“Preso sin nombre, celda sin número”: capítulo 7

Infobae reproduce el histórico libro en el que el periodista Jacobo Timerman denunció en 1981 a la dictadura militar argentina, luego de ser secuestrado, torturado y obligado a dejar su país. Las obras que ilustran los textos son del artista argentino Carlos Alonso

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"Carne congelada", de Carlos Alonso
"Carne congelada", de Carlos Alonso (Foto: Pablo Messil)

Abren la mirilla de mi celda, y aparece el rostro del cabo de guardia. Sonríe, y tira algo dentro de la celda. “Felicidades, Jacobo”.

Es la primera vez que me dirigen la palabra. Hasta ahora, el régimen en este lugar, al cual me trasladaron hace apenas unos días, es muy severo. Cada cambio de guardia, encienden la luz desde afuera y gritan “¿Nombre?”. Esto significa que abren la mirilla cuatro veces por día, cada seis horas. También en otras tres oportunidades se dirigen a mí, cuando sirven los tres jarros de líquido caliente que constituyen el almuerzo, desayuno y cena. Abren la mirilla y preguntan: “¿Va a comer?”

Por eso ahora quedo paralizado. La primera reacción que tengo es siempre la misma, cuando se produce un hecho nuevo: ¿qué me ocurrirá ahora?. Es cierto, estoy en una cárcel legal, la sede central de la Policía Federal en la ciudad de Buenos Aires. La celda es casi de dos metros de ancho por tres de largo. Además, tiene pozo y no tengo que pedir permiso para mis necesidades fisiológicas, y tiene una canilla de donde sale un agua que se puede beber. También me puedo lavar, pero no tengo jabón ni toalla. Hay una cama de cemento, sin colchón, aunque me prometieron uno cuando llegué. Tengo una frazada, pero entra mucho frío por el agujero en lo alto de la pared, y entonces camino horas para calentarme. Puedo hacer siete pasos si logro enfocar bien la diagonal más larga que se extiende desde el agujero en el suelo hasta el otro extremo de la celda. He llegado a hacer hasta mil recorridos.

Se está mejor, mucho mejor, que en la cárcel clandestina. Pero nadie me habla, no sé qué va a ocurrir, la mirilla está siempre cerrada. Todo está tan inmóvil, a excepción de los ruidos y voces que llegan de afuera. Cuando aún es oscuridad en la madrugada, se oye un clarín, órdenes de mando, y una formación debajo de mi ventana. Luego los ruidos del lavado de patios, pero también de cacharros de lata. Esto ocurre del lado al que da lo que se podría llamar ventana. Es un agujero, el muro muy ancho con una doble fila de barrotes de hierro. Me subo a la cama para mirar hacia afuera, pero no alcanzo a ver nada por el espesor del muro.

Del lado del pasillo al que da la mirilla también se oyen voces, pero no de mando, son insultos. Hay presos seguramente lavando la galería y el cabo les grita y golpea. Muchas veces oigo presos llorando. Uno de los castigos que aplican a los que no lavan bien es obligarlos a desnudarse, inclinarse con el dedo índice sobre el suelo, y dar vueltas sobre sí mismo arrastrando el dedo sobre el suelo, sin levantarlo. Esto se llama “buscar petróleo”. Uno siente que le estallan los riñones. Pero más les divierte que el preso se coloque junto a la pared, y unos cinco fornidos policías hacen un trencito tomándose en fila india cada uno las caderas del otro. Recorren el pasillo haciendo ruidos de locomotora, y tomando velocidad se lanzan con peso muerto sobre el preso aplastándolo contra la pared. Esto se llama “el choque del trencito”. Pero cuando están ocupados, simplemente ordenan al preso correr a lo largo del pasillo, que tiene unos 50 metros de un extremo al otro, desnudo, diciendo en voz alta frases que le van dictando. Tiene que repetirlas sin cesar hasta que le inventan otras frases: “Mi madre es una puta” . . . “La puta que me parió” . . . “Me masturbo” . . . “Tengo que respetar al cabo de guardia” . . . “La policía me ama” . . .

El preso incomunicado envidia todo eso. Quisiera ver algún rostro. Esta necesidad desarrolla en el incomunicado una serie de capacidades. Desde su aislamiento va comprendiendo la arquitectura del mundo exterior, una arquitectura sin rostro que va armando como un rompecabezas; pero es un ciego el que arma ese rompecabezas, un ciego hábil que llega al final de la tarea sin que esa feliz conclusión le traiga alivio alguno, porque de todos modos sigue ciego, sin ver la parte vital. Hay largos silencios que debe ir encadenando a los susurros, (una voz que muy quedamente pregunta ¿quién está ahí?, y yo quedamente Timerman y la voz lanza una carcajada, y hay una voz que pregunta lentamente ¿quién está ahí?, y no contesto, y otra vez Timerman y me dice Aguantá), y también hay que encontrar un lugar en el rompecabezas para los gritos, los insultos y las grandes palizas que les dan a los presos, y las bromas a los homosexuales, y todo lo va armando en el rompecabezas, hasta tener una idea de lo que pasa, porque los policías necesitan gritar, se ayudan con los gritos, y tienen orden de sus superiores de gritar siempre para que los presos vivan embotados, y confusos, pero por eso es que todo lo conversan a gritos y uno puede agregar al rompecabezas, al esfuerzo de construir el mundo de afuera, que es el único mundo que puede oponer a la celda, más piezas. El policía que negocia con el homosexual el alquiler de una celda de este pabellón de incomunicados para que reciba por turno a los presos de otro pabellón, el de los contraventores o ladrones que están por 60 o 90 días, que tienen derecho a disponer de algún dinero para pagar su comida, y que pagarán complacidos esta hora de prostitución de un hombre en una celda en pleno centro de Buenos Aires, este alucinante prostíbulo administrado por la Policía Federal, a la cual Juan Domingo Perón llamó la mejor policía del mundo.

Al rompecabezas se agregan los días de gran limpieza, porque vendrá algún jefe en inspección, entonces desinfectan las celdas, pero los incomunicados no podemos dejarlas y un hombre vestido de blanco abre la puerta y con un tubo lanza humaredas de polvo blanco. Un olor químico me envuelve varios días, pero ya no temo asfixiarme, como ocurrió la primera vez, y también se agregan al rompecabezas los sonidos típicos del domingo porque llaman a gritos a los presos que tienen derecho a visitas, y se escucha la transmisión radial de los encuentros de fútbol, y hay olores a comidas diferentes, seguramente de la guardia, y hay días que se escucha la monótona voz de un servicio religioso.

Y por eso quedo paralizado. Eso que ha caído dentro de mi celda, ha destruido el rompecabezas, y es algo que no encaja ni en la desesperación de la celda ni en el esfuerzo por compensar esa desesperación con la laboriosa, lenta, feroz construcción de la arquitectura exterior, la terca obsesión del ciego con su rompecabezas.

Levanto una carta y dos caramelos. La carta, unas breves líneas, son de mi esposa. Es el 20 de mayo de 1977. Hoy cumplimos 27 años de casados. Dejo todo sobre la cama, y vuelvo a mi tarea de arquitecto ciego: seguramente logró que alguno de los militares amigos, los que venían con tanta frecuencia a mi casa, o los militares retirados que trabajaron en mi diario, o los militares que pasaron vacaciones en mi casa de la plata . . . Pero no encaja en la sensibilidad exacerbada de un ciego cuando piensa con los ojos perdidos en el mundo que no conoce. Ningún militar se atrevería hoy a dirigirle la palabra a mi esposa. Es más probable que alguno de los policías que forman la guardia de este pabellón fue a visitarla, y le propuso hacerme llegar algo cuando quisiera por una suma de dinero. Y entonces el arquitecto ciego comienza a reconstruir la escena. Mi casa, la entrada, el timbre de la puerta, el rostro de mi mujer . . . No, el rostro de mi mujer es insoportable en este lugar.

¡Cómo he maldecido a mi mujer ese día! Cuántas veces me he dicho que no leería la carta, que no comería los caramelos. Después de tantos esfuerzos por no recordar, no amar, no desear, no pensar, toda la trabajada estructura construida por el arquitecto ciego se derrumba sobre su cabeza. Ya estaba comenzando a pertenecer al mundo que me rodea, al que realmente pertenezco, el mundo carcelario en el cual instalo mi corazón, mi sangre, este mundo que ya me ha aceptado, y que aquí es real, se corresponde con las inscripciones en la pared, con el olor de la letrina que es el mismo que despide mi piel, mi ropa, con estos colores grises, estos ruidos de acero y de violencia, estas voces duras o chillonas o histéricas, y a este mundo bien armado, sólido, irreemplazable, sin resquicios, ha penetrado una carta y dos caramelos. ¿Por qué me has hecho esto, Risha?

Dice que me daría el cielo con sus estrellas y sus nubes, el aire del mundo, todo su amor, su dulzura, si pudiera. Dice que me besaría con mil besos si pudiera. Pero eso es lo que no entiende, que no puede. Tiro con furia la carta a la letrina, y con la misma furia me meto los dos caramelos en la boca. Pero ya estoy perdido, porque ese sabor está demasiado presente, así como está ya demasiado presente el rostro, casi el olor, de mi mujer, y por la fecha sé que cumplo hoy 27 años de matrimonio y que hace 40 días que he sido secuestrado.

¿Cómo hace un arquitecto ciego para colocar en su desconocido edificio, esa construcción que no ve ni palpa, el rostro de su esposa, el sabor de dos caramelos, el aniversario de su boda? En cualquier lugar que los coloco, la construcción se derrumba. Y entonces vuelvo a sentarme sobre la cama de piedra, y cuando el guardia abre la mirilla para preguntar ¿Nombre?, recién entonces, en que ya pasaron varias horas, hundido bajo los escombros, vuelvo a reconstruir, a atarme al salvavidas de mi realidad. No contesto y el guardia da un puntapié con su pesada bota contra la puerta de acero: Nombre, hijo de puta.

El arquitecto ciego comienza a trabajar para colocar el significado de ese insulto dentro de su mundo. Ya no necesita recordar. Pienso entonces que pasé la primera prueba seria, más que las torturas, y que sobreviviré. Porque es aquí donde hay que sobrevivir, no en el mundo exterior. Y el principal enemigo no son los shocks eléctricos, sino cuando el mundo exterior se introduce, con sus recuerdos.

Entro en la gran limousine negra, en los asientos de atrás. Llovizna en New York. Hace apenas un mes que salí en libertad. También entra Liv Ullmann. Yo estoy sentado en el largo asiento trasero y ella se ubica en una de las pequeñas sillas que se despliegan y sirven de asiento accesorio. Acabamos de asistir a una conferencia de Elie Wiesel, y nos dirigimos a una reunión de amigos en la residencia de alguien.

Me mira con simpatía, o indiferencia, o quizás un remoto interés. Y yo la miro con odio. Pero soy sereno en mi voz, desapasionado en mis tonos, quizás hasta indiferente. Pero imposible que no le dijera que era la persona, Liv Ullmann, que más daño me había hecho en la cárcel. Le dije casi todo, o menos, o ahora digo menos que antes, o encuentro más que antes. La llamábamos Aullmann, porque se parecía a Aullido o Aúllan, y era lo que hacíamos en nuestras celdas, aullábamos hacia adentro, invirtiendo la biología y los sonidos. Y todo eso ocurrió después de su llegada a la cárcel.

Ella mató al arquitecto ciego, y le reveló toda su miseria, el espanto, le reveló el horror, le trajo los cuervos que debían devorar cada parte de la sangre vital que él había acumulado; lo incitó al odio, la muerte, la locura. No le ahorró ninguno de los matices de su desesperación, le mostró las llagas de sus piernas, disipó la niebla en la cual se había adormecido, despertó cada fragmento de su cerebro paralizado, de su memoria dormida, desplegó ante su único ojo vivo los colores de la fiebre de amar, de los labios de besar, de los pequeños dedos, deditos, dedecillos tiernos de Linn, su hija.

En ese lugar donde la ternura es el enemigo, la bondad es la locura, el recuerdo la lepra que se extiende inapelable, trajo ese dulce rostro suyo mejorado por la fotografía, por la caligrafía renacentista de los tipógrafos, con ojos reales y labios reales, y esa palabra que es absurda para un preso, Changing, y esa relación con su hija precisamente a mí, que tengo tres hijos y me defendí tembloroso contra su recuerdo, esos tres varones a quienes un policía dijo que su padre fue un valiente por la forma en que soportó las torturas.

Le digo esas cosas, y otras, o sólo otras, y quizás ni esas, y posiblemente no nombro a los que quedaron atrás, que también la odian, en ese coche que atraviesa Manhattan bajo la lluvia, y creo que es octubre o noviembre de 1979, y Liv Ullmann se pone a temblar, y una psiquiatra a mi lado solloza, y luego me dice que si necesito ayuda la llame, y muchas veces en el hotel, con la tarjeta blanca sobre mi mesa he pensado decirle a Erika Padan Freeman cuánto he odiado a esta noruega con fama de sueca, orgullosa de su ternura. Mucho más de lo que le digo ahora, apretujados en el coche de un americano millonario.

Porque creo que no le digo a Liv Ullmann que la odio, sino que me hizo daño su libro. Porque alguien llevó ese libro a mi celda, cuando ya me habían levantado la incomunicación y veía a mi familia todos los días por cinco minutos. Nos autorizaban a recibir libros y diarios, pero no comida, aunque mis hijos se ingeniaban para esconder en los pantalones, medias, mangas de sus sacos, pequeños trozos de chocolate o pastillas o caramelos. Y entonces solamente le digo a Liv Ullmann que en ese desolado lugar donde todo puede ser suplantado de algún modo, con algún subterfugio psicológico, en que a veces hasta la relación con algún torturador tiene algo de encuentro entre dos seres humanos, y que hay matrimonios de hombres que llenan de piedad del uno hacia el otro su encuentro, lo que es irreemplazable es la ternura. No hay ternura por ningún lado, y es imposible crearla con ningún subterfugio. Nadie da ternura y nadie la recibe. Es imposible llegar más allá de la piedad, y es con la piedad que un preso va armando su malla de sentimientos y sensaciones.

El apretón de manos entre dos presos es un acto de piedad, o la manzana que en la hora de recreo que me dieron una vez, caminando por el pasillo, lancé dentro de una celda de un incomunicado porque la mirilla estaba abierta. El jabón prestado, un calzoncillo regalado, es piedad. Escuchar por horas el balbuceo de alguien que fue torturado para que revelara el escondite de un hijo que, en realidad, descubre luego que ya lo habían “desaparecido”, es piedad. Interesarse en los proyectos de un arquitecto que pronto, quizás, salga en libertad y mantiene aún indestructibles los ideales de la urbanización, la vivienda social, la creatividad al servicio del grupo vecinal, es piedad.

Pero eso es todo. No hay ternura. Los cinco minutos de la visita familiar están llenos de caricias, de palabras susurradas, de besos a la vista de todos, pero no hay entrega a la ternura, no hay ternura volcada sin límite sobre el otro, no hay ternura derrochada sin temor; hay una pequeña ternura entregada con protocolo para que se sepa que está, porque también hay una biología de la supervivencia, y la borrachera de la ternura es la muerte, la locura, el suicidio.

Y a ese lugar vino ese libro de Liv Ullmann a mofarse de nosotros,con la impúdica omnipotencia de quien puede dar y recibir ternura; con la insolencia de quien puede gozar de la ternura y sufrir con la ternura sin que el placer y el dolor tengan patetismo. Sin arriesgar la vida como la arriesgábamos nosotros cada vez que aparecía la ternura.

¿Qué necesidad tenía de hablarnos a nosotros, los presos, con esa divertida malicia, picardía de muchachuela que describía su relación consigo misma y con su hija? ¡Con esa morosa ternura con que se detenía en paisajes, cuerpos, almas, comidas! Esa ternura que utilizaba como un destornillador para abrir y entrar, abrir y entrar, y todo eso tirado a nuestra cara de presos que sólo podían tratar de construir, con piedad, la propia supervivencia.

Había pensado muchas veces en el suicidio. Descubrí entonces que más que una meditada decisión, era una tentación. Como una sabrosa fruta se mostraba la idea del suicidio, es decir la tentación del suicidio, en situaciones en que sólo la muerte podía despertar alguna sensación de deseo. Pero no se presentaba la ocasión en esas primeras semanas de interrogatorio y torturas.

Con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados, el suicidio era lo único que podía compartir conmigo ese largo tiempo inacabable, hecho de tiempo y tiempo, de interrogatorio y tiempo, de tortura y tiempo, de frío y tiempo, de hambre y tiempo, de lágrimas y tiempo. ¿Con qué llenar esos orificios de tiempo si no con la jalea frutal del suicidio? ¿Con qué modificar la rígida estructura interminable del tiempo si no con la inesperada originalidad del suicidio?

Con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados, no había posibilidad alguna de suicidio. Me trasladaban de la cárcel clandestina a los interrogatorios, en la jefatura de policía de la ciudad de La Plata, vendado, atado y tirado en el suelo del coche, en la parte trasera, cubierto con una manta.

Después de una de las más largas sesiones, quizás unas 18 horas, ya era de madrugada cuando salimos de La Plata en dirección a la cárcel clandestina, dos guardias y yo. Estaban agotados, contentos: yo había firmado una declaración en que admitía ser sionista de izquierda. Me sentaron en la parte de atrás, solo, no me vendaron ni ataron, me dieron una manzana. Dijeron que antes de llegar a la cárcel, me taparían con una manta para que no viera el lugar, llamado en su idioma de claves Puesto Vasco. Volaban por la ruta desierta, y yo miraba por la ventanilla, absorto, el camino. Uno de los guardias me pregunta si pienso en alguna locura, mientras el informativo radial anuncia que mi esposa presentó un nuevo recurso de hábeas corpus para averiguar mi paradero. Le digo, sonriendo, que pensaba abrir la puerta y tirarme del auto, pero me dice que no lo intente porque ya está comprobado que no hay tiempo, me agarrará con sus dos manos, y no tendré fuerzas para moverme. Vuelve a sonreír y me dice: “En este coche, Jacobo, diez y siete”. También para esos diez y siete rostros debo buscar ahora un lugar en la noche.

Entonces si no es el suicidio, queda la otra tentación, la de la locura. Son las dos únicas tentaciones, más bien diría que las dos únicas emociones fuertes que he tenido en los 30 meses de cárcel y golpes. Digo emociones fuertes porque pueden, con su violencia contenida, imponerse al tiempo. Y el tiempo no es un enemigo fácil.

Ocuparse del suicidio no significa suicidarse, ni decidir si uno habrá de suicidarse. Es introducir en la vida diaria algo que está a la altura de la violencia que lo rodea. Uno logra introducir en la vida diaria un elemento del mismo nivel de violencia que la violencia del otro. Es como vivir de igual a igual con quienes lo tienen prisionero, con quienes lo golpean y martirizan. Compartir consigo mismo una capacidad no inferior, en magnitud, a la capacidad que tiene lo otro de maltratarlo. Ese estado de igualdad en que uno se coloca, funciona como un mecanismo de compensación. Está con uno, tiene fuerza para estar con uno, está creado y construido en ese lugar, en esa cárcel, y no tiene ausencia ni recuerdo.

Más que una decisión, o una esperanza, es una ocupación. Su dimensión es tan profunda, biológica, terrible, que su presencia es palpable. No es posible confundirla con ninguna otra sensación, y abre la posibilidad de crear un nivel de destrucción como la destrucción que le infligen a uno a cada momento.

La palabra suicidio no va atada, para ese preso golpeado y torturado, a ninguna otra connotación. Ni a las consecuencias, ni a las posibilidades, ni a los remordimientos, ni a los dolores que creará, o las derrotas que el acto supone. Es simplemente eso, en sí mismo, con un sabor, olor, forma y peso. Y llena el Tiempo del tiempo del preso, y el Espacio de la celda del preso.

Uno puede medir la distancia que lo separa, en la celda, de una pared a otra y meditar sobre si lanzándose con toda fuerza se romperá la cabeza, o puede imaginar si con las uñas habrá de cortar alguna vena. Y todo esto tiene tal violencia en sí, que le transmite al preso-torturado una sensación de capacidad física, de inevitabilidad física. Hay algo de romántica audacia. Una sensación de historia realizada.

Hay orgullo en la idea del posible suicidio. Esa es la principal tentación ante la permanente humillación a la que lo someten los torturadores.

Pero en algún momento hay que decidirse a abandonar esa idea porque se puede convertir en un subterfugio demasiado evidente. Más bien, se convierte en un subterfugio; uno comprende que no se va a suicidar, siente que una vez más ha sido derrotado. Está humillado, y la humillación es justificada. Su mundo es muy reducido, y nunca se le ocurrirá pensar que no ha dicho nada a los torturadores, y que ha sobrevivido a los torturadores. No son valores utilizables en ese mundo de cucarachas, vómitos ya secos sobre las ropas, trozos de carne semicrudos comidos en el suelo. Mundo en el cual los esfínteres deben soportar el macabro contenido intestinal hasta que la guardia lo autorice a ir a la letrina.

Pero el suicidio sí es un valor utilizable porque está a la altura de las cosas definitivas e irremediables. Y en esa oscuridad de torturas y tinieblas, ¿alguien puede siquiera imaginar que eso que está ahí, donde uno está, no es lo definitivo e irremediable?.

Por eso cuando ya no está más el suicidio, con su hermosa imagen de toro embravecido y dipuesto a buscar la verdad del torero; ese suicidio que en la tiniebla de la celda tiene el sabor de la incorruptibilidad sobria y austera de la venganza; cuando ya no está más el suicidio, está la tentación de la locura.

Sí, está la tentación de la locura, pero no es posible manipular con la locura del modo que se utiliza el suicidio. A la locura hay que esperarla, y pensar que quizás llegue: hay que intentar entregarse, y puede ser que lo envuelva. Esperarla y entregarse, eso es lo terrible. Porque si no llega, la impotencia es definitiva, la humillación más grande que la patada en el trasero dada por algún desconocido sin voz ni rostro, que lo saca a uno de la celda con los ojos vendados, lo hace poner firme contra la pared, le pega una patada en el trasero y, siempre en silencio, lo vuelve a hacer entrar en la celda, delicadamente, con uno de esos gestos, supongo, con que invitan las manos enjoyadas de los cuadros del Greco.

Sí, el castigo en silencio lleva a la tentación de la locura. Pero la locura es inasible, y uno puede esperarla en vano. La esperé una noche entera—creo que era de noche—, después de una larga sesión de tortura. Me trasladaron de Puesto Vasco a otro lugar, para después llevarme a la Jefatura de Policía de La Plata, y volverme a trasladar a Puesto Vasco, para que me confundiera y no supiera que en Puesto Vasco, en la cocina, me aplicaban las torturas.

Entonces esperé esa noche en ese lugar desconocido, en vano, la llegada de la locura. Estuve sentado con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda. Cerca, debía ser muy cerca, ataron un perro que ladraba, y cada tanto—¿cada cuánto?—se escuchaban unos suaves pasos, y junto a mi oído daban un golpe con un hierro contra una superficie metálica. El cuerpo se me agitaba en un temblor, unas puntas agudas se incrustaban, alegres de vértigo, en el cerebro.

El perro ladraba enfurecido más que nunca. Protestaba por el estallido metálico, y estaba en su derecho de hacerlo, porque tenía derechos.

La locura no llegaba. Cuando me levantaron la incomunicación, conocí a algunos presos en Puesto Vasco. Les dije que creía estar enloqueciendo, y me convencieron de que no era cierto. Aseguraron que simplemente estaba un poco confundido, pero que todo volvería a su lugar. Uno de ellos me dijo: “Don Jacobo, quédese arriba. Eso es lo importante, que no lo manden para abajo. Si se queda arriba, algún día resolverá todo”.

Sí, el enemigo era la ternura.

Esperé el manto protector de la locura, pero no llegó.

No logré dominar al hermoso toro del suicidio, no me lancé sobre sus cuernos, no empapé su lomo con mi sangre.

Y me quedé aquí arriba, donde estoy ahora.

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