Me llevó casi cuatro años terminar mi primera novela, Lo que me hizo Fernández, publicada este año por Azul Francia Editorial. Sí, este año, en mayo de este año, cuando el aislamiento social obligatorio ya llevaba dos meses de vigencia sin horizonte de finalización. Este contexto le dio al lanzamiento de mi ópera prima literaria un sabor agridulce. Agri, porque la imposibilidad del encuentro físico restringe los ámbitos y los mecanismos de promoción y circulación de muchos bienes artísticos, en especial si son nuevos. Vengo de casi nueve años de resistencia cultural al frente de revista Qu, que dirijo desde fines de 2011, y sé de lo que hablo. En todo este tiempo, el cuerpo (mi cuerpo) comprometido han llevado al proyecto que fundé más lejos de lo que puede pensarse que llevan un par de pies. Y eso mismo, el compromiso, es lo que le dio a la salida de Lo que me hizo Fernández la nota dulce: en este caso, el compromiso de Francisca Mauas, editora responsable de Azul Francia, quien eligió luchar contra la pandemia desde la continuidad e incluso el crecimiento de su empresa “contra viento y marea”, como ella misma definió alguna vez.
Volveré al tema del cuerpo comprometido unos párrafos más adelante. Ahora quisiera retomar la cuestión del tiempo. Decía que pasaron casi cuatro años desde el instante en que me di cuenta de que aquello que estaba escribiendo era una novela y el momento en el que, hastiada, dejé de corregir el resultado. Cronológicamente, cuatro años pueden parecer mucho, pero en tiempos lógicos (aquellos que nos transcurren: no lineales, caprichosos, saltarines) no lo son tanto. No me fijé una fecha tope: me propuse escribir una historia sin calendario, respeté mis exabruptos y mis silencios, tuve paciencia, tuve apremio, en suma, privilegié el proceso.
Y ese proceso no me incluyó sólo a mí. En largas noches de cerveza y mañanas con gusto a café, exploré las posibilidades de la novela con un puñado de amigas-hermanas que pusieron el hombro, los oídos, la voz y con la voz las ideas, claro; y esas ideas se tradujeron, junto con las mías, en el texto. De algún modo, Lo que me hizo Fernández fue un proceso grupal, el tipo de proceso que más me gusta. Ya en las últimas fases, ese pequeño colectivo coautoral, como me gusta pensarlo, se completó con las manos sensibles de Melina Leonardi, quien hizo el grabado que ilustra la portada y, nuevamente, fue cuerpo comprometido.
Sin embargo, a la hora de enfrentar la llanura infinita que se extiende después de “Capítulo” y un número romano, sólo estaba yo. Yo con esa mezcla de realidades y fantasías que son la harina de nuestro pensamiento, yo con ese menjunje de ideas propias y ajenas, pero yo. ¿Qué escribo? ¿Cómo lo escribo?
Entonces vuelvo al cuerpo. Escribir (y desde ya también leer, su complemento necesario) es un acto que literalmente nos mueve. Cuando hay deseo, el mundo de las ideas desborda los confines de lo inmaterial, lo inlocalizado, y se derrama en los dedos (a veces apurados, a veces vacilantes), en los ojos (quizás parpadeantes, quizás reconcentrados, quizás llorosos); hasta en la boca, la panza, las piernas, los brazos cuando se nos está por abrir el cofre de un fragmento, una frase o una palabra y caminamos de aquí para allá como sonámbulos obsesos. En el capítulo 21 de la novela, mi protagonista, Lucía Campos, piensa: “¿Puede el cuerpo, el compromiso del cuerpo, medir las ganas? Creo que sí”. Y si bien disiento con ella en varios aspectos de su idiosincrasia, acá estamos de acuerdo.
En tiempos de coronavirus, el hábito de poner el cuerpo al servicio de un proyecto está cayendo en desuso. Menos mal que escribir siempre será una buena gimnasia, un dínamo de movimientos involuntarios que nos ayudan a captar eso que empuña la birome, nos mueve la mano y en general gobierna nuestros actos. A mí la escritura me atraviesa el cuerpo, o nada. Y la escritura de “Fernández”, como llamo cariñosamente a la novela, me lo atravesó de arriba abajo y de izquierda a derecha. Como las sensaciones y los sentimientos de Campos por Fernández, su partenaire ficcional, atravesaron el suyo. Sin (mi) cuerpo comprometido, hubiera sido imposible escribir con sal las escenas de sexo, con amargura los soliloquios, con aceptación las digresiones, con risas algunos diálogos.
¿Qué escribo? ¿Cómo lo escribo? Las respuestas a estas preguntas y los recursos para satisfacerlas surgieron de una única decisión que tomé casi sin darme cuenta: escuchar la voz de aquel gran eso que nos habla desde adentro, eso que se cierne sobre el cuerpo como granizo si destapamos bien las orejas. Lo que me hizo Fernández es fruto de una escritura sobre todo honesta y pulsional. Casi a mi pesar escribí lo que auténticamente quería escribir, lo que vino desde ese no-lugar ubicuo –disculpas por el oxímoron– que muchos llaman inconsciente.
En primera y en última instancia, sinceridad. Esa que repercute en el cuerpo. Tal vez de ahí venga Lucía Campos, una escritora cercana a la menopausia que, al chocarse con el deseo encarnado en la figura del joven escritor Carlos Fernández, no tiene más alternativa que emprender ella misma el camino de la franqueza, lo que la pone cara a cara con los muros de una familia y una sociedad hipócritas y limitantes. Campos, hija del siglo pasado, heredera de mujeres forjadas por el machismo más nocivo de tan sutil, de tanto disfraz. Esa mujer a la que Fernández le hizo algo maravilloso, algo que ella, a la larga, aprende a recibir. En ese derrotero de curvas abruptas hecho de lecturas, bares, esquinas, una plaza, un cuarto de hotel, un colectivo que pasa por Constitución, una ruta que corta en dos la Pampa húmeda y un cabaret de la menor monta, Campos escucha, como hice yo, los alaridos de un cuerpo parlante y sincero en plena batalla con el canon de seca respetabilidad al que, se supone, deben ajustarse “las cincuentonas”.
Sí, sinceridad. En Campos y en mí. Tal vez de ahí el pensamiento brusco de mi heroína y su discurso sin filtro (ya me lo han dicho: “Campos dice cosas que con suerte sólo llegamos a pensar”). Tal vez de ahí la mixtura (a veces sin puente) entre fragmentos poéticos y prosa descarnada. De ahí el erotismo, la crítica, la ironía, el humor, la introspección; y tal vez todo eso junto, confundido en una misma vida y un mismo cuerpo, ese continente que de ninguna manera agota lo que somos.
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