El jueves 2 de julio fue el lanzamiento mundial en Mubi.com de la nueva película del director alemán Werner Herzog, Family Romance LLC- una ficción basada en el caso real de una empresa japonesa que brinda servicios de alquiler de actores, no de cine ni teatro, sino para actuar en la vida real y sin público, ofreciendo compañía a personas solitarias o con algún tipo de falencia afectiva. El actor central Ishii Yuichi -en su vida real fuera de la película también es dueño y actor de esa empresa- es contratado por una madre soltera y rica para que salga de paseo con su hija de 12 años, quien nunca ha visto a su padre. Su trabajo es actuar de padre: salir a divertirse juntos, hablar de amores adolescentes, jugar. La chica sabe que él no es su padre pero por profundas cuestiones de índole cultural, en esa isla remota esto no es visto como farsa o contradicción.
En otra escena, Yuichi visita un emprendimiento que se roza con el suyo, adonde va buscando locaciones para posibles clientes: un servicio fúnebre para personas vivas. Allí, gente acaso con depresión y tendencias suicidas ligadas a la soledad, experimenta su propio funeral. La idea es tratar de sentir lo que sería estar muerto para valorar la vida (el fenómeno también existe en Corea del Sur, otro país con tasas astronómicas de suicidios). Acto seguido, el actor sigue sondeando modos de diversificar el negocio: visita un hotel atendido por robots. En Japón, desde hace ya años, se venden robots no solo con fines de entretenimiento y productivos, sino también como compañía.
Para producir el libro de crónicas Japón desde una cápsula (Adriana Hidalgo) dormí dos noches en un hotel robótico cercano a Nagasaki: al llegar, detrás del mostrador, me recibió Yumako, una androide con sombrerito blanco que comenzó a gesticular ni bien me paré frente a ella, diciendo “Welcome to Henn´na Hotel”. Me invitó a completar mis datos en una tablet, me ordenó amablemente que escaneara mi pasaporte en una máquina y otra escupió mi tarjeta de entrada a la habitación. Al lado me esperaba un carrito rojo en el que coloqué la valija -siempre dirigido por la hermosa autómata que desde los tres metros o más ya parece 100 % humana- y ese robot con ruedas me condujo hacia la habitación: leyó el dato en mi tarjeta y fuimos juntos, silenciosamente, en cámara lenta. Una vez instalado, descubrí en la mesa de luz una muñeca plástica con aires de Hello Kitty. Para mi sorpresa, me comenzó a hablar. Era Churi Chan, mi asistente personal, a quien yo le pedía en inglés que me despertara a cierta hora, que me leyera las noticias y que prendiera o apagara la luz. De alguna manera, no estaba sólo en ese cuarto.
¿Por qué en Japón un actor como Yuichi -dedicado a la compraventa de emociones- no es considerado un farsante sino alguien respetado por hacer bien su fino trabajo?
En el este de Asia sobrevuela la cosmovisión taoísta del universo como un gran vacío regido por dos fuerzas opuestas y complementarias, en permanente armonía: es el símbolo de Yin y el Yang, donde el negro entra en el blanco y viceversa. Los opuestos no se repelen en ese modelo de pensar. Por eso aquel pensamiento es más poroso y pragmático que el nuestro, y amoldable al cambio con mayor facilidad (aceptan la tecnología con más naturalidad y rapidez). En Occidente tendemos a pensar más desde la lógica aristotélica: los opuestos chocan en contradicción y lo que es blanco no puede ser negro a la vez. Es decir: “si no sos mi padre -ni siquiera mi padrastro o quien me adoptó- no podés actuar como si lo fueses porque te estén pagando; no podés ser y no ser mi padre al mismo tiempo. Sos un farsante simulador”.
Otro ejemplo: en el Occidente judeocristiano, una persona que fuese judía o católica, no podría ser a la vez budista o musulmana. En cambio un budista puede ser al mismo tiempo católico y shintoísta sin que eso entre en contradicción: los japoneses suelen casarse en un templo shinto y hacer sus funerales en otro budista.
Este razonamiento vale para otro tipo de copias y simulaciones, dado que en el este de Asia no se piensa desde la concepción platónica de la “esencia de las cosas”, ese sustrato invariable que está en la naturaleza de todo y que lo hace único. En su libro Shanzhai, el filósofo Byung Chul Han cita un episodio ocurrido en el Museo de Etnología de Hamburgo, en el contexto de una exposición con soldados de terracota de la legendaria tumba de Qin Shi Huang encontrada con Xian -China- con su ejército moldeado a mano bajo tierra. Miles de europeos habían desfilado ya frente a esas figuras en la exposición cuando las autoridades del museo se enteraron de que eran en verdad réplicas: les habían metido “gato por liebre”. Ante el reclamo, desde el museo en Xian les respondieron ofendidos que, dada la perfección de las réplicas, estas valían como original. Esto fue un choque cultural, un cruce de perspectivas. En el este de Asia, copiar no está mal visto. Incluso es un arte hacerlo con maestría. Allí la copia mantiene la esencia, el aura del original. La sofisticada y vanguardista Tokio, por ejemplo, tiene réplicas exactas en la forma de la Torre Eiffel y la Estatua de la Libertad.
El antropólogo japonés Michitaro Tada escribió en su libro La gestualidad japonesa que los japoneses “le damos un valor muy especial al hecho de ‘ser como´ otra persona… jamás creemos que imitar sea algo malo… tal vez sentimos placer al experimentar la desintegración del ´yo´ porque, en el fondo, nos provoca enorme alivio”.
¿Esto significaría que la niña sin padre se autoengaña al establecer un vínculo con el actor? De ninguna manera. En tanto el pensamiento del este de Asia no responde a estructuras fijas sino que es adaptable con más facilidad a la circunstancia por fines funcionales, se amolda a la fluidez de los hechos: si estos otorgan algún tipo de alivio y si subsanan un poco la falta, son bienvenidos. Ese padre por horas -que hace su trabajo con talento y es muy creíble- no es una fuerza negativa que viene a chocar con la realidad: es más bien un complemento que trae armonía, así como el budismo fue aceptado por el shintoísmo al llegar desde China con la buena noticia de que existía la vida después de la muerte y les dulcificó la existencia a los japoneses: el shinto inspiraba terror ante el fin de la vida.
Hay otra matriz cultural que permite entender esta tendencia a la simulación: los conceptos de honne y tatemae. En una escena de la película de Herzog, una joven a punto de casarse está organizando la ceremonia de su boda y contrata a Yuichi para que haga de su padre. Ella tiene el suyo pero es alcohólico y la avergüenza presentarlo en público: casi nadie de su entorno lo conoce. En este caso, el papel del actor es secreto para los invitados. El tatemae es una suerte de máscara invisible de perfección que debe llevar puesta cada japonés en público siempre: eso los hace ser educados aun cuando estén odiando, contenidos e inexpresivos para nuestros parámetros, guardándose las emociones tanto de alegría como tristeza o dolor. El honne es el verdadero “yo” desnudo, el que solo se puede exponer dentro de la casa, cuando el “samurái” que lleva adentro casi todo japonés -listo para el combate y elegante para enfrentar la muerte- se quita la “armadura” en la intimidad. La vida de un japonés es una gran mascarada, un eterno teatro donde, en el fondo, siempre está simulando ser otro, escribió el japonólogo Ramón Agúndez.
Esta dicotomía, a su vez, está ligada a la matriz confuciana del inconsciente colectivo japonés, originada en el campo de arroz donde el trabajo solo puede ser cooperativo y el sujeto se disuelve en el grupo, el cual está siempre por encima de él: esto lo obliga a renunciar a parte de su individualidad. Este pensamiento gregario hace que las personas vivan muy pendientes del “qué dirán”: el control grupal es constante y cada quien debe comportarse según el lugar que le ha tocado en la compleja estratificación jerárquica de esa sociedad. Si todos se comportan “como deben” obedeciendo al superior, en la tierra se repetirá la misma armonía celestial del tao, en la cual el hombre suele ser una disonancia.
El tatemae es -entre otras cosas- esa máscara de sumisión que opera como resguardo de un honor impoluto que debe demostrar cada persona en la búsqueda de la perfección, explica el japonólogo Mario Bogarín. En este contexto, una madre soltera -está preestablecido que una mujer debe atender a hijos y marido- será muy señalada por haber “fallado”. Entonces ella tiene que buscar a toda costa -y demostrarle a los demás que lo intenta- alguna forma de subsanar el vacío que tiene su hija al no tener padre. Entonces contrata uno part-time. La hija adquiere así una cierta compañía y su grupo social ve que la madre se preocupa por ella. Esto es algo que el comunicólogo Gerardo del Vigo llama “muletas afectivas”, que pueden incluir la compañía del holograma de la estrella pop virtual Hatsune Miku o robots de compañía como la blanca foquita Paro que está en miles de geriátricos, a mitad de camino entre juguete y mascota.
¿Por qué un robot sin alma puede ofrecer compañía? En una cultura no esencialista, el límite entre realidad física y virtual -o entre sujeto y objeto- es más difuso que en nuestro lado del mundo. Un robot puede tener la vibración de un ser y también la frialdad de un objeto. Porque desde el punto de vista shintoísta, la tierra es un mundo animado lleno de espíritus: es el kami que habita en cada montaña, árbol de cerezo, muñeca y hasta en una silla. Todo tiene un kami. Además, los antepasados están omnipresentes controlando los actos de la descendencia y se les rinde culto en altares hogareños. En Occidente, imaginar un espíritu dentro de un robot nos lleva al ámbito de lo terrorífico, de lo contra natura. Pero en Japón se vive desde hace milenios entre fantasmas: ni siquiera los niños les temen. El Viaje de Chihiro de Miyazaki es una película de fantasmas. Es decir que la relación entre un japonés promedio y un robot no llega a ser de igual a igual, pero en alguna medida es de “tú” a “tú”.
En los asilos algunos ancianos lloran cuando “muere” su foquita Paro y al perrito Aibo de Sony se le hacen funerales budistas en un templo de la prefectura de Chiba. En una sociedad que envejece y tiene tasa descendente de natalidad, Japón tiene como política de Estado desarrollar una robótica gerontológica que atienda a los ancianos y les dé compañía. En ese lugar del mundo, nada de todo esto es incoherente o contradictorio, y mucho menos locura. Es sencillamente otra cosmovisión con su singular forma de organizar el mundo.
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