Juego de mujeres: “Potencial”

“Como los relatos de Chejov, de Natalia Ginzburg, de Julio Ramón Ribeyro, estos cuentos quedan en la memoria menos por lo que cuentan que por la calidad inconfundible de su voz", escribió Leopoldo Brizuela. Los sábados Infobae Cultura reproduce las historias que integran este libro de la escritora argentina, un pequeño cosmos que sus protagonistas habitan solidariamente y con fraternidad de género

(Mapi de Aubeyzon)

Me enamoré de Enrique una noche de primavera, alrededor de un fogón; nos veíamos a medias, borrosos, éramos apenas sombras difusas por efecto de los destellos anaranjados de las llamas. Oía su voz mientras contaba la historia de una yegua llamada Potencial, qué él había domado, y todos lo escuchaban en silencio. Soy miope y ahora uso lentes de contacto, pero entonces sólo tenía anteojos y esa noche los había guardado en la cartera. Solía sacármelos de vez en cuando para descansar de lo que empezaba a sentir como exceso de estímu-los para mí, casi siempre de escaso interés. Ver borroso me permitía abstraerme durante un tiempo acotado de lo que sucedía en mi entorno.

Esa noche no conocía a nadie allí salvo a Vicky Roberts, la inglesita de la que me había hecho amiga en la facultad y que me había llevado a aquella reunión cheta en el barrio cheto de Béccar, en el norte de la ciu-dad de Buenos Aires. Hablaban de temas que no entendía, en códigos que no captaba. Sus chistes no me hací-an ninguna gracia y hasta el momento en que este muchacho –que después supe que se llamaba Enrique– comenzó su historia de la yegua arisca, me había sentido propiamente una pajuerana.

Entonces había puesto los anteojos en la cartera, en estado pasivo, el de la presencia del cuerpo agazapado, sin el normal acecho de mi mente, como un molusco que se esconde en su caparazón. Hoy pienso que aquella postura era el reposo del control. Mi padre me había enseñado desde muy chica a ser independiente, a hacer todo por mí misma; era una actitud que me tenía permanentemente “en guardia”, pero es un estado cansador. Ahora tengo treinta y siete años y entiendo un poco más de todo y de mí misma. Sé que la vida no es un camino, como dicen. Que es mentira que uno decide si gira hacia la derecha o hacia la izquierda y así va conduciendo su vida hasta el final. Pero la noche en la que me enamoré de Enrique tenía veintidós años, estaba empapada de un imberbe existencialismo sobre el que no me cansaba de leer y era capaz de creerme lo que había empezado a aprender muy chica de mi padre, apenas murió mi madre, y era que cualquier cosa que me sucediera era de mi exclusiva responsabilidad. Uno debía depender sólo de uno mismo. A los doce manejaba la camioneta del campo, sabía ponerle las cadenas cuando nevaba, arreglaba alambrados, espantaba pumas del gallinero, desembichaba ovejas, las ayudaba a parir, cocinaba para los dos. No le temía a nada. La vulnerabilidad era el peor enemigo.

Los amigos chetos de Vicky Roberts habían hecho un fogón en la playa de las barrancas cercanas al río; era casi una costumbre de los sábados de primavera. Enrique contaba la historia de Potencial y, súbitamente, fue como si un rayo transparente me hubiera punzado una atracción irresistible. Alguien punteaba una guitarra, otros hablaban de otros temas y Enrique contaba que esta yegua arisca, indomable, había sido arruinada de potranca. Es de campo, me dije. No se lo comenté a Vicky Roberts, porque ella sabía que yo era del sur pero no necesitaba saber que yo era del campo. Y después supe que Enrique era de la punta opuesta de la rosa de los vientos: él era del norte, de tierra quebrada y seca, de polvaredas, colores ocres y clima caldeado.

Todos lo escuchaban mudos, quizás fascinados por el cuento y no por su voz o por la atracción magnética, como yo. Ese magnetismo me provocaba fantasías, algo que no me había sucedido antes. Yo enfocaba la vista en el resplandor del fuego, en contingencias sin forma aún.

–¿Quién es el que habla? –le pregunté a Vicky.

–Un santiagueño bonachón –dijo–. Medio pelmazo. Ya le dijimos al Negro que no lo trajera más pero parece que viene pegado al Gordo Torres, porque Enrique trabaja con su padre en el stud.

–¿Stud?

–No sé explicarte bien lo que es. Se dedican a las carreras de caballos. Para timba.

No es de campo, me dije.

–En el momento de debutarla –contaba Enrique–, la apuraron al entrar en la gatera y se golpeó con los fierros. Desde ese día, intentaron cientos de formas para volver a ingresarla, pero nunca lo lograron.

Su voz era franca y amable. Pero, ¿qué es la franqueza? En su caso, más tarde supe que la amabilidad le era natural y no algo meritorio, logrado. Seguí escuchando. Potencial no me producía empatía ni, menos aún, nostalgia. Nunca entendí la infancia como un estado de inocencia y dicha; ningún paraíso perdido. Sin embargo, su voz... Desistí de ponerme los anteojos y observar las caras de los demás. Salvo por el punteo de la guitarra, ahora no se oía otro sonido que la voz de Enrique:

–Pasaron tres años de idas y venidas al campo, la entrenaban para que se olvidara de su lastimadura y volviera a correr. Llegaron a taparle los ojos y así lograron entrarla en gatera, pero en el momento en que le quitaron la lona que la cegaba, se desesperó y se salió por debajo de la puerta delantera. Se volvió a lastimar el lomo y su miedo fue pavoroso.

–Por lo tanto –siguió Enrique– no podían ni arrimarla a menos de 50 metros de las gateras. Así que al cabo de tres años decidieron venderla como madre por muy poca plata. Porque los caballos no se olvidan jamás de las experiencias malas. Pueden aprender cosas nuevas, pero no pueden borrar lo malo.

–Dicen –me susurró Vicky Roberts– que es muy buen domador. Que tiene mano. Y que usa una técnica que está de moda en los Estados Unidos, pero que en su caso le es natural. ¿Me acompañás al baño, Carlota?

Le dije que no, que quería escuchar el final de la historia, si es que lo tenía. Vicky me miró decepcionada, como si yo estuviese rompiendo un estatuto de conducta que, obviamente, desconocía: si ella me había llevado a aquella reunión, yo debía acatar sus reglas. Se fue arrancando su mochila del suelo con un gesto evidente de fastidio, de que yo tendría que pagarle el desacato. La interrupción me apartó de la historia durante unos segundos y cuando volví, Enrique decía que a mediados de agosto lo había llamado el Gordo Torres y le había contado el problema que tenía su viejo, que el stud en el que trabajaba acababa de comprar a Potencial.

–Me encontré con la yegua abandonada –siguió, ya con la voz ensoberbecida por el auditorio que había logrado–, con una lastimadura en el lomo, los vasos largos y muy flaca. Acordé mis honorarios contra la garantía de que ella entrase y largase en una carrera. Si la trabajaba uno, dos o cuarenta días, sería problema mío. Los cuidadores, vareadores, jockeys, personajes de las paradas y del bar del Jockey Club, donde estaba el stud, me jorobaban: Che, ¿para que corra hay que hacerle mimos? ¿A la noche tenés que hacerle el amor?

Oí una risita femenina detrás de mí. No me di vuelta porque no podría haber visto la cara de la chica que se había reído. Tampoco había entendido el motivo de la risa. Hacer el amor no tenía ningún significado para mí. Mi instrucción sexual había comenzado en el campo, sola, mirando a los animales cuando se apareaban; y después en la facultad (de medicina), la completé con ana-tomía humana. Tres meses y medio después y demasiado tarde, me di cuenta de que no me habían hecho advertencias, mucho menos conocía lo que esta gente llamaba pecados.

–El lunes, después de cinco días de trabajo –siguió Enrique– fuimos a la gatera para hacer el apto. La yegua entró, se quedó quieta, la montaron y la vimos en una gran partida. El vareador volvió entusiasmado. Les pedí que por favor no le pegaran, que corriera a voluntad. Cuando volvió, después de frenar en el final del codo, se vino derecho hacia donde yo la esperaba. Se restregó en mi camisa para dejarme parte de su transpiración y me persiguió hasta el stud como lo había hecho en días anteriores. La tranquilicé, le saqué el filete y le di una zanahoria, que pudo agradecer sacudiendo su cabeza de arriba abajo. El lenguaje corporal de los caballos es maravilloso, todos los gestos te transmiten algo.

Vicky Roberts volvió con una cerveza en cada mano.

–¿Sigue el plomo ese?

A esa altura mi absorción era total. Tomé el vaso de cerveza nada más que para evitar que se volcara. Vicky estaba molesta conmigo; me susurró en la oreja que una tal Mechi estaba “chapando” en la habitación de los viejos del Negro con el chico que le gustaba a una amiga suya de toda la vida. No entendí lo que esa Mechi estaba haciendo mal; yo no pertenecía a esa gente y no conocía su jerga ni sus reglas. Además, no había prestado atención a lo que Vicky había dicho porque estaba concentrada en la voz de Enrique.

–Ya estaba anotada en la carrera –decía él entonces–. Teníamos el apto, solo faltaba que llegara el sábado y que corriera. Le había tocado el número nueve. Esto fue bueno pues entraría última. Entró derecho y quedó apo-yada contra los caños como haciendo fuerza contra ellos. Yo estaba debajo de un monitor del paddock, había ido solo, los nervios me comían por dentro y por fuera. Sentí esos nervios cuando saludé a la yegua, mientras esperaba. El jockey la montó por el costado, pues le habían dicho que una vez se había salido por debajo de la puerta. Ni bien se acomodó, largaron. Fue en ese instante que supe que todo mi trabajo ahora solo dependía de ella, de sus ganas y del trato que le dieran los starters. Corrió los primeros 300 metros por fuera del pelotón. Iba cuarta. Al entrar en el codo, el jockey la metió adentro del pelotón y quedó segunda rápidamente y sin exigirla. Las manos del jockey parecían muy suaves y la yegua no se quejaba. Doblaron el codo y faltando 900 metros para el disco, el jockey le dio un chirlo de aviso. La yegua se puso seria y agrandó sus brazadas para ponerse primera por afuera, dejando la puntera del lado de los palos. No pude contener mis gritos. ¡Qué extraordinario que respondiera así! Yo la había tratado sin golpes, sin electricidad, sin gritos, sin palos, sin horquillas. Y la yegua me lo quiso agradecer ganando... Nada menos.

Una semana después éramos novios. O actuábamos como novios, que en mi caso era lo mismo. Yo me regía por la espontaneidad, que era algo nuevo para mí. Por primera vez en mi vida, perdía el control. La vulnerabilidad no era algo peligroso. Seguramente Vicky Roberts tuvo razón en prevenirme de que Enrique no me respetaría si yo era tan fácil. Hoy parece raro que esa gente hablara de mujeres que se dejan, que son putas, incluso que tienen fiebre uterina.

–Parece que no entendés lo que significa que un tipo sea conservador –me dijo Vicky en un tono autoritario que me reprendía no haber acatado su orden de aquella noche de acompañarla al baño. Debe ser porque sos del sur, insistió, aunque ella no tuviera idea de lo que contenía esa pequeña palabra.

En esa época yo vivía en Lomas de Zamora y tenía poco tiempo para ver a Enrique. Me alojaba una familia, a cambio de cocinarles, lavarles la ropa, y hacer la limpieza general una vez por semana. No hacía las camas. Sólo lavaba sus sábanas. Comía con ellos y eran buenos conmigo. De dos a seis de la tarde cursaba materias en la facultad y estudiaba de noche, o en los ratos libres. Pero no eran mi familia. Entonces la voz de Enrique, a partir de aquella noche, fue un especie de refugio, la sensación de que había algo seguro, que no se iba a mover. Si me aparecía alguna inquietud por la gente con la que vivía, por asuntos de ellos, por supuesto, él me decía: ¿Por qué te preocupás por eso? No es tu problema.

Venía a la noche, trepaba por la enredadera y quedábamos imantados uno al otro hasta la madrugada. Desde la primera noche, Enrique fue, para mí, un hombre llano, sin misterios. Sabía que me estaba contagiando algo que yo demoraría en aprender: que lo que no se puede controlar, no se podrá controlar nunca. Aquella fortaleza que yo me había inventado apenas venida del campo era pura chispa, hojarasca mojada. La noche de la fogata, cuando nos quedamos charlando solos después de que el grupo se dispersó, por más joven e incauta que fuera me había dado cuenta cómo las personas escondemos nuestra verdadera identidad. Tenía claro que lo hacemos para protegernos, y para agradar. En Buenos Aires, me preocupaba desenmascarar a las personas que me presentaban. A Pedro, a quien conocí poco después, le saqué el disfraz enseguida: se mostraba extremadamente seguro de sí mismo porque se sabía vacilante y era vacilante porque su padre se había encargado de convencerlo de que era un inútil. Me contó que la frase que más le gustaba repetir a su padre era “¿no ves que sos un inútil?” Yo insistía en que su padre le había hecho un favor. Sentir que lo consideraban un inepto lo había convertido en el hombre exitoso que era. Antes creía que debía ayudar a la gente a liberarse de sus padres. Ahora sé que la lucha contra ellos es lo que forma los callos de nuestra personalidad. Enrique, en cambio, no pareció necesitar de mi salvataje. Él era un autoliberado gracias a su propia inocencia, a tratar a los humanos como si tuviésemos los mismos instintos y pensamientos que los caballos, que eran el centro de su vida. Ahora comprendo que su inocencia transmitía lo que tantos años demoré en aprender: es muy poco, casi ínfimo, lo que controlamos de nuestras vidas.

Con ese candor, aquella primera noche Enrique me dijo que él disfrutaba de la vida. Dijo que no era una cre-encia, una postura filosófica, como muchos de los que estaban ahí; él la disfrutaba de veras. Sentí un poco de vergüenza ajena y, a la vez, el impulso de arrojarme en sus brazos.

Esa misma noche y todas las noches en las que nos vimos durante los cuatro meses en los que estuvimos juntos, me besó con énfasis y apuro. Y ahora sé que también con culpa. Y que la percepción de que era “pecado” fue, para él –yo estaba lejos de sentirla– lo que propició nuestra unión y, también, lo que la deshizo. Su pretexto me rondó la cabeza hasta hoy. Si su cuerpo había hablado por él, ¿por qué entonces, yo le hacía mal? Vicky Roberts aportó un razonamiento que me humilló: te lo dije, eso te pasa por regalarte. Sentí una vergüenza atroz, denigrante.

La noche en la que Enrique se fue, no hubo indicio de que algo así podría suceder. Él también estaba imantado. Tampoco podía despegarse. Dos semanas después, apareció Pedro, que no pertenecía a aquel grupo y que, en parte, redujo mi humillación. Pedro era un vecino de Lomas de Zamora que me rondaba desde hacía algún tiempo. Él supo hacer de cuenta que me enseñaba todo, que destapaba mi timidez. Pudor era una palabra que había aprendido de Vicky Roberts y que puse en práctica con Pedro. Hoy puedo decir que así como Buenos Aires fue, cuando llegué del sur, una liberación, Pedro lo fue de la vergüenza, un desagravio contra lo que empecé a entender que en la vida me resultaría incontrolable.

Un día de febrero, cuando fui a rendir un examen a la facultad, Vicky Roberts me dijo que Enrique había vuelto a Santiago del Estero. Que se iba a trabajar al campo de unos tíos. El Gordo Torres le había dicho que era una pena que colgara la doma, que entonces empezaba a llamarse racional, una modalidad que no usaba la violencia, porque de veras tenía mano.

–Lo asustaste –me dijo Vicky Roberts–. ¿Viste? No me hiciste caso. Cuando yo te digo que es carnaval, nena, vos apretá el pomo.

Intuí que, para ella, los hechos acrecentaban su autoridad sobre mí. El mundo no se dividía en Norte y Sur, ella me dejaba afuera a mí, especialmente a mí. Perdí interés en la facultad. Era una zombie y la familia con la que vivía me lo hizo saber. Empecé a vomitar y creí que de tristeza. O de rabia. No supe que estaba embarazada hasta que ya había aceptado la propuesta impetuosa, extravagante y antigua de Pedro, de casarme con él. ¿Casarnos?

Dijo que yo era lo mejor que le había pasado en la vida. Quizás acepté porque Pedro era como mirarme en un espejo. O por desesperación. A lo mejor por ir en contra de mi padre, o porque me había cansado de ser tan independiente y asumir todo sola. El amor –Pedro me lo demostraba a diario– no era sólo la imantación de un cuerpo con otro, la pérdida de la sensatez y el control; era eso y mucho más. Sé que jamás hubiese abortado porque mi hijo era y es lo único de Enrique con lo que pude quedarme. Estoy segura de que Pedro conoce la paternidad de su hijo mayor, pero jamás me hizo una sola insinuación.

Ilustración: Mapi de Aubeyzon.

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