Newsletter del día: Las estatuas

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Una estatua de Colón sin cabeza, luego de que se la arrancaran en medio de una protesta por el asesinato de George Floyd a manos de la policía. La estatua está en Boston, Massachusetts. (REUTERS/Brian Snyder)

Hola, ahí.

Gracias a ciertas inscripciones en algunos monumentos de reyes asirios que se conservaron (“Que aquel que derribe mi estatua sufra por el resto de su vida”), los historiadores pudieron rastrear que, al menos desde el 2700 antes de Cristo, una de las clásicas estrategias de rebelión es tirar abajo una estatua.

Los que tenemos cierta edad fuimos testigos del modo en que a comienzos de los noventa del siglo pasado el mundo ex comunista se desprendía de su muro, de sus Stalins y de sus Lenins (mientras curiosamente se iniciaba en simultáneo la cultura nostálgica de la memorabilia de la ex URSS en pequeño formato, que aún sigue vigente en prendedores, monedas o señaladores).

La estatua de un líder o de una figura política en los espacios públicos es desde siempre una apuesta por la inmortalidad de sus ideas. Es el registro de una cosmovisión y la puesta en acto como presencia viva a los demás. Esta forma de exhibición de las ideas es un clásico de las culturas, como lo es también bajar del pedestal a los derrotados o destruir con violencia escandalosa aquellos monumentos cuyo significado se asocia con ocupación, opresión, racismo, persecución. ¿Es justo destruir un monumento? ¿Está bien borrar un registro de la historia?

En las últimas semanas, el crimen de George Floyd a manos de la policía y ante los ojos de todos en Mineapolis fue el disparador de una ola que traspasó las fronteras de Estados Unidos: vandalizar y derribar estatuas se convirtió en un acto político de respuesta a la violencia estatal pero también una acción concreta de revisión del pasado colonial, esclavista y patriarcal en ciertos países. La discusión salió de los claustros y de las redes sociales y tomó las calles, los parques y las plazas. Derrumbar estatuas, arrojarlas a los ríos, demolerlas hasta borrarlas es un gesto real sobre lo simbólico y también un intento de reescritura de la narración del pasado en su versión oficial.

Más allá de las inquietantes imágenes que ofrecen las escenas, si nos sentamos a pensar en los diferentes actores del momento, los vivos y los muertos que están en los libros y siguen en los monumentos, ¿quién representa un mayor símbolo de odio, un traficante de esclavos o aquellos que después del crimen de Floyd salieron a revolear estatuas de los confederados en los Estados Unidos? ¿Realmente odian más los que destruyen los monumentos que aquellos que aplastaron una cultura a fuerza de racismo y abuso de poder?

El problema no es el pasado o, al menos, no es solo el pasado sino la continuación de ciertos hechos en el presente, que hace que aquel pasado de oprobio siga encendiendo la llama de la protesta. La pregunta entonces es si la destrucción de monumentos como acción política conduce a un cambio estructural en la matriz de pensamiento.

Una imagen de Harriet Tubman, luchadora por la libertad y los derechos de los afrodescendientes esclavizados es proyectada sobre la vandalizada estatua del general confederado Robert E. Lee en Richmond, Virginia. Las letras son las iniciales de Black Live Matter, el movimiento antirracista (REUTERS/Jay Paul)

“No alcanza con derrumbar estatuas. El racismo en el mundo del arte existe en tiempo presente. Los asesinatos raciales también. En tanto las comunidades discriminadas y asesinadas no sean parte de las decisiones, nada sustancial habrá cambiado”, escribió días atrás la investigadora y curadora Andrea Giunta en la revista Ñ en relación a su tema de estudio, pero el concepto vale para todas las esferas.

”No son las estatuas en sí sino el punto de vista que representan. Y esas estatuas están en espacios públicos, ¿verdad? Entonces esas estatuas están reivindicando que su versión de la historia es la versión pública de la historia”, dijo en estos días durante una entrevista con The New York Times el historiador del arte estadounidense Erin L. Thompson, quien señaló que la historia del arte es justamente una historia de “cambio de lealtades y cambio de pasados”. “Nuestra generación cree que el arte público es algo que va a estar siempre ahí, pero ése es un punto de vista absolutamente ahistórico”, explicó.

Mientras en la mirada de Thompson se traduce una cierta naturalización del fenómeno, otros creen que la destrucción de esos símbolos impide aprender de los errores. Eso es lo que piensa Justin Jampol, director ejecutivo del Wende Museum de Culver City, California, donde se conserva gran parte de estatuas y monumentos de la guerra fría que fueron derribados luego de la caída del muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética y conductor del programa “Lost Secrets”, en Travel Channel.

Jampol es partidario de lo que se llama “recontextualización”, es decir, la preservación de aquellos objetos del arte o la historia que representan algo que en la actualidad se entiende como algo negativo, con el fin de mantener un registro histórico, acompañado de materiales que le den una nueva lectura a esos objetos o documentos. Para Jampol, “la ironía es que si todas las estatuas son destruidas o derrumbadas, van a desaparecer todos los recordatorios de brutalidad sistemática. Borrar esculturas no es el inicio de una conversación sino el final de ella”, como escribió en un artículo de Foreign Policy.

La purga de los símbolos y los íconos asociados con sistemas opresivos del pasado no deshace el pasado, insiste Jampol, quien cree que esos símbolos deben ser desafiados por el presente con la recontextualización y pone como ejemplo las barracas del campo de concentración de Dachau, que en un comienzo fueron removidas pero luego fueron reconstruidas de modo de poder presentar una narrativa actual del Holocausto mientras se les muestra a los visitantes las inenarrables condiciones en las que vivían los prisioneros de los campos.

En Washington, la cabeza de la estatua derribada del general confederado Albert Pike es rociada con pintura por manifestantes. (REUTERS/Jonathan Ernst)

Algo dentro de esta línea -no a la destrucción pero también no a la exhibición en espacios públicos- le dijo Giunta a la agencia Telam en esta nota. “Hay esculturas públicas que promueven el racismo y la colonización. Se erigen a ‘héroes’ que llevaron adelante genocidios y nadie debe ser obligado a verlas. Mi posición es que deben retirarse de la vida pública y colocarse en un espacio de acceso voluntario”.

Quiero ser franca: yo dudo mucho, dudo de todo, como siempre. Entiendo el resentimiento y la furia de la población negra de Estados Unidos y de aquellos que acompañan esa lucha pero siempre lamento la destrucción de cualquier documento histórico, en cualquiera de sus formas. (Tampoco es fácil llevarse las estatuas a casa más allá de la voluntad de conservación de la historia, convengamos). La vandalización y la destrucción, aún con razones de peso detrás, me resultan inquietantes aunque sé que esa sensibilidad es nada al lado del sufrimiento histórico de tantas personas.

De lo que no hay dudas es de que asistimos a un momento de cambio fenomenal del discurso dominante, una suerte de puesta del mundo patas para arriba que parece irreversible. La mirada sobre la política y sobre cada una de las actividades humanas está siendo reformulada y emergen reclamos justos desde diversos grupos de minorías arrasadas o excluidas y mayorías humilladas.

La estatua del ex vicepresidente de los EE. UU. y defensor de la esclavitud John C. Calhoun es levantada después de ser retirada de un monumento el miércoles 24 de junio de 2020 en Charleston (Meg Kinnard / AP)

Si lo revisamos como una constante a través del tiempo, tirar abajo estatuas de símbolos del colonialismo o de la esclavitud es en definitiva otra manera de reescribir la historia, indiscutiblemente más civilizada que el modo brutal en que los personajes representados en esos monumentos llevaron adelante sus gestas, aún pensando en el contexto del mundo de las ideas en que lo hicieron.

Toda revolución trae consigo excesos e injusticias, queridos lectores. Eso también lo aprendimos.

Hasta la próxima.

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