Juego de mujeres: “La mujer del colectivo”

“Como los relatos de Chejov, de Natalia Ginzburg, de Julio Ramón Ribeyro, estos cuentos quedan en la memoria menos por lo que cuentan que por la calidad inconfundible de su voz", escribió Leopoldo Brizuela. Los sábados Infobae Cultura reproduce las historias que integran este libro de la escritora argentina, un pequeño cosmos que sus protagonistas habitan solidariamente y con fraternidad de género

(Ilustración: Mapi de Aubeyzon)

La mujer atendió un telefonito que llevaba en el cinturón cuando el colectivo cruzaba la avenida Coronel Díaz. Dijo que sí, que hablaba ella, Lucía Pereira, y preguntó quién la llamaba. Después enrojeció y agachó la cara. Bajó la voz y en un susurro dijo que Paula le había avisado que ella la llamaría. Agregó que de todos modos le sorprendía el llamado, que sí podía hablar, que por supuesto le encantaría que le diera su número de teléfono a algún candidato, tenía muchas ganas de salir.

La mujer había subido al 67 en Godoy Cruz. El colectivo venía lleno, eran las nueve de la mañana, iba en dirección al centro. Cargaba una cartera y una bolsa roja con el logo de la lencería Caro Cuore. De la bolsa asomaba un par de tacos altos de charol. La mujer pasó la tarjeta SUBE por el lector de la máquina y se exprimió entre la gente apretada en el pasillo. Encontró un hueco, puso la bolsa roja entre los pies y estiró un brazo para colgarse de una de las agarraderas. Mientras hablaba miraba por la ventana y sonreía; se había pintado los labios bordó, un color demasiado oscuro para sus mejillas espesas y blandas. Llevaba atado el pelo en una colita de caballo muy tirante, que brillaba por sucio o por-que lo había peinado con gel. Salvo el rouge, no estaba maquillada. La pollera se esforzaba por ajustarle las nal-gas en forma redonda y rotunda y lograba lo que no lograba la camisa con los pechos: un agujero se abría entre los botones del escote y se podía ver un corpiño de encaje. Calzaba zapatillas sobre medias largas negras. Una de las medias estaba corrida tres centímetros, la corrida atajada con una mota de esmalte bordó.

—Ya me explicó Paula. Necesitás saber algunas cosas de mí para decirles a los candidatos que sos mi amigota, porque no queda bien presentar a una desconocida.

Sonrió y miró a los pasajeros más cercanos. Todos parecían ensimismados en sus propios asuntos. En el asiento donde la mujer se apoyaba, una chica leía el Dieciocho Brumario y lo resaltaba con color verde.

—Ningún problema. Sí. Hace un año y ocho meses. Dos nenas. Con el papá, él tiene la tenencia. Lo que pasa es que el departamento que alquilo es de treinta y ocho metros cuadrados. Mi ex se declaró en quiebra después de que nos separamos. Puede alojar a las nenas en la casa de su nueva mujer. La casa es propiedad de ella, ya se lo demostró al juez. Es en un country y las nenas están muy contentas ahí, andan en bicicleta y tienen amiguitas. Todos los chicos de ese country van al mismo colegio, queda ahí nomás. Tal vez cuando sean mayores puedan venirse a vivir conmigo. En diez años, cuando terminen el colegio. El centro es más cómodo para la etapa de la facultad, ¿viste?

El colectivo frenó y chirrió. La mujer trastabilló y se apoyó sobre los hombros de un hombre vestido con overol gris. Le pidió disculpas, el hombre cabeceó y levantó los hombros. Después se movió un metro más hacia adentro del colectivo. La gente se quejó de que el hombre los empujara con su caja de herramientas, pero él nomás inclinó la cabeza.

—Ella, la nueva, es muy buena con las nenas. La quieren. Fue muy cálida con la mayor cuando le vino.

Chequeó las caras de los pasajeros que la rodeaban. Sólo la miraba la señora sentada en el asiento detrás de la chica del Dieciocho Brumario.

—Soy morocha. Uno sesenta y cinco. Marrones, pero en los días nublados son medio verdosos. Y… ahora no me estoy alimentando muy sano que digamos. Me paso el día comiendo galletitas en la oficina, a la noche llego muerta y me hago un sándwich, así que como puro pan. No engordé mucho, tendré sólo cuatro kilitos de más. Recepcionista. La música, no hay nada que me relaje como la música. Estoy en el coro de Las Victorias. Contralto. Cantamos en eventos. Para los casamientos, nos pagan, para los responsos, no. Entiendo lo que decís. Sí, claro, la esperanza es lo último que se pierde. De todos modos ellas están bien. Imaginate que no quiero que pasen de nuevo por un juicio —ahora tendría que ser uno penal, para que se compruebe que su papá trabaja, pero en negro—, y no tengo plata para abogados. En los juicios los únicos que ganan son los abogados. Y si ganara el juicio, las nenas tendrían que volverse a mudar, cambiar de colegio, perder el verde, las bicicletas, los amigos.

El colectivo se había vaciado un poco. Cruzaba la Nueve de Julio. Un vendedor ambulante recorría el pasillo, repartía batidorcitos a pila para café y decía que costaban 15 pesos. Después se paró al lado del chofer con las piernas abiertas e hizo una demostración: “Señoras y señores. Esta batidora les permitirá obtener una gran cantidad de espuma cremosa en sus cafés. Es ideal para preparar capuchinos. Su funcionamiento es muy simple y sólo necesita dos pilas triple A como fuente energética”. Apretó un botón del batidorcito que hizo “brrr”. Entonces volvió a hacer el recorrido, recogiendo los batidorcitos. Cuando llegó al fondo, nadie le había comprado ninguno. Comenzó a hacer ruido con las monedas que tenía en el bolsillo y a decir “gracias, gracias, ¿quién más lleva uno? Dos pesos, dos pesitos nada más y usted disfruta de capuchinos en casa”. Después caminó hacia delante, recogió los batidorcitos y los guardó en una bolsa de nailon.

—Sociología. En la UBA. Imaginate que si quiero irme una semana a Miramar con las nenas, en febrero, como socióloga no llego ni a Chascomús. Y ellas están acostumbrados a cosas lindas. Además, mis jefes son muy buena gente, me apoyan mucho. Pagaron el depósito de garantía del departamento que alquilo.

La mujer se sentó. Puso la cartera y la bolsa roja sobre la falda. Con la mano libre las apretaba contra su estómago.

—Ni idea lo que quiero de la vida. Antes sabía, estaba convencida de lo que quería, viste que de joven una se ilusiona y es romántica. Ahora sé que es mejor no saber lo que una quiere e ir adaptándose a lo que va sucediendo. Yo soy creyente, sabés, y cuando sos creyente confiás en una fuerza superior que sabe por qué pasan las cosas. A mi marido le hablaba del futuro. Cuando las nenas eran chicas hablábamos de cuando fueran al colegio. Entraron al colegio y hablábamos de la universidad, de cuando se casaran, de nuestros nietos. Entonces el futuro, para mí, era algo así como cuando te imaginás la vida de Valeria Mazza, ¿viste? Pero ahora maduré.

El colectivo se detuvo frente a la estación Retiro. Subió una señora mayor con un hijo también mayor, con síndrome de Down. Se sabía el parentesco entre los dos porque el muchacho no dejaba de decir “mamá”, mientras tiraba de uno de los brazos de la señora. Se sentaron delante de la mujer. La madre le hacía señas al muchacho para que se sentara erguido. Él dio vuelta la cabeza. Miró a la mujer y sonrió.

— El cine me gusta mucho, el teatro también. ¿Una foto? Te la mando por mail. Decime tu dirección. Perfecto, es fácil. Sí, me la voy a acordar.

De golpe, el muchacho tomó la bolsa roja de la mujer de un manotazo y extrajo los tacos. La madre lo retó y el muchacho devolvió la bolsa y los tacos.

—Ya tengo un abogado. Es mi primo segundo. No quiero más abogados, nomás el candidato.

La mujer rió con timidez, con carcajadas con “i” y se tapó la boca con una mano. El muchacho con Síndrome de Down comenzó a reír también, contagiado por la risa de la mujer. Abría la boca y tragaba bocanadas de aire. La madre le dijo que se callara y se quedara quieto. El muchacho miró el techo del colectivo con la boca abierta, abrió los brazos, los estiró y siguió riendo. De repente se puso de pie, tomó la cara de la mujer con las dos manos, la miró y le dijo: 

—¡Hoy es martes!

Después miró hacia el techo del colectivo con las manos entrelazadas debajo del mentón, en un gesto de rezo. Se arrodilló en el medio del pasillo, todavía miran-do el techo. Lloraba como envuelto en un éxtasis de felicidad y repetía: “Hoy es martes, hoy es martes”. La mujer cortó el teléfono. Se habían mojado sus ojos, que secó con la manga de la camisa. Estrujó su bolsa y su cartera debajo del brazo y se puso de pie. Bajó en Avenida Corrientes. A escasos metros, el colectivo se detuvo en el semáforo. Ella se tomó del poste de la luz y sacó los tacos de la bolsa roja. Cambió las zapatillas por los zapatos de taco alto, las guardó en la bolsa y caminó con pasos rápidos por Alem hacia la Avenida de Mayo.

Ilustración: Mapi de Aubeyzon.

SIGA LEYENDO