera superada. O no publicar ciertos artículos. O no publicar los nombres de las personas que diariamente desaparecían. En fin, buscar algún tipo de compromiso con la realidad.
Este “realismo”, este espíritu pragmático, es el motor más importante de la supervivencia en un país totalitario. La tendencia biológica a sobrevivir se manifiesta por una racionalización del condicionamiento. Una explicación moral, o práctica, o ideológica de las actitudes que es necesario asumir para sobrevivir.
Uno puede decirse a sí mismo: mis actos no van a cambiar la historia, y sólo me llevarán a la muerte; pero si sobrevivo, seré útil para la reconstrucción del país. Si publico los nombres de los desaparecidos, como me lo piden sus familiares, no evitaré que los maten, pero lograré que me maten a mí, mientras que si no publico los nombres podré sobrevivir para seguir la lucha, ya que los desaparecidos de todos modos están muertos. En estos momentos, nada de lo que haga o publique puede modificar los acontecimientos porque los sectores duros de las Fuerzas Armadas dominan la situación; pero si sobrevivo, podré ayudar con mi diario a los grupos moderados cuando éstos estén en condiciones de tomar el poder.
Este condicionamiento con la realidad es siempre ejercido por la mayoría de la población. La gran mayoría. Cualquiera sea el ejemplo que se elija, la Alemania de Hitler, la Rusia de Stalin, la Italia de Mussolini, la Cuba de Castro, la casi totalidad de la población siempre buscará un compromiso con la realidad para poder sobrevivir y ser útil cuando el momento sea más adecuado. Y precisamente por ello,quien se aparta de este pragmatismo casi biológico se hace sospechoso no sólo para el poder, sino también para la población en general.
Los militares me expresaron muchas veces su admiración por mi abierto enfrentamiento con los terroristas de izquierda, a quienes acusaba y señalaba sin eufemismos desde mi diario. Pero entonces se les hacía muy difícil entender por qué también acusaba con la misma estridencia a quienes utilizaban métodos terroristas para liquidar a los terroristas de izquierda. Me preguntaban qué motivos tenía para luchar contra los aliados de los militares, los terroristas de derecha, y ninguna de mis respuestas les resultaba satisfactoria. Siempre les parecía que la táctica de la represión era más importante que la ideología del proceso.
Mi diario fue el más perseguido por los cuatro presidentes peronistas que hubo en la Argentina entre 1973 y 1976. El más perseguido por el peronismo de izquierda y por el peronismo de derecha. Y no había forma de explicar a los militares que a pesar de ello yo creía firmemente que la represión contra los terrorismos debía y podía ser realizada dentro de los marcos legales, respetando las leyes argentinas.
Los militares creyeron—y hoy comprenden hasta qué punto se equivocaron—que jamás tendrían que responder por la política de exterminio seguida entre los años 1976 y 1980.
Pero cuando además del periodismo independiente que yo ejercía aparecía el hecho de que también era judío, apasionadamente judío, apasionadamente sionista, todos sus esquemas se derrumbaban. Los envolvía una especie de pánico. Como si estuvieran en la presencia de Satán.
Recuerdo que hace 15 años apoyé a un grupo de coroneles democráticos que eran considerados los hombres más brillantes del Ejército. Quienes discutían sus posiciones me utilizaron como elemento de crítica: si Timerman los apoya, seguramente significa que no están capacitados para triunfar; Timerman los empuja a la acción para tratar de dividir al Ejército.
En 1977 envié a un periodista a una provincia a escribir unos artículos sobre un general del Ejército que estaba realizando un muy buen gobierno. Tuvo tanto temor de que mi diario lo elogiara que me envió un telegrama diciéndome que no quería se publicara ningún elogio sobre su administración porque todo lo hacía por la Patria y no en busca de gloria.
Algunos militares se sentían en condiciones de entenderme como judío religioso o sionista religioso. Pero cuando les decía, o lo publicaba, que no era religioso, que era judío desde un punto de vista político, y también un sionista político, sentían una especie de terror, terror ante lo desconocido, ante una nueva forma satánica.
Mi judaísmo era un acto político; el judaísmo, una categoría política. Ya eso sólo resultaba imposible de comprender para los militares. Pero al mismo tiempo era muchas otras cosas que además de imposibles de comprender, resultaban demasiado sospechosas para una mente educada en el antisemitismo, o inclinada hacia el antisemitismo, o francamente antisemita. No podían aceptar, ni entender, que un patriota argentino fuera también un patriota judío, y también un sionista de izquierda, y editor de libros de psicología; defensor de Salvador Allende en Chile, los disidentes soviéticos y los prisioneros políticos en las cárceles cubanas. El mundo de ellos era más simple. Y para sobrevivir en ese mundo había que elegir entre los dos extremos. Para muchos, para la gran mayoría, fue muy sencillo. Para mí, imposible.
Y esto es lo que hizo que los dirigentes judíos de Buenos Aires me consideraran también un factor de irritación.
Desde las páginas de mi diario se protestaron, se denunciaron, todos los actos antisemitas que se cometían en el país. El presidente de la comunidad judía, Dr. Nehemías Reznitsky, me explicó que no debían protestarse todos ya que ello creaba un enfrentamiento con sectores muy poderosos del Ejército. Que era mejor otra táctica: protestar algunos, silenciar otros, y tratar de negociar y sobrevivir.
Los psicólogos fueron perseguidos, los curas democráticos fueron perseguidos, y los periodistas, y los universitarios, y los judíos, y los abogados defensores de presos políticos. Fueron perseguidos o degradados. La mayoría optó por el silencio, por acatar los nuevos valores que limitaban sus profesiones, que denigraban su espíritu creador. La gran mayoría aceptó ese guetto de oro de la supervivencia, esa lujuriosa sensación de la seguridad, esa maravillosa sensación biológica de saberse vivo por encima de toda duda.
Pero si todos son culpables de compromiso con la realidad, o inocentes porque casi es entendible que la vida en cualquier condición o circunstancia resulte preferible a la muerte; ¿por qué tengo esta obsesión únicamente con la complicidad de los dirigentes judíos de la Argentina?
Después de la guerra, comenzamos a comprender la magnitud del Holocausto. Y nos prometimos que nunca jamás volvería a repetirse esta silenciosa y científica destrucción de nuestro pueblo. Y también nos prometimos, y lo juramos, y lo repetimos a través de los años, que jamás volvería a repetirse nuestro propio silencio, nuestra pasividad, nuestro desconcierto, nuestra parálisis. Nos prometimos que nunca jamás el horror nos paralizaría, nos asustaría, nos haría desarrollar teorías de supervivencia, de compromiso con la realidad, de postergación de nuestra pública indignación.
Para los dirigentes judíos de Buenos Aires, para dirigentes judíos en muchos lugares del mundo, el punto de referencia es el horror del Holocausto. Una cámara de gas, un campo de concentración, una selección ante los hornos crematorios es el punto de referencia que debe determinar si ha llegado el momento de la batalla abierta y total contra el antisemitismo.
Y para mí el punto de referencia es también la responsabilidad de los judíos ante cualquier acto antisemita. El punto de referencia es la acción de los judíos; el silencio judío de los años de Hitler antes que los actos de Hitler.
Nunca pude entender que los horrores del Holocausto hagan parecer sin importancia la violación de muchachas judías en las cárceles clandestinas de la Argentina. Nunca pude aceptar que la actividad recordatoria, la industria de la recordación del Holocasuto haga parecer como innecesario ocuparse abiertamente de la publicación de literatura antisemita en la Argentina y el hecho de que esa literatura es estudiada en las academias militares de Buenos Aires.
Yo creí siempre que incorporar el Holocausto a mi vida significaba que jamás podría permitir que la policía argentina se sienta autorizada a humillar a los presos judíos. Nunca supuse que algunos dirigentes judíos utilizarían los horrores del Holocausto para indicar que ante ciertas agresiones antisemitas mucho menos terribles que esos horrores, el sielncio sería más redituable.
Y es por todo eso que creo que la más importante lección del Holocasuto no radica en los horrores cometidos por el nazismo. Exponer una y otra vez esos horrores no inclina a ningún antisemita a la piedad. La más importante lección que deja el Holocausto radica en la necesidad de comprender el silencio judío y la incapacidad judía para defenderse; radica en la incapacidad judía de confronar al mundo con su propia locura, con el significado de la locura antisemita.
El Holocausto será comprendido no tanto por el número de víctimas como por la magnitud del silencio. Y lo que me obsesiona es más la repetición del silencio que la posibilidad de un nuevo Holocausto. Porque sólo la repetición del silencio posibilitará un nuevo Holocausto.
Los dirigentes judíos de la Argentina intentan medir el peligro que afrontan por la magnitud de los actos antisemitas. Tratan de encontrar en sus recuerdos, en sus miedos, en sus creencias, alguna tabla de valores que les permita predecir el futuro. Que les indique cuántas escuelas judías deben ser bombardeadas, cuántas audiciones de televisión antisemitas transmitidas, cuánta propaganda antisemita publicada para que la tendencia sea hacia el Holocausto. Y yo he luchado desde mi diario para que ni el más mínimo acto antisemita quede silenciado, porque el silencio de los judíos es el único indicador de que el Holocausto sigue presente en la condición judía dentro de la historia.
El balcón de mi casa en un suburbio de Tel Aviv mira hacia el Mediterráneo. Esos grandes balcones de Tel Aviv, casi habitaciones, que mi esposa ha llenado de flores, plantas y algunos posters de Max Ernst. Frente a mi balcón, el sol se hunde rojo en un mar demasiado azul para mis ojos acostumbrados al Atlántico meridional. Durante nueve meses no llueve en Tel Aviv, y la ceremonia del sol abrazado por el mar se repite diariamente. Es un peculiar momento de bondad en mi vida. La piedad es siempre más fuerte que mi memoria, y más tierna que mi ideología. Y pienso en esos dirigentes judíos de Buenos Aires tratando de encontrar un punto de equilibrio entre su terror, su parálisis y el perdón que esperan de los militares moderados. Recuerdo cuando se sentían orgullosos de que el poderoso Timerman proclamara desde su diario tanto judaísmo, tanto sionismo, hablando de igual a igual con los militares, con la Iglesia Católica, con los políticos, con los dirigentes gremiales. Se sentían protegidos. La destrucción de Timerman despertó en ellos sentimientos profundamente ocultos en la subconciencia de todo judío: el temor a salir de noche de los límites del guetto medieval; el terror a que la noche los encontrara fuera de los límites del guetto medieval, y no pudieran acogerse dentro de sus oscuras callejuelas a la protección del señor feudal.
¿Cómo no sentir piedad por ellos? Después de todo, ¿no fue una casualidad que la dictadura militar organizara los mayores escándalos solamente contra los judíos que se habían lanzado a la vida argentina actuando como iguales a los demás ciudadanos? El mejor acto antisemita fue aquel en el cual se silenció a quienes no temían hablar. Un judaísmo silencioso y atemorizado. Un judaísmo que ha vuelto a plantear la necesidad de comprometerse pragmáticamente con la realidad a través del silencio. No se puede pedir un triunfo mayor para el antisemitismo argentino: un judaísmo que no sabe qué hacer, no sabé qué le espera, cuál es su fuerza, cuál es la fuerza de su enemigo.
Es posible sentir piedad, y es posible sentir furia. Ambos sentimientos son resultado del amor. ¿Y cómo no amar a este pueblo torturado, sacrificado, abandonado cada vez que la historia se hace muy complicada o muy peligrosa para todos?
En la cárcel clandestina Puesto Vasco, dirigida por el coronel Ramón Camps, una mujer es torturada. Mi celda queda muy cerca de la cocina, donde le aplican las torturas. Está maniatado y con los ojos vendados. Oigo claramente que aúlla, y grita que no es judía, que su apellido es alemán. Para un policía argentino, nada más sencillo que confundir apellidos que le resultan extraños. Pero aquí, en Tel Aviv, frente al Mediterráneo de los judíos, pienso en esa escena. Pienso que si hubiera sido judía, no habría tenido ni siquiera esa última línea de defensa. ¡Qué soledad! Y también pienso que si mentía, y era judía, ¡qué horrible desamparo!
En la cárcel clandestina Coti Martínez, que estaba bajo la supervisión del general Carlos Suárez Mason, un hombre de unos 70 años es golpeado por un policía. El hombre tiene las manos atadas a la espalda y los ojos vendados. El policía le arranca la cruz que lleva colgada del cuello y lo acusa de ser judío, de querer ocultar su judaísmo. Después de los golpes lo colocan en mi celda, y el anciano me dice que hace casi cincuenta años que se convirtió al catolicismo y que la cruz que le robaron le fue regalada por el Papa Paulo VI. Se considera católico, y le enfurece que no le crean. Jura que se vengará del policía canoso de manos pequeñas, regordete, que todos los días pasa sonriendo delante de nuestra celda, y fue el que lo golpeó.
Y aquí frente al Mediterráneo de los judíos pienso en ese judío, ese viejo para mí eterno judío, que fue golpeado como judio, y aquella mujer católica que fue golpeada como judía, en esos dos católicos golpeados como judíos porque eran odiados como judíos, y supongo que ya no tengo derecho a exigir nada de ningún judío. ¿Qué pueblo, qué individuo puede sobrellevar tanto odio? ¿Cómo exigir a alguien que realice un esfuerzo tan sobrehumano para que su derecho a la vida sea respetado; que tenga fuerzas para vivir si apenas le alcanzan sus fuerzas para dejarse llevar a la muerte?
Sin embargo, una y otra vez sin embargo, ¿hay acaso algún otro grupo humano, algún otro pueblo, que arriesga tanto cuando no enfrenta a sus enemigos, tanto como los judíos?. En la Argentina, en 1980, 35 años después de la derrota de Hitler, en el canal de televisión que el Ejército dirige en Buenos Aires, de boca de un periodista que hace 20 años ejerce su profesión y no es ningún ingenuo, un periodista que es hermano de un general del Ejército que dirige los servicios de prensa del gobierno militar, se escuchan las siguientes preguntas: ¿Por qué no hay judíos pobres? ¿Por qué los judíos dan tanto dinero a Israel? ¿Por qué los judíos no se casan con católicos? ¿Por qué los judíos se consideran superiores?
Una repetición de los insultos y difamaciones de los jerarcas nazis, proveniente de una de las fuerzas más poderosas en la vida de la Argentina, el Ejército. Es muy fácil reaccionar ante esta campaña antisemita, sentirse ofendido, identificar sin hesitaciones, sin dudas, a este periodista nazi cuyo nombre es Llamas de Madariaga.
Es fácil reconocer a un antisemita. Es más complejo reconocer una situación antisemita. No debería serlo, ya que a través de cientos de años los judíos se han visto enfrentados a situaciones similares. Sin embargo, otra vez sin embargo, no es fácil vivir en un país y tener que acusar al Ejército de promover en forma indirecta el antisemitismo. Y más difícil aún denunciar a los liberales que, al igual que en todos los países que cayeron bajo el totalitarismo antisemita, de izquierda o de derecha, prestan su servicio no a los antisemitas, pero sí a la situación antisemita general.
El director del diario “La Prensa” de Buenos Aires, Máximo Gainza, es un liberal, un hombre democrático. Su diario informó que yo recibí el premio de la Federación Internacional de Editores de Diarios, la Pluma de Oro de la Libertad de 1980. También su diario publicó que recibí el premio “Arthur Morse” del Aspen Institute. Se trata de dos de los más prestigiosos premios en el periodismo mundial. Sólo un periodista argentino recibió el Pluma de Oro antes que yo, precisamente el padre de Máximo Gainza, el ya fallecido Alberto Gainza Paz. Ninguna de las dos instituciones es judía. Además de esos dos premios, recibí también varios premios de las más destacadas organizaciones judías mundiales: United Jewish Appeal, American Jewish Committee, Anti-Defamation League de la Bnai Brith, Hadassah, United Synagogue of America. Y sin embargo este hombre liberal, en declaraciones a una revista de Buenos Aires, dice que recibí “. . . dos o tres premios, todos dados por organizaciones judías”.
Leyendo esto, qué fácil es concluir que existe una conspiración judía mundial, que los judíos dan premios a los judíos para sostenerse mutuamente. Por cierto que un hombre liberal como Máximo Gainza no piensa esto. Pero lo curioso es que lo dice sin pensarlo, permite que se llegue a esta conclusión sin tomarse el trabajo de decirlo directamente, dejando para los nazis declarados la tarea de interpretarlo de este modo.
Es un proceso psicológico e ideológico que se ha visto repetido muchas veces en la historia política de este siglo. Adaptarse a una situación sin compartir las ideas lleva inevitablemente a ser cómplice de los actos impulsados por esas ideas.
Máximo Gainza no es un antisemita, y su diario defenderá a los judíos. Y, sin embargo, de pronto servirá de instrumento a los antisemitas porque la situación lo arrastra. Máximo Gainza, director de “La Prensa”, de Buenos Aires, sabe que la Federación Internacional de Editores de Diarios que premió a su padre hace unos años no es una entidad judía. Pero lo calla. Y lo calla exactamente del modo en que los antisemitas necesitan que lo calle: haciendo creer a la opinión pública que sólo los judíos me han premiado por mi lucha por la libertad de prensa. Y si sólo fueron los judíos los que premiaron a un judío, todo se hace sospechoso.
Otra vez, una vez más, el judío es un hombre bajo toda sospecha.
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