“Preso sin nombre, celda sin número”: capítulo 5

Infobae reproduce el histórico libro en el que el periodista Jacobo Timerman denunció en 1981 a la dictadura militar argentina, luego de ser secuestrado, torturado y obligado a dejar su país. Las obras que ilustran los textos son del artista argentino Carlos Alonso

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"Amanecer argentino II", 1989. Pastel
"Amanecer argentino II", 1989. Pastel al óleo sobre papel, 70 x 100 cm. Colección Museo Provincial de Bellas Artes Emilio Caraffa (Córdoba).

En el hall de entrada de “La Opinión” hay una madre llorando que pide verme. No tengo fuerzas para verla porque estoy tan desesperado como ella. Mi secretaria la convence que le cuente los motivos por los cuales vino a verme. Sus dos hijos desaparecieron. Los vinieron a buscar a la casa mientras ella no estaba. Una muchacha y un muchacho, 18 años y 15 años. Los vecinos dicen que vieron dos coches con hombres armados. En la seccional de policía de su zona le contestaron que no tenían conocimiento de ningún procedimiento, ninguna acción oficial. Está convencida de que el Director de un diario es lo suficientemente poderoso para encontrar a sus hijos.

Es mentira. No está convencida, aunque sabe que no puedo hacer nada. Todos saben que no puedo hacer nada. Pero no tienen adónde ir, y recurren a “La Opinión” porque dicen que es el único diario que se ocupa de los desaparecidos. La mayoría no sabe que hay otro diario que todos los días pide al gobierno que respete las leyes, que dé a conocer la lista de los arrestados. Pero es un diario inglés, el “Buenos Aires Herald”, y no leen inglés.

Me imaginé la historia de esa mujer, y por eso no quise recibirla. Recibo a algunos, a otros no. Depende del grado de desesperación que tengo el día que vienen. Y vienen en gran cantidad. ¿Cómo decirle a esta mujer que si publico la historia de sus hijos, lo más probable es que constituya una condena a muerte? ¿Cómo decirle que el gobierno jamás tolerará que se suponga que la publicación hecha en un diario puede salvar una vida? Permitir esto significaría perder el poder de represión, la utilización del Miedo y el Silencio.

Y sin embargo, cuando mi secretaria me cuenta la historia, ¿cómo vivir con eso?

Sí, se puede vivir con eso. Así vivieron los alemanes, así vivieron los italianos. Así vivieron los portugueses. Así viven los rusos, así viven los paraguayos, así viven los chilenos, así viven los checos. Así viven los uruguayos.

Entre 1966 y 1973 hubo tres gobiernos militares en la Argentina. Presididos por tres generales. Todo el esquema institucional fue colocado bajo el título pomposo de La Revolución Argentina. Comenzó con un gran optimismo, pero a partir de 1969 se encontró en un callejón sin salida por la resistencia generalizada a la situación económica, social, política. El peronismo comenzó en esa época a aliarse con todos los partidos políticos en la exigencia de una convocatoria a elecciones, al mismo tiempo que comenzaba a constituir las Formaciones Especiales, es decir la guerrilla urbana. Juan Domingo Perón las llamaba Formaciones Especiales porque no quería, oficialmente, apoyar a la guerrilla peronista y que lo acusaran de subversivo. El título del movimiento guerrillero peronista era Montoneros.

La dictadura militar entra en crisis porque no encuentra una fórmula política propia aplicable a la situación, y convoca a elecciones. Todos los partidos políticos, todos los diarios, todas las instituciones, apoyan esta solución. El peronismo triunfa ampliamente, pero con un candidato, Héctor Cámpora, que es sostenido básicamente—y dominado—por los sectores izquierdistas y montoneros del peronismo. Un par de meses después, nuevamente la situación es insostenible, y Juan Domingo Perón organiza la renuncia de quien fue su candidato porque las Fuerzas Armadas lo habían vetado a él como posible presidente. Renuncia Cámpora, hay que convocar a nuevas elecciones, y esta vez nadie puede vetar a Perón. Más aún, el país anhela que sea Perón porque supone que tiene suficiente autoridad para concluir con la violencia.

Para esa época, ya el ala derecha de Perón había desarrollado su propia actividad subversiva a través de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) dirigida por José López Rega, su secretario privado desde hace varios años.

Los Montoneros asesinan a quienes se ocupan de reprimirlos; a quienes ellos creen que se ocupan de reprimirlos; a quienes ellos consideran que no hacen nada contra quienes los reprimen; a quienes se pronuncian contra la violencia de la derecha pero también de la izquierda, porque los considera cómplices de la derecha; a políticos de segunda categoría amigos de políticos de primera categoría porque estos no quieren entrar en tratos con ellos; a políticos que suponen que pueden llegar a interferir en sus planes futuros porque son liberales y atraerían a la juventud de izquierda; a periodistas de izquierda que están contra la violencia y así confunden a sus guerrilleros. Los Montoneros también secuestran, porque consideran que es lógico que los hombres que pueden pagar un rescate devuelvan a la sociedad el dinero mal habido.

La Triple A se ocupa de matar Montoneros, o a quienes supone que son Montoneros; mata a políticos liberales porque considera que sus exigencias de juicios legales a los Montoneros arrestados constituye una forma de asociación con la izquierda; mata a abogados defensores de Montoneros presos, porque considera que son una rama de la guerrilla; asesina a escritores y periodistas de izquierda, aun cuando estén contra la guerrilla, porque estima que el pronunciarse también contra el terrorismo de derecha es en realidad una forma de debilitar la voluntad represiva de la sociedad argentina. La Triple A obtiene sus recursos económicos para la compra de armas, automóviles, pagar sueldos, adquirir propiedades para sus cárceles clandestinas, de la recuperación de bienes: el botín que toman en los allanamientos, el rescate pagado por las personas que secuestran, generalmente miembros económicamente poderosos de la comunidad judía.

Los Montoneros han logrado obligar a unas 500 grandes empresas comerciales a que les entreguen una cuota monetaria mensual, como protección contra el secuestro o atentados a sus ejecutivos. La Triple A obtiene copia de esa lista y logra que esas 500 grandes empresas también se suscriban al apoyo económico de la Triple A. Las empresas pagan a las dos organizaciones.

(Al asumir el poder, en 1976, las Fuerzas Armadas incorporan a sus estructuras operacionales a todo el conjunto de la Triple A, menos a su jefe, José López Rega, quien se encuentra en el exterior, pero no lo buscan. También se apoderan de la lista de 500 empresas, y negocian con casi todas un aporte sustancial a la lucha contra la subversión. Las empresas vuelven a pagar.)

Los Montoneros integran sus filas con la juventud peronista, básicamente estudiantes universitarios y empleados. Sólo existen en las grandes ciudades.

La Triple A integra sus filas con policías y suboficiales retirados, generalmente con aquellos que han tenido problemas de indisciplina, cometido delitos, que han sido castigados por algún motivo mientras estaban en filas.

El clima de violencia envuelve a todo el país. Todavía se supone que Juan Domingo Perón puede resolver la situación, y en las elecciones triunfa por un margen aún mayor que el obtenido por Cámpora. A pesar de que arrastra consigo, en la fórmula electoral, el peso muerto de su esposa, triunfa con casi un 70 por ciento de los votos. Ya es el tercer presidente peronista de ese año 1973. Pero no logra dominar la violencia, y es difícil saber si realmente quería hacerlo. Un año después muere, y la situación comienza a deteriorarse aún más en todos los niveles: especialmente el económico y el de la violencia. Su viuda, Isabel Perón, logra permanecer hasta marzo de 1976, en que las Fuerzas Armadas toman el poder. No fue su habilidad política la que logró esa supervivencia de casi 20 meses. Los militares necesitaron todo ese tiempo para preparar sus planes, según algunos observadores. Sin embargo, en verdad los planes ya estaban preparados. Los militares necesitaban algo que resultaría mucho más importante: que la situación se pudriera lo suficiente como para que toda la población—la prensa, los partidos políticos, la Iglesia, las instituciones civiles—considerara inevitable la represión militar. Necesitaba aliados, para luego convertirlos en cómplices. Necesitaban que el Miedo por la seguridad personal, por la crisis económica, por lo desconocido, fuera tan grande como para que tuvieran el margen de tiempo, de contemplación, de pasividad, necesario para desarrollar lo que consideraban la única solución al terrorismo de izquierda: el exterminio.

Hay en Buenos Aires un lugar que los habitués habíamos convertido casi en un club privado: el bar y restaurante en el subsuelo del Plaza Hotel. La boisserie, las mesas, las sillas, la vajilla, los decorados, todo tenía un agradable aire art nouveau. No nos molestaban los turistas, pasaban desapercibidos. Éramos un vasto grupo, una casi multitud de ejecutivos, empresarios, periodistas, políticos, altos funcionarios.

Teníamos nuestros platos preferidos, gozábamos con ese snobismo de que los maitres, camareros y sommeliers conocieran nuestros gustos, y nosotros los conociéramos por sus nombres. Todos sabíamos que los servicios secretos, cada tanto—cuando reservábamos mesa con anticipación—, colocaban micrófonos para grabar nuestras conversaciones, y nos resultaba gracioso y divertido.

Durante años, mantuve en ese lugar conversaciones con futuros presidentes de la Argentina así como con ex presidentes, con ministros como con ex ministros. Estaba ejerciendo el periodismo político desde 1946, y había llegado a ese restaurante, por primera vez, como invitado de un político. Ahora, director de un diario, era yo quien invitaba.

De mesa a mesa se cruzaban los saludos. Muchas veces he visto cómo se saludaban altos funcionarios del gobierno de turno con militares y civiles que estaban conspirando para el derrocamiento de ese gobierno. A veces quienes estaban almorzando en una mesa concluían tomando el café y los licores con los participantes de otra mesa.

Los diplomáticos venían a preguntar, los políticos a informarse, los periodistas a compartir sus informaciones, los militares a establecer contactos, los empresarios a hacer relaciones públicas con el poder actual o el futuro.

Ese clima de casi frivolidad perduró durante años basado en esos lemas que los argentinos gustan decirse a sí mismos: “Dios es argentino. Aquí no pasa nada”; “Mientras los toros no se conviertan en homosexuales, la economía argentina andará bien”. Pero con el crecimiento de la violencia de derecha e izquierda, el clima fue cambiando. Esa multitud comenzó a sufrir algunas bajas temporarias por secuestro, o permanentes por asesinato. También extrañábamos a quienes habían decidido vivir en el exterior. Generalmente ese exterior era solamente radicarse en el hermoso balneario de Punta del Este, en la costa uruguaya, a apenas 40 minutos en avión. Entonces los veíamos algunos fines de semana, o en verano. Pero el hecho es que en esos años de 1972, 73, 74, 75, 76, los asistentes comenzaban a experimentar preocupaciones y miedos a los que no estaban acostumbrados. La realidad argentina dejaba de tener ese aire de generosa gratuidad, y se apoderaba de nosotros un desasosiego permanente que habíamos visto en los europeos que llegaban a Buenos Aires poco después de la Segunda Guerra.

En uno de esos almuerzos, unas semanas después del derrocamiento de Isabel Perón, conocí a un oficial de la Marina argentina. Un amigo común consideró necesario que conversáramos, y luego calificó el encuentro como el diálogo entre un ejecutor y un suicida. Se supuso en ese momento, y lo acepté, que el suicida era yo. Ahora no estoy tan seguro.

Como muchos de los militares de esa época, sentía hacia los peronistas de la guerrilla urbana un odio visceral. Les resultaba difícil, imposible, una aproximación política al problema, porque por encima de todo sentían su orgullo herido. La sola idea de que la guerrilla hubiera querido ganarles la batalla en el campo armado era mucho más de lo que podían soportar. Y si bien no era la primera vez que las Fuerzas Armadas argentinas ocupaban el poder derrocando a un gobierno elegido con elecciones populares, jamás se había visto tal sistematización del odio. Después de todo, los militares habían ocupado el poder, desalojando a gobiernos electos, en 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y ahora en 1976. Ese hombre de 40 a 45 años, que seguramente había comenzado su carrera a la edad de 13 años, en el Liceo Naval, después pasó por la Escuela Naval, y después se incorporó a su arma, había vivido todos esos años viendo a sus maestros, luego a sus jefes, luego a sí mismo, participar en la elaboración de golpes militares. Y él mismo podía comprobar que nunca había existido en sus filas tal magnitud de odio, tal placer en el odio.

Todos mis intentos de llevar la conversación hacia el análisis de lo que podía convenir al país en el terreno político, tanto a corto como a largo plazo, chocaban con esa convicción de la inevitabilidad del odio, de la necesidad del exterminio.

Hacía apenas 48 horas se había descubierto, por casualidad, que toda la comida destinada a un grupo de oficiales en un edificio militar, estaba envenenada. De haberse realizado el almuerzo, suspendido a último momento, seguramente unos doce oficiales de alta graduación hubieran fallecido.

—¿Qué haría usted, Timerman, si se pudiera arrestar a los culpables?

—Es evidente que fue la guerrilla. Los sometería a las leyes militares. Trataría de que el juicio fuera público, hasta donde es posible. Permitiría al menos la asistencia de periodistas, e incluso invitaría a juristas del exterior.

—¿Con qué objeto?

—Inevitablemente, en ese juicio aparecerían los móviles y métodos de la subversión de izquierda. Serían expuestos claramente tanto la alucinación política de la subversión, como la dicotomía entre sus alegatos y sus métodos. Todo ese conjunto de ideas confusas e improvisadas, que constituyen la estructura mental de la guerrilla, aparecerían desprovistas del romanticismo que les otorga el rumor, la clandestinidad, el supuesto martirologio. Desde el punto de vista interno, a la Argentina le conviene ese enjuiciamiento político, esa clarificación política que hasta ahora no pudo hacerse totalmente. La derrota política de la subversión es tan importante como la derrota militar. La aplicación de métodos legales a la represión suprime uno de los grandes ingredientes que explota la subversión: el carácter ilegal e la represión. En cuanto al mundo exterior, sólo la legalidad les puede resultar admisible. Un gobierno que adopta métodos legales en la represión impide que la guerrilla encuentre aliados circunstanciales en hombres democráticos que no pueden aceptar la aplicación de métodos que inevitablemente les recuerdan los de Hitler o Stalin. O los de Idi Amin.

—Pero comprenderá, Timerman, que la aplicación de métodos legales significa seguramente una condena a la pena de muerte. Los que intentaron el envenenamiento fueron soldados. Están sometidos al Código de Justicia Militar. Intentaron asesinar a sus superiores. Es algo claro.

—Ya lo sé. Es duro, pero es aceptable.

—¿Usted aceptaría, entonces, la condena a muerte de esas personas?

—Sí, la aceptaría. La acepto.

—Bueno, pues alégrese, ya fueron ajusticiados.

—¿Sin juicio, sin defensa, sin que se tuviera conocimiento?

—Si hubiéramos seguido el método que usted aconseja, una vez condenados a la pena de muerte, hubiéramos debido suspender la ejecución.

—¿Por qué?

—Porque hubiera intervenido el Papa.

—Es posible, pero es más soportable negarse a un pedido del Papa que teñir todo el actual proceso político de una evidente, y sangrienta, ilegalidad que lo compromete para futuro. Lo único que se conseguirá es que agotada esta etapa, reaparezca la venganza y la violencia. Se están colocando las semillas de una futura violencia.

—Usted es judío, y no comprende que no podemos negarnos a un pedido del Santo Padre.

—Pero el Papa se conformaría con una condena a cadena perpetua . . .

—Y dejaríamos vivo a un terrorista de 20 años para que sea amnistiado quizás dentro de 10 a 15 años, cuando haya algún Parlamento en este país y voten una ley de amnistía. Imagínese, sólo tendrá 30 o 35 años. La edad de un buen jefe militar o político, con la imagen de un mártir para la juventud.

—Por eso hay que lograr la derrota política, crear las condiciones de una convivencia democrática, que la mayoría de la juventud busque sus símbolos en otro lado.

—Si exterminamos a todos, habría miedo por varias generaciones.

—¿Qué quiere decir todos?

—Todos . . . unos 20.000. Y además sus familiares. Hay que borrarlos a ellos y a quienes puedan llegar a acordarse de sus nombres.

—¿Y por qué cree que el Papa no protestará ante esta represión? Ya lo están haciendo muchos gobernantes mundiales, líderes políticos, dirigentes gremiales, científicos . . .

—No quedará vestigio ni testimonio.

—Es lo que intentó Hitler con su política de Noche y Niebla. Enviar a la muerte, convertir en ceniza y humo a aquellos a quienes ya había quitado todo rastro humano, toda identidad. Y, sin embargo, quedaron en algún lugar, en alguna memoria, registrados sus nombres, sus imágenes, sus ideas. Por todos ellos, y cada uno, pagó Alemania. Y aún está pagando, con un país que quedó dividido.

—Hitler perdió la guerra. Nosotros ganaremos.

Milico. 90x90, técnica mixta sobre
Milico. 90x90, técnica mixta sobre tela, año 2006.

Familias enteras desaparecieron. Los cadáveres eran envueltos en cemento y arrojados al fondo del río. Del Río de la Plata, del Río Paraná. A veces el cemento estaba mal colocado, y sobre las costas argentina y uruguaya aparecían cadáveres. Una madre reconoció a su hijo de 15 años, argentino, que apareció en la costa uruguaya. Pero fue una casualidad, porque los cadáveres volvían a desaparecer. 

Los cadáveres eran colocados en viejos cementerios, debajo de tumbas ya existentes. Jamás serán encontrados.

Los cadáveres eran arrojados al medio del mar desde helicópteros.

Los cadáveres eran descuartizados e incinerados.

Los hijos pequeños eran entregados a los abuelos, cuando había piedad. O regalados a familias sin hijos. O vendidos a familias sin hijos. O llevados a Chile, Paraguay, Brasil, y entregados a familias sin hijos.

Las personas que intervenían en estos operativos eran generalmente trasladadas después de un tiempo a otras regiones, o tareas. Los lugares donde se realizaban las masacres eran modificados después de un tiempo de uso. Un viejo edificio era derruido, el lugar convertido en un jardín público, o vendido para que se construya rápidamente un inmueble de viviendas. Los edificios nuevos eran modificados, aplicados a otros usos.

Noche y Niebla.

Y, sin embargo, aun en el triunfo, los militares argentinos descubrieron que todo se sabe. Y ésta es la principal ventaja que le han dado a la guerrilla y al terrorismo: haber admitido la irracionalidad terrorista como política, y haber superado la de sus opositores.

Porque la guerrilla contestó con igual ferocidad, pero menores recursos. Y todo se redujo entonces a un enfrentamiento de recursos, en vez de ser la batalla de una concepción política contra otra, de una moral contra otra. La guerrilla puso bombas en salones de conferencias para militares, en comedores para policías. Pero no pudo competir. Y, sin embargo, no fue derrotada en el terreno ideológico, moral porque sigue esgrimiendo la irracionalidad de la represión, el abuso del poder, la ilegalidad de los métodos. Y es su cara para el futuro.

No, no hay ni habrá Noche y Niebla.

Lo que sí hubo, desde el primer momento, fue el gran Silencio que aparece en todo país civilizado que acepta pasivamente la inevitabilidad de la violencia, y sobre el cual cae de golpe el miedo. Ese Silencio que puede convertir a toda una nación en cómplice

Ese Silencio que hubo en Alemania, cuando aun muchos bien intencionados suponían que todo volvería a la normalidad cuando Hitler terminara con los comunistas y los judíos. O cuando los rusos suponían que todo volvería a la normalidad cuando Stalin terminara con los trotskistas.

Primero, fue esa misma convicción en la Argentina. Luego fue el miedo. Y a partir del miedo, la indiferencia. “A quien no se mete en política, no le pasa nada.”

Ese Silencio comienza en los medios de comunicación. Algunos dirigentes políticos, algunas instituciones, algunos sacerdotes intentan denunciar lo que ocurre, pero no logran establecer contacto con la población.

Ese Silencio comienza por tener un gran olfato. La gente olfatea a los suicidas, y les escapa. Entonces el Silencio ya tiene otro gran aliado: la Soledad. La gente teme a los suicidas como teme a los locos. Y el que quiere luchar ve su Soledad, y se asusta.

Entonces el Silencio recurre al patriotismo. En el patriotismo el Miedo encuentra su gran revelación moral, su indudable capacidad de justificación, su clima de gloria, de sacrificio. Sólo en el exterior del país se formulan revelaciones y no hay Noche ni Niebla. Pero es es la “Campaña Antiargentina”.

Entonces es mejor ser Patriota y no quedarse solo.

No meterse en política, y quedar vivo.

Dejo la reunión en el Plaza Hotel lleno de sueños de gloria y lucha. Acepto el desafío. Estoy convencido de que tengo muchas cartas en mi mano.

  • Envío un periodista a Londres, a pasar una semana en el Instituto de Altos Estudios Estratégicos. Tengo información de que han realizado varios trabajos sobre las formas democráticas de lucha contra el terrorismo de izquierda. Reunimos material, y editamos un suplemento especial de “La Opinión”. Estoy entusiasmado: varios jefes militares me comentan el material. De la embajada inglesa me informan que algunos jefes militares han solicitado más información, consultar las fuentes que consultó “La Opinión”. Les hacen llegar algunos libros. En todos los libros coinciden, en diferente grado, que la represión irracional e ilegal compromete el triunfo futuro, el triunfo político, la constitución de una sociedad democrática. La represión ilegal deja abiertas las puertas para el retorno del terrorismo de izquierda. La represión ilegal no se puede mantener indefinidamente. Cuando se detiene, el terrorismo regresa armado con un bagaje de martirologio.
  • Me reúno con un ex presidente de la Nación. Tenemos varios ex presidentes vivos. Le propongo que todos firmen un documento conjunto contra la violencia en cualquiera de sus formas, contra la violencia de derecha e izquierda, a favor de los métodos legales de represión. Cree que sería posible lograr algo parecido a mi proyecto, si primero los directores de diarios publicaran un editorial, un mismo editorial en todos los diarios, firmado por todos, con las mismas tesis. Le digo que estoy dispuesto, y que quizás logre que me acompañen algunos diarios pequeños, pero difícilmente algún diario de magnitud nacional, como es “La Opinión”. Intentaré, de todos modos.  Él también intentará por su lado. Los dos fracasamos. Un familiar suyo muere en un atentado. Un ex secretario desaparece para siempre.
  • Hay una revista católica de mucho prestigio que publica análisis y comentarios positivos, democráticos, sugiere respetar la legalidad, el derecho. Se pronuncia contra algunas operaciones represivas de las Fuerzas Armadas. Comienzo a reproducir algunos de esos artículos en mi diario, para darles mayor difusión. El director de la revista recibe amenazas y es destinado a un alto cargo en el Vaticano. Pero la revista sigue con su línea informativa y no me prohíbe reproducir sus artículos. Reproduzco el artículo de una revista jesuita. No sólo clausuran “La Opinión”; me informan además que el autor del artículo, un sacerdote, es sacado clandestinamente del país por los jesuitas porque se teme por su vida. Me siento muy solo. Reproduzco artículos de algunos pequeños diarios del interior del país. Los amenazan. Clausuran uno que otro. Vuelan con una bomba la casa de mi redactor de asuntos católicos. No muere nadie.
  • Instruyo a los periodistas políticos y a los cronistas militares de “La Opinión” de incrementar los contactos con líderes de las dos esferas. Detectar a todo dirigente democrático, que quiera decir unas palabras, escribir un artículo; a todo militar que prevea el peligro que para el futuro del país significa la ilegalidad que está adquiriendo el proceso. Muy pocos quieren hablar con nosotros. Estamos muy solos. Algunos periodistas renuncian.

Estoy tirado en el suelo de la celda. Hace calor. Tengo los ojos vendados. Se abre la puerta y alguien dice que me trasladan. Hace dos días que no me torturan.

El médico me visitó y me sacó la venda de los ojos. Le pregunto si no le molesta que le vea el rostro. Se asombra:

—Soy su amigo. Yo soy el que lo cuida cuando le dan máquina. ¿Comió algo?

—Me cuesta comer. Tomo agua. Me dieron una manzana.

—Hace bien. Coma poco. Después de todo Gandhi sobrevivió con mucho menos. Si necesita algo, llámeme.

—Me duelen las encías. Me dieron máquina en la boca.

Observa las encías, y me asegura que no me preocupe. Que tengo una salud perfecta. Dice que está orgulloso de mí por la forma en que aguanté. Algunos se le mueren sin que hubiera decisión previa de matarlos, y considera que eso es un fracaso profesional. Dice que fui amigo de su padre, también médico de la policía. Sí, creo recordar los rasgos. Le doy el nombre, y efectivamente es el hijo. Me asegura que no me van a matar. Le digo que hace dos días que no me torturan, y se alegra.

El que me vino a buscar hace una broma: “A la cámara de gas”. El médico se enoja. “No somos antisemitas.”

Sí, me trasladan a la Jefatura de Policía de la ciudad de La Plata. Tardamos una media hora en llegar, pero al entrar en la ciudad me sacan la venda de los ojos, y me dejan sentar. Estuve todo el tiempo acostado en el suelo del coche. Reconozco esa ciudad donde fui estudiante universitario, hace muchos años. Una ciudad típicamente estudiantil, anchas calles arboladas. Estuve muchas veces en esa Jefatura de Policía haciendo trámites. Me entran por la puerta de ingreso del Cuartel de Bomberos y llegamos al subsuelo. Sigo con las manos esposadas a la espalda. Hay un pasillo, y apoyada contra la pared una alta escalera de pintores. Vuelven a colocar la venda sobre los ojos, y me esposan una de las manos al escalón más bajo de la escalera. Puedo estar sentado o acostado.

Estoy así un par de días. Sólo me dan agua. Me permiten, cada tanto, ir al baño. Suele pasar bastante gente porque oigo los comentarios. Me hablan con amabilidad. Es decir, sin gritos, ni insultos, ni bromas, ni sarcasmos. Me conocen, recuerdan mis audiciones de televisión, dicen que todos los diarios informan sobre mí, me aseguran que me ven muy bien.

Me sacan la venda de los ojos, y nada más. Se suceden diferentes guardias. Cambian cada seis horas. Comienzo a conocerlos. Hay uno que cada vez que pasa a mi lado, me pega un puntapié sin decir una palabra. Le pregunto a otro guardia por qué lo hace. Me pide que lo comprenda, que es un buen muchacho pero no puede soportar a los judíos, es más fuerte que él. Para compensarme, acerca una taza de café.

El interrogatorio es en el comedor privado del Director de Investigaciones, en el piso superior. Me van a interrogar dos personas que están almorzando, y ofrecen compartir la comida.

William Skardon fue durante muchos años, más de 20, el principal interrogador del Servicio de Seguridad interna de Gran Bretaña, el MI5. Le correspondió interrogar al espía atómico ruso Klaus Fuchs y obtener su confesión. Cierta vez recordó Skardon que uno de sus instructores le había enseñado el mejor método para interrogar: repetir una misma pregunta muchas veces, en diferentes momentos del interrogatorio, como si nunca se hubiera hecho antes. El objetivo es comprobar cuántos cambios introduce el interrogado en las respuestas, señalarle luego las aparentes contradicciones, e insistir hasta lograr la respuesta que uno busca, o que sospecha que existe.

El método de mis interrogadores, en esta jornada, es diferente. Me aseguran que quieren tener solamente una conversación política. Pero ya tienen algunos puntos a su favor: vengo de largas jornadas de torturas y de haber firmado con los ojos vendados muchos papeles que dicen son las declaraciones que he formulado. También me hicieron colocar mis impresiones digitales en esos papeles. Esgrimen esos papeles, si bien no me los dejan leer.

Cuando una respuesta no les gusta, inmediatamente me piden que les cuente mi vida. Miran en sus papeles. Cuando me olvido de algo, o comienzo con la época en que tenía 15 años, me piden que comience antes, por ejemplo cuando llegué a la Argentina, a los 5 años, o cuando ingresé a la Organización Macabi, a los 8 años.

Si una respuesta les gusta, me la hacen escribir a mano, firmar y colocar la impresión digital del pulgar derecho.

Y lo que más entusiasmo despierta son mis teorías sobre la necesidad de luchar contra el terrorismo de derecha y de izquierda. Consideran que esas ideas serán la parte principal del acta de acusación contra mí, porque “identificar a las fuerzas legales con la subversión, es ser un subversivo”. Por un momento hablo del fascismo de derecha y de izquierda. Se enojan seriamente, pero no me golpean. Estamos en una conversación política. ¿Cómo puedo ofender al fascismo colocándolo junto a una idea como la izquierda?

En esta conversación política que dura largas horas, quizás 15 o 20, se repiten un poco todos los elementos de mi diálogo con el militar en el almuerzo del Plaza Hotel. Pero aquí la exposición de mis ideas resulta más una confesión que la expresión de un proyecto político. Mi convocatoria a la legalidad se convierte en una táctica para debilitar la operatividad de las fuerzas de seguridad. Mi búsqueda de aliados democráticos en las filas políticas y militares, se convierte en una tarea clandestina para organizar un aparato de oposición a las fuerzas de seguridad. La reproducción de artículos de otras publicaciones se convierte en una satánica provocación tendiente a lograr que el gobierno clausure numerosas publicaciones, enfrentándolo a diferentes sectores. Aceptar la pena de muerte si resulta de un juicio significa querer presentar a las Fuerzas Armadas como asesinos.

Confirmo todas mis ideas, mis convicciones. Y realmente están satisfechos, ya que es la demostración que buscaban las fuerzas de seguridad sobre el carácter subversivo de mi actividad periodística. Me preguntan si quiero bañarme, aprovechar la oportunidad que quizás por un tiempo no vuelva a tener. Dudo un poco porque estoy muy cansado. Me dicen que no me doy cuenta de cómo apesto. Sí, hace casi un mes que no me lavo. Acepto el baño y hay un guardia en la puerta. Me veo muy delgado en el espejo. Debo haber bajado unos 20 a 25 kilos, pero no tengo señales de las torturas. El perfume del jabón y del agua . . . los descubro quizás por primera vez. Me invade una sensación que había olvidado y me asusto porque hasta ahora había evitado todo lo posible los recuerdos.

Vuelve el interrogador y pregunta a qué se debía que en el suplemento cultural de los domingos insistíamos con tanta frecuencia sobre los disidentes rusos. Contesto que comenzamos hace ya varios años a publicar toda la información que obteníamos sobre el tema, y que incluso habíamos contratado a una traductora del ruso para que al menos los poemas de los disidentes tuvieran versión directa, y no a partir del francés o el inglés. Me dice que no entendí la pregunta. Quiere saber por qué lo hacíamos. Intento, una vez más, explicar la ideología de “La Opinión”, la lucha contra los extremismos de izquierda y derecha, pero me interrumpe. Está convencido de que la difusión de la actividad de los disidentes tenía como único objeto glorificar la idea de la disidencia y transmitir esa glorificación a la juventud argentina, ofreciéndoles así elementos ideológicos para disentir con las Fuerzas Armadas.

Cierra la llave de agua. Todavía estoy enjabonado.

Se me ocurre una estratagema para ayudar a la madre. No puedo publicar algo en el diario porque sería contraproducente. No puedo llamar al cuartel donde la madre cree que tienen a sus hijos, porque los matarían. Pero puedo enviar a uno de mis cronistas a investigar al comando de una de las Tres Fuerzas Armadas. Por supuesto que al comando de una de las armas que, según la madre, no es donde están sus hijos. ¿En qué consiste la táctica?

Bastará que el cronista diga que un oficial del arma que sí tiene a los hijos le comentó que esos dos muchachos están secuestrados en el comando que está visitando. Y que también le hicieron el mismo comentario varios dirigentes políticos. La competencia entre las tres armas es una vieja tradición argentina, así como las sospechas e intrigas.

En el comando donde el periodista dejó caer la información se preocupan por la imagen de su arma. Ordenan a su propio servicio de inteligencia averiguar dónde están los muchachos. Los ubican. El varón ya no aparecerá más, la niña se salva. Queda demostrado que esa arma nada tuvo que ver con el secuestro.

Recuerdo algunos de los infinitos y variados milagros que salvaron vidas en la Segunda Guerra. Los increíbles inventos de subterráneos, cuevas, disimulados en el fondo de otros armarios, pozos en el fondo de otros pozos, documentos fraguados; los gentiles que hoy son honrados en Jerusalem por haber salvado judíos haciéndolos pasar por cristianos, por hijos propios; los judíos disimulados en conventos. Pero cuando se leen las estadísticas de la ocupación nazi en Europa las cifras abruman más que las historias individuales, las superan ampliamente.

Sí, es cierto, se salvó uno de los hijos de esa madre. Pero no todos los días era posible inventar una táctica que funcionara. También en la Argentina las estadísticas, en ese año del 1976, superan ampliamente los milagros.

Enero 26 de 1980. Semanario inglés “The Economist”, volumen 274, número 7117. Una sección especial dedicada a la Argentina. Aspectos políticos, sociales y económicos. El periodista Robert Harvey escribe:

El uso del terrorismo oficial para combatir el terrorismo ordinario convirtió a la Argentina en un lugar mucho más peligroso que Chile después de su golpe de Estado porque las reglas del juego, para los críticos del gobierno, estaban mal definidas. Un periodista, por ejemplo, podría haber recibido la aprobación de un ministro para proseguir y publicar un artículo criticando un aspecto de la política del gobierno. Pero no podría saber si un servicio de seguridad perteneciente ya sea al Ejército, o a la Fuerza Aérea, o a la Marina, o al gobernador militar local, o al gobernador provincial, o independiente de todos éstos, podría o no ofenderse. Y, posiblemente, ni siquiera un alto ministro podría ayudarle si fuera secuestrado una noche por un grupo de hombres desconocidos.

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