Cuando fundé el diario “La Opinión” hacia fines de 1970, hacía 24 años que era periodista político en diarios, revistas, radio y televisión. El primer número apareció el 4 de mayo de 1971 y fui arrestado en abril de 1977. En ese lapso gobernaron la Argentina—por así decir—seis presidentes. Bajo todos sus gobiernos, “La Opinión” fue sancionada con diversas medidas de facto, judiciales, ataques con bombas colocadas en las oficinas o en mi casa, el asesinato o desaparición de algunos de sus periodistas, y finalmente mi arresto y confiscación del diario por el Ejército. La forma más suave de sanción fue la económica, ya que la Argentina—aunque se ignore en el mundo—es un país de economía estatal casi en un 70 por ciento, y la publicidad de las empresas estatales constituye una parte decisiva del paquete de publicidad que necesita un diario para consolidar su situación. Los sucesivos gobiernos suspendían la publicidad estatal a “La Opinión” cada vez que les molestaba alguna información. Uno de los gobiernos incluso inventó un mecanismo maquiavélico; controlaba la asociación de distribuidores de diarios, y logró que éstos solicitaran a “La Opinión” cantidades de ejemplares superiores a las que podían colocar en el mercado: si el diario no lo hacía, los liberaba del compromiso de distribuir “La Opinión”; entregarles esas enormes cantidades de ejemplares innecesarios, obligaba a excesivos gastos de producción. Cada vez que se producían estas sanciones económicas, “La Opinión” recurría a sus lectores, aumentaba el precio de venta al público, y se convirtió en el diario de más alto precio en el país, con lo cual no dependía como los otros de la publicidad pública o privada.
Curiosamente, “La Opinión” era un diario moderado. Se lo comparaba mucho a “Le Monde”, pero en relación a las posiciones ideológicas del diario francés, podría decirse que “La Opinión” era un periódico típicamente liberal. Por cierto que cometía diariamente lo que en la Argentina podría considerarse el pecado capital: utilizaba el lenguaje preciso que definía las situaciones, las informaciones eran comprensibles y directas.
¿Se podría decir que “La Opinión” era atacada por un problema semántico? No. Pero la semántica es el medio utilizado en la Argentina para no ver en toda su dimensión los problemas que la afectan. Los diarios escriben en clave, prácticamente, con eufemismos, circunloquios, y del mismo modo hablan sus líderes, políticos, intelectuales. Se puede tener la impresión que la Argentina es un rico heredero que dilapida la fortuna heredada—acumulada por la generación que gobernó entre 1860 y 1930—, pero que por todos los medios trata de ocultar que la fortuna se acaba y que nadie se esfuerza por recomponerla. En este sentido, “La Opinión” era realmente provocativa: en más de una ocasión publicaba informaciones aparecidas en otros diarios, completamente incomprensibles para quienes no estaban en el círculo íntimo de conocedores del tema, y se dedicaba a explicar el significado de cada frase, su verdadero sentido y contenido. Ocurrió así que por explicar una información aparecida en un diario provincial cinco días antes sin que se hubieran tomado medidas contra ese diario, la presidente Isabel Perón clausuró “La Opinión” por diez días. Asimismo, por publicar en forma explicativa un artículo aparecido en una revista de la Orden de los jesuitas, el presidente Videla clausuró “La Opinión” por tres días a pesar que la revista católica no fue siquiera confiscada.
Los dirigentes de la Argentina, cuando ejercían alternativamente el poder, querían que se los viera como al rostro de Dorian Gray, y “La Opinión” era el espejo oculto en el altillo que aparecía todos los días en la calle en manos de miles de lectores y presentaba el verdadero rostro de Dorian Gray.
La semántica de los tres factores de poder que dominan la Argentina—peronistas, sindicatos y Fuerzas Armadas—constituye una de las aventuras más curiosas en el ejercicio de la política. Por cierto que en esencia no es una novedad si uno piensa en las experiencias acumuladas por el fascismo y el comunismo en cuanto a la utilización del idioma, y los lemas, para la estructuración de una realidad que se contradecía a cada paso en los hechos. Pero el fascismo y el comunismo son fenómenos políticos de una gran magnitud, que englobaron o engloban a países con vastos intereses geopolíticos, intereses mundiales. La aventura semántica de estas ideologías tiende no sólo a crear una realidad interna en sus propios territorios, sino también un instrumento maleable, ágil, de penetración internacional. Pero, ¿por qué se produce un fenómeno así en un país relativamente pequeño, casi sin crecimiento demográfico ni económico, con 25 millones de habitantes sobre 3.000.000 de kilómetros cuadrados, que podría pacíficamente vivir de su riqueza, casi con un aburrimiento mayor que los mismos suizos?
En una conferencia del Fondo Monetario Internacional, un economista brasileño que estoy convencido prefiere que no lo nombre, definió del siguiente modo las diferentes categorías de economías en el mundo: 1) Los países desarrollados; 2) Los países subdesarrollados; 3) Japón, ya que esas pequeñas islas sin recursos naturales ni materias primas, con un permanente boom demográfico, convertidas en potencia industrial, constituyen una categoría por sí misma; 4) La Argentina, porque los japoneses trabajan y ahorran duramente durante años para algún día vivir como los argentinos, que no trabajan ni ahorran.
Juan Domingo Perón solía decir que “la violencia de arriba engendra la violencia de abajo”. Una frase que podría encontrarse en cualquier investigación sobre los sentimientos agresivos de las poblaciones de menores recursos extraída de Harvard, o del M.I.T., o del Hudson Institute. Una frase liberal, una ecuación sociológica, que en cualquier país organizado sólo puede desatar una polémica sobre las formas en que ese sentimiento puede ser erradicado mediante planes de vivienda, educación o salud pública. Pero en la Argentina rápidamente la juventud peronista comprendió lo que Perón quería decir: que aprobaba la violencia, el terrorismo, que daría su apoyo a todo asesinato, secuestro, atentado encuadrado en los objetivos de conquista o reconquista del poder por parte del peronismo.
Otra de las frases que constituyeron una clave política importante en los últimos diez años de la Argentina, la tomó Perón de Pericles: “Todo en su medida y armoniosamente”. Encontré esa misma frase en un artículo de Nahum Goldmann que publicó “La Opinión”. Es una sentencia serena, suena tranquilizadora, no es difícil de entender y gustar. Justifica un proceso político realizado cuidadosamente para que produzca la menor cantidad posible de situaciones críticas. Pero los peronistas, y los argentinos todos, entendieron rápidamente de qué se trataba: todo aquél que se oponía a los mecanismos tácticos establecidos por Perón era ejecutado por los muchachos, empujados desde abajo por la violencia de arriba. Esos muchachos que, lógicamente, consideraban la frase de Pericles algo así como una estrategia revolucionaria nada diferente a la etapa de Fidel Castro en Sierra Maestra o de Mao Tse Tung en las montañas de Yenan después de la Larga Marcha. La “medida” eran las órdenes de Perón, y “armoniosamente”, la metralleta.
Otra frase de Perón en su infinita creatividad semántica fue: “La única verdad es la realidad”. Podría parecer una incitación a estudiar con prolijidad y cuidado los datos de la realidad para encontrar los caminos pacíficos y sobrios hacia la solución política. Sin embargo, su aplicación constituyó la base de la intolerancia peronista a toda solución que no fuera el predominio de sus hombres, sus esquemas, su rigidez totalitaria, la justificación de los actos más irracionales en el campo de la economía, la cultura, la política, ya que resultó que la única realidad debía ser el peronismo por ser mayoritario, y la única verdad la forma de vida peronista.
La forma de lucha de los otros partidos políticos también era una aventura semántica: negociar sin contradecir, esperar la inevitable crisis y deterioro del oficialismo antes que ejercer una oposición que permitiera que la crisis, una vez llegada, no explotara como una granada en el rostro de la Argentina. Los diarios antiperonistas utilizaban eufemismos para ejercer su crítica, de modo que entendieran sólo los protagonistas del juego, pero no los lectores, y “La Opinión” -de los diarios en castellano—se esmeraba, o suicidaba, exponiendo todos los días el rostro verdadero de Dorian Gray.
Algo similar ocurrió, lógicamente, con el gobierno militar cuando el peronismo fue derrocado. La revolución contra la presidencia de Isabel Perón encontró en “La Opinión” a su principal abanderado, ya que el diario insistía en la necesidad de cubrir el vacío en que vivía el país. Los militares estaban dispuestos, en las largas conversaciones que los redactores de “La Opinión” mantenían con sus jefes, a que la revolución se hiciera para terminar con la violencia de izquierda y derecha por los organismos legalmente constituidos, que fuera superado el peligro de la hiperinflación. Lograr la paz que, por otra parte, todo el país anhelaba. “La Opinión” daba forma todos los días—durante el último año del gobierno de Isabel Perón—a esos principios, y cuando por fin en marzo de 1976 los militares tomaron el gobierno, todo el país, incluso los peronistas, suspiraron aliviados.
Pero nuevamente la semántica corría paralela a una realidad que la contradecía todos los días. El gobierno del general Videla se esmeraba en producir hechos pacíficos, hablaba de paz y comprensión, sostenía que la revolución no se había hecho contra nadie en particular, contra ningún sector en especial. Pero los jefes militares organizaron rápidamente sus feudos, cada uno se convirtió en un señor de la guerra en la zona que estaba bajo su control, y se pasó del terrorismo caótico, anárquico, irracional de la guerrilla izquierdista y los escuadrones de la muerte fascistas, a un terrorismo sistematizado, orgánico, racionalmente planificado. Cada jefe de una región militar tenía sus propios presos, sus propias cárceles, su propia justificación, y el poder central no podía siquiera solicitar la libertad de una persona cuando alguna presión internacional se lo imponía: toda persona cuya libertad era solicitada, en esos años de 1976-77-78, por medio del poder central o de la Iglesia Católica, o de alguna otra organización internacional, era inmediatamente “desaparecida”. La única posibilidad consistía, algunas veces, en detectar a la persona en cuestión en alguna cárcel clandestina, y luego formular el pedido señalando que a tal hora, tal día, había sido vista con vida en tal lugar.
Cuando el gobierno se veía obligado a admitir algunos excesos en la represión, la formulación semántica de dicha autocrítica parecía más bien dar a entender que a algún pabellón de presos se lo había dejado una noche sin comer. Cuando algún jefe militar hacía referencia a los que “se fueron para siempre”, parecía más bien una frase melancólica destinada a recordar a quienes emigraron a lejanas tierras, a otros continentes, para reconstruir sus vidas. La aventura semántica de pronto podía incluso alcanzar ribetes payasescos. Cuando el vocero del Departamento de Estado en Washington, Thomas Reston, expresó la preocupación de su gobierno por el allanamiento de las sedes de algunas organizaciones de defensa de los derechos humanos en la Argentina, la respuesta de uno de los ministros señalaba que también el gobierno argentino estaba preocupado y podría protestar por la existencia del Ku Klux Klan en Estados Unidos. Los comentaristas de diarios, radio y televisión subrayaron la importancia de esa actitud soberana de la Argentina. ¿Cómo explicar que el Ku Klux Klan no forma parte del gobierno norteamericano, no ocupa un asiento en el gabinete de Carter, mientras que en la Argentina los moderados de la Revolución militar no habían logrado todavía arrancar al Ku Klux Klan local el control de la seguridad, la represión y, muchas veces, el ejercicio de la justicia oficial y paralela?
Los moderados . . . Si “La Opinión” pudo subsistir durante el primer año del gobierno militar, entre marzo de 1976 y abril de 1977 fue precisamente porque los moderados de las Fuerzas Armadas consideraban que esa tribuna crítica pero no opositora, que luchaba contra el terrorismo pero defendía los derechos humanos, debía subsistir. La subsistencia de “La Opinión” era un crédito para el exterior, elaboraba la filosofía de la futura reconstrucción nacional, sostenía la tesis de la unidad nacional, estaba dispuesta todos los días a enfrentar los excesos de los duros. Pero los moderados constituían en esos primeros años la minoría en las Fuerzas Armadas, y sólo su habilidad política les permitía permanecer dentro del proceso que se vivía. Los partidos políticos, casi todas las instituciones civiles, la Iglesia Católica, los gobiernos occidentales que mayores relaciones tenían con la Argentina, estimaron que la mejor estrategia era la paciencia, esperar que el transcurso del tiempo deteriorara a los duros, y mientras tanto no plantear demasiadas exigencias a los moderados.
Elaborado aquí, en el papel, no es un tema difícil. La elección parece inevitable. Pero en mi oficina de director de “La Opinión”, todos los días tenía que tomar resoluciones difíciles sobre cómo encarar esa distinción entre duros y moderados cuando aparecían los familiares de los desaparecidos y suponían que “La Opinión” podía ayudar a encontrarlos. Más de una vez tuve que explicarles que seguramente una publicación de “La Opinión” podía significar una condena a muerte, pero de todos modos la soledad en que se encontraban, la falta de toda noticia, les hacía creer que era mejor dar la noticia sobre la desaparición. Al menos los fortalecía a ellos en su soledad y en la lucha que afrontaban. No creo poder hacer un balance. Sé que salvé la vida de algunos y creo que otros fueron asesinados sólo porque “La Opinión” reclamó se diera a conocer su paradero. Pero pienso que a la larga, la batalla había que darla para que al menos hubiera una batalla, por más embrionaria que fuera. Hay quienes sostienen que contra la represión totalitaria—fascista o comunista—sólo es posible la clandestinidad o el exilio. Las dos cosas estaban fuera de mi filosofía. Pensé entonces que había que dar un paso más adelante y atacar directamente a los líderes de los grupos militares más duros. Fue uno de esos grupos, quizás sin conocimiento del presidente Videla ni del gobierno central, el que me secuestró.
¿Cómo juzgar entonces a los moderados? Los moderados estuvieron, están y estarán contra todos los excesos. Pero no se opusieron a ninguno. ¿Por no tener fuerzas para hacerlo? Simplemente, decían que dejaban hacer lo que no podían evitar. Recuerdo aún la frase del jefe del Estado Mayor del Ejército a un diplomático que se interesó por mi suerte cuando fui arrestado: “Timerman no es un delincuente, pero es mejor no verse involucrado en el tema. No se meta”. Resultaba así que el apoyo a los moderados, aceptando su inmovilismo y todos los excesos de los duros, constituía un verdadero salto en el vacío, ya que en otros países esa actitud había conducido a que Hitler tuviera el camino libre para la toma del poder en Alemania, y los comunistas se apoderaran de la juvenil y romántica revolución de Sierra Maestra, en Cuba, contra la dictadura de Fulgencio Batista.
Creí que el apoyo a los moderados tenía que ser un ejercicio de presión pública más que un ejercicio de paciencia. Los gobiernos occidentales no lo entendieron así, tampoco la Iglesia, ni los partidos políticos argentinos, ni los demás diarios argentinos. Pero quedó establecido que la impunidad era cuestionada, al menos por alguien. Hoy es difícil precisar la importancia de ese acto de conciencia de “La Opinión”, pero seguramente podría ser mejor apreciado cuando se contemple en el futuro ese hecho, con una mejor perspectiva.
Se podría decir que mi libertad actual es un resultado de la paciencia ejercida por los moderados. Pero pienso que las concesiones hechas por los moderados a los duros, en mi caso, han causado un daño a la Argentina en el escenario internacional que hubiera debido ser motivo para que los moderados se decidieran a dar una batalla más explícita contra los duros, considerando además que en esa batalla hubieran sido acompañados por la minoría del Ejército, es cierto, pero por la mayoría de la población, los partidos políticos y las instituciones civiles. Creo que los moderados hubieran ganado la batalla y la Argentina se hubiera ahorrado años de tragedia.
Me secuestró el sector duro del Ejército. Desde el primer momento el presidente Jorge Rafael Videla y el general Roberto Viola intentaron convertir mi desaparición en arresto, para salvar mi vida. No lo lograron. Pero salvé la vida porque ese sector duro era también el centro de operaciones nazi en la Argentina. Desde el primer interrogatorio, estimaron que habían encontrado lo que hacía tanto tiempo buscaban: uno de los Sabios de Zion, eje central de la conspiración judía contra la Argentina.
Pregunta: ¿Es usted judío?
Respuesta: Sí.
Pregunta: ¿Es usted sionista?
Respuesta: Sí.
Pregunta: ¿”La Opinión” es sionista?
Respuesta: “La Opinión” apoya al sionismo porque considera que es el movimiento de liberación del pueblo judío. Considera al sionismo un movimiento de altos valores positivos, cuyo estudio permite comprender muchos problemas de la construcción de la unidad nacional en la Argentina.
Pregunta: ¿Pero entonces es un diario sionista?
Respuesta: Si usted lo quiere poner en esos términos, sí.
Pregunta: ¿Viaja a menudo a Israel?
Respuesta: Sí.
Pregunta: ¿Conoce al embajador de Israel?
Respuesta: Sí.
Las manos esposadas a la espalda, los ojos vendados, el primer interrogatorio fue después de varias horas de haber estado de pie. Pero para los interrogadores fue como un deslumbramiento. ¿Para qué matar a la gallina de los huevos de oro? Mejor hacerlo cabeza del más importante proceso contra la conspiración judía internacional. Esto salvó mi vida. A partir de ese momento, y reconocido oficialmente mi arresto, los moderados intentaron durante dos años liberarme, e incluso cuando 30 meses después mi libertad llegó, la misma fue aprovechada como pretexto por los duros para intentar una revolución que expulsara a los moderados del poder. Una revolución que concluyó en una ridícula payasada en la ciudad de Córdoba.
Visto así, se podría decir que los moderados tenían razón. Creo que no. Que podían haber dado la batalla contra los duros mucho antes, que tenían y tienen más fuerza de la que creen, y que miles de vidas se hubieran salvado. Por otra parte, es difícil formular cuestiones tácticas, cuando tantos inocentes perdían la vida.
Salvé la vida porque los nazis eran demasiado nazis; porque creían, como me dijeron, que había comenzado la tercera guerra mundial, y que gozaban de toda la impunidad imaginable. Uno de los interrogadores, conocido como el Capitán Beto, me dijo “Sólo Dios da y quita la vida. Pero Dios está ocupado en otro lado, y somos nosotros quienes debemos ocuparnos de esa tarea en la Argentina”.
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