“Preso sin nombre, celda sin número”: Prefacio y capítulo 1

Infobae reproduce a partir de hoy el histórico libro en el que el periodista Jacobo Timerman denunció en 1981 a la dictadura militar argentina, luego de ser secuestrado, sometido a torturas y obligado a dejar su país. Las obras que ilustran los textos son del artista argentino Carlos Alonso

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"Milico", de Carlos Alonso. 90x90, técnica mixta sobre tela, año 2006 (Pablo Alonso)
"Milico", de Carlos Alonso. 90x90, técnica mixta sobre tela, año 2006 (Pablo Alonso)

A

Marshall Meyer

Un rabino que llevó consuelo a los presos judíos, cristianos y ateos en las cárceles argentinas

PREFACIO

Mi padre fue Natan Timerman. Natan ben Jacob. Y yo soy Jacob ben Natan. Jacob para honrar al padre de mi padre.

Por esos extraños senderos bifurcados del judaísmo, los Timerman escaparon a la ocupación española de los Países Bajos, y de la Inquisición, para llegar a un pequeño pueblo de la Vinnitsa Oblast, en ucrania, llamado Bar. Los relatos familiares—no muy precisos y muchas veces tocados por la vanidad—insisten en que los Timerman fueron prominentes en la Comunidad, y lucharon por los derechos judíos.

Debió ser una comunidad culta y luchadora, presumo, porque ya en 1556 los judíos de Bar llegaron a un acuerdo con sus conciudadanos, y obtuvieron permiso para ser propietarios de edificios, gozar de los mismos derechos y deberes que los demás residentes, e incluso para viajar a otras ciudades del distrito cuando los motivos eran familiares o comerciales.

Por supuesto que el jefe cosaco Jmelnitsky, hacia el 1650, masacró a todos los judíos que logró apresar cuando pasó por Bar. Pero se recuperaron, suponiendo que algo tan terrible como la existencia de los asesinos cosacos sólo podía ser la última prueba de Dios antes de la llegada del Mesías. Y tanta era su seguridad, que en 1717 construyeron su Gran Sinagoga, con permiso, claro está, del Obispo. A esa sinagoga asistí yo con mi padre, sus seis hermanos varones y todos mis primos, y llevo encerrada en mí una vaga nostalgia de unos hombres altos y barbudos que no sonreían.

En esa sinagoga murieron carbonizados algunos judíos cuando los nazis la incendiaron al entrar en Bar en 1941. Todos los otros judíos de Bar—más algunos de los alrededores, y con ellos los Timerman—que habían quedado vivos de las pruebas a que fueron sometidos por Dios para anunciar la llegada del Mesías—según sostenían sus rabinos—, fueron asesinados por los nazis en Octubre de 1942. Unos 12.000 en un par de jornadas. Mi padre había partido de Bar hacia Buenos Aires en 1928.

En el año 1977, en la Argentina, la misma convicción ideológica que motivó a Jmelnitsky y a los nazis, vibraba en las preguntas de quienes me interrogaron en las cárceles clandestinas del Ejército.

Y en sus métodos de tortura.

Pero he sobrevivido, para dar testimonio. Y lo hago, a los 57 años de edad, en la Tierra de Israel, donde comienzo este libro a los pocos días de haber nacido el primer Timerman israelí, que se llama Nahum ben Natan ben Jacob. Es decir, Nashum (el que trae el consuelo), hijo de Natan que es hijo de Jacob que es hijo de aquel Natan que en Bar fue hijo de Jacob, de cuya tumba se despidió cuando partió hacia la Argentina.

Hemos recorrido todo el camino.

J.T.

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CAPÍTULO 1

La celda es angosta. Cuando me paro en el centro, mirando hacia la puerta de acero, no puedo extender los brazos. Pero la celda es larga. Cuando me acuesto, puedo extender todo el cuerpo. Es una suerte, porque vengo de una celda en la cual estuve un tiempo—¿cuánto?—encogido, sentado, acostado con las rodillas dobladas.

La celda es muy alta. Saltando, no llego al techo. Las paredes blancas, recién encaladas. Seguramente había nombres, mensajes, palabras de aliento, fechas. Ahora no hay testimonios, ni vestigios.

El piso de la celda está permanentemente mojado. Hay una filtración por algún lado. El colchón también está mojado. Y tengo una manta. Me dieron una manta, y para que no se humedezca la llevo siempre sobre los hombros. Pero si me acuesto con la manta encima, quedo empapado de agua en la parte que toca el colchón. Descubro que es mejor enrollar el colchón, para que una parte no toque el suelo. Con el tiempo la parte superior se seca. Pero ya no puedo acostarme, y duermo sentado. Vivo, durante todo este tiempo, —¿cuánto?—parado o sentado.

La celda tiene una puerta de acero con una abertura que deja ver una porción de la cara, o quizás un poco menos. Pero la guardia tiene orden de mantener la abertura cerrada. La luz llega desde afuera, por una pequeña rendija que sirve también de respiradero. Es el único respiradero y la única luz. Una lamparilla prendida día y noche, lo que elimina el tiempo. Produce una semipenumbra en un ambiente de aire viciado, de semi-aire.

Extraño la celda desde la cual me trajeron a ésta—¿desde dónde?—, porque tenía un agujero en el suelo para orinar y defecar. En ésta que estoy ahora tengo que llamar a la guardia para que me lleve a los baños. Es una operación complicada, y no siempre están de humor: tienen que abrir una puerta que seguramente es la entrada del pabellón donde está mi celda, cerrarla por dentro, anunciarme que van a abrir la puerta de mi celda para que yo me coloque de espaldas a ésta, vendarme los ojos, irme guiando hasta los baños, y traerme de vuelta repitiendo toda la operación. Les causa gracia a veces decirme que ya estoy sobre el pozo cuando aun no estoy. O guiarme—me llevan de una mano o me empujan por la espalda—, de modo tal que hundo una pierna en el pozo. Pero se cansan del juego, y entonces no responden al llamado. Me hago encima. Y por eso extraño la celda en la cual había un pozo en el suelo.

Me hago encima. Y entonces necesito permiso especial para lavar la ropa, y esperar desnudo en mi celda hasta que me la traigan ya seca. A veces pasan días porque—me dicen—está lloviendo. Estoy tan solo que prefiero creerles. Pero extraño mi celda con el pozo dentro.

La disciplina de la guardia no es muy buena. Muchas veces algún guardia me da la comida sin vendarme los ojos. Entonces le veo la cara. Sonríe. Les fatiga hacer el trabajo de guardianes porque también tienen que actuar de torturadores, interrogadores, realizar las operaciones de secuestro. En estas cárceles clandestinas sólo pueden actuar ellos, y deben hacer todas las tareas. Pero a cambio, tienen derecho a una parte del botín en cada arresto. Uno de los guardianes lleva mi reloj. En uno de los interrogatorios, otro de los guardianes me convida con un cigarrillo y lo prende con el encendedor de mi esposa. Supe después que tenían orden del Ejército de no robar en mi casa durante mi secuestro, pero sucumbieron las tentaciones. Los Rolex de oro y los Dupont de oro constituían casi una obsesión de las fuerzas de seguridad argentinas en ese año de 1977.

En la noche de hoy, un guardia que no cumple con el Reglamento dejó abierta la mirilla que hay en mi puerta. Espero un tiempo a ver qué pasa, pero sigue abierta. Me abalanzo, miro hacia afuera. Hay un estrecho pasillo, y alcanzo a divisar frente a mi celda, por lo menos dos puertas más. Sí, abarco completas dos puertas. ¡Qué sensación de libertad! Todo un universo se agregó a mi Tiempo, ese largo tiempo que permanece junto a mí en la celda, conmigo, pesando sobre mí. Ese peligroso enemigo del hombre que es el Tiempo cuando se puede casi tocar su existencia, su perdurabilidad, su eternidad.

Hay mucha luz en el pasillo. Retrocedo un poco enceguecido, pero vuelvo con voracidad. Trato de llenarme del espacio que veo. Hace mucho que no tengo sentido de las distancias y de las proporciones. Siento como si me fuera desatando. Para mirar debo apoyar la cara contra la puerta de acero, que está helada. Y a medida que pasan los minutos, se me hace insoportable el frío. Tengo toda la frente apoyada contra el acero, y el frío me hace doler la cabeza. Pero hace ya mucho tiempo—¿cuánto?—que no tengo una fiesta de espacio como ésta. Ahora apoyo la oreja, pero no se escucha ningún ruido. Vuelvo entonces a mirar.

Él está haciendo lo mismo. Descubro que en la puerta frente a la mía también está la mirilla abierta y hay un ojo. Me sobresalto: me han tendido una trampa. Está prohibido acercarse a la mirilla, y me han visto hacerlo. Retrocedo, y espero. Espero un Tiempo, y otro Tiempo, y más Tiempo. Y vuelvo a la mirilla.

Él está haciendo lo mismo.

. . .

Y entonces tengo que hablar de ti, de esa larga noche que pasamos juntos, en que fuiste mi hermano, mi padre, mi hijo, mi amigo. ¿O eras una mujer? Y entonces pasamos esa noche como enamorados. Eras un ojo, pero recuerdas esa noche, ¿no es cierto? Porque me dijeron que habías muerto, que eras débil del corazón y no aguantaste la “máquina”, pero no me dijeron si eras hombre o mujer. Y, sin embargo, ¿cómo puedes haber muerto, si esa noche fue cuando derrotamos a la muerte?

Tienes que recordar, es necesario que recuerdes, porque si no, me obligas a recordar por los dos, y fue tan hermoso que necesito también tu testimonio. Parpadeabas. Recuerdo perfectamente que parpadeabas, y ese aluvión de movimientos demostraba sin duda alguna que yo no era el último ser humano sobre la Tierra en un Universo de guardianes torturadores. A veces, en la celda, movía un brazo o una pierna para ver algún movimiento sin violencia, diferente a cuando los guardias me arrastraban o empujaban. Y tú parpadeabas. Fue hermoso.

Eras—¿eres?—una persona de altas cualidades humanas, y seguramente con un profundo conocimiento de la vida, porque esa noche inventaste todos los juegos; en nuestro mundo clausurado habías creado el Movimiento. De pronto te apartabas y volvías. Al principio me asustaste. Pero enseguida comprendí que recreabas la gran aventura humana del encuentro y el desencuentro. Y entonces jugué contigo. A veces volvíamos a la mirilla al mismo tiempo, y era tan sólido el sentimiento de triunfo, que parecíamos inmortales. Éramos inmortales.

Volviste a asustarme una segunda vez, cuando desapareciste por un momento prolongado. Me apreté contra la mirilla, desesperado. Tenía la frente helada y en la noche fría—¿era de noche, no es cierto?—me saqué la camisa para apoyar la frente. Cuando volviste, yo estaba furioso, y seguramente viste la furia en mi ojo porque no volviste a desaparecer. Debió ser un gran esfuerzo para ti, porque unos días después, cuando me llevaban a una sesión de “máquina” escuché que un guardia le comentaba a otro que había utilizado tus muletas como leña. Pero sabes muy bien que muchas veces empleaban esas tretas para ablandarnos antes de una pasada por la “máquina”, una charla con la Susana, como decían ellos. Y yo no les creí. Te juro que no les creí. Nadie podía destruir en mí la inmortalidad que creamos juntos esa noche de amor y camaradería.

Eras—¿eres?—muy inteligente. A mí no se me hubiera ocurrido más que mirar, y mirar, y mirar. Pero tú de pronto colocabas tu barbilla frente a la mirilla. O la boca. O parte de la frente. Pero yo estaba muy desesperado. Y muy asustado. Me aferraba a la mirilla solamente para mirar. Intenté, te aseguro, poner por un momento la mejilla, pero entonces volvía a ver el interior de la celda, y me asustaba. Era tan nítida la separación entre la vida y la soledad, que sabiendo que tú estabas ahí, no podía mirar hacia la celda. Pero tú me perdonaste, porque seguías vital y móvil. Yo entendí que me estabas consolando, y comencé a llorar. En silencio, claro. No te preocupes, sabía que no podía arriesgar ningún ruido. Pero tú viste que lloraba, ¿verdad?, lo viste sí. Me hizo bien llorar ante ti, porque sabes bien cuán triste es cuando en la celda uno se dice a sí mismo que es hora de llorar un poco, y uno llora sin armonía, con congoja, con sobresalto. Pero contigo pude llorar serena y pacíficamente. Más bien, es como si uno se dejara llorar. Como si todo se llorara en uno, y entonces podría ser una oración más que un llanto. No te imaginas cómo odiaba ese llanto entrecortado de la celda. Tú me enseñaste, esa noche, que podíamos ser Compañeros del Llanto.

No sé por qué, pero estoy seguro de que eres —¿eras?—un hombre joven, de mediana estatura. Digamos 35 años, con un gran sentido del humor. Unos días después un guardia vino a ablandarme a la celda. Me dio un cigarrillo. Le tocaba el papel del bueno, me aconsejó que contara todo, me dijo que tenía gran experiencia y que personas de mi edad terminan por morir en brazos de la Susana, que el corazón no les aguanta mucho los shocks eléctricos, y me dijo que a vos te habían “enfriado”. Me lo dijo así: “Mirá, Jacobo, tu obligación es únicamente sobrevivir. La política cambia. Vas a salir. Ustedes los judíos se ayudan entre sí. Vas a hacer una fortuna otra vez. Tenés hijos. Aquí, en la celda frente a la tuya había un loco. Lo enfriamos. Mirá, Jacobo . . .”

No le creí. Si yo aguantaba, seguro que tú también aguantaste. ¿Eras enfermo del corazón? Imposible. Tenías un corazón fuerte, generoso, valiente. A esos corazones no los mata la Susana. Recuerdas que de pronto se apagaron las luces. ¿Sabes qué hice? Me senté sobre el colchón, me envolví en la manta, y me hice el dormido. Me asusté mucho. De pronto me di cuenta que no me había puesto la camisa. Lo hice apurado. Pero las luces volvieron a prenderse. Y recordé que los guardias a veces se entretenían prendiendo y apagando las luces. Claro que podía ser que estaban utilizando mucha energía para la Susana. Seguramente habían llegado varios presos nuevos, y lo primero que hacían era pasarlos por la máquina, aún antes de preguntarles quiénes eran. La primera sensación del preso tenía que ser una sesión de shock eléctricos para que bajara las defensas, de entrada. Supe después que cambiaron de técnica, porque algunos se les enfriaron antes de que pudieran interrogarlos. Ni el médico que tenían—¿te acuerdas que constantemente se dejaba crecer una barba, y después de unas semanas se la afeitaba, después se dejaba el bigote, después sólo las patillas, después se dejaba el pelo largo, después corto, todo porque estaba asustado?—, sí, ni el médico que tenían podía salvarlos a veces.

Pero nosotros dos sobrevivimos a todo. ¿Recuerdas cuando me dió un calambre en la pierna mientras me torturaban y dejé pronto de gritar? Creyeron que me había “ido”, y se asustaron. Tenían orden de que confesara porque querían hacer un gran juicio conmigo. No les servía muerto. Sí, quedé de pronto paralizado por el calambre. Y se asustaron. Es curioso que uno tenga conciencia del dolor y de la alegría al mismo tiempo. Porque aunque estaba con los ojos vendados, sentí que se habían asustado. Y me alegré. Luego empecé a aullar otra vez por culpa de la Susana.

No, no creo que lo recuerdes, aunque intenté decírtelo. Pero tu ojo era mucho más expresivo que el mío. Yo te quise relatar ese episodio porque era como haberles ganado una batalla. Pero en esa época vivía muy confundido, y es posible que hubiera pensado decírtelo, sin hacerlo en realidad.

Amigo mío, hermano; ¡cuánto aprendí de ti esa noche! Según mis cálculos debía ser abril o mayo de 1977. De pronto colocabas la nariz frente a la mirilla y te la frotabas. Era una caricia, ¿no es cierto? Sí, acariciabas. Ya habías incorporado tantos mundos a nuestra clausura, y sin embargo volvías a insistir para que todo lo humano retornara a nosotros. Ahora traías la ternura. Te acariciabas la nariz, y me mirabas. Repetiste eso varias veces. Una caricia, y el ojo. Otra caricia y el ojo. Creías que no entendería. Pero sabes muy bien que nos entendimos desde el primer momento. Comprendí muy bien que me decías que la ternura volvería. No sé por qué esa noche afirmabas que la ternura era tan importante como el amor, o quizás más. ¿Porque en la ternura hay resignación, como un sentimiento de resignación? Y quizás tú estabas esa noche resignado. ¿Porque la ternura consuela a la persona que ya está resignada? Sí, la ternura es un consuelo, y el amor una exigencia. Y tú seguramente necesitabas que te consolara. No, no lo entendí. ¿Entonces, hermano mío, mi amigo, mi Compañero del Llanto, entonces ya sabías y estabas resignado? Pero amigo, hermano, si es cierto, ¿por qué y para quién estoy diciendo todas estas sandeces? ¿Estoy hablando conmigo mismo, como un estúpido? ¿No hay ningún ojo que me mira?

En la madrugada del 15 de abril de 1977 unas 20 personas de civil asaltaron mi departamento en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Dijeron que respondían a órdenes de la Décima Brigada de Infantería del Primer Cuerpo de Ejército. Al día siguiente mi esposa buscó informaciones en el Primer Cuerpo de Ejército, y le informaron que nada sabían de mi paradero.

Arrancaron las líneas telefónicas. Se apoderaron de las llaves del coche. Me esposaron por la espalda. Me cubrieron la cabeza con una manta. Me bajaron al subsuelo. Me sacaron la manta y preguntaron cuál era mi coche. Me echaron al suelo del coche, en la parte de atrás. Me cubrieron con la manta. Me pusieron los pies encima. También lo que parecía la culata de un fusil.

Nadie hablaba.

Llegamos a un lugar. Se abrieron unos portones. Chirriaban. Perros ladraban muy cerca. Alguien dijo: “Me siento realizado”. Me bajaron. Me acostaron en el suelo.

Pasó un largo rato. Sólo se escuchaban pasos. De pronto varias carcajadas. Alguien se me acerca, pone lo que debe ser un caño de revólver sobre mi cabeza. Pone una mano sobre mi cabeza. Desde muy cerca,—debe estar inclinado sobre mí—, me dice: “Voy a contar hasta diez. Despedite, Jacobito. Se te terminó”. No digo nada. Vuelve a hablar: “¿No querés decir tus oraciones?”. No digo nada. Comienza a contar.

Su voz está bien modulada. Es lo que podría decir una voz educada. Cuenta lentamente. Pronuncia bien. Es una voz agradable. Sigo en silencio. Y digo para mí:

“¿Era inevitable que muriera así? Sí, era inevitable. ¿Era lo que había deseado? Sí, era lo que había deseado. Esposa mía, hijos míos, os amo. Adiós, adiós, adiós . . .”

. . . diez. Ja . . . Ja . . . Ja. Oigo risas. Me pongo a reír, también. En voz alta. A carcajadas.

Me sacan la venda de los ojos. Estoy en un amplio despacho, tenuemente iluminado; escritorio, sillones. El coronel Ramon J. Camps, jefe de policía de la provincia de Buenos Aires, me está observando. Ordena que me liberen los brazos que tengo esposados por la espalda. Les lleva un tiempo porque han perdido las llaves. O quizás sólo fueron unos minutos. Ordena que me den un vaso de agua.

—Timerman—me dice—de lo que usted conteste a mis preguntas depende su vida.

—¿Sin juicio previo, Coronel?

—Su vida depende de lo que conteste.

—¿Quién ordenó mi arresto?

—Usted es un prisionero del Primer Cuerpo de Ejército en operaciones.

Continuará.

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