James Wood, un astuto crítico y escritor inglés que, entre otros títulos, escribió Los mecanismos de la ficción, notó que cuanto más pasaba ante la biblioteca de su suegro, que acababa de morir, mejor entendía que sus libros no le revelaban nada sobre él sino que, por el contrario, lo escondían “como si fueran una frase cifrada en un mausoleo intraducible”. En otras palabras, los libros hacían del espectro de su dueño algo diminuto y confuso antes que grande y claro, como si desde su absoluta quietud la biblioteca le susurrara (escribe Wood, que aclara desde el principio que apreciaba bastante al hombre) que la vida humana es algo demasiado simple a pesar de sus muchos proyectos laboriosos, efímeros y sin sentido. En tal caso, la pregunta de fondo que el crítico y escritor estadounidense Peter Orner repite en el título de su libro apunta a la misma inquietud que su colega inglés: ¿hay alguien ahí? Y si lo hay, ¿quién es?
Para Orner esta pregunta se tiñe con una muerte mucho más sensible: la de su propio padre, Ronald A. Orner, un veterano abogado de Chicago con algunas incursiones en la política que, en el fondo, nunca se había tomado la literatura como otra cosa que un pasatiempo. Su hijo, sin embargo, se ocupa de aclarar que como “lector solidario”, su padre nunca le reclamó nada sobre los libros que escribió (aunque se arrepienta ahora de “haber exhibido la ropa sucia de su familia” en ellos) porque entendía bien la diferencia entre “la no ficción que pretende decir la verdad y la ficción que usa algo que fue verdad para alcanzar otra cosa”. De esta manera, ¿Hay alguien ahí? emprende un camino a través de la idea de que los mejores libros ofrecen las mejores pistas para entender un poco mejor el sentido de la vida, la muerte, la paternidad o el amor. Y si esto es así, ¿qué mejor que un crítico literario para rastrear entre las páginas de Chéjov, Kafka, Welty y Cheever, entre muchos otros grandes autores, la sabiduría capaz de orientarnos en medio de la cruda experiencia real?
Orner, sin embargo, insiste en que aunque su búsqueda como lector parezca provocada por el más desconsolado dolor (ya que además de la enfermedad y la muerte de su padre se suma, también, la demencia de su propia esposa, dos tragedias que el autor parece soportar a solas), en el fondo, tampoco es tan ingenuo como para creer que todos los libros sean dignos de ofrecer alguna respuesta. “Cualquiera que se jacte de tener absoluta certeza sobre los mecanismos con los que opera la ficción es un charlatán de feria”, escribe Orner, ya que “una obra de ficción puede tener todos los elementos supuestamente esenciales, el escenario, los personajes, la trama, el conflicto, y aun así estar tan muerta que ningún profeta podría resucitarla”. En consecuencia, si el crítico tiene alguna misión, subraya Orner, es la de oponerse a “la epidemia de conclusiones simplistas”.
Aún así, ¿Hay alguien ahí? no es tanto un libro sobre un crítico que encuentra las respuestas a sus preguntas existenciales entre los autores que lo acompañan a lo largo de la vida, sino más bien un libro sobre un lector que, aunque por momentos también cumple las funciones del crítico y el escritor (Orner es el autor de cuentos y novelas que, por lo que él mismo cuenta, pasan algo desapercibidos entre sus contemporáneos), necesita suavizar en compañía de los libros su soledad. De hecho, es esta figura del lector compulsivo, alguien que camina por la calle, maneja su auto, pasea por una plaza o incluso desayuna con un libro en la mano lo que, a veces, desnuda el punto en el que Orner confunde la voluntad con la inteligencia. “¿Cómo llegan los pescados a la pescadería?”, se pregunta al levantar la vista de un libro de Robert Walser y descubrirse delante de una pescadería. Ante este ensimismamiento, nada mejor que otro crítico, Terry Eagleton, para señalar que, en realidad, desconocer con tanta candidez cómo funciona el mundo en el que los libros se escriben es, en parte, desconocer cómo y para qué se escriben.
Católico en un país anglicano y de origen obrero en una sociedad de férreas distinciones de clase, Eagleton, un británico con raíces irlandesas, tal vez no sepa exactamente cómo llegan los pescados a la pescadería, pero sin duda sí está al tanto de que no cualquiera puede darse el lujo de ignorar cómo funciona el mundo (y por eso en El portero, sus memorias, recuerda que antes de convertirse en profesor en Oxford y Manchester, “pretender ganarse la vida escribiendo libros era como intentar hacerlo sacándose el cerumen de las orejas”). Para Eagleton el peligro de confundir el placer de la lectura con una isla privada restringida para el resto del mundo representa, al menos, dos problemas. El primero es no entender para qué se lee: leemos, cree Eagleton, no para alejarnos de una manera aséptica de la realidad, sino para volver a ella con menos inocencia que antes. Lo cual lleva al segundo problema: ¿cuál es la tarea del crítico a la hora de leer? Según Eagleton, de lo que se trata es de saber cómo romper ese “hechizo” para que “la magia funcione”. Y esto lleva la discusión a otro tema delicado para Orner. ¿Tiene sentido intentar identificarse con los personajes literarios?
En más de una oportunidad, ¿Hay alguien ahí? repite que una biblioteca es, entre otras cosas, una colección de vidas a la espera de que nos tomemos el tiempo de conocerlas. “¿Hay un acto más generoso en la literatura y en la vida que dedicarles tiempo a las vidas anónimas de los otros, incluidos aquellos muertos hace tanto tiempo, especialmente cuando tú estás lidiando con tus propias penurias?”, escribe Orner a propósito del pasado como médico de Chéjov. El resto de la premisa es conocida: si exploramos esas vidas y empatizamos con sus existencias, entonces nuestras vidas serían enriquecidas porque la experiencia nos volvería más tolerantes. Sin embargo, Eagleton no está tan de acuerdo.
En Cómo leer literatura, por ejemplo, el crítico se anima a proponer la hipótesis opuesta: la empatía no es la única forma de comprensión, pero incluso si lo fuera, ¿acaso al colocarnos en el lugar del otro no estamos cancelando la posibilidad real de comprenderlo? En otras palabras, ¿quién quedaría para mostrar comprensión si ocupáramos los zapatos del otro? Ante esta cuestión, Eagleton y Orner acortan sus diferencias cuando tanto uno como el otro subrayan sus respectivas preferencias por los personajes literarios realmente perdurables. Es decir, por aquellos que aún si nos invitan a empatizar, toman antes la precaución de ser “tan inconsistentes, tan estúpidos, tan imprudentes como somos nosotros allá afuera”.
Entonces, ¿cómo leer y por qué? El gran crítico estadounidense Harold Bloom, tan dispuesto a analizar la composición textual de la Biblia como a trazar el canon occidental, llevó estas inquietudes hasta el paroxismo al dedicarles un libro. Cómo leer y por qué, en consecuencia, responde sin margen para las dudas: leemos para fortalecer el yo y averiguar cuáles son sus intereses auténticos, mientras que “el hecho de que experimentemos estos aumentos como placer puede deberse a que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales puritanos de campus, siempre hayan reprobado los valores estéticos”. En la misma línea aseverativa, también el crítico George Steiner escribió en su Gramática de la creación, dedicado a aquello que ancla el sentido del arte, que “somos un animal cuyo aliento vital es el sueño narrado, pintado, esculpido y cantado”. Pero algunos críticos que, como Orner, también son novelistas, no siempre están tan convencidos.
De hecho, uno de los pocos autores contemporáneos que Orner se anima a mencionar de manera negativa en ¿Hay alguien ahí?, justo antes de acusarlo de falsear los sentimientos en una de sus más exitosas novelas (El sentido de un final) y tirar el libro por la ventana de un auto, es el británico Julian Barnes. Novelista, cuentista y ensayista, lo curioso es que Barnes también ha teorizado bastante sobre el sentido de la literatura en su propio libro de crítica literaria, Through the Window. Leyendo a Penelope Fitzgerald, por ejemplo, Barnes señala, en un tono parecido al de Orner, que una de las pequeñas ventajas que quienes escriben tienen sobre quienes no lo hacen es que los momentos dolorosos de la vida, al menos, pueden ser almacenados para usarse después.
Pero Barnes avanza un poco más cuando se trata de indagar qué fuerzas o sabidurías están detrás de lo que leemos, y a pesar del reconocimiento que Orner parece envidiarle, es Barnes quien también desconfía del éxito y los premios. Por ejemplo, al recordar lo que John Updike dijo alguna vez sobre los jurados literarios: “¿Fui alguna vez jurado de un concurso? No, siempre lo esquivé. Entonces, ¿quiénes aceptan? Los enanos. ¿Y a quiénes eligen para dar sus premios? A otros enanos”. A propósito de lo que un novelista del calibre de Updike deja tras su muerte, Barnes siempre insiste en desconfiar de las ambiguas certezas del gran éxito comercial. “Como dijo Lorrie Moore”, anota el británico en su comentario, “Updike es posiblemente nuestro mejor escritor sin una sola gran novela, asunto que lo hace mucho más particular que deshonroso”.
A la hora de los dictámenes literarios, por lo tanto, la aritmética de los reconocimientos no siempre son tan precisos. ¿Y no es esto lo que la narradora y ensayista Willa Cather insiste en dejar claro cuando escribe en El arte de la ficción que una novela es, finalmente, una obra de imaginación en la que un escritor “intenta presentar las experiencias y emociones de un grupo de personas a la luz de las propias”? A pesar de su desesperación, Orner lo intuye bien cuando reconoce haber aprendido que la verdadera pregunta nunca es por qué razón se escribe un cuento, sino qué tan bien logra respirar en la página. ¿Y quién resta del otro lado? Ni los lectores inexpertos ni los críticos circunspectos, sino quienes oyen fuerte y clara la respiración.
SIGA LEYENDO