Benito Lynch, el novelista encerrado

A 135 años del nacimiento del autor de "El inglés de los güesos", Infobae recupera este texto escrito años atrás para el diario "El día" por el escritor argentino Gabriel Bañez (1951-2009), quien aseguraba que Lynch fue "el más grande novelista de La Plata"

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El hombre se agachó, recorrió el estanque con la mirada, y arrojó la cabeza de pescado al centro. Luego se quedó absorto, pero en el instante en que el agua se enturbiaba y el yacaré abría las fauces, él se apartaba. No escuchó el sonido seco. Cuando la bestia terminó de engullir, sonrió. Era una ceremonia extraña y violenta, pero le atraía. Cada tarde, a la caída del sol, repetía el mismo acto. En la casona de diagonal 77, quedaban muchos recuerdos familiares y un pequeño zoológico: un carpincho, dos teros, conejos, una mulita, el yacaré, también un cuervo. Aunque el rito de alterar la paz del estanque formaba parte de un vínculo último y sagrado: le recordaba a don Benito, su padre, no sabía bien por qué. Acaso porque ese hombre ríspido de raíces irlandeses había sido no sólo intendente de la ciudad sino también director del Zoológico, acaso porque él, desde hacía muchos años, estaba como el yacaré: retirado en su estanque cerrado de la casona en La Plata.

¿Estancado el autor de El inglés de los güesos? ¿Retirado “El poeta”? ¿O simplemente apartado, escondido, después de los éxitos de sus libros, de sus traducciones y de las versiones cinematográficas a las que fue renuente? Sonrió nuevamente, pero sin ganas: “El poeta” era un apodo que íntimamente despreciaba. Quizá por eso al yacaré nunca le había puesto nombre, a ninguno de los animales en verdad. Algunas de las cartas que le llegaban de lectores y admiradoras preguntaban por ese potrillo roano del cuento, si le había pertenecido en la infancia. El hombre amaba los caballos, más que a ningún otro animal. Pero la casona no era la estancia de su infancia, La Plata mucho menos Bolívar.

Raro. Los reporteros que buscaban entrevistarlo jamás se detenían en esos detalles. Cuando no le preguntaban por sus afinidades con Güiraldes, querían saber sobre tal o cual personaje -Mario en especial, su alter ego-, o por el llamado “criollismo” o por sus lazos con los naturalistas europeos, o por su amistad con Manuel Gálvez. Claro que últimamente no aceptaba reportajes, mucho menos charlas con editores o propuestas para nuevas ediciones. Las invitaciones de presentaciones de libros terminaban sin abrir en un cesto de su escritorio. No era soberbia ni altanería, al contrario. Era querer estar solo, tan simple y transparente como eso.

Benito Lynch
Benito Lynch

En Buenos Aires alimentaban el mito del escritor oculto. Sostenían que Benito Lynch rumiaba en soledad el drama de un lejano amor trunco; que también guardaba el misterio de un romance con una mujer muy importante y de la sociedad porteña, pero casada con un político de renombre; que escribía en secreto una novela extensa en la que revelaba detalles de esa relación aunque con los nombres de los personajes modificados, etc. Existía, es cierto, un aura de leyenda en torno a su figura. Y la figura no lo contradecía: alto, huesudo, elegante, con rasgos enérgicos pero finos y el bastón que le daba un aire de sofisticación y clase. Sin embargo, por las tardes el ermitaño se permitía algunos gustos: la biblioteca del Jockey; un café con amigos en la calle 7; las charlas con ex compañeros del diario “El Día” de la vieja redacción de 51 entre 7 y 8; el consejo a un autor novel que le entregaba sus originales; una cita con alguna muchacha bastante más joven que él en un apartado del Tortoni cuando iba a la Capital. Nada más. Apartado de cenáculos, capillas o sociedades literarias -a las que rechazaba sabia y pulcramente-, sus salidas eran esporádicos paseos ciudadanos, un contacto mínimo con el afuera. El adentro estaba poblado de recuerdos, lo acompañaban a diario. Tampoco quería desprenderse de ellos: eran su alimento.

Por la mañana había una rutina en esa construcción neoclásica y detalles belle époque casi asomada a la plaza Italia: tomar mate amargo, leer “El Día”, y luego revisar la correspondencia. Como a eso de las 10, Marta, la criada, le acercaba el primer té con limón de la jornada, serían varios. La rutina exigía un poco de conversación y ella la asumía como una lealtad antes que como un deber: ese rictus sombrío del escritor la predisponía mal. No por nada, el suicidio de su hermano Armando todavía impregnaba el aura de los Lynch. La muerte de su madre dos años después, en 1937, era otro de los recuerdos fijos. Conversaban un rato; él a regañadientes; ella con la insolente intimidad de quien se sabía “de la familia”. Una anécdota, una casi manía: dar como fecha de nacimiento el 2 de junio de 1885. La buena criada se lo recordaba permanentemente y lo recriminaba: “Su madre Juana me contaba que lo tuvo un 25 de julio”. El, escueto y cortés, respondía: “Mi madre era uruguaya y astróloga”. El diálogo era parte de un juego de soledades: la madre de Benito Lynch, en efecto, había nacido en Uruguay. Aunque una de sus pasiones estaba en la astronomía, no en la astrología. La otra verdad a medias del pasatiempo era que Benito había sido bautizado el 2 de junio de 1885. “Es fecha señera? le gustaba bromear.

De joven deportista, aficionado a los guantes, a la esgrima, al remo en Regatas o al fútbol en el Gimnasia amateur, aquellos años tibios le reservaban tanta correspondencia de muchachas en flor como recuerdos invencibles. A la primera la mantenía encarpetada y escondida celosamente en el fondo de un armario de doble llave, a los segundos cada tanto los sacaba a relucir. Como conservador de buena estirpe, guardaba estilo y discreción. Hablaban de todo con Marta, menos de “esa mujer”. Saturnina se llamaba. Había visitado la casona durante un buen tiempo, primero ayudándolo con la mecanografía de sus cuentos y novelas, más tarde como amiga y durante los últimos meses como “novia oficial”. O casi. Porque el autor de Los caranchos de la Florida había hecho lo imposible por mantener el vínculo en la mayor de las reservas. Tenía sus razones. Marta jamás le había guardado ninguna simpatía. Como fuera, las charlas se extendían hasta las 11, hora en que la criada se marchaba al mercado de 4 y 49. Lo hacía en tranvía. Benito los aborrecía: “Con ese ruido no dejan pensar”. Aunque últimamente ya no se quejaba tanto de los temblores ciudadanos y a la criada le daba que pensar: “Se está volviendo sordo”. Era cierto: lúgubre, sordo, cada vez más encerrado en sí mismo y víctima de la impronta los buenos tiempos. Haber sido feliz tenía sus riesgos.

Benito Lynch con su madre
Benito Lynch con su madre

Uno de los pocos que intentaba animarlo era Juan Carlos Rébora, antiguo compañero de la redacción de “El Día” y luego rector de la Universidad de la ciudad. Aunque las opiniones de Rébora tenían un peso relativo debido a su amistad incondicional. Fue por ese motivo que el escritor se negó a recibir en persona el “Doctor Honoris Causa” con que la Casa de Estudios platense lo distinguiera: Rébora ocupaba el cargo mayor. En todo caso, prefería confrontar con su otro buen amigo Juan Carlos Mena: sus opiniones en materia literaria no estaban tan condicionadas. O con el Dr. Juan Carlos Olmedo Varela, quien a pesar de sus insistencias sobre los riesgos del humor melancólico, le dispensaba confidencialidad y conversación inteligente.

-No se puede vivir en el encierro -lo animó una tarde, en el Jockey.

-No vivo encerrado.

-Es lo que dicen, y creo que tienen razón...

Benito miró con dureza a Olmedo Varela. Apartó La educación sentimental, y dijo:

-Hablan los que no saben.

Tenía razón. Pocos, o casi nadie, conocían el misterio del escritor, su cicatriz sentimental. No era el solterón empedernido como se decía en aquellos años. Era el escritor herido. Años atrás había evitado las pompas del éxito de sus dos novelas más importantes, negándose a asistir al rodaje de Los caranchos de la Florida, con José Gola, Amelia Bence y un elenco digno del cine de oro argentino, primero, y luego rechazando de plano la invitación de Carlos Hugo Christensen, el director de El inglés de los güesos, para asistir a su estreno. En Buenos Aires se tejían todo tipo de conjeturas. Sin embargo, dos semanas después del estreno de las películas, el escritor viajaría a Buenos Aires a verlas. Fueron dos las ocasiones, y en ambas pasó desapercibido. Pero no estaba solo. El inglés de los güesos lo decepcionó.

Una tarde de 1948, a la salida del Jockey, en 7 entre 48 y 49, un tranvía lo rozó de costado y lo arrojó al empedrado. El escritor no había escuchado las campanas de advertencia del motorman: estaba completamente sordo. De regreso de las curaciones, la criada lo vuelve a recriminar: había abandonado el audífono en el fondo de un cajón de su escritorio. Jamás lo había usado, menos en público. “Es un aparato indigno”, repetía con algo de razón. Después de ese incidente, sus escasas salidas se espaciaron aún más. Se dedicó con esmero y pudor a continuar esa novela secreta y de título impostado (Patricia) que venía alimentando en soledad y a la cual nadie pudo nunca acceder; se dedicó también al alimento rutinario de sus aves y animales, y se dedicó, más que a nada, a rumiar el pasado. Claro que a ese alimento de la nostalgia había que balancearlo: por un lado la infancia feliz de juegos en la estancia El Deseado, en Bolívar; más tarde sus correrías de juventud en el Nacional de La Plata y luego sus primeras crónicas sociales en “El Día” y las tertulias de redacción. Por otro lado, y como la contracara del novelista de éxito, su frustración amorosa y ese paulatino, discreto, distanciamiento del mundo social que tanto había nutrido a los Lynch. Era una soledad alimentada, sin duda.

Esa tarde terminó de darle de comer al yacaré y pensó que los animales son animales y nada más. En algún lugar del campo bonaerense quedaba ese párrafo sobre la rústica felicidad de los boyeros en medio de las alambradas de siete hilos de los patrones de estancia. La ciudad crecía demasiado rápido. Se quedó absorto mientras el dolor punzante le recorría el estómago. Luego se incorporó y volvió a su escritorio. Esa noche no comió, estuvo corrigiendo. Tres meses después lo internaban en el Instituto Médico Platense. Era el año 1951, y murió tan anónimamente como había vivido durante los últimos años. En algunos medios de la Capital recordaron su fallecimiento con un pequeño recuadro. Se había ido el más grande novelista de La Plata.

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