Newsletter del día: La hora del crepúsculo

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Hola, ahí.

Desde el comienzo de la pandemia sabemos que el virus que nos tiene acorralados afecta especialmente a los viejos. Sin embargo, también desde el comienzo de este paréntesis en que se convirtió nuestra vida vemos que en todos los países, independientemente de su centralidad y del lugar que el Estado ocupe en las decisiones y en la vida de los ciudadanos, no hubo preparación real y efectiva para protegerlos.

En países como el nuestro, los negocios particulares de los dueños de los geriátricos y la creciente precarización de quienes ahí trabajan resultaron un combo letal de desidia y falta de profilaxis. Pero las razones no son las mismas en Europa, Estados Unidos o los países nórdicos, en donde también las residencias para ancianos se convirtieron en infiernos de Covid y es ahí cuando no puedo dejar de preguntarme cuánto vale la vida de un viejo en tiempos de capitalismo tardío y resquebrajado. Cuánto vale la vida de un viejo en la era de la juventud eterna. Cuánto vale la vida de un viejo que ya no produce y que, si consume, lo hace solo en determinada dirección: la industria farmacéutica, la alimentación y poco más.

“Los viejos, que no constituyen ninguna fuerza económica, no tienen los medios de hacer valer sus derechos. (…) Es posible, pues, negarles sin escrúpulos ese mínimo que se considera necesario para llevar una vida humana “, dice Simone de Beauvoir en La vejez, una suerte de Biblia del tema al que vivimos escapándole desde siempre en lo que la filósofa francesa llama “conspiración de silencio”: primero, cuando somos jóvenes, porque no nos identificamos y no existe la empatía; más tarde, a medida que nos acercamos a ese crepúsculo, porque duele la identificación en ese espejo deformado de nosotros mismos. “Que durante los quince o veinte últimos años de su vida un hombre no sea más que un desecho es prueba del fracaso de nuestra civilización”, escribe también.

”Envejecer también es cruzar un mar de humillaciones cada día. (...) Nunca pensé que envejecer fuera el más arduo de los ejercicios, una suerte de acrobacia que es un peligro para el corazón.Todo disfraz repugna al que lo lleva. La vejez es un disfraz con aditamentos inútiles”, escribió Silvina Ocampo.

En la misma dirección, Adolfo Bioy Casares escribió en Diario de la guerra del cerdo que “en la vejez todo es triste y ridículo: hasta el miedo de morir”.

No alcanza con el entusiasmo para ser joven, te convertís en viejo más allá de tu voluntad, te lo marca la edad de tus hijos, la clase de médicos a los que visitás, las etapas de la vida que vas dejando atrás definitivamente, pero sobre todo lo define de manera crucial la mirada de los otros.

Te convertís en viejo o en vieja cuando los otros lo deciden. Es la mirada de los otros la que te asigna ese lugar y no hay cirugías ni ornamentos ni afeites que puedan ir contra esa sentencia, pasaste a ser viejo para necesitar asistencia o en el discurso del que busca descalificarte y es ahí, en esa descalificación, cuando la palabra viejo o vieja surge antes que cualquier insulto, porque el mayor agravio es ése, justamente. En el mejor de los casos, si fuiste algo más afortunado, te vas corriendo de a poco mientras vas viendo como llegan desde atrás aquellos que van ocupar tu lugar o a transformarlo, pero ya sin vos. En el mejor de los casos, también, tenés alrededor gente que te quiere y te valora aún cuando ya no estés inserto en la máquina de producir pero esto es también producto de una cultura. Hay sociedades más alejadas de la política del descarte que aún celebran a sus viejos, aunque ni aún así desde las instituciones hayan podido evitar la masacre del Covid-19.

Lo pensaba viendo en Instagram una cuenta que es un flash, @pastagrannies, en la que buscan y filman a abuelas italianas o de origen italiano amasando y preparando sus pastas en diversos lugares del mundo. Es una celebración de la vida, de la comida y también de la vejez.Las imágenes me hicieron recordar mucho a un libro que me encanta: Calor, esa crónica autobiográfica espectacular del estadounidense Bill Buford, ex editor de Granta y del New Yorker, que reproduce su búsqueda de un Aleph culinario.

Buford es esa clase de cronista que cuando toma un tema quiere meterse en la carne de sus protagonistas. Lo hizo cuando escribió Entre los vándalos y se introdujo en el mundo de los hooligans por 8 años y lo hizo también en este libro, cuando luego de una vida de gourmet aficionado se decide conocer todo lo que hay que saber sobre la cocina y emprende un viaje desde lo más bajo del oficio, cortar cebollas en Babbo, el restaurante neoyorquino, hacia ese punto que todo lo consolida: el punto del escalón diecinueve del cuento de Borges, la esfera tornasolada de intolerable fulgor, ahí donde el observador consigue hallar el infinito y el universo. Lo encuentra en Italia.

Veía estos días las fotos y videos de las viejitas con el palo de amasar o cortando fideos o rellenando sus perfectas porciones de masa y recordaba el momento en que a Buford, en un restaurante de los Apeninos, mientras le enseñaban los secretos de la pasta las viejitas cocineras le explicaban que los tortellini perfectos deben tener la forma del ombligo de una mujer. Arte y filosofía de la comida, te dije ya alguna vez que todo eso me puede.

Pero vuelvo a las viejitas, el sitio te muestra a algunas en pueblos italianos célebres por sus recetas mágicas y a otras que residen en diversos países a los que llevaron con ellas sus tesoros. Muchas de ellas trabajan la pasta acompañadas por nietos o bisnietos, chicos que no amasan plastilina sino comida y en ese proceso aprenden a cocinar pero también aprenden qué es el amor. Si aprendiste a cocinar con los más viejos, si te enseñaron el secreto de una salsa o un buen asado, no lo olvidás más.

Lorenza, una editora y amiga mexicana me contó una vez que había tenido una discusión con un hijo adolescente, que se mostraba molesto porque ella le pedía a veces que la ayudara con algo de su computadora. El chico resoplaba cada vez que ella lo llamaba (no es patrimonio de mi amiga la historia, sí su respuesta, ahí van a ver). Molesta por el gesto de hartazgo del chico, más que molesta, dolida, lo increpó con una excelente psicopateada que sugiero agendar para reproducir en el momento adecuado: “¿Te parece justo tratarme así solo porque te pido que me enseñes algo de internet cuando fui yo misma quien te enseñó a caminar, a hablar y a leer?”

Más allá de la ironía, pensemos en los viejos y en esa frase: ellos y ellas nos enseñaron a caminar.

Ya sé que a veces en estas cartas en lugar de ofrecer belleza siembro preguntas tristes o pensamientos algo oscuros como el de hoy: les juro que aún cuando pienso en estas cosas busco encontrar ilusión o algo que me permita transitar si no con esplendor al menos con ¿elegancia? lo que se viene. Por eso me despido dejándoles dos recomendaciones en esa dirección más luminosa. Una es el newsletter de Cecilia Absatz, Viejo Smoking, en el que consiguió hacer de la vejez no solo un tema sino un mundo pleno de interés y gracia.

La segunda es un libro. Se llama Toda una vida, su autor es el austríaco Robert Seethaler y es el relato de la vida de un hombre común, Andreas Egger, desde que es un chico abandonado por su madre a los 4 años y que crece en los Alpes hasta su vejez, en donde la naturaleza sigue siendo su compañera mayor. Una novela sobre nada y sobre todo, de esas que cada vez me gustan más. Va un fragmentito:

”Según el certificado de nacimiento, que a su juicio no valía ni la tinta del sello, Egger tenía setenta y nueve años. Había aguantado más de lo que creía posible, y podía estar satisfecho en términos generales. Había sobrevivido a su infancia, a la guerra y a un alud. Nunca había estado demasiado ajado para trabajar, había abierto una cantidad incalculable de agujeros en la roca y probablemente había talado árboles suficientes para alimentar durante un invierno las estufas de una ciudad pequeña. Su vida había pendido de un hilo entre el cielo y la tierra, y durante los últimos años como guía turístico había aprendido más de las personas de lo que podía abarcar. Que él supiera, no cargaba con ninguna culpa digna de mención, y nunca había caído en las tentaciones del mundo: las borracheras, la prostitución o la gula. Había construido una casa, había dormido en infinidad de camas, establos, rampas de carga y unas cuantas noches incluso en una caja de madera rusa. Había amado. Y se había hecho una idea de hasta dónde podía llevar el amor. Había visto a dos hombres caminar por la Luna. Nunca se había visto en el apuro de creer en Dios, y la muerte no le daba miedo. No recordaba de dónde era, y últimamente no sabía adónde iba. Pero podía mirar atrás en el tiempo, a su vida, sin lamentos, con una media sonrisa y un gran asombro”.

Ahora sí, con este otro Aleph, los dejo.

Que pasen un muy buen fin de semana.

"Ad Parnassum", de Paul Klee
"Ad Parnassum", de Paul Klee

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