“Preso sin nombre, celda sin número”: capítulo 4

Infobae reproduce el histórico libro en el que el periodista Jacobo Timerman denunció en 1981 a la dictadura militar argentina, luego de ser secuestrado, torturado y obligado a dejar su país. Las obras que ilustran los textos son del artista argentino Carlos Alonso

“Manos anónimas” (1976), de Carlos Alonso, instalación

La actualidad fue el tema dominante en mi casa desde que tengo memoria. La actualidad en todas sus formas y etapas. De niño escuchaba a los mayores relatar los pogroms de la guerra civil rusa. En casa se devoraban los diarios que traían las primeras informaciones sobre Hitler, y luego recorrí junto con mi generación el largo trayecto desde la guerra civil española hasta los momentos actuales. Diarios, novelas, películas, poesía, recuerdos de guerra, libros políticos, memorias de quienes escaparon de los campos de prisioneros franquistas, petainistas, mussolinianos, hitlerianos, stalinianos, Vietnam, China, los interrogatorios en las cárceles de toda África: tantas batallas, tantas torturas, tantos golpes, tantos asesinatos. Es lógico suponer que creía saberlo todo, saber qué era un prisionero político, cómo se sufría en una cárcel, qué sentía un hombre torturado. Pues, no sabía nada, y es imposible transmitir lo que sé ahora.

En los largos meses de encierro pensé muchas veces en cómo podría transmitir el dolor que siente el hombre torturado. Y siempre concluía que era imposible.

Es un dolor que no tiene puntos de referencia, ni símbolos reveladores, ni claves que puedan servir de indicadores.

El ser humano es llevado tan rápidamente de un mundo a otro, que no tiene forma de encontrar algún resto de energía para afrontar esa violencia desatada. Ésa es la primera parte de la tortura: caer sorpresivamente sobre el ser humano sin permitirle crear algún reflejo, aunque sólo fuera psicológico, de defensa. El ser humano es esposado por la espalda, sus ojos vendados. Es colocado en el suelo y se cuenta hasta diez, pero no se lo mata. El ser humano es luego rápidamente llevado hasta lo que puede ser una cama de lona,o una mesa, desnudado, rociado con agua, atado a los extremos de la cama o la mesa con las manos y piernas abiertas. Y comienza la aplicación de descargas eléctricas. La cantidad de electricidad que transmiten los electrodos—o como se llamen—se gradúa para que sólo duela, queme, o destruya. Es imposible gritar, hay que aullar. Cuando comienza el largo aullido del ser humano, alguien de manos suaves controla el corazón, alguien hunde la mano en la boca y tira la lengua para afuera para evitar que el ser humano se ahogue. Alguien pone en la boca del ser humano una goma para evitar que se muerda la lengua o se destruya los labios. Breve paréntesis. Y todo recomienza. Ahora con insultos. Breve paréntesis. Ahora con preguntas. Breve paréntesis. Ahora con palabras de esperanza. Breve paréntesis. Ahora con insultos. Breve paréntesis. Ahora con preguntas.

¿Qué siente el ser humano? Lo único que se me ocurre es algo así: me arrancaban la carne. Pero no arrancaban la carne. Sí, ya sé. Ni siquiera dejaron marcas. Pero yo sentía que me arrancaban la carne. ¿Pero qué más? No se me ocurre nada más. ¿Pero alguna otra sensación? No en ese momento. ¿Pero golpeaban? Sí, pero no me dolía.

Cuando le aplican las descargas eléctricas, el ser humano siente solamente eso: que le arrancan la carne, y aúlla. Después no siente los golpes. Tampoco al día siguiente, cuando no hay electricidad y sólo golpes; no siente los golpes. El ser humano pasa días encerrado en una celda sin ventanas, sin luz, sentado o acostado. También pasa días atado al pie de una escalera para que no pueda estar parado; sólo arrodillado, sentado o estirado. El ser humano—yo en este caso—pasa un mes sin poder lavarse, es trasladado en el piso de un automóvil a diferentes lugares para el interrogatorio, se alimenta mal, apesta. Al ser humano lo dejan encerrado en una pequeña celda 48 horas, los ojos vendados, las manos atadas a la espalda, para que no escuche ninguna voz, no vea ningún indicio de vida, tenga que hacer sus necesidades sobre su cuerpo.

Y no hay mucho más. Objetivamente nada más.

O quizás hay mucho más. E intento olvidarlo. Desde que fui liberado, espero cada día que se produzca el shock anímico, alguna extensa y profunda pesadilla que de pronto estalle en medio de la noche, y me haga revivir todo, algo que me retorne al lugar original, me purifique y traiga nuevamente a este lugar en que estoy escribiendo ahora. Pero nada ha ocurrido y esta calma me asusta.

Un periodista me preguntó cómo siento mi libertad. No la siento aún. Reprimo la sensación de libertad, porque temo que para alcanzarla deba abandonar las profundas marcas que quedaron dentro, y para abandonar esas marcas habrá que revivirlas.

Ya que no puedo transmitir la magnitud del dolor, quizás pueda dar algunos consejos a los futuros torturados. El ser humano continuará siendo torturado, continúa siendo torturado, en diferentes países, bajo diferentes regímenes. Durante el año y medio que pasé en arresto domiciliario, medité mucho sobre mi actitud durante las sesiones de tortura y durante el tiempo de encierro solitario. Descubrí que instintivamente había desarrollado una actitud de pasividad absoluta. Hubo quienes lucharon para no ser llevados a la mesa de torturas, otros rogaron que no se les torturara, otros insultaban a sus torturadores. Yo fui pura pasividad: como tenía los ojos vendados, me tomaban de la mano y me conducían. Yo iba. El silencio era parte del terror. Pero yo tampoco decía palabra. Me decían que me desvistiera, y lo hacía pasivamente. Me decían que me acostara cuando me sentaban en una cama, y yo lo hacía pasivamente. Esta pasividad, se me ocurre, ahorraba muchas energías, y dejaba todas las fuerzas para soportar la tortura. Pensé que me vegetabilizaba, y que deshechaba las lógicas emociones o sensaciones—miedo, odio, venganza—, porque cualquier emoción o sentimiento significaba un desgaste de energías inapreciables.

Creo que es un buen consejo. Una vez decidido que el ser humano debe ser torturado, nada hay que pueda impedirlo. Y es mejor dejarse llevar mansamente hacia el dolor y por el dolor, que luchar denodadamente como si uno fuera un ser humano normal: la actitud vegetal puede salvar una vida.

Algo similar me ocurrió en los largos días de encierro solitario. Más de una vez me despertaron abruptamente, y alguien gritaba “Piense, no duerma, piense”. Pero me negué a pensar. Trataba de que la mente estuviera ocupada con infinitas y diferentes tareas. Tareas concretas, específicas, trabajos. Pensar significaba hacer conciencia de lo que me estaba ocurriendo, imaginar lo que podría estar ocurriendo con mi mujer y mis hijos; pensar significaba tratar de imaginar cómo salir de esta situación, cómo encontrar una apertura en la relación con mis carceleros. En ese universo solitario del torturado, todo intento de relacionarse con la realidad era un enorme y doloroso esfuerzo, que no conducía a nada.

Cuando no tenía los ojos vendados, pasaba algunos minutos—creo que eran minutos—moviendo una mano o una pierna, y observaba fijamente ese movimiento para experimentar alguna sensación de movilidad. Una vez entró una mosca en la celda, y fue una verdadera fiesta verla volar durante varias horas, hasta que desapareció por la pequeña rendija por la cual se comunicaban conmigo los carceleros.

Entonces, cuando esos importantes episodios en mi vida concluían, comenzaba el trabajo mental. Decidí escribir un libro sobre los ojos de mi esposa. Se titulaba “Los ojos de Risha en la celda sin número”. Curiosamente, no pensaba en mi mujer como tal, porque hubiera resultado muy doloroso; más bien, me organizaba como un poeta que está en su mesa de trabajo y realiza un inspirado trabajo profesional. Mantenía una larga discusión conmigo sobre el estilo a emplear. Me parecía que Pablo Neruda hubiera resultado demasiado reiterativo, que quizás era un romanticismo inadecuado, y entonces recordaba el estilo de Federico García Lorca en su Poeta en Nueva York. Redactaba algunos versos, y luego suponía que quizás el simbolismo de Stefan George podía ser más adecuado, ya que de alguna manera estaba ligado al mundo de Franz Kafka. Pero si ahí terminaba la búsqueda, debía comenzar a escribir mentalmente. Y lo importante es que la tarea durara el mayor tiempo posible. Lo que recordaba de Bialik, especialmente un poema sobre un pogrom, me parecía demasiado inmerso en las experiencias de Europa Oriental, y Vladimir Mayakovsky resultaba o demasiado ruso en sus poemas de amor a Lila Brick, o demasiado verborrágico en su poesía a la revolución rusa. Deseché igualmente a Paul Eluard; Claudel era inadaptable, y Aragón no me impresionaba mayormente. Quedaban por cierto los poetas de mi juventud: Walt Whitman o Carl Sandburg, y los españoles Miguel Hernández o Luis Cernuda. Finalmente, me decidí por Stephen Spender, y comencé a escribir, en la mente.

Uno podría pensar que la selección del estilo me llevaría a los recuerdos de los momentos en que leía esos autores. Precisamente el recuerdo es el principal enemigo del solitario torturado. Nada hay más peligroso en esos momentos que la memoria. Había logrado desarrollar mecanismos de pasividad durante la tortura, y mecanismos de antimemoria durante las largas horas en la celda solitaria. No, no recordaba nada que tuviera relación con vivencias experimentadas. Era un estoico profesional dedicado a su tarea.

Ese libro me insumió varios días, y ahora no recuerdo una sola línea. Durante algún tiempo recordaba párrafos, pero pienso que los he enterrado profundamente. Y que aparezcan me asusta tanto como la posibilidad de revivir aquellas horas solitarias. Supongo que algún día me tendré que obligar a reencontrarme con todo aquello. Quizás me sucede lo mismo que a la Argentina, que no desea hacer conciencia de su drama.

También organicé una librería. Pensaba en que algún día saldría en libertad, aunque calculaba varios largos años hasta ese momento, quizás diez o quince. (Pensar en un lapso extenso es muy útil cuando no se está condenado a un plazo fijo porque anula la esperanza, sinónimo de ansiedad y angustia.) Entonces imaginaba mi llegada a Israel y la necesidad de organizarme para trabajar. Decidí que una librería sería el mejor modo para que dos grandes lectores, como somos con mi mujer, se ganaran la vida. Pensaba en todos los detalles. El espacio del salón principal, el nombre, la tipografía de las letras pintadas en las ventanas, el tipo de libros que venderíamos, si convenía tener un salón literario en los altos, quizás un Club de cine experimental. Un trabajo detallado de este tipo podía fácilmente tenerme ocupado varios días.

Siguiendo este método, organicé un diario en Madrid, uno en New York, mi vida en un kibutz, y una película de Ingmar Bergman sobre la soledad del hombre torturado.

Mucho tiempo después, comprendí que había desarrollado una técnica de la evasión. Trataba por todos los medios de mantener dentro de esa solitaria celda, cuando los interrogatorios y las sesiones de tortura se espaciaban o habían concluido, y sólo quedaba el tiempo, todo el tiempo, tiempo por todos lados y en cada rincón de la celda, tiempo por las paredes, en el suelo, en mis manos, sólo tiempo, trataba de mantener una actividad profesional, específica, desligada de los acontecimientos que me rodeaban o que yo podía suponer que me rodeaban. Evité por todos los medios adivinar mi destino, el de mi familia, el del país. Simplemente me dedicaba a ser concientemente un hombre solitario que ha sido encargado de una tarea específica.

A veces algo fallaba en el mecanismo, y debía dedicar varias horas a reconstruirlo: algún dolor físico que quedaba de los interrogatorios, hambre, la necesidad de una voz humana, de un contacto, de un recuerdo. Pero siempre logré reconstruir la mecánica de la evasión. Y pude así evitar caer en ese otro mecanismo de los presos solitarios torturados, que los lleva a establecer un nexo con su carcelero o su torturador. Ambos parecen sentir que hay algo que necesitan en el otro: el torturador, la sensación de su omnipotencia, sin la cual quizás se le haría difícil ejercer su profesión; el torturador necesita de la necesidad del torturado; y el torturado encuentra en su torturador una voz humana, un diálogo sobre su situación, el ejercicio de algo de su condición humana: pide piedad, ir al lavatorio, un plato más de sopa, pregunta por el resultado de un partido de fútbol.

Pude evitar todo eso.

Cuando ya en celdas legales mi familia podía visitarme, los guardias estaban dispuestos a hacernos llegar paquetes de comida a cambio de algún regalo. No utilicé el sistema, y un policía le dijo a mi esposa que me estaba castigando solo, que me hacía el mártir. No sé por qué me ajusté a esa sobriedad orgullosa. Hoy mismo no sabría decir si es conveniente, pero en ese momento me servía para tener una idea de mis reservas, y me alegraba. Lo otro hubiera sido consuelo, no alegría.

Después que el Consejo de Guerra dictaminó que no había cargos contra mí, y que no sería juzgado—aunque seguí dos años más preso—, mi situación en la cárcel legal se hizo más llevadera. Había otros presos, nos dejaban conversar, las celdas estaban abiertas, cada celda tenía un inodoro (un agujero en el suelo), podíamos bañarnos todos los días, comenzamos a cocinar nuestra comida, a jugar largas partidas con las cartas, a leer diarios y dejaban pasar algunos libros, ropa limpia, mantas y sábanas, una radio. Todos habíamos sido torturados, en mayor o menor grado. En esos diálogos, descubrimos que el primer momento siguiente al arresto, era una sesión de tortura, para ablandar, aun cuando con algunos habían pasado muchos días antes que hubiera un interrogatorio después de la sesión de tortura. Otros ni siquiera habían sido interrogados.

Inevitablemente, la primera pregunta que me hacen desde que estoy en libertad, es sobre la tortura a la que fui sometido. Y sin embargo, para el hombre que ha sido torturado y ha sobrevivido, es quizás el menos importante de los temas. En esos diálogos con los otros torturados, descubrí ese curioso hecho: las preocupaciones giraban en torno al tiempo que habría que estar en la cárcel, la situación de la familia, las necesidades económicas, y cuando por casualidad llegaba el tema de la tortura, era sólo para dejar caer una frase casual, en la cual no todos parecían mayormente interesados: “Yo tuve cinco días de máquina”, “A mí me dieron máquina vestido”, “A mí me dolió la máquina en la cabeza”. Cuando a veces escuchábamos los alaridos que venían del subsuelo, quizás alguien, como al pasar, podía decir: “Están dando máquina”.

Después de la tortura, ya en la espera—condenado o ignorante de su suerte—, el hombre torturado se dedica a los menesteres de la vida diaria. La tortura forma parte de una rutina diaria, por la cual se pasó y que ahora le toca a otros de los cuales algunos sobrevivirán y otros no. Ocupa un lugar muy pequeño en el mundo del torturado, y recién cuando sale en libertad, y puede hablar libremente, o le pueden hacer preguntas libremente, se asombra de la importancia que la humanidad concede al tema.

Los militares que me torturaron estaban tan orgullosos de haberme puesto por fin la mano encima, que se dedicaron a difundir los detalles de ese gran acontecimiento, y lo rodearon incluso de ornamentos que no creo hayan existido. Hablaron de habitaciones con espejos en que me aplicaban los shocks eléctricos y que del otro lado el episodio era observado por mucha gente. Creo que las torturas se hacían en viejos edificios, disimulados como comisarías, en pequeños pueblos alrededor de la ciudad de Buenos Aires, generalmente en alguna cocina reconstruida, o en alguna celda grande hasta la cual se puede llevar el cable de electricidad. Por cierto que también existían centros de tortura en los cuarteles militares, pero siempre ocupaban subsuelos, cocinas abandonadas.

Sin embargo los torturadores tratan de crear otra imagen, más sofisticada, de los lugares de tortura. Como si de este modo otorgaran a su actividad un status más elevado, una especie de categoría profesional de alto nivel. Sus jefes militares alientan esa fantasía en ellos mismos así como en los demás, y esa idea de lugares importantes, métodos exclusivos, técnicas originales, aparatos novedosos, les permite dar a su mundo un toque de distinción e institucionalidad.

Esa conversión de lugares sucios, oscuros, tétricos, en un mundo de espontánea innovación y belleza institucional, es uno de los placeres que más excita a los torturadores. Es como si se sintieran dueños de la fuerza necesaria para cambiar la realidad. Y vuelve a colocarlos en el mundo de la omnipotencia. Esa omnipotencia que, sienten, les asegura impunidad; sentir que son inmunes al dolor, a la culpa, al desequilibrio emocional.

Estoy sentado en una silla. Las manos atadas al respaldo. Los ojos vendados. Llovizna, y me estoy empapando. Muevo constantemente las piernas y la cabeza, para no enfriarme demasiado. Me he orinado, la orina se ha enfriado, y la piel de las piernas, por donde ha corrido la orina, me duele. Oigo unos pasos, y una voz me pregunta si tengo frío. Me desata de la silla, y me conduce a una habitación cálida. Hoy me trajeron a este lugar, a esta cárcel clandestina. Me sacaron del cuartel central de la Policía Federal, en la ciudad de Buenos Aires. Luego supe que uno de los presos que me vieron salir pidió permiso al jefe del pabellón donde estábamos, para comunicar a mi familia que me habían visto partir pacíficamente, sin ofrecer resistencia, con los brazos esposados a la espalda. Le contestaron que no convenía comprometerse, ya que me habían llevado sin orden escrita ni registro del traslado, lo que significaba que sería ejecutado.

Hace calor. Me sientan en una silla, y me sacan la venda que me cubre los ojos. Me la entregan para que la tenga conmigo. Es una cocina, muy grande. Hay unos hombres sonriendo, que visten de civil, son grandes, gordos.

Hay armas por todos lados. Los hombres están tomando café,y uno se me acerca para ofrecerme café en una jarra de lata. No deja de sonreírme. Me dice que tome despacio; me pregunta si quiero una manta, acercarme a la estufa, comer algo.

Todo en él transmite un deseo de protegerme, de generosidad. Me pregunta si quiero acostarme un rato en una cama. Le digo que no. Me dice que tienen unas muchachas presas, si quiero acostarme con alguna. Le digo que no. Se enoja porque quiere ayudarme y yo no se lo permito, no le facilito su proyecto, su propósito.

Necesita de algún modo demostrarme, y demostrarse, su capacidad de otorgar cosas, de cambiar mi mundo, mi situación. Demostrarme que necesito de él cosas que me son inaccesibles, y que sólo él puede concederme.

He visto ese mecanismo repetido cientos de veces.

Uno se siente tentado de combatir esa tendencia de los torturadores, de enfrentarla como una casi única posibilidad de sentirse con vida, pero son batallas inútiles, que a nada llevan. Conviene admitir y aceptar la omnipotencia de los torturadores en estas cosas sin importancia. Muchas veces uno las rechaza por propia omnipotencia, por un espíritu de competencia con el torturador, más que por una decisión lúcida de ofrecer combate, pero en definitiva es un acto de orgullo gratuito.

Quizás por cansancio, o por resignación; o por esa sensación que tantas veces asalta al torturado, el presentimiento de la muerte inminente, no sé por qué, pero no le contesto. Me insulta, aunque no me golpea. Me vuelve a colocar la venda sobre los ojos. Me toma de la mano y me conduce al exterior de la cocina. Me sienta a la silla y ata las manos al respaldo.

Sigue lloviznando.

El hombre suspira, y se va, supongo que echándome una última mirada de incomprensión.

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