“Preso sin nombre, celda sin número”: capítulo 9

Infobae reproduce el histórico libro en el que el periodista Jacobo Timerman denunció en 1981 a la dictadura militar argentina, luego de ser secuestrado, torturado y obligado a dejar su país. Las obras que ilustran los textos son del artista argentino Carlos Alonso

"La Censura", de Carlos Alonso, 1969, acrílico y collage sobre tela, 200 x 200 cm.

Hace un mes que estoy en una celda del Instituto Penal de las Fuerzas Armadas, a unos 80 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, en la localidad de Magdalena.

El régimen militar es estricto. Estoy incomunicado en una celda, y una vez por día hay un recreo de un ahora. Puedo caminar en un patio, pero no conversar con los otros presos. Cuando llueve, no hay recreo. Es invierno, y de los tres oficiales que controlan este pabellón, hay uno que en su guardia autoriza el recreo muy temprano por la mañana para que no podamos gozar del sol, que llega al patio hacia las once. Recibo visitas los sábados y domingos, únicamente de mis familiares directos. Tres veces por semana puedo tomar un baño caliente, y se sirven comidas cuatro veces por día.

Como siempre, el problema es el inodoro. Esta celda no tiene, y debo golpear en la puerta cada vez que tengo necesidad. Y las necesidades no están condicionadas a la parsimonia de la guardia.

Todo es correcto. Puedo leer diarios en español, pero no el diario inglés que se edita en Buenos Aires y se vende legalmente en los puestos callejeros. La explicación debe pasar por la censura, y el censor no lee inglés. Le digo que si hubiera algo inconveniente, el gobierno no autorizaría la publicación del diario. No está autorizado a llevar el diálogo tan lejos.

Estoy en el penal militar porque seré sometido a un Consejo de Guerra Especial, y por lo tanto debo pasar una temporada de aislamiento en esta institución. Se acerca el Año Nuevo judío y el Día del Perdón, y mi esposa solicita permiso al tribunal militar para que un Rabino me visite; oficialmente existe libertad de cultos en la Argentina. No recibe respuesta al pedido, pero esos dos días el sacerdote católico del penal me visita en mi celda para hacerme compañía.

El gobierno modifica el Código de Justicia Militar antes de que el juicio se inicie, es decir que cambia las reglas del juego después de haber decidido someterme al tribunal militar. Hasta este momento cualquier acusado podía designar abogado defensor a un militar, en actividad o retirado, de cualquier graduación. El retirado, cuya carrera ya ha concluido, tiene más libertad de acción, no espera ascensos. Esta cláusula se modifica. Además, debe ser un oficial inferior en rango al presidente del tribunal militar. El presidente del Consejo de Guerra que me juzgará es el coronel Clodoveo Battesti, por lo tanto mi abogado defensor debe ser un grado inferior a coronel. Por último, debo seleccionarlo de un lista que el Consejo de Guerra me somete. No conozco a nadie de la lista, de modo que elijo al azar.

Mi intención era designar abogado defensor a un general, amigo personal, que fue presidente de la Nación, y que estoy seguro no hubiera podido ser atemorizado con amenazas. Me debo conformar con un oficial joven, a quien no conozco, que está en actividad y debe aspirar seguramente a nuevos ascensos, y que está acostumbrado a recibir órdenes secretas si fuera necesario. De todos modos, para que no queden dudas, cuando me entrevista en el penal militar me informa que esa misión es un acto de servicio. Es claro: de poder elegir, no aceptaría. De todos modos, se prepara concienzudamente para la tarea de defenderme. Sobre las torturas a las que fui sometido, y que le relato, me consuela: son errores que se cometen en el curso de una investigación muy difícil. Sin embargo, tengo la impresión de que intelectualmente le atrae el tema, y que luchará por defenderme hasta el límite de la prudencia que dicta “un acto de servicio”. Al menos, percibo que quiere entender todo el aspecto profesional de la función de periodista. No me hago ilusiones sobre el aspecto político o el ensañamiento criminal a que fui sometido durante los interrogatorios.

Quienes cuatro veces por día golpean a mi puerta para entregarme la comida son presos jóvenes. Desertores. Están condenados a cumplir cárcel entre tres y cinco años. Por las mañanas, en la madrugada, limpian el pabellón, lavan los utensilios de comida, y entonan hermosas canciones religiosas. Son Testigos de Jehová, una secta cristiana cuyos jóvenes se niegan por motivos de conciencia a servir en las Fuerzas Armadas. Si bien en la Argentina la Constitución garantiza la libertad de cultos, las Fuerzas Armadas no aceptan a los objetores de conciencia. De modo que ya de niños saben que al llegar a los 18 años, deberán servir un prolongado período de cárcel. No se escapan, y aceptan el castigo como parte de su fe religiosa. Son dulces, pacíficos, y realizan todas las tareas y servicios del penal.

Saben que estoy incomunicado, y cuando golpean a mi puerta, y el guardia abre, siempre encuentran alguna forma de intercambiar un par de palabras. Durante el día, espero esas cuatro oportunidades en que puedo conversar con alguien. Y a la noche, recuerdo las palabras que pronuncian, las cuento, las repito.

El guardia comprende los trucos que utilizan para hablarme. Pero disimula, aunque a veces los apura con una mirada. Me preguntan si tengo plato. ¿Tiene plato?, son dos palabras, y yo contesto Tengo, lo que hace una palabra más. Me dicen que la pizza está un poco fría, y que es preferible la sopa, o agregan que conviene comer pescado porque fortalece la visión, o si quiero más pan, o si quiero barrer la celda, o si me dieron la toalla. He llegado a contar diálogos de hasta doce palabras.

Son empleados, campesinos, obreros, humildes. Me anuncian que por la noche habrá agua caliente, o que pronostican menos frío para mañana. Buscan todas las vías posibles para hacerme comprender que la civilización no ha concluido, que no soy el último mortal encerrado en una celda, y que aún se pueden experimentar la cordialidad, la camaradería, la solidaridad, la amabilidad. A veces tengo chocolate, y el guardia me autoriza a convidarlos.

La sede del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas Argentinas se encuentra ubicada en un antiguo palacete en pleno centro de Buenos Aires, a unos mil metros de la Casa de Gobierno. Pasé la noche incomunicado en la sede central de la Policía Federal en Buenos Aires, y quienes me trasladan en un automóvil,—seguido por otros dos— me informan que no seré esposado, aunque cualquier movimiento extraño que realice significará mi sentencia de muerte.

Los militares juegan a los militares, les encanta imaginar la peligrosidad de alguien que no ofrece peligro alguno. Y este tipo de historias se repite una y otra vez durante todo mi cautiverio. Cuando estuve bajo arresto domiciliario en mi departamento, en un piso 15, con frecuencia un helicóptero de la policía daba vueltas sobre el edificio e iluminaba con sus proyectores la habitación donde yo estaba recluido. En cierta ocasión hubo un corte de luz en el edificio, y a los cinco minutos un helicóptero militar se mantuvo sobre el edificio y otro frente a mi habitación, iluminándola. Creían que el ejército de Israel estaba por realizar un Operativo tipo Entebbe para liberarme.

En la sede del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, donde funciona el Consejo de Guerra Especial número 2 que habrá de interrogarme, se entretienen los militares con todos los atributos del protocolo, y con la mayor imitación de juridicidad que les es posible. Los siete miembros del Tribunal—tres representantes del Ejército, dos de la Marina y dos de la Fuerza Aérea—cuentan desde hace tiempo con copia de mis declaraciones, antecedentes de mi caso, supuestas declaraciones que he tenido que firmar sin haber podido leerlas previamente. De su lectura han concluido, ya hace tiempo, que no podrán acusarme de ningún delito, y que después del interrogatorio al que me someterán ahora decidirán que no existen elementos suficientes para someterme a juicio.

Hasta el momento de llegar al tribunal militar, aún no fui informado en qué se basa mi arresto, los motivos por los cuales fui arrestado, ni siquiera de qué estoy acusado, o si estoy acusado del todo. El tribunal simplemente tendrá que decidir después de tomar conocimiento de todo el caso si me someterá a juicio o no, es decir si existen suficientes cargos para justificar un juicio. Pero como ya sabe por anticipado que esos cargos no existen, dedica el día y medio que destina a mi interrogatorio a dar rienda suelta a su ideología, sus neurosis, sus fantasías, sus odios, sus fobias, e incluso cree encontrar alguna posibilidad de formular preguntas divertidas.

Sí, el protocolo es estricto. Subo las altas escalinatas acompañado por mis guardias, que me tienen tomado de los brazos, con suavidad y firmeza. En lo alto, me recibe un oficial del Ejército, uniformado, acompañado por dos oficiales de menor graduación. Soy invitado, exactamente eso, invitado, a pasar a una pequeña oficina donde debo esperar. Todo es corrección y pulcritud, aunque es posible que esos mismos oficiales que ahora me invitan con un café sean los mismos que en las cárceles clandestinas sonreían cuando los shocks eléctricos me hacían dar saltos en el aire, y yo tenía los ojos vendados.

El mismo oficial me acompaña hasta la sala del tribunal militar, donde funcionará el Consejo de Guerra Especial número 2. Un inmenso salón de unos 10 metros de ancho por 25 metros de largo. Oscuro, sin ventanales, antiguo, las paredes cubiertas por enormes cuadros representando las grandes batallas de la independencia argentina o la conquista del desierto sur y la guerra contra los indios. Boiserie oscura, cortinados rojos. Altos techos. Ordenan que tome asiento en un pequeño banquillo rojo redondo, sin respaldo, de unos cincuenta centímetros de alto. El famoso, verdadero banquillo de los acusados. Estoy en un extremo del enorme salón. En el otro extremo, sobre un alto estrado, la mesa en medialuna del tribunal militar.

A uno de mis costados, un oficial del Ejército: el fiscal. En el otro costado, a mi derecha, el abogado defensor, también oficial del Ejército. Intervendrá únicamente si se formula alguna acusación, es decir si el tribunal decide que hay lugar a un juicio. Junto a mí, a un costado, una pequeña mesa con micrófonos. A mis espaldas, dos oficiales jóvenes de la Marina oficiarán de taquígrafos.

A una orden, nos ponemos todos de pie, y entran los miembros del tribunal por una puerta lateral; caminan lentamente, erguidos, paso firme, de uniforme, con las gorras puestas, suben al estrado, se quedan parados frente a sus sillones, el presidente del tribunal ordena sentarse, nos sentamos todos. Siguen con las gorras puestas. La escenografía es impresionante. El clima está lleno de tensión. Nos mantenemos todos serios y en silencio.

El secretario del Tribunal, un oficial del Ejército, da lectura a mis datos. Me preguntan si son correctos. Contesto afirmativamente. Sólo puede hablar el presidente del Tribunal; los otros miembros le hacen llegar en pequeñas hojas escritas las preguntas que desean formularme. Cada cuarenta minutos aproximadamente, el presidente interrumpe las sesiones, y ordena un descanso de unos cinco minutos. En total, las sesiones insumen unas 14 horas divididas en dos días consecutivos. A cada interrupción se repite toda la ceremonia: todos nos ponemos de pie, los miembros del tribunal se retiran; todos nos ponemos de pie, los miembros del tribunal entran. El presidente pregunta: ¿Usted es judío? Respuesta: Sí, señor Presidente.

Un mundo de tribunales. Y un mundo de acusados. Tribunales civiles, militares, religiosos, todo ha sido juzgado, es juzgado y será juzgado. Y siempre, a través de la historia y del presente, he estado entre los acusados. Nunca juzgué a nadie, y nunca juzgaré.

¿En qué momento he asumido tanta culpa? ¿O quizás no la he asumido más que cuando me han señalado que era culpable? Entonces, ¿es un rol que me ha sido adjudicado, y mi orgullo me ha hecho asumir ese rol de pecador, o criminal, o simplemente culpable, para convertirlo en una virtud? ¿He asumido la culpa sólo por la posibilidad, o la vocación, de convertirla en una virtud? ¿Es omnipotencia? ¿Es pecado de vanidad? ¿O es la tentación del delirio, el convertir al Mal en la dinámica que lleva al Bien, la exacerbación del Mal como la posibilidad más inmediata del Bien?

Sumando todas las víctimas y todos los victimarios, es un porcentaje tan pequeño de la población mundial. ¿A qué se dedican los otros? Las víctimas y los victimarios, somos parte de una misma humanidad, colegas en un mismo esfuerzo por demostrar la existencia de las ideologías, los sentimientos, los heroísmos, las religiones, las obsesiones. Y el resto de la humanidad, la gran mayoría, ¿a qué se dedica?.

En ese día de septiembre de 1977, ¿cuántos estamos sentados en todo el mundo en algún banquillo de acusados? ¿Cuántos son juzgados por lo que hicieron? ¿Cuántos son juzgados por haber nacido? Hace 32 años y 4 meses que ha concluido la guerra contra el nazismo, los criminales nazis han sido juzgados y condenados, el antisemitismo ha sido definido, explicitado, ubicado y maldecido. Y sin embargo, esos mismos 32 años y 4 meses después, en la ciudad de Buenos Aires, sigo siendo un ciudadano bajo toda sospecha; queda evidenciado que he nacido en el costado inadecuado y absurdo de la humanidad; me he ocupado, por nacimiento y torpeza, o quizás por inclinación natural, a las perfidias que fueron juzgadas y en las cuales yo reincido. ¿Pero fueron juzgadas por quién, y cuándo? ¿En qué lugar remoto de España, de Alemania, de Francia, de Polonia, de Rusia, de Siria? En países diferentes, en épocas diferentes y superpuestas, y en países que se repiten, y en tiempos que se reiteran, con acusaciones que se acumulan o se repiten, para volver todo, siempre, a un mismo lugar que es mío y sin embargo inaceptable porque es insoportable: he nacido judío.

Y sin embargo, no he nacido sionista. Es lo que se une a la sospecha inicial del nacimiento.

Como tampoco he nacido joven de izquierda, solidario con los presos, activista de las ligas por los derechos del hombre. Consecuencias biológicas del pecado original, del nacimiento de quien nació judío.

Y sin embargo hay alguien que en estos momentos está sentado en un banquillo rojo, sin respaldo, de cincuenta centímetros de alto, en Cuba, y no es judío. Lo que se hace insoportable es que puede no haber otros, que no existe el otro. Y por lo tanto quizás también se tiene la suerte de que en una silla, si no es en un banquillo, frente a una mesa común, si no es un escenario, está sentado alguien en Checoslovaquia, y no es judío, con lo cual es el otro quien logra que mi destino no resulte tan inapelable.

En este universo de tribunales y acusados, meto la mano profundamente en busca de ese alivio que el otro debiera concederme si es que realmente pertenecemos a ese pequeño grupo inmenso de víctimas, pero una vez más encuentro consuelo pero no identidad. Encuentro el consuelo de la solidaridad, pero no el de la inevitabilidad, porque somos solidarios en el mundo al cual aspiramos, pero su culpa no es inevitable, y siempre le faltará una culpa para alcanzarme. Y si no puede alcanzarme, estoy con él pero él no está conmigo. Él está conmigo, pero no en toda la plenitud de mi culpa, y si poseo toda su totalidad, él sólo posee una parte de mi culpa, y siempre habrá un lugar donde estaré solo, totalmente solo frente a mis jueces, que también son sus jueces y ante los cuales yo lo acompaño, pero él de pronto me deja solo, en esa soledad tan inusitada, inevitable, incomparable, tenebrosa y hermosa, que comienza siempre con el mismo ritual:—¿Usted es judío?

—¿Usted es judío?

—Sí, señor presidente.

—Sus socios, ¿son o eran judíos?

—Sí, señor presidente.

—¿Usted es sionista?

—Sí, señor presidente.

—¿Sus socios también son sionistas?

—No, señor presidente.

—¿Cuándo comenzó sus actividades sionistas?

—A la edad de ocho años, señor presidente. Mi madre me inscribió en un club deportivo llamado Macabi.

—¿Lo llevó su madre o fue solo?

—Me llevó mi madre, señor presidente.

—Por lo tanto podría admitirse que no fue un acto voluntario suyo.

—Fui llevado por mi madre, señor presidente.

—Cómo continuaron esas actividades sionistas?

—Mientras asistía a la escuela secundaria fui invitado a participar en una agrupación estudiantil sionista llamada Avuca. Tenía 14 años.

—¿“Avuca” quiere decir “Antorcha”?

—Sí, señor presidente.

—¿Quiere decir que podríamos admitir que a los 14 años usted comenzó voluntariamente sus actividades sionistas en la Argentina?

—Sí, señor presidente.

—¿Qué hacía?

—Nos reuníamos los sábados, señor presidente, en los sótanos de la Federación Sionista Argentina. Teníamos una biblioteca, una mesa de ping-pong y varios juegos de ajedrez. Éramos todos estudiantes secundarios judíos.

—¿Recibían adoctrinamiento?

—Todos los sábados algún miembro del Ateneo Sionista Universitario, que funcionaba en los pisos superiores, nos ofrecía una charla sobre sionismo o historia judía.

Yo tenía 14 años, por las mañanas concurría a la escuela y por las tardes trabajaba de mensajero en una joyería. Vivíamos en pleno barrio judío, y mi padre había fallecido hacía dos años. Mi madre trabajaba de vendedora ambulante, mi hermano estudiaba y ayudaba a mi madre. Los sábados aún se debía concurrir al colegio por las mañanas, pero por las tardes la joyería estaba cerrada. Después del almuerzo, me correspondía lavar la vajilla, las ollas, planchar mis camisas y lavar la escalera de la casa. Por atender la administración de ese pequeño inquilinato del barrio judío donde cada familia ocupaba una habitación, nosotros disponíamos de una habitación gratis. Pero había que lavar baños, pasillos, escaleras, y hacer la cobranza de los alquileres. Por el lavado de las escaleras, mi madre me pagaba con los diez céntimos que costaba un chocolate, y me instruía para que lo comprara poco antes de que concluyeran las actividades en Avuca, con lo cual podía guardarle un trozo. En invierno debía apresurarme para alcanzar a llegar a la casa de baños de la Municipalidad, donde había agua caliente, regresar y vestirme a tiempo para no perder ninguna de las actividades de Avuca.

El ping-pong y el ajedrez eran novedades. El sionismo y la historia judía, verdaderos descubrimientos. Pero el conocimiento de adolescentes judíos que no trabajaban, que eran de fortuna, que vestían traje completo, que disponían de dinero, fue un deslumbramiento.

Había también jóvenes de 16 y 17 años. Y ellos se encargaron de que mi niñez concluyera abruptamente, lanzándome de lleno al mundo que ya nunca abandoné. Había que dejar Emilio Salgari y Alejandro Dumas, para leer Jack London, Upton Sinclair, John Dos Passos, Henri Barbusse, Erich Maria Remarque. El 1° de mayo había que acompañar a la gran manifestación socialista por la defensa de Madrid, y llevar muy erguida la bandera azul y blanca con la estrella de David en ese mar de banderas rojas. Había que explicar, en ese año de 1937, que el sionismo era un movimiento de liberación nacional, y que actuar dentro del sionismo no restaba fuerzas a la lucha internacional contra el fascismo, contra Franco, Hitler y Mussolini. Había que recorrer, en pequeños grupos, las calles del barrio judío, el Once, donde vivíamos y donde se encontraba nuestra sede, y vigilar que los grupos fascistas y antisemitas no ensuciaran las paredes de las sinagogas, de las escuelas, no escribieran “Haga patria, mate un judío”, o no improvisaran pequeñas tribunas donde frente a los cafés judíos lanzaban sus arengas contra los mismos judíos. Ahí estábamos nosotros, con nuestras pesadas paletas de ping-pong, de madera en esa época, y nos lanzábamos contra los fascistas hasta que dos o tres policías, aburridos, nos separaban y se llevaban a uno o dos jóvenes judíos a la comisaría cercana.

Me recuerdo aún, a los 14 años, frente a esa comisaría, llorando porque hacía dos horas que mi hermano había sido introducido de un puntapié, después de una de esas peleas, y recuerdo a mi madre ahí mismo, llamada por los amigos, explicando en su precario idioma que su Iósele sólo quería evitar que golpearan a los judíos, y que ella estaba segura de que el comisario era un buen cristiano que no quería peleas en el barrio, hasta el cual habían llegado los juliganes, que no eran de ese barrio.

Ahí, a Avuca, cuando yo ya tenía 15 años, llegaron dos hermosos jóvenes que nunca habíamos visto, hermosos en su camisa blanca con bolsillos militares y un pañuelo azul al cuello, a decirnos que eran los scouts judíos, pero que también eran sionistas socialistas, y que debíamos aprender scoutismo para volver a conocer la tierra de la cual tantos centenares de años atrás nos habían separado, y el sionismo porque debíamos volver a la tierra sí, pero a la de Israel, que era la nuestra, y socialismo porque el país que queríamos construir debía ser la síntesis de los sueños de los profetas pasados y presentes, es decir el socialismo humanista. Ahí estaban esos dos hermosos jóvenes del Hashomer Hatzair de la Argentina, y ahí en Avuca, en esa noche memorable en que los escuché hablar, quedé destinado a ese mundo del cual nunca salí, nunca quise salir, y que a veces tomó la forma del sionismo, a veces de la lucha por los derechos humanos, a veces del combate por la libertad de expresión; por la solidaridad, otras veces, con los disidentes de todos los totalitarismos. Y ese mundo único en su belleza y martirologio, esa mitología del dolor y el recuerdo, esa cosmovisión hecha de añoranza y futuro, esa madre judía hecha de esperanza y resignación y magia, todo eso quería comprender el presidente del tribunal militar argentino, el titular del Consejo de Guerra especial número 2, el coronel Clodoveo Battesti.

Quería que confesara. Que toda esa abrumadora vocación de amor y destino, de identidad y futuro, se convirtiera en una confesión.

—¿Usted abandonó el sionismo en algún momento?

—No, señor, presidente.

—Sin embargo, aquí consta un informe policial según el cual usted estuvo preso en el año 1944 por pertenecer a un organismo paralelo del partido Comunista.

—En el año 1944 fui arrestado, señor presidente, cuando asistía a un festival de cine de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. Estuve preso 24 horas porque quedó evidenciado que no actuaba en esa organización, a la cual la policía consideraba comunista.

—Usted pertenecía por esa época a la Junta Juvenil por la Libertad, que también estaba catalogada como organización paralela del Partido Comunista.

—Efectivamente, señor presidente, pertenecí a esa organización que agrupaba a jóvenes partidarios del triunfo de los aliados durante la segunda guerra. Se difundía información sobre la lucha de Gran Bretaña, China, Estados Unidos, Rusia y Francia, sin realizar discriminaciones a favor de ninguno de los países. Asimismo se realizaban colectas para la compra de medicamentos, que se enviaban a los países aliados. ¿A cuál otra organización podía pertenecer, señor Presidente?

—Yo no pertenecí a esa organización.

—¿Se supone, señor presidente, que un joven judío en el año 1944 debía luchar por el triunfo de los nazis?

—Esa organización fue disuelta por la policía por considerarla comunista.

—Esa calificación, señor presidente, corre por cuenta de la policía. Yo actuaba ahí como antifascista, como judío y como sionista. Creo, señor presidente, que debiera explicar al tribunal qué es el sionismo dado el interés que evidentemente demuestra por mi relación con el sionismo.

—Sabemos muy bien qué es el sionismo. Limítese a contestar las preguntas.

En el año 1939 no teníamos radio, pero cuando en la madrugada sonaron las sirenas de los grandes diarios, en Buenos Aires, mi madre salió apresurada a la calle y volvió con la noticia de que Francia e Inglaterra habían declarado la guerra a Hitler. Estaba radiante. En un mes lo derrotarán, nuestros hermanos serán vengados.

En 1940 y 1941 comenzaron a llegar a la Argentina, viajando en círculos, en pequeños grupos, desde el Lejano Oriente, o desde el norte, o desde África, veteranos de la guerra española. No podía separarme de los bares donde se reunían, hacían sus tertulias, vivían su bohemia, su posguerra tan única, tan romántica. Por primera vez oía hablar de la traición de las democracias, por hombres que habían querido pelear contra el fascismo. Oí hablar de las intrigas de los rusos, de la masacre de trotskistas y anarquistas, del verdadero nombre de nombres que se me habían hecho legendarios cuando los jóvenes del Hashomer Hatzair asistíamos a los mitines de solidaridad con la España republicana, con la España heroica del llanto, cuando aprendíamos los poemas de Pablo Neruda,de Louis Aragon, de Paul Eluard, de Stephen Spender, y nos conmovíamos con el “No pasarán” de Upton Sinclair o los artículos de Ilya Ehrenburg.

Ya teníamos 18 y 19 años y 20, y nos manteníamos junto a esos hombres que habían tocado el fascismo con sus manos, y nos explicaban la estrategia de las batallas, absortos en su guerra, esa verdadera guerra, y nos hacíamos de palabras técnicas para comprender, tratar de comprender las sucesivas derrotas de los aliados, convencidos de que el fascismo sería derrotado.

¡Esas convicciones de los adolescentes, de los jóvenes! Ese momento habíamos elegido para preparar a un grupo de jóvenes judíos en el trabajo de la tierra, en la vida colectiva, porque quién podía dudar de que la guerra sería ganada, el estado sionista-socialista establecido, y que todos iríamos a los kibutzim. En ese año 1943, y 1944, también aprendí a arar la tierra, a ordeñar las vacas, a utilizar las semillas. Pero la sangre y la imaginación estaban en la lucha contra el fascismo, y poco se podía hacer si no era firmar manifiestos, hacer firmar manifiestos, reunir fondos, comprar medicamentos. Enrollar vendas.

¡Enrollar vendas! Recuerdo a mi madre dirigirse todas las noches hacia los comités de solidaridad de la Junta de la Victoria, e inclinarse sobre la mesa a enrollar vendas, después de haber hecho, ese día, el desayuno, arreglar la habitación, salir a la calle a vender ropa entre los gentiles, volver a preparar el almuerzo, salir a vender ropa, a hacer compras, a preparar la cena, y a enrollar vendas. A veces llevaba a esos comités, a ese comité de barrio al cual ella pertenecía, la pequeña alcancía azul y blanca del Keren Kayemet para solicitar algunas monedas que debían ser utilizadas en la compra de tierras en Israel, y nunca le alcanzaba el español para explicar toda la intrincada verdad del sionismo, la posibilidad de que comprar tierras en Israel fuera una prioridad incluso en esos momentos que el destino del hombre se jugaba en Stalingrado, y alguna judía culta concurría en su ayuda para explicarle que no era el momento, que en Palestina no se luchaba, que los nazis estaban en otro lugar, pero ella insistía ya sin argumentos, sólo pidiendo solidaridad, y obtenía algunas monedas por esa inevitable comunidad de sentimientos que surge entre las mujeres.

Pero mi madre no sabía que en esos mismos momentos el corazón de su hijo se desgarraba porque debía enfrentar el debate ideológico, político, filosófico, a los 20 años, cuando se luchaba en Stalingrado, y los nombres de los kibutzim parecían tan remotos, tan indescifrables e impronunciables.

Sí, pertenecí a la Junta Juvenil por la Libertad porque no se podía llegar a Palestina y no se podía llegar a la guerra. Porque no pelear contra el fascismo se hacía insoportable a los 20 años en ese año 1943, y lo único que se podía hacer era, una y otra vez, reunir fondos, enrollar vendas, firmar manifiestos, y tratar de demostrar a tanta gente que el sionismo no era una obsesión de un pequeño grupo, una enfermedad desconocida hasta entonces que acababa de descubrirse, una derivación de los monopolios norteamericanos, de los traficantes de armas. ¡Poder luchar hubiera simplificado todo y tantas cosas!

En el comité de Francia Libre me dijeron que solamente aceptaban franceses o hijos de franceses, porque tenían demasiados voluntarios y pocas posibilidades de trasladarlos a todos hasta Europa o el norte de África. En la embajada británica me admitieron como voluntario porque acepté ir a Asia, pero cuando redacté la solicitud aparecía que había nacido en Rusia, y existía un acuerdo con la URSS de no formar contingentes con “rusos blancos”. Y en la embajada de Estados Unidos me dijeron que no aceptaban voluntarios. Salí esa mañana, ya era el mediodía, de la embajada de USA, que estaba ubicada a 200 metros de la Casa de Gobierno, y asistí a la pacífica toma de la Casa Rosada por el Ejército argentino. Era el 4 de junio de 1943, y el coronel Juan Domingo Perón hacía su aparición, todavía reservada y confidencial, pero moviendo los hilos de la conspiración militar, en la escena política argentina.

Había confusión en la venerable Plaza de Mayo, frente a la Casa de Gobierno, y en medio de esa confusión organicé un grupo de jóvenes, voceando lemas antifascistas, para dirigirnos hasta la sede del diario nazi, financiado por la embajada alemana, “El Pampero”. La policía que custodiaba el edificio impidió que lo incendiáramos, y esa noche la pasé en una celda, golpeado en los tobillos por un guardia.

Y desde ese día, los años de mi juventud se complicaron aún más, porque las energías, las lecturas, el tiempo, los estudios, el conocimiento, todo se volcaba hacia tantas direcciones. Y esas direcciones que a mí me parecían correspondientes, integradas, resultaban tan contradictorias a los ojos de los demás, y tan difíciles de explicar: luchábamos contra la dictadura de Perón y su amistad hacia el fascismo, y luchábamos por el sionismo, y debíamos absorber a los escritores clásicos, y estábamos con los aliados pero contra Inglaterra en Palestina, y estábamos con los rusos en Stalingrado pero contra los rusos por lo que habían hecho en España y porque eran antisionistas, y tratábamos de establecer un paralelo entre Marx y Freud, entre Picasso y el realismo socialista, éramos extraños discípulos de Julio Jurenito, pero anunciábamos sin confusión y con algo de solemnidad que al término de la guerra los aliados deberían independizar todas sus colonias porque para eso había sido derrotado el fascismo, y pedíamos un segundo frente así como nuestro corazón seguía firme unido a esa España republicana cuya lucha contra el fascismo fue el primer sabor antifascista que gustamos en las largas charlas en los cafés de Buenos Aires, en la “Casa de la Troya” con los comandantes refugiados de las Brigadas, del Quinto Cuerpo, de Miaja, de Madrid, de Asturias, de Teruel, Málaga.

Y todos esos ríos de dudas e imaginación, de juventud y sueños, todo ese milagro de convivencia del dolor del mundo con el dolor judío, toda esa solidaridad antifascista, ese sueño antitotalitario de mi juventud, quedaba reducido a un informe policial que con precisión militar esgrimía el coronel del Ejército argentino Clodoveo Battesti, presidente del Consejo de Guerra especial número 2. El coronel Battesti sabía perfectamente qué era el sionismo, decía, y no necesitaba que se lo explicara alguien que había dudado, ante tanta tragedia, tanta macabra tragedia, tanta tragedia inútil, si realmente existía no sólo el sionismo, sino el pueblo judío. El coronel Battesti quería que todo concluyera nítido y claro para la mente de un militar argentino, que no quedaran dudas sobre la personalidad de alguien que había dudado no sólo de sí mismo sino de toda la humanidad después de las imágenes y las noticias sobre Auschwitz, Varsovia, Babi Yar.

Pero el coronel Battesti hubiera entendido mejor las estadísticas nazis porque todo lo computaban. Y la filosofía nazi, porque colocaba el odio en el lugar más accesible, y el amor en el lugar más identificable. Se odiaba al judío, y se amaba a la patria. Y Jacobo Timerman tenía que explicar qué hacía en la Junta Juvenil por la Libertad; explicar que luchaba por esa extraña alianza de Estados Unidos y Rusia, y qué hacía al mismo tiempo en el sionismo, y leía a Freud, y al mismo tiempo había luchado contra Perón y era socialista y decía que estaba contra el totalitarismo ruso. Y aceptaba el hábeas corpus, ahora como director de diario, hombre poderoso y de fortuna, un hábeas corpus a favor de algún guerrillero desaparecido. Y era el mismo que según el informe policial había dictado una conferencia, en esos mismos 20 o 22 años, en una Academia de Artes Plásticas, formulando una propuesta a favor del cubismo, o fue del estructuralismo, o del constructivismo, un ismo.

Nada encuadraba en las respuestas de Jacobo Timerman, y sin embargo las preguntas del coronel Clodoveo Battesti parecían tan nítidas y precisas en las actas del Consejo de Guerra especial número 2 de las Fuerzas Armadas argentinas.

—¿Tuvo usted contacto con los terroristas?

—No, señor presidente.

—Pero conoció terroristas, ¿no es cierto?

—Señor presidente, algunas de las personas calificadas como terroristas por las Fuerzas Armadas, fueron miembros del Parlamento argentino. En su carácter de legisladores tuve conversaciones con ellos como con cualquier otro legislador. Del mismo modo, señor presidente, tuve conversaciones con los jefes militares de las tres armas. Era natural en el director de un diario.

—Timerman, conteste a lo que le preguntan. Usted me recuerda al ladrón de carteras que proclamaba su inocencia por el número de carteras que no robó, que era mayor a las carteras que había robado. Tuvo contactos con el terrorismo, ¿sí o no?

—No, señor presidente.

—Sin embargo, muchas veces aparecieron en su diario declaraciones de dirigentes terroristas. ¿Cómo llegaron a sus manos esas declaraciones?

—Nunca publiqué, señor presidente, declaraciones de personas que estuvieran en la clandestinidad. ¿Cómo podía yo calificar de terrorista a una persona que convocaba a conferencia de prensa y no era arrestada por la policía ni por las Fuerzas Armadas, y cuyas declaraciones eran transmitidas por la televisión estatal? Todos los diarios publicaban esas declaraciones, y sin embargo sus directores no están ante este Consejo de Guerra.

—Pero cuando uno de esos terroristas era arrestado, usted se ocupaba del caso en forma destacada.

—Si era sometido a la justicia, no lo trataba en forma destacada, pero si se le negaba el acceso a la justicia, lo que me parecía importante era la privación de justicia, que afectaba a la estructura jurídica del país.

—Y de paso le hacía un favor a los terroristas . . .

—Al país, señor presidente. De todos modos quiero señalar que fui el único director de diario que firmó personalmente un artículo condenando al terrorismo y acusando a sus dirigentes, nombrándolos, de crímenes específicos.

—Hay quienes dicen que lo hacía para disimular su verdadera actividad.

—Eso es un infantilismo, señor presidente.

—Usted está aquí para contestar preguntas, no para opinar.

En un determinado momento histórico, en un específico lugar geográfico, hay actitudes que están contra la naturaleza de las cosas. ¿Por qué un periodista profesionalmente capaz, informado, culto, podía suponer que en la lucha entre los terrorismos de izquierda y derecha era posible mantener una posición independiente, contraria a los dos, favorable a la democracia?

Todo aquel que no intervenía directamente en la lucha, se dedicaba en la Argentina a sobrevivir. Los partidos políticos, en especial. Y por cierto que los diarios. ¿Por qué no habría de resultar sospechoso alguien que no intentaba sobrevivir? En más de una oportunidad, el ministro del Interior me aseguró que no habría conflictos del gobierno militar conmigo si interrumpía la publicación de los recursos de hábeas corpus. A excepción del “Buenos Aires Herald”, todos los diarios ya habían interrumpido esa publicación. Era una decisión fácil de tomar, pero al mismo tiempo imposible. Era casi una decisión deseable, y sin embargo resultaba imposible. La publicación de los recursos de hábeas corpus que los familiares de los desaparecidos presentaban ante la justicia solicitando informes sobre hijos, maridos, esposos, rara vez lograban algún resultado. Pero los rostros de los familiares llegando a “La Opinión”, y esa convicción absurda de que era posible recuperar un ser humano, la necesidad de creer que un diario era una institución poderosa, hacía imposible cualquier actitud que no fuera la publicación del hábeas corpus. Porque, de lo contrario, había que decirle simplemente que olvidara, que aceptara la muerte, que nadie podía hacer nada, que orara. Pero era eso lo que le decían las religiones. O decirle que tuviera paciencia, pero eso era lo que le decían los políticos. O decirle que no era conveniente hacer escándalo, porque significaba una condena a muerte. Pero era lo que le decía la policía. O no recibirlos. Pero eso era lo que hacían los demás diarios. Entonces sólo quedaba la alternativa de recibirlos, de publicar, de decirles que había casos de personas que habían reaparecido, que siguiera luchando, o cerrar el diario.

Porque lo que resultaba imposible era cerrar los ojos.

Más de una vez, con mis colaboradores, pensábamos en suspender la publicación del diario por un tiempo. O quizás que yo me alejara del país con mi familia, y ellos irían modificando el carácter del diario hasta convertir a “La Opinión” en algo más o menos aceptable.

Y yo jugaba con esas ideas, sensatas, fáciles, accesibles, tranquilizadoras. Sentarse con el ministro del Interior a tomar café, sentirse inmune al peligro; cerrar el diario por un tiempo y olvidar esa desesperación de todos los días, esa impotencia; irse al exterior, y dejar que el diario se fuera “normalizando”, “naturalizando”, asumiendo la naturaleza de las cosas.

No continuar con esa vana, o vanidosa, batalla por principios que sólo podían quedar como ejemplos, ya que no resultaban en nada práctico, Todo hubiera sido tan fácil, y era tan tentador.

¿Cómo podía entender un tribunal militar esas dudas, y esos temores? ¿Cómo podía suponer un tribunal militar, un gobierno militar, que alguien podía sentir una obligación, la fuerza de una idea, la inevitabilidad de una convicción? ¿Cómo podía aceptar un gobierno militar en la Argentina de 1976, de 1977, que un judío sacrificaría su bienestar económico, su tranquilidad, por una idea, a menos que detrás de esa idea hubiera un acuerdo ilegítimo, algo tan antinatural e ilegítimo como su propio nacimiento, esa circunstancia antinatural de ser judío?

Pero ya antes, en 1973, cuando el peronismo llega al poder, esos primeros meses bajo la presidencia de Héctor Cámpora y la influencia decisiva de los grupos guerrilleros montoneros, ¿cómo podía suponer esa izquierda que un judío sacrificaría su tranquilidad, sus ingresos, arriesgaría su vida discutiéndoles la seriedad de su ideología, llamándolos la izquierda loca, fascistas de izquierda, denunciando sus crímenes?

Todo era sospechoso para la extrema izquierda, para los Montoneros, así como todo era sospechoso para el gobierno militar.

Esa racionalidad con la cual “La Opinión” se acercaba a la vida argentina, ¿qué relación tenía con la realidad argentina de esos años? ¿A qué estrategia obedecía, qué la motivaba, hacia dónde quería llegar, a qué mandato obedecía?

En la búsqueda de una explicación que fuera más allá de las inaceptables ideas de democracia, libertad, tolerancia, convivencia, la izquierda y la derecha debían encontrarse en algún punto. “La Opinión” debía tener un mandato, y obedecía a ese mandato que le era impuesto. “La Opinión” no elegía libremente ese diario suicidio, ese flirt dudoso con la muerte.

Entonces “La Opinión” estaba contra la izquierda porque era sionista, y estaba contra el gobierno militar porque era terrorista, y estaba contra la cultura de masas porque publicaba autores refinados, y estaba contra la moral cristiana porque publicaba autores de izquierda, y estaba contra la izquierda porque publicaba a los disidentes soviéticos, pero estaba contra la familia porque publicaba en su sección científica un artículo sobre las costumbres sexuales de la juventud americana. “La Opinión” estaba a favor del terrorismo porque sostenía que no convenía a la política internacional argentina romper relaciones con Cuba, pero estaba contra la izquierda porque advertía a Cuba que debía abandonar su política de exportar la revolución o dar albergue a terroristas que escapaban de sus países, albergue y adiestramiento.

“La Opinión” estaba contra la naturaleza de las cosas en esos años, y no admitía esperar pacientemente a que esa naturaleza se modificara sin su intervención. Y esa constante intervención de “La Opinión” en todos los niveles de la vida, en todos los riesgos, en las situaciones más reservadas, es lo que la convertía en una entidad sospechosa, porque ninguno de los dos sectores comprendía en qué radicaba el beneficio que “La Opinión” obtenía. Y era muy difícil admitir que no había beneficio. A esa búsqueda del beneficio que obtenía ese judío de izquierda, ese diario impertinente, ese sionista declarado, ese periodista omnipotente, a esa búsqueda de los motivos de tanta irresponsabilidad, o locura, o audacia, o destino manifiesto, se dedicaron en la Argentina los tribunales militares, los tribunales civiles, los tribunales secretos de los terroristas, los políticos, los periodistas, los dirigentes de la comunidad judía, los dirigentes sionistas.

Para todos, algo inexplicable y sospechoso estaba ocurriendo, y alguna explicación debía tener. En ese mundo de ininterrumpida obsesión morbosa que vivía la Argentina, ¿quién podía admitir que había un grupo muy pequeño de personas, en “La Opinión”, en el “Buenos Aires Herald”, en la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos, que se atenían a ciertas verdades y sentimientos muy simples, de los cuales no se querían desprender, y que eran más fuertes que el miedo? Esos sentimientos que llevaban a algunos sacerdotes cristianos y rabinos, atemorizados, a visitar a los presos en las cárceles, a buscar desaparecidos; a algunos abogados, a aceptar convertirse en asesores legales de las familias de los desaparecidos; a algunos periodistas a redactar artículos y luego, muy hondo en su fuero interno, rogar seguramente para que el diario interrumpiera su publicación antes que saliera de las rotativas con su firma al pie del artículo.

¿Y cómo encajar todo esto, esos sueños de libertad de prensa, de democracia y convivencia, de tolerancia y libertad, cómo encuadrar todo en las respuestas al presidente del Consejo de Guerra especial número 2, ese coronel Clodoveo Battesti que después de cumplida su alta misión jurídica y militar, fue premiado con la dirección de un canal de televisión estatal, donde la vida se desarrolla con tanto humor y gracia, y belleza, y espontaneidad, y facilidad?

Y en definitiva, ¿qué es explicable? No al coronel Clodoveo Battesti, pero me pregunto si es explicable para mí, si me puedo explicar a mí mismo esas decenas, centenares de artículos pidiendo piedad por un militar secuestrado, por un terrorista desaparecido, rogando por la vida de los mismos que querían terminar con mi vida.

Me pregunto si no me resulto sospechoso a mí mismo, en esa elección de lo imposible, en esa permanente vigilia de mi propia desesperación, si no vivía una especie de omnipotencia de ser la víctima, La Víctima. Ese odio de todos aquellos por los cuales me parecía entregar lo mejor de mí mismo, lo mejor de mi valentía y sacrificio, ¿no terminaba por imponerse dentro de mi miedo, no me hacía pensar por momentos si no había alguna razón de fondo, algo que se me había escapado, alguna lejana culpa que yo ocultaba con mis principios, mi sugestiva honestidad, mi inexplicable vocación humanitaria?

Me sentía, a veces, como esos judíos a quienes los nazis terminaban de convencer que eran objeto de odio porque eran un objeto necesariamente odiable. El odio se me hacía por momentos tan insoportable, que se me aparecía no sólo como la necesidad del odio de ellos, sino la lógica de su odio. Y me desgarraba en dolorosas fantasías sobre la supervivencia de la humanidad, sobre la utilidad de esa supervivencia mientras dirigía una carta abierta al presidente argentino rogándole por la vida de un político uruguayo desaparecido, o trataba de explicar a la izquierda loca que el terrorismo alejaba a la izquierda del pueblo, que el pueblo aspiraba a la lucha política antes que al terrorismo.

Y todo ese mundo que me acongojaba, que se me caía encima, que me aplastaba, como una lápida sobre mi angustia, debía ser encuadrado en una respuesta coherente para el Coronel Clodoveo Battesti, que unos meses después de presidir este Consejo de Guerra se dedicaba a decidir cuáles serían las coristas del próximo espectáculo del Canal 9 de televisión de Buenos Aires.

El Consejo de Guerra recorrió, en esas 14 horas de sesiones, toda mi vida, o la vida, presuntamente mi vida, tal como surgía de los informes policiales que se habían acumulado sobre el nombre de un periodista político durante treinta años. Esas mentalidades formadas en los institutos militares, que otorgan a las Fuerzas Armadas un sentido mesiánico, ya habían encuadrado a Timerman en el delito de su nacimiento, pero no aparecía algún delito pasible de ser divulgado en grandes titulares en los diarios, esos diarios argentinos ávidos de demostrar que el periodismo que hacía Timerman era una romántica fantasía infantil que sólo podía conducir al desastre.

Para esas mentalidades totalitarias, orgullosas de tener a su merced a ese intelectual impertinente, ese sionista de izquierda, ese lejano poeta adolescente, había preguntas lógicas y coherentes que demostraban el alto índice de criminalidad de Timerman. Pero el asesor legal, ese auditor militar que pasó por las aulas universitarias despreciando a los civiles, racialmente anti-civil, ese abogado de uniforme, aconsejaba no formular cargos que no estuvieran claramente especificados en las leyes antisubversivas o en el código de justicia militar.

Ya cuando comenzó su interrogatorio, sabía el Consejo de Guerra que no podría calificar de acto criminal la campaña contra la guerra en Vietnam, pero, ¿cómo habría de sustraerse el coronel Clodoveo Battesti de sugerir que esos artículos de “La Opinión” formaban parte de la conspiración comunista contra los Estados Unidos de América?

No había lugar en ningún código normalmente aceptable, o interpretable, para afirmar que un artículo apoyando la política dura de Estados Unidos con respecto de Pinochet, formaba parte de la conspiración que el sionismo-marxista junto con los liberales de Washington llevaban contra los gobiernos cristianos de América Latina. Pero, ¿cómo podían esos militares, pagados de sí mismos, sustraerse a la tentación de obligarme a explicar esos artículos, esa línea política, ese apoyar o criticar alternativamente a Estados Unidos? ¿Cómo no habrían de descubrir en esos conflictivos aspectos de la actualidad internacional alguna satánica combinación de las fuerzas que debía, necesariamente debía, representar un periodista, judío, sionista, de izquierda, altanero, suicida?

Pero después, ¿qué?

El Consejo de Guerra especial número 2 declaró que no existía ningún cargo contra el prevenido Jacobo Timerman, y por lo tanto quedaba fuera de su jurisdicción, y no existían motivos para mantener su arresto. Esto ocurrió en los últimos días de septiembre de 1977, y me fue comunicado el 13 de octubre de 1977.

Se terminaron los interrogatorios, las declaraciones, las explicaciones, pero el gobierno de las Fuerzas Armadas me mantuvo preso dos años más, hasta el 24 de septiembre de 1979, cuando por segunda vez la Suprema Corte de Justicia declaraba que no encontraba ningún motivo para que el arresto continuara. ¿Cómo podía la Suprema Corte avalar la convicción de que Jacobo Timerman era el Anti-Cristo, pero que era imposible demostrarlo? El ministro del Interior declaró que estaba convencido de que Timerman era un subversivo, pero desgraciadamente no habían podido probarlo. Los generales del Ejército se reunieron, y por amplia mayoría votaron que a pesar de la decisión de la Corte Suprema el delincuente Jacobo Timerman debía continuar preso, preferiblemente en un regimiento militar; además, la Suprema Corte debía renunciar. Y sólo cuando el presidente Jorge Rafael Videla, ante la presión internacional, amenazó con renunciar si no se acataba la resolución de la Corte Suprema ordenando la libertad de Timerman, el Ejército encontró una solución salomónica (sin saber, posiblemente, que Salomón fue un rey judío): anuló la ciudadanía argentina de Timerman, lo expulsó del país, confiscó sus bienes, pero no acató la orden de libertad que había dado por segunda vez la Suprema Corte de Justicia.

¿Hay que agregar que los diarios argentinos, los juristas, los políticos amigos del gobierno, los dirigentes comunitarios judíos—todos esos que algún día dirán como dijeron ya en Alemania que no conocían la existencia de los campos de concentración—felicitaron al gobierno por ser obediente ante una resolución de la justicia, por ser un fiel observante de la majestad de la Justicia?

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