Capítulo 1: “La política no nos interesaba”: una juventud berlinesa en los años treinta
Los recuerdos de Brunhilde Pomsel comienzan de forma algo imprecisa con el estallido de la Primera Guerra Mundial, en agosto de 1914, cuando ella tenía tres años. Su madre recibió entonces un telegrama inesperado: su marido debía partir al frente con uno de los primeros contingentes de reclutas. La familia tuvo que ir precipitadamente en coche de caballos a la estación de Potsdam para despedir al padre, que al cabo de cuatro años de guerra, en noviembre de 1918, volvió a casa sano y salvo.
Mis recuerdos son muy importantes para mí. Me persiguen. No me dejan tranquila. Es verdad que hay nombres y hechos que se me han olvidado y que ni siquiera podría describir con palabras, pero el resto está ahí, fijado, como en un almanaque o una enciclopedia ilustrada. Me acuerdo de cuando era pequeña como si fuera ayer. Y sé también que a lo largo de mi vida he hecho feliz a mucha gente con mi sola presencia. Me gusta pensar en ello...
Cuando mi padre volvió de la guerra, recuerdo que le preguntamos a mi madre: “Mamá, ¿qué hace en casa este extraño?”. Vinieron luego años muy duros, años de hambruna. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial se implantaron en Alemania los comedores populares. Aunque mi madre siempre nos cocinaba en casa, un buen día dijo “habrá que probarlo”, y nos llevó a almorzar a uno de aquellos. “Nunca más”, nos dijo al salir.
Recuerdo que a la vuelta estuve incordiándola para que me dejara “clavarle un clavo a Hindenburg”. En la Königsplatz había una gran estatua de madera inacabada que representaba al mariscal de campo Hindenburg, y por cinco peniques (un sechser o “moneda de seis”, como llamaban los berlineses a la de cinco) le dejaban a uno un martillo y un clavo para que se lo clavara en el lugar indicado. Era... era poco menos que un deber cívico. Y un dinero que mi madre consideraba amortizado si así me daba una alegría.
Mi padre tuvo suerte. Lo destinaron al frente ruso y pasó allí toda la guerra, de principio a fin, pero volvió a casa de una pieza. La guerra, sin embargo, le dejó huellas de otro tipo: se convirtió en una persona aún más reservada. A lo mejor por eso en casa no se hablaba nunca de política. Hasta que llegaron los nazis. Entonces sí que se habló, claro, aunque no le dimos demasiada importancia.
En aquellos tiempos, una familia numerosa no lo tenía nada fácil. Y mis padres tenían cinco hijos. Yo era la única chica. Habrían querido alguna niña más, pero siempre les nacían varones. Por aquel entonces no había manera de controlar estas cosas, era algo que se dejaba en manos del azar. Siendo la primera y única hermana, andaba siempre al retortero. Y tenía que responsabilizarme de lo que hacían mis hermanitos. “¡Deberías haber estado vigilándolos!”, me decían luego. Hoy, cuando me paro a pensar en ello, creo que a los niños de entonces no se los educaba muy bien. Se los traía al mundo, sí, se cuidaba de ellos y se les daba comida y algún juguete que otro, una pelota o una muñeca, pero de ahí no pasaba. A nosotros nos dieron una educación muy estricta. Teníamos que pedirlo todo por favor. Y nos caía algún bofetón de vez en cuando. En casa había un barullo continuo. Éramos una familia alemana normal y corriente.
De pequeña, al ser la mayor de cinco, tenía ciertas desventajas. Y cuando crecí y comencé a exteriorizar mis ilusiones y mis sueños, me topé con un muro cargado de sorna. “Claro, cariño —me decían en casa—. ¡Lo que no se te haya ocurrido a ti!” Nunca me tomaron muy en serio.
En casa llevábamos una vida muy modesta, pero nunca nos faltó el sustento. No recuerdo haber pasado hambre un solo día de mi infancia, como sin duda le ocurría a la multitud de parados e indigentes que inundaba el país.
En casa mi padre era el amo y señor. A mi madre le pedíamos muchas cosas, pero no se dejaba engatusar. “¡Pídeselo a tu padre!”, nos decía siempre. Más adelante mi padre llegó a ser un buen compañero, pero cuando yo era pequeña había que obedecerlo.
Aprendimos lo que estaba permitido y lo que no, y también que la desobediencia suponía castigos. Y eran terribles. A veces compraban manzanas que guardaban como oro en paño en un frutero, encima de la cómoda. ¿Y si un día faltaba una? Entonces comenzaba el interrogatorio: “¿Quién ha sido? ¿Quién ha robado la manzana? ¿Nadie? ¿Has sido tú? ¿Tú?”. Nos interrogaban a todos por separado, a todos menos a mí. “Bueno, si no ha sido nadie, no habrá más manzanas.” Así, hasta que alguno de nosotros se chivaba. “Antes he visto a Gerhard jugando al lado del frutero.” Siempre nos forzaban a acusarnos mutuamente.
Mi madre tenía la costumbre de guardar la calderilla en un tazón que había en el armario de la cocina. Era muy tentador alargar la mano y sisarle diez o veinte peniques. Uno de mis hermanos lo hizo una vez y luego apareció en casa con una piruleta gigante y delatora. ¡Hay que ver lo tontos que pueden llegar a ser los niños! Aquellas travesuras se castigaban de forma ejemplar. A veces nos zurraban a todos con el sacudidor. ¡Y dolía una barbaridad! Pero así era como se restablecía la paz familiar: mi padre estaba satisfecho de haber cumplido con su deber y a los niños no nos parecía tan horrible como para no volver a hacerlo.
La obediencia era el centro de nuestra vida; con amor y comprensión no se conseguía nada. Obedecer y hacer trampa, mentir y echarle la culpa a otro, de eso se trataba. Y así iban despertándose en los niños cualidades que en un principio no tenían.
En cualquier caso, no siempre reinaba el amor entre los niños que vivíamos apretujados en aquella casa. Todos recibíamos nuestro merecido. Yo, al ser niña, puede que no tanto. Pero a mí me decían: “Tú que eres la mayor tendrías que haberlo sabido”. Nunca dejaban de afearme mi falta de autoridad. Yo siempre era la responsable de lo que hacían mis hermanos.
Cuando tenía diez u once años recuerdo que hubo elecciones, y les preguntamos a mis padres qué habían votado, pero ellos no soltaron prenda: el voto era secreto. En casa no se hablaba de política, no nos interesaba en absoluto. Mi padre, que era de carácter muy reservado por naturaleza, ni siquiera nos hablaba de su juventud. Lo único que sabíamos es que él también había nacido en una familia numerosa. Mucho más tarde, después de su muerte, supe que su padre se había suicidado y que él había crecido en un orfanato de Dresde con sus hermanos. Me enteré por pura casualidad hará cuarenta años. Mi madre aún vivía y le pregunté si lo sabía. Me dijo que sí. Cuando le pregunté por qué no nos había dicho nada, me contestó: “Tu padre no quería que os lo contara”. Mi padre no quería, así que ella lo obedeció.
Mi abuelo había sido jardinero de la corte real de Sajonia; poseía incluso un título que lo corroboraba. Había cultivado una nueva variedad de fresa y lo recompensaron con un diploma y una propiedad estatal. El caso es que le dio por especular en la bolsa de flores de Ámsterdam y acabó perdiendo la propiedad, una casa con jardín muy bonita. Luego se tiró de un puente al paso de un tren, en Dresde, y dejó en la estacada a su mujer y a todos sus hijos. Mi abuela falleció poco después. Aquella tragedia familiar avergonzaba mucho a mi padre y no quería que la conociéramos. Yo me enteré por una prima mía al cabo de muchísimos años.
Recuerdo que en casa siempre decían que no teníamos dinero. Mi padre era decorador y tenía trabajo, lo que no dejaba de ser un lujo en aquellos tiempos. Así que siempre nos apañamos. A diferencia de tantos otros alemanes, tras la derrota en la Primera Guerra Mundial apenas pasamos hambre. Siempre había algo con que llenar el estómago. La comida era sencilla y frugal; eso sí, casi siempre verdura. Mi madre hacía unas menestras para chuparse los dedos, aún las echo de menos. Daba lo mismo si eran de col rizada, de repollo con comino o de judías verdes con tomate. El tomate era un verdadero lujo, pero también estaban ricas sin él. Y aun nos alcanzaba para un ganso en Navidad, eso era sagrado. Como también lo era la cerveza de papá. Y al llegar la Pascua a mamá le caía algún vestido nuevo.
Cuando yo tenía catorce años, a mis amigas les dejaban comprarse algún que otro conjunto o un abrigo. A mí no me lo consentían. Tenía que conformarme con prendas de segunda mano arregladas a medida. Mis padres sabían que no nos sobraba el dinero y que si alguno de sus hijos quería algo, los demás iban a exigir el mismo trato. Era una situación a la que nos habíamos acostumbrado.
La falta de dinero era un tema de conversación habitual, aunque nunca dejamos de pagar el alquiler. Y al acabar mis estudios de primaria, cuando la maestra les dijo a mis padres “la niña debería seguir estudiando, es muy lista”, tampoco hubo problema. A mi madre le costó mucho convencer a mi padre para que me pagara la secundaria, que creo que costaba cinco marcos al mes, pero acabaron por matricularme en el instituto y allí me quedé un año hasta que me saqué el diploma. Con eso podía uno plantarse. Para sacarse el bachillerato había que ir al liceo.
Pero eso a mis padres ni se les pasó por la cabeza. ¿Para qué? ¿Para mandarme luego a la universidad? ¿Quién iba a la universidad hace noventa años? Unos pocos elegidos. Y nosotros no pertenecíamos a esa élite, desde luego que no.
Cuando iba al colegio quería ser cantante de ópera o maestra. Los estudios se me daban tan bien que una señora rica le dijo un día a mi madre: “Señora Pomsel, ¿le importaría que su hija viniera a casa a hacer los deberes con mi hija Ilse? Yo de eso no entiendo, y mi niña no avanza, necesita un empujón”.
Ilse era amiga mía y yo estaba encantada de ayudarla a hacer los deberes. No es que la dejara copiar, la ayudaba de verdad y le explicaba las cosas. Mejoró muchísimo porque yo tenía con ella mucha paciencia y me gustaba ir a su casa. Su familia era muy rica: en cuanto llegaba, me servían un té o un café y algún dulce para acompañar. La madre era italiana y había sido cantante de ópera. Tenían un piano maravilloso y ella siempre nos cantaba algo, alguna aria famosa, y nosotras nos sentábamos fascinadas a escucharla. Guardo muy buen recuerdo de aquellas tardes. A mí me era mucho más fácil estudiar en casa de Ilse, además, porque en la mía había siempre mucho jaleo y no podía hacer los deberes en paz. Fue entonces cuando empecé a soñar con ser cantante de ópera. Supongo que al final no di la talla.
Al acabar la secundaria también cabía la posibilidad de ir a una escuela del hogar, pero ahí fue cuando mi padre se plantó: “Hasta aquí hemos llegado, eso no lo pienso pagar. A cuidar del hogar se aprende en casa, no en la escuela. Qué tanto estudio ni qué leches”. Así que tras el primer curso de secundaria se acabó la escuela.
Al principio me quedé en casa ayudando a mi madre, pero eso no tenía mucho futuro. Qué horror. La cocina me daba repelús, y para mi madre era casi un alivio mandarme a quitar el polvo por la casa, porque en la cocina yo no daba ni una, era un verdadero desastre. Ella insistía en que aprendiera algún oficio, aunque a mí lo que me apetecía era trabajar en una oficina. Me daba igual en cuál, con tal que fuera una oficina.
Cuando veía a las chicas que tenían trabajos de oficina, a aquellas secretarias, oficinistas o comerciales de compañías de seguros, me parecían lo más atractivo del mundo: quería ser como ellas.
Así que me puse a buscar ofertas de empleo en el Berliner Morgenpost, que ya existía en aquel entonces. “Se busca señorita trabajadora para prácticas de dos años”, decía un anuncio. El despacho estaba en Hausvogteiplatz, un barrio muy elegante donde vivía la clase alta. Podía presentarme hasta la una de la tarde, así que cogí un tranvía y me fui a Kurt Gläsinger y Cía, en la Mohrenstrasse. Era una casa preciosa, muy elegante, con alfombras rojas y ascensor. Pero yo subí por las escaleras, que estaban alfombradas de lujo. Entré en un despacho muy bonito y espacioso donde me esperaba el señor Bernblum, un procurador judío. Era un hombre muy severo, todo un personaje. Había tres o cuatro chicas más y una de nosotras iba a llevarse la vacante. El señor Bernblum me apretó las clavijas. Me hizo varias preguntas y luego me dijo: “Muy bien, aquí está su contrato de prácticas. Necesito que lo firme uno de sus padres, porque usted es aún menor de edad. ¿Podría volver con su padre o con su madre?”.
Volví a casa emocionada y se lo conté a mi familia. ¡Menudo sermón que me soltó mi padre! “¡La muy sinvergüenza se va a buscar trabajo sin preguntarnos siquiera! ¿Y quién te ha dado el dinero para el billete?” Al final mi madre se avino a acompañarme y firmó un contrato de dos años por la friolera de veinticinco marcos al mes.
En Kurt Gläsinger y Cía estuve haciendo toda clase de recados y tareas de administración, y por las noches iba a la Escuela Superior de Comercio, donde me matriculé en un curso básico de contabilidad. Lo único que allí no me sirvió fueron mis conocimientos de taquigrafía, que más tarde, en cambio, me abrirían las puertas de la radio y el Ministerio de Propaganda. Pero dominaba la taquigrafía antes de comenzar las prácticas. Siempre acababa la primera en la escuela y era porque estaba locamente enamorada de mi profesor. Aunque él no me hacía ni caso.
Estuve trabajando dos años en el despacho de Bernblum. Lo mejor era el camino al trabajo. Tomaba el tranvía en el barrio de Südende hasta Potsdamer Ringbahnhof y desde allí iba caminando hasta la Leipziger Platz. Era un paseo de media hora. Y si en vez de tomar la Mohrenstrasse enfilaba hacia la Leipziger Strasse, podía ver unas tiendas preciosas. Eran boutiques de categoría, con sus escaparates inaccesibles, llenos de cosas que imaginaba que nunca podría permitirme. Aun así, me encantaba ver todos aquellos vestidos y soñar despierta.
Y en la empresa, el trabajo también era bastante entretenido. Me lo aprendí todo de pe a pa y hacia el final de las prácticas hasta me dejaban atender el teléfono. En casa teníamos teléfono desde hacía algún tiempo, pero los niños lo teníamos prohibido. Además, ¿a quién íbamos a llamar? Ni siquiera sabíamos a quién. ¿Quién tenía teléfono en aquellos años? “Señorita Pomsel, hágame el favor de llamar a la empresa Schulz & Menge”, me decía el señor Bernblum. Y yo buscaba el número bajo su supervisión, con manos temblorosas, hasta que lo encontraba. “Al habla la centralita de Südring”, decían. “Póngame con la centralita de Nordring, por favor”, les pedía. “¿Qué número?”, me preguntaba otra operadora. Yo le decía el número y finalmente me ponían con la empresa. Y cuando descolgaban tenía que decir: “Póngame con el señor Fulano, de parte del señor Mengano, por favor”. Para alguien que nunca había tenido contacto con un aparato como aquel, hacerlo tenía su dificultad, aunque ahora esto resulte difícil de imaginar. Hoy son los móviles los que me ponen negra.
Pero yo era muy aplicada, siempre lo fui. Es algo que llevo dentro. Ese no sé qué prusiano, cumplidor, puede que un poco sumiso. Nos venía de familia y había que aceptarlo, no había más remedio. Lo cierto es que en aquel tiempo las cosas solo funcionaban con cierta severidad. Todo había que pedirlo y los niños no tenían dinero a su disposición. No había paga, como ahora. Algo sí que nos daban de vez en cuando. Bueno, a mí me daban algo de dinero porque fregaba los platos de toda la familia. Y no era tan sencillo como hoy, que se abre un grifo y listo. Primero tenía que calentar unos hervidores pesadísimos. Y había dos pilas: en la primera la vajilla se lavaba con sosa, en la segunda se enjuagaba y luego había un sitio para dejarla secar. Era mucho trabajo y por ello recibía mi paga. Creo que era de dos marcos al mes. Por eso el cambio a las prácticas fue tan importante para mí.
Al terminar mi segundo año de prácticas, el señor Bernblum me ofreció renovar el contrato y subirme el sueldo a noventa marcos mensuales. Tuve que consultárselo a mis padres, porque aún no había cumplido los veintiuno. “¿Noventa? Ni hablar —dijo mi padre—, eso es una miseria. ¡Pídele cien!”
Al día siguiente le dije al señor Bernblum que mi padre insistía en que cobrara cien. “Pues lo lamento, pero en ese caso tendré que despedirla”, me dijo. Y eso hizo. “Muy bien, nuestra hija ya se buscará otra cosa”, replicó mi padre.
Por primera vez tuve que ir a la oficina de empleo, donde me registraron como parada y me dieron varias direcciones donde presentarme. Durante una temporada trabajé en una librería. Leer me encantaba, aunque aún no había leído mucho. Y me pagaban los cien marcos mensuales que exigía mi padre. Aquel fue el gélido invierno de 1929 y yo había cumplido dieciocho años. Era un trabajo espantoso. En aquella librería siempre hacía frío. Encendían la calefacción muy tarde y los demás empleados eran gente simplona y arisca. Me sentía muy desgraciada.
Pero entonces mi padre se encontró en la calle con un vecino, el doctor Goldberg, un judío que era corredor de seguros. Se preguntaron cómo estaban, cómo iba el negocio y qué hacían sus respectivos hijos. “Hilde se ha hecho mayor, ya está trabajando”, le dijo mi padre. “¿Y a qué se dedica?” Cuando mi padre se lo explicó, el señor Goldberg le dijo: “¿Sabe qué? Mi secretaria se casará dentro de poco y dejará el despacho. ¿Por qué no le dice a su hija que pase a verme un día? Siempre ha sido una niña muy espabilada”.
Al día siguiente fui a su casa para presentarme como una adulta. Lo había visto muy pocas veces y siempre lo saludaba con el respeto de rigor. Ni siquiera sabía si se acordaba de mí. “Bueno, vamos a probar —me dijo el doctor Goldberg—. Los seguros son todo un mundo y no va a conocerlo al dedillo en dos días, pero aprenderá muchas cosas.” Empecé a trabajar para él a mediados de 1929.
Fue una época apacible y hermosa. Durante los dos primeros años el doctor Goldberg celebró muchas fiestas en su casa. Vivía en un piso gigantesco dentro de una mansión e iba gente de muchísimo dinero. Recuerdo la fiesta del cincuenta cumpleaños de su mujer, que fue de temática medieval. Mi padre lo ayudó a construir los decorados. “Su hija podría venir y hacer de aprendiza de zapatero”, le dijo a mi padre cuando acabaron de montarlo todo. Yo conocía a muchos de sus amigos de hablar con ellos por teléfono, así que cuando mi padre me preguntó si quería ir, acepté encantada y me disfracé de aprendiza de zapatero. Todos los invitados eran judíos. El doctor Goldberg tenía unas ideas geniales. La fiesta empezó por la tarde y duró toda la noche. Yo me quedé hasta el amanecer, vestida con mis pantalones cortos y mi chaquetita con pluma y con dos botas remendadas al hombro. Fue maravilloso.
Con el tiempo aprendí bastante sobre pólizas de seguro y vi que en aquel negocio había mucho embuste. Y mucho dinero, dinero a espuertas. Menos para mí, claro, que volvía a cobrar noventa marcos al mes. Era el sueldo habitual de las secretarias, aunque durante los cuatro años que trabajé para el doctor Goldberg fue subiéndome el sueldo, que llegó a ser de ciento veinte marcos mensuales en 1932.
Pero a finales de aquel año tuvo que reducirme el contrato a media jornada porque los negocios iban de capa caída. Si las cosas seguían así, no tendría más remedio que liquidar la empresa, vender su casa y marcharse de Alemania.
Me redujo la jornada a cinco horas, de ocho de la mañana a una de la tarde. Y con lo que me pagaba no podía ahorrar nada, estaba siempre en las últimas.
Por aquel entonces yo tenía un novio que se llamaba Heinz y estudiaba en Heidelberg. No estábamos muy enamorados, la verdad, pero fue el primer novio que tuve. Todas mis amigas tenían novio y yo era la única desparejada, así que me dieron un empujoncito. Fuimos juntos a un té con baile en el que él también estaba y allí nos liaron. Heinz no tenía dinero, su padre no le daba más que una miseria porque no aprobaba que se hubiese puesto a estudiar en vez de trabajar en la empresa familiar. Y yo también estaba a dos velas. De lo poco que ganaba tenía que entregar una parte en casa, aunque fueran cinco marcos, y para mis gastos no me sobraba casi nada. Cuando quedaba con Heinz solíamos ir a pasear, ni siquiera íbamos al cine porque él habría tenido que invitarme y no le llegaba. Yo tampoco podía invitarle, eso entonces no se llevaba. Cuando íbamos a tomar un café era él quien pagaba la cuenta, como mandaban los cánones. A mí ni se me habría ocurrido pagar. Si salías a comer o a tomar un café o a lo que fuera con un hombre, tenías que dejarte invitar. El trabajo y el sueldo de ese hombre eran lo de menos. ¡Qué absurdas eran las normas de entonces! Y las cumplía todo el mundo sin rechistar.
Un día —eso fue antes de 1933— Heinz sacó dos entradas para el Palacio de los Deportes de Berlín. Era un sitio fabuloso: había combates de boxeo, carreras de patinaje sobre hielo, de todo... El Palacio de los Deportes era famoso por sus espectáculos. Así que fui muy ilusionada, porque no sabía lo que me esperaba.
Lo que me esperaba era un montón de hombres malolientes sentados en una grada, aguardando a que pasara algo. Y Heinz y yo esperamos con ellos hasta que salió la banda y tocó una marcha rimbombante. Hasta ahí todo bien, pero luego subió al estrado un gordinflón vestido de uniforme que resultó ser Hermann Göring y nos soltó un discurso que a mí me dejó completamente fría. ¡Política! ¿Para qué? Además, la política no tenía por qué interesarle a una mujer. “A mí no me vuelven a ver el pelo en algo así —le dije a Heinz al salir—. ¡Qué tostón!” Y estoy segura de que me respondió: “Ya me lo suponía”. Ni siquiera trató de explicarme que habían fundado un partido que se proponía librar a Alemania de los judíos ni nada parecido.
Antes de 1933, nadie les prestaba ninguna atención a los judíos, todo eso se lo sacaron de la manga los nazis. El nacionalsocialismo nos inculcó que eran otra clase de personas. Y luego eso desembocó en el programa de exterminio. Nosotros no teníamos nada en contra de los judíos. Al contrario. Mi padre estaba muy contento de tener clientes judíos. Casi todos tenían dinero y pagaban bien. De niños jugábamos con sus hijos. Había una niña, Hilde, que era muy maja. Y en la casa vecina había un niño judío de mi edad con quien también jugábamos de vez en cuando. Y luego estaba nuestra querida Rosa Lehmann Oppenheimer con su tienda de jabón, también me acuerdo de ella. Vamos, que ni se nos pasó por la cabeza que pudiera haber algún problema con los judíos. De pequeños, desde luego que no. Y cuando llegó el nacionalsocialismo tampoco lo vimos venir. Estábamos demasiado ocupados aplaudiendo a nuestro querido Führer. ¿Y por qué no? Hasta 1933 poquísima gente se había parado a pensar en los judíos. Lo primero era conseguir un trabajo y unos ingresos. En la guerra lo habíamos perdido todo y con el Tratado de Versalles nos habían tomado el pelo, como luego nos hicieron comprender.
En general, no teníamos la menor idea de lo que nos esperaba con Hitler al timón.
Entretanto, Brunhilde Pomsel seguía llevando una vida despreocupada, sin sospechar siquiera que pronto ocuparía un puesto de trabajo en el mismísimo centro del poder de la dictadura nacionalsocialista, un empleo que le cambiaría la vida.
Heinz pensaba que yo era un poco boba para entender de política, un poco inmadura. Aunque entre nosotros esto tampoco era motivo de discusión. A mí me bastaba con tener un chico con quien quedar los domingos. Nos acercábamos en metro a alguna parte, tomábamos un café y nos íbamos a su casa. Era un lujo poder estar un rato a solas con él. Luego solía quedar con mi grupo de amigos. Los chicos de mi pandilla eran todos muy guapos y uno de ellos tenía una moto. Salir en moto a las afueras era una auténtica experiencia. Sin embargo, era todo muy inofensivo. Los chicos hablaban alguna vez de política entre ellos, pero a las chicas todo eso nos traía al fresco, desconectábamos en el acto. Uno de aquellos chicos era del Partido Comunista. Con lo guapo que era y va y nos sale comunista... Aun así, era un bombón y nos caía bien. Los demás debían de ser todos nazis o nacionalistas.
A veces me paro a pensar en ello y me pregunto por qué iba a reprocharme a mí misma que la política no me interesara. Porque es posible que aquello fuera para bien: quizá el idealismo de la juventud me hubiera arrastrado a un bando donde habría acabado mal. En aquel entonces yo era muy influenciable. Menos mal que mi círculo de amigos era diferente. No eran todos nazis convencidos, como tantos otros jóvenes. Eran hijos de padres adinerados y vivían en las nubes: ninguno tenía trabajo y estaban pendientes de matricularse en la universidad, si finalmente se decantaban por los estudios. Desde luego, sus padres se lo podían permitir, porque la mayoría de ellos eran importantes hombres de negocios. Tenían sus villas en el barrio de Südende y unos hijos de entre veinte y veintitrés años que ni siquiera se habían planteado ponerse a trabajar, al menos por el momento. Se dejaban llevar. Así eran mis amigos: chicos guapos, simpáticos, con los que era agradable pasar el rato. Y siempre había alguna excusa para celebrar algo, fiestas de todo tipo. Cada año los institutos celebraban la fundación de esto o lo otro. Las fiestas solían montarse en el Parkrestaurant de Südende, un lugar de encuentro ideal junto a un lago con muchos árboles y unas cuantas barcas.
En invierno el lago se helaba y se convertía en una pista de patinaje. Tenía además un gran restaurante y un bonito pabellón de fiestas para celebraciones y bailes. No hacía falta mucho dinero, la cerveza costaba veinte peniques. Lo importante era juntarnos en un bar. Ninguno de aquellos jóvenes estaba muy politizado, ni uno solo. Aunque es cierto que tampoco había ningún judío. Salvo Eva Löwenthal, mi amiga, que a veces se unía a la pandilla.
La política nos aburría. Cuando oigo lo que dicen las muchachas de hoy en día y veo con qué fuerza expresan su opinión, pienso: “¡Dios santo, qué diferencia!”. A veces, más que tener cien años, me parece que son ya trescientos. La forma de vivir es completamente distinta.
A finales de 1932 Brunhilde Pomsel conoció a Wulf Bley, que más tarde trabajaría como locutor radiofónico. Fue un encuentro decisivo porque, tras el asalto de Hitler al poder, él le abrió las puertas de la radio y, más adelante, del Ministerio de Propaganda de Joseph Goebbels. El escritor y locutor Wulf Bley (Berlín, 1890-Darmstadt, 1961) se afilió al Partido Nacionalsocialista y las SA en 1931. Hoy se lo recuerda principalmente por haber retransmitido la gran procesión de antorchas que cruzó la Puerta de Brandemburgo el 30 de enero de 1933 y, más tarde, los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936.
Mi novio Heinz tenía un amigo escritor que había sido subteniente de las fuerzas aéreas durante la Primera Guerra Mundial. Heinz sabía que yo solo trabajaba media jornada en el despacho del doctor Goldberg y, como el amigo de Heinz quería redactar sus memorias y necesitaba a alguien que las pasara a máquina, me recomendó. Su amigo se llamaba Wulf Bley y era un tipo encantador que vivía cerca de casa y tenía una mujer y un hijo muy simpáticos. Cuando iba a verlo me invitaban primero a un café, charlábamos un poco y luego me ponía a mecanografiar sus pensamientos. Y una cosa llevó a la otra. El señor Bley tenía un amigo, el capitán Busch, que vivía en Lichterfelde y también quería escribir sus memorias. Era un hombre muy generoso. Así que comencé a ir a su casa, donde me quedaba trabajando hasta la hora de la cena. Luego uno de sus hijos me llevaba a casa en coche. Era gente de dinero y por poco me hago rica yo también con aquellos trabajitos. Así que a finales de 1932 pasaba las mañanas en casa del doctor Goldberg, un empresario judío, y algunas tardes en casa de Wulf Bley, un veterano de guerra afiliado al Partido. Más de una vez me han preguntado si no me parecía contradictorio trabajar para un judío y un nazi a la vez. La verdad es que no. Yo era entonces una de las pocas personas que aún tenía trabajo. Casi todas mis amigas se habían ido al paro, como tantísima gente en aquella época. Yo llevaba casi cuatro años trabajando para el doctor Goldberg y estaba muy a gusto. Eso fue antes del 33, claro. Luego todo cambió de golpe.
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