“Preso sin nombre, celda sin número”: capítulo 2

Infobae reproduce el histórico libro en el que el periodista Jacobo Timerman denunció en 1981 a la dictadura militar argentina, luego de ser secuestrado, torturado y obligado a dejar su país. Las obras que ilustran los textos son del artista argentino Carlos Alonso

"Caníbal", de Carlos Alonso. 90x90, técnica mixta sobre tela, año 2011. Crédito fotográfico, Pablo Alonso.

Durante mucho tiempo se podía suponer, con buena voluntad y algo de liberalismo, que Lenin había preanunciado el futuro de Rusia y la construcción del socialismo tal como se estaba llevando a cabo. La muerte de Stalin, el discurso de Jrushov en el XX Congreso Comunista y el conocimiento de la existencia de los Gulags, nos convencieron de que quizás el punto de referencia más lógico para la realidad rusa volvía a ser Dostoyevski. Algo similar ocurre en la Argentina: de pronto todos los conocimientos y exploraciones de su historia y de su presente, todas las predicciones sobre su futuro, se aclaran en un libro relativamente breve, una extraña novela de fines de la década del 20, de Roberto Arlt, titulada Los siete locos.

La idea central de la novela resultó, a través de innumerables elaboraciones ideológicas, místicas, políticas, sentimentales, tangueras, algo apetecible para todo grupo de choque de la Argentina. Y también para los masificadores del peronismo. Roberto Arlt reunió a siete locos dirigidos por un revolucionario sin ideología llamado El Astrólogo, quienes debían iniciar la revolución anarquista-socialista en la Argentina, y extenderla por toda América Latina, mediante grupos de terroristas financiados por la explotación de una cadena de prostíbulos. La simplicidad del mecanismo es atrayente, y repetitiva en toda ideología totalitaria: suprimir las complejidades de la realidad, o arrasar con la realidad, y precisar un fin simple y un medio simple de llegar al fin.

Lo curioso del hecho, es que de algún modo la política argentina de los últimos 50 años está dominada por esta ecuación aplicada a través de las más extravagantes formulaciones ideológicas. Los partidos democráticos en la Argentina trataron de acomodarse para no quedar marginados por el aluvión masificador, por una masa sindical y masa votante que decidía en las elecciones, cuando las había, o creaba el clima para el derrocamiento de los electos por parte de los militares las más de las veces.

Por cierto que resulta imposible aceptar esto. Pero lo extraño es que resulta también difícil comprenderlo o explicarlo. Y esto ha convertido a la Argentina quizás en el hombre enfermo de América Latina, como aquella enfermedad de los Balcanes en Europa, una enfermedad tan única que el mundo ha tardado mucho en intentar reaccionar, aunque hasta ahora todos los intentos continúan referidos a los aspectos marginales más que a los hechos de fondo.

Entre los años 1973 y 1975 hubo cuatro presidentes peronistas, incluidos el general Juan Domingo Perón y su esposa Isabel. La violencia que envolvía al país se había desatado en todos los frentes, culminando un desarrollo originado hacia 1964 con la aparición de los primeros guerrilleros entrenados en Cuba por un argentino ayudante del Che Guevara. Pero lo que uno encontraba coexistiendo en la Argentina, simultáneamente, era: guerilla trotskista rural y urbana; guerilla urbana peronista de izquierda; escuadrones de la muerte peronistas de derecha; grupos armados terroristas de los grandes sindicatos para el manejo de la vida gremial; grupos paramilitares del Ejército para vengar a cualquiera de sus hombres que fuera asesinado; grupos parapoliciales tanto de izquierda como de derecha que luchaban por alcanzar la supremacía dentro del aparato de las policías federal y provinciales; grupos terroristas de derecha católicos organizados por agrupaciones anticonciliares, contrarias a la apertura propuesta por Juan XXIII que ajustaban cuentas con los sacerdotes católicos de izquierda o liberales que trataban de aplicar—generalmente con anárquico exceso—las tesis ideológicas del acercamiento de la Iglesia a los pobres.

Por cierto que éstos eran los grupos principales de la violencia organizada o sistematizada. Pero existían centenares de grupúsculos envueltos en el erotismo de la violencia, pequeños grupos que encontraban justificativos ideológicos para la lucha armada en un poema de Neruda o en un escrito de Marcuse; Lefebvre podía ser tan útil como Heidegger; un poema de Mao Tse Tung podía resultar la clave para el asesinato de algún industrial en los alrededores de Buenos Aires, y alguna vaga interpretación de Mircea Eliade resultaba perfecta para secuestrar a un industrial y obtener un rescate que permitiera profundizar en la filosofía y la mística de la India puestas al servicio de la liberación nacional.

En ese clima, que se arrastraba a través de los años, tuve dos entrevistas que definen la impotencia argentina para encontrar respuestas políticas a la más elemental de las necesidades, la de la supervivencia. Una de las entrevistas fue con un senador peronista, de gran influencia en su partido, abogado, moderado, ex dirigente universitario en su juventud, culto, sereno. En Estados Unidos hubiera pertenecido al sector liberal del partido Demócrata; supongo que en Israel sería una columna del laborismo, en Francia podría ser del ala liberal de Giscard. La conversación versó sobre la violencia—corría el año 1975—, y le expliqué con abundancia de datos y la experiencia de 30 años de periodista político, que el país se encaminaba inevitablemente hacia la ocupación del poder por los militares. Sostuve que la única forma que aún había de preservar lo que quedaba de las instituciones políticas era concluir con la violencia de todos los signos por la vía legal, y que únicamente el Ejército estaba en condiciones de hacerlo. Le proponía que con la mayoría peronista en el Senado y Cámara de Diputados votara leyes de excepción que permitiera al Ejército iniciar operaciones contra todos los niveles terroristas, de cualquier signo, pero que esa represión estuviera encuadrada en las leyes votadas por el Congreso dentro del marco constitucional y siempre bajo la autoridad del gobierno civil.

La respuesta: “Si dejamos entrar a los militares por la puerta, se quedarán con toda la casa. De modo que sería igual que un golpe que nos dejaría a nosotros afuera. Además, los peronistas de derecha que apoyan a los grupos de terroristas de derecha que asesinan a los peronistas de izquierda, no votarán las leyes; y los peronistas de izquierda que apoyan a los grupos terroristas de izquierda que asesinan a los peronistas de derecha, no votarán las leyes. Además, el Ejército suprimirá solamente a un sector de la violencia y no al otro. Más bien, utilizará a uno contra el otro, asegurándole su supervivencia.” ¿Entonces? “Dejemos las cosas como están. Alguna cosa ocurrirá. Dios es argentino”.

La segunda entrevista fue con un militar de alta graduación, en el Estado Mayor del Ejército. ¿Debo explicar que la respuesta fue la misma en el fondo, y que sólo las apariencias eran distintas? A mi pregunta de los motivos por los cuales el Ejército no luchaba, con todos sus recursos, contra la violencia, y sólo se dedicaba a vengar a sus propios caídos, su respuesta fue simple: “¿Vamos a salir a pelear para que ellos [los peronistas] sigan gobernando?”. Los peronistas habían ganado las elecciones con un 70% de los votos.

Curiosamente, esos largos años de violencia y exterminio en la Argentina, donde seguramente murieron 10.000 personas y 15.000 más desaparecieron, fueron para los líderes argentinos de todas las tendencia políticas, una gimnasia en cuestiones de táctica, de estrategia, un ejercicio en situaciones coyunturales, pero nunca jamás un problema de fondo que debía ser encarado como un grave peligro para la existencia misma de la Nación Argentina.

Supongo que es imprescindible que trate de elaborar una explicación de lo que la Argentina es. Pero descubro que me resulta casi imposible hacerlo en términos normales en las formulaciones políticas utilizadas en el mundo contemporáneo. No sólo me resulta casi imposible explicar a la Argentina vista desde su exterior y en términos que sean comprensibles para los demás, sino que descubro que quizás yo mismo no la entienda. O que quizás he vivido en un período tal de desintegración cultural, política y social, que me resulta difícil imaginar que con esos elementos dispersos, anárquicos, enfrentados, se pueda organizar una ecuación, una explicación coherente a tanta incoherencia.

Pienso que podría utilizar una frase del escritor argentino Jorge Luis Borges sobre la Argentina. Decía Borges, hace algo así como treinta años atrás, que el argentino no es un ciudadano, sino un habitante; que no tiene una idea de la Nación en que vive, sino que la contempla como un territorio que por su riqueza puede ser rápidamente usufructuado.

Creo que esto dice mucho sobre el problema argentino. Nada simple: la Argentina aún no existe, y hay que crearla. Pero quizás si yo hiciera una proyección de cómo enfocarían la definición de Borges, las diferentes Argentinas que existen en ese territorio, considerándose cada una la auténtica, resultaría más descriptivo, más preciso, como si pudiéramos recrear un cuadro del “puntillismo” francés.

Si Borges opinara sobre su propia definición, diría que el error de los argentinos es no entender mejor las antiguas literaturas germánicas. Borges diría que es imposible crear un ciudadano si no se han leído los libros Veda o al menos la Oración de las Momias egipcias antes de ser admitidas como Momias sagradas en la versión francesa hecha por el poeta lituano Lubicz Milosz. Borges diría—en realidad lo dijo—, que “la democracia es un abuso de la estadística”. En definitiva, quizás él mismo no entenderá, ni aspira a entender, el valor de su definición original.

Los sectores de derecha aceptarían la frase de Borges como una verdad total,explicando que el aluvión de inmigrantes que destruyó las raíces dejadas por la monarquía española, la raíz hispánica e hidalga de los Borbones y de Franco, esos inmigrantes que únicamente vinieron a enriquecerse, a hacer la América, impidieron la consolidación de la noción de ciudadano.

Los sectores liberales aceptarían la frase de Borges como una verdad total, explicando que la incapacidad de la clase dirigente argentina en comprender el fenómeno inmigratorio con todo lo que aportaba de creatividad, cultura, espíritu republicano y democrático, vocación por la actividad cívica, lucha por los derechos humanos y la igualdad de los hombres, y en definitiva la lucha de los grupos dirigentes aristocráticos contra el acceso de la inmigración a todas las formas de la vida argentina, sin limitaciones, especialmente a la vida política, ha impedido la consolidación de una Nación, y por lo tanto la creación de un ciudadano argentino.

Los sectores de izquierda aceptarían la frase de Borges como una verdad total, explicando que un hombre sólo puede sentirse ciudadano en una nación socialista, y que ninguna nación burguesa puede pretender de sus habitantes una posible identidad de intereses.

Los sectores fascistas aceptarían la frase de Borges como una verdad total, explicando que los ciudadanos existen únicamente cuando un poder central los organiza como tales, y que precisamente ese poder central, que no debe dar explicaciones a nadie, es lo que falta en la Argentina.

Podría continuar así hasta el infinito pasando por todos los vericuetos de las miles de ideologías que se barajan en la Argentina. Todos aceptarían la frase de Borges como una explicación lógica y coherente. Sería, claro, la única coincidencia.

¿Se entiende ahora mejor el drama argentino? Esta aventura que acabo de desarrollar alrededor de Borges—y que se parece mucho a algún cuento borgiano—, encierra sin embargo toda la capacidad de violencia de la Argentina, así como toda su incapacidad política. Y revela también que sólo los países capaces de crear un hábitat político que agrupe salidas políticas ante cualquier situación pueden escapar a la violencia a la argentina. Nadie es inmune a los episodios de violencia, de terrorismo, pero al menos sería posible evitar que el terrorismo y la violencia sean la única posibilidad de creatividad, la única expresión imaginativa, sentimental, romántica, erótica, de una Nación.

En una de las sesiones del Parlamento argentino, un senador centrista, Carlos Perette, antiperonista, expresó en un discurso después de uno de los tantos asesinatos diarios: “En la Argentina se sabe quién muere, pero no quién mata”. ¿Pero acaso podía ser de otro modo? Los muertos aparecían tirados en la calle, y se los identificaba. Pero matar, mataban todos, e identificarlos públicamente, tal como se hacía en privado, significaba también una condena a muerte. En un artículo que escribí contestando a este senador, quien con esa sola frase inocente e inocua había demostrado más valentía que todos los miles de dirigentes políticos, dije que simplemente bastaba que los parlamentarios dijeran en el recinto del Senado o de Diputados, los nombres que pronunciaban en los pasillos del Congreso, y tendríamos identificados a todos los asesinos. Pero, ¿hubieran cambiado las cosas con eso? Supongo que no.

En mi diario, “La Opinión”, organizamos un grupo de periodistas políticos y sindicales. Hicimos una reunión analítica de la situación, decidimos que existían esperanzas, que simplemente teníamos que emprender la batalla, explicar todo, y terminamos brindando porque habíamos asumido un compromiso que era un verdadero privilegio para cualquier hombre civilizado: el privilegio de luchar contra el fascismo; contra el fascismo en la Segunda Guerra Mundial desde las manifestaciones callejeras en las calles de Buenos Aires, pero no corrimos ningún riesgo; tampoco corrimos ninguno de los riesgos de quienes tuvieron que enfrentar el stalinismo o yacen hoy en los Gulags. Pero al menos tenemos la suerte de estar aquí, con un diario en la mano, cuando el país es asaltado por el fascismo de izquierda y el de derecha.

Hermosas palabras. Ahora comprendo (o quizás lo comprendía entonces también), que estábamos buscando un microclima, creando un microclima para no tener que adoptar la decisión que tantos amigos nos sugerían, especialmente a mí: dejar el país. Hasta el último momento, hasta el día de mi secuestro convertido luego en arresto, insistíamos en esa batalla, y yo me negaba a dejar el país. A un amigo israelí que me escribió por ese entonces, pidiéndome que me fuera de la Argentina, le respondí con una breve nota que luego olvidé, y que me mostró cuando llegué a Tel Aviv. Finalizaba diciendo: “Yo soy de los de Masada”. Me hubiera gustado haberme acordado de esa frase durante las sesiones de tortura a que fui sometido.

¿Se entiende mejor ahora? Es posible, pero falta todavía el nexo de unión entre los siete locos de Roberto Arlt y la definición del argentino hecha por Borges. Y bien, pensemos en todos esos grupos terroristas que se mataban entre sí, que mataban a sus enemigos de otros signos políticos y a sus adversarios dentro del mismo partido; a peronistas asesinando a peronistas, a militares asesinando a militares, a gremialistas asesinando a gremialistas, estudiantes a estudiantes, policías a policías. Y pensemos también que esas vastas organizaciones terroristas y parapoliciales o paramilitares necesitaban armas, municiones, campos de entrenamientos, transporte, enseñanza ideológica, documentos de identidad, cárceles clandestinas, viviendas, manutención, y que los fondos tenían para todos una misma fuente: secuestro y chantaje, botín de guerra y rapiña. Grandes rescates pagados por industriales o empresarios secuestrados (el más alto de la historia fue logrado por los terroristas peronistas de izquierda en el secuestro de los hermanos Born, con 60 millones de dólares), sumas mensuales pagadas por las empresas simultáneamente a organizaciones de derecha y de izquierda para que sus ejecutivos no fuesen asesinados o secuestrados; “confiscación” de bienes, joyas, obras de arte cuando se realizaba un arresto o secuestro. ¿No recuerda esto la propuesta del Astrólogo: una ideología financiada por la explotación de prostíbulos?

Pero, ¿ya explica esto a la Argentina en su momento actual, en su última década? Pienso que todavía no, porque aún quedan los innumerables detalles, trágicos, y ridículos al mismo tiempo, de asesinatos organizados o improvisados, espontáneos o meditados, por motivos personales envueltos en un objetivo ideológico, o por la vivencia misma de la sensualidad terrorista. Hannah Arendt llamó al nazismo “the banality of evil”. Pues bien, la extrema izquierda y la extrema derecha llegaron en la Argentina a la misma rutina criminal, pero a la latinoamericana, sin la precisión alemana, pero con el erotismo latino. Un escritor uruguayo de izquierda, Eduardo Galeano, llegó a escribir sobre uno de sus personajes terroristas, con admiración por supuesto, del siguiente modo: “La primera vez de la violencia, es como la primera vez del amor”. El libro se llama Vagamundo.

Sin embargo, no resulta clara todavía esa mecánica del terror y la violencia. Y pienso que es necesario visualizarla en toda su extensión y profundidad, porque es algo que ha alcanzado una magnitud tal que no puede ser entendida desarrollando una fórmula política o cultural, o electoral. Pienso incluso que la antigua lucha de la democracia contra el extremismo de derecha y de izquierda, tampoco define la situación argentina. Quizás es más simple y terrible que todo lo conocido por nuestra generación en América Latina. Es la lucha entre la civilización y la barbarie en un país de 25 millones de habitantes, hacia fines del siglo XX. Y es evidente que sin destruir primero a la barbarie, privada o estatal, civil o militar, será muy difícil elaborar un posible ingreso a la civilización. La cuestión política está reservada en la Argentina para el momento en que el país esté en condiciones de ingresar en la Civilización.

Durante mi ejercicio del periodismo, especialmente como director de “La Opinión”, recibí infinidad de amenazas. Pero una vez, llegaron en la misma mañana dos cartas: la organización terrorista de derecha (protegida y utilizada por los grupos paramilitares) me condenaba a muerte porque apreciaba que mi lucha por el derecho de toda persona arrestada a ser sometida a juicio, o mi lucha por los derechos humanos, impedía la derrota del comunismo; la otra era del grupo terrorista trotskista Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), y señalaba que si continuaba en mi acusación de que los revolucionarios de izquierda eran fascistas, y definiéndolos como la izquierda loca, tendrían que someterme a juicio con la probabilidad de ser condenado a muerte.

Nunca había contestado dichas amenazas, pero el episodio me pareció tan cruel como cómico, trágico y banal, que escribí unas líneas en la primera página de “La Opinión”. No decía mucho: continuaríamos con nuestra norma de conducta (frase reiterada por tantos diarios y periodistas en todo el mundo que ya resulta aburrida), pero que sentía verdadera curiosidad por saber quién se quedaría primero con mi cadáver: si los terroristas de izquierda o los de la derecha.

Pues bien, se trataba sólo de un cadáver, y la broma no tenía relevancia. Un cadáver más de un periodista, en un país donde 65 periodistas habían muerto o desaparecido en pocos años, no tenía mayor importancia. Pero el episodio puede servir para penetrar un poco más en el drama argentino, incorporar una imagen quizás más perfectible, pero muy aproximada: ¿puede la comunidad argentina, sola, por sí, impedir que alguno de los dos fascismos se quede con el cadáver de la Argentina? Si no puede hacerlo sola, ¿puede la comunidad internacional colaborar para que ninguno de los dos fascismos se quede con el cadáver argentino, que la Argentina se reincorpore a la sociedad civilizada, a la civilización contemporánea, que perdió hace 50 años?

Continuará.

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